Siena, 1340
Atrapada en su habitación en lo más alto de la torre Tolomei, Giulietta no se enteraba de lo que sucedía en la ciudad. La habían tenido allí encerrada desde el día del funeral de Tebaldo, sin permitirle recibir visitas. Los guardias de Tolomei habían claveteado las contraventanas y le pasaban la comida por una ranura de la puerta, claro que eso daba igual, porque llevaba sin comer más tiempo que en toda su vida.
Durante las primeras horas de su reclusión, había rogado que la dejaran salir a cualquiera que la oyese al otro lado de la puerta.
—¡Tía bendita! —le había instado con la mejilla húmeda por las lágrimas pegada a la puerta—. ¡Por favor, no me tratéis así! ¡Recordad de quién soy hija…! ¿Primos queridos? ¿Me oís?
Al ver que nadie se dignaba responder, había empezado a gritarles a los guardias, maldiciéndolos por acatar las órdenes de un demonio disfrazado de hombre.
Finalmente, como contestaba una sola palabra, se dio por vencida. Debilitada por la pena, se tumbó en la cama y se cubrió la cabeza con una sábana, incapaz de pensar más que en el cuerpo maltratado de Romeo y en su impotencia para impedir una muerte tan espantosa. Sólo entonces se acercaron a su puerta los aprensivos criados para ofrecerle comida y bebida, pero ella lo rechazó todo, hasta el agua, con la esperanza de acelerar su propia muerte y seguir a su amado al paraíso antes de que fuera muy lejos.
Lo único que le quedaba por hacer en la vida era escribir una carta secreta a su hermana. Pretendía ser una despedida, pero, al final, se convirtió en una de tantas, escrita a la luz de la vela y oculta junto a las otras bajo una tabla suelta del suelo. Y pensar —le escribió— que este mundo y todo cuanto había en él habían llegado a fascinarla en su día; ahora entendía que fray Lorenzo siempre había tenido razón.
—El mundo de los mortales es un mundo de polvo —solía decirle—. Cuando uno lo pisa, se desmorona bajo sus pies y, si no se anda con cuidado, uno se precipita al limbo.
Ese limbo debía de ser donde ella se encontraba entonces, pensó, un abismo desde el que no se oía ninguna oración.
Giannozza, su hermana, Giulietta lo sabía bien, no era ajena a esa clase de desgracia. A pesar del noble empeño en que sus hijas aprendieran a leer y escribir, en cuanto al matrimonio, su padre había sido siempre un anticuado. Para él, una hija era una especie de embajadora a la que podía enviarse a forjar una alianza con alguna persona importante de otro lugar; por esa razón, cuando el primo de su esposa —un noble propietario de una finca inmensa al norte de Roma— había manifestado su interés por estrechar lazos con los Tolomei, su padre había comunicado a Giulietta que debía ir ella. A fin de cuentas, era cuatro minutos mayor que su hermana Giannozza, y es obligación de la mayor ser la primera.
Al enterarse de la noticia, las hermanas habían pasado muchos días llorando ante la perspectiva de tener que separarse y vivir tan lejos la una de la otra, pero su padre se mostró inflexible, y aún más su madre —después de todo, era su primo, no un desconocido—, y al final las jóvenes se habían acercado a sus progenitores con una humilde propuesta.
—Padre —comenzó Giannozza, la única lo bastante atrevida para hablar por las dos—, a Giulietta le honran los planes que tenéis para ella, pero os suplica que consideréis la posibilidad de enviarme a mí en su lugar. Lo cierto es que siempre ha sentido cierta inclinación por el convento y teme que sólo sería buena esposa de Cristo. Yo, en cambio, no me opongo a un matrimonio terrenal; de hecho, creo me gustaría llevar mi propia casa. Por eso nos preguntábamos… —miró por primera vez a su madre, buscando su aquiescencia— si podríais despacharnos a las dos juntas, a mí de novia y a Giulietta de novicia a un convento próximo. De ese modo, podremos vernos siempre que queramos y no tendréis que preocuparos de nuestro bienestar.
Al ver que Giulietta se resistía tanto al matrimonio, su padre accedió al fin a permitir que Giannozza ocupara su lugar, pero, en lo relativo a la otra parte del plan, se mostró remiso.
—Si Giulietta no quiere casarse ahora —proclamó sentado tras su enorme escritorio, cruzado de brazos—, se casará más adelante, cuando se le pase esa… tontería. —Después meneó la cabeza, furioso por aquella intromisión en sus asuntos—. ¡Jamás debería haberos enseñado a leer, niñas! Sospecho que habéis estado leyendo la Biblia a mis espaldas…, ¡más que suficiente para llenarle de pájaros la cabeza a una muchacha!
—Pero padre…
Sólo entonces se adelantó su madre, con la mirada encendida.
—¡Vergüenza debería daros poner a vuestro padre en este aprieto! —espetó furibunda—. ¡No somos pobres y le pedís que se porte como si lo fuéramos! ¡Las dos tenéis dotes lo bastante sustanciosas para tentar a un príncipe! Sin embargo, hemos sido selectivos. Muchos han venido a rondarte, Giulietta, pero tu padre los ha rechazado a todos porque sabía que podíamos encontrarte algo mejor. ¿Y ahora quieres que se regocije de verte convertida en monja, como si no tuviéramos medios ni contactos suficientes para casarte? ¡Vergüenza debería darte anteponer tus propios deseos egoístas a la dignidad de tu familia!
Y así Giannozza se había casado con un noble al que no había visto nunca y había pasado la noche de bodas con un hombre que le triplicaba la edad, tenía los ojos de su madre y las manos de un extraño. Cuando se despidió de su familia a la mañana siguiente —para abandonar su hogar al lado de su esposo— se había colgado del cuello de todos ellos, sin mediar palabra, con los labios bien prietos para no maldecir a sus padres.
Las palabras llegaron después, en cartas interminables remitidas desde su nuevo hogar, no directamente a Giulietta, sino a su amigo fray Lorenzo, que podía hacérselas llegar en secreto mientras la confesaba en la capilla. Eran cartas que Giulietta jamás olvidaría, que la atormentarían siempre y mencionaría a menudo en las suyas, como cuando coincidía con su hermana en que «existen en este mundo, como bien dices, hombres que viven sólo del mal, de ver sufrir a otros». Sin embargo, siempre animaba a su hermana a que viera el lado bueno de las cosas —su esposo era un hombre mayor y enfermizo que seguramente moriría cuando ella aún fuera joven, y, aunque no la dejara salir de casa, al menos las vistas desde el castillo eran magníficas—, e incluso se atrevía a señalar que «al contrario de lo que dices, hermana, puede encontrarse algo de placer en la compañía de un hombre. No todos están completamente podridos».
En cambio, en la carta de despedida escrita a Giannozza desde su prisión el día después del funeral de Tebaldo, Giulietta ya no pudo hablar tan animadamente del futuro. «Tú tenías razón, yo estaba equivocada —se limitó a decirle—. Cuando la vida duele más que la muerte, no merece la pena vivir».
Y así había decidido morir, rechazar todo alimento hasta que su cuerpo se rindiera y liberar su alma para unirse a Romeo. Pero, al tercer día de su huelga de hambre —con los labios secos y la cabeza a punto de estallarle—, empezó a obsesionarla otra idea: a qué parte del paraíso tendría que ir para encontrarlo. Por fuerza debía de ser un lugar inmenso, y no había forma de saber si los mandarían a los dos a la misma zona. De hecho, temía que no fuera así.
Aunque ella no fuese completamente intachable a los ojos de Dios, aún era doncella; Romeo, en cambio, había dejado tras de sí un reguero de travesuras. Además, no había habido ritos funerarios por él, ni se había rezado por su alma, con lo que probablemente ni siquiera fuera al paraíso. Quizá estuviera condenado a vagar por ahí como un fantasma, herido y ensangrentado, hasta que algún buen samaritano —si lo había— se apiadara de él y diese sepultura a su cuerpo.
Giulietta se incorporó en la cama sobresaltada. Si ella moría, ¿quién enterraría a Romeo como era debido? Si dejaba que los Tolomei encontraran el cuerpo la próxima vez que falleciese alguien de la familia —muy probablemente ella misma—, sin la menor duda darían a su cuerpo cualquier cosa menos descanso. No, pensó, cogiendo al fin el agua —sus débiles dedos apenas capaces de asir la taza—, tendría que seguir viviendo hasta que pudiera hablar con fray Lorenzo y exponerle la situación.
¿Dónde demonios se había metido el fraile? Giulietta, compungida, no había querido hablar con nadie, ni siquiera con su gran amigo, y había sido un alivio que no hubiera ido a verla. Pero ahora que había puesto el alma en un plan que no podía ejecutar sola, estaba furiosa con él por no estar a su lado. Sólo tras engullir toda la comida que encontró en la habitación, se le ocurrió que quizá su tío Tolomei le había prohibido las visitas al fraile con el fin de evitar que divulgara los pormenores de su desgracia.
Mientras paseaba nerviosa de un lado a otro del cuarto, deteniéndose de vez en cuando a mirar por una rendija de las contraventanas selladas para ver qué hora del día era, Giulietta concluyó que la muerte tendría que esperar, no porque deseara vivir, sino porque quedaban dos cosas en este mundo que sólo ella podía hacer: una era encontrar a fray Lorenzo —o cualquier otro hombre santo más pronto a obedecer las leyes de Dios que las de su tío— y encargarle que enterrara a Romeo debidamente; la otra era hacer sufrir a Salimbeni como ningún hombre había sufrido jamás.
La señora Agnese murió el día de Todos los Santos, tras pasar en cama más de medio año. Se decía que la pobre mujer había aguantado tanto sólo por fastidiar a su esposo, el señor Salimbeni, que tenía preparado el traje de boda desde su compromiso con Giulietta en el mes de agosto.
El sepelio tuvo lugar en Rocca di Tentennano, la inexpugnable fortaleza de Salimbeni en Val d’Orcia. Tan pronto echó tierra sobre el féretro, el viudo salió para Siena con la presteza de un cupido alado. Sólo un joven lo acompañó de regreso a la ciudad: Niño, su hijo de diecinueve años —asesino empedernido del Palio, según algunos—, cuya madre había ocupado el panteón familiar varios años antes que la señora Agnese como consecuencia de una afección similar, comúnmente conocida como abandono.
La tradición exigía un período de luto tras una pérdida semejante, pero a pocos les extrañó volver a ver al gran hombre tan pronto en la ciudad. Salimbeni era conocido por su celeridad mental: mientras otros lloraban varios días la muerte de una esposa o de un hijo, él se olvidaba de todo al cabo de unas horas, y jamás pasaba por alto una operación comercial importante.
A pesar de sus turbios negocios y su perenne enemistad con los Tolomei, Salimbeni era un hombre al que muchos no podían evitar admirar hasta la adulación servil. Siempre que asistía a alguna reunión se convertía en el centro de atención indiscutible y, cuando se proponía divertir, provocaba la carcajada general, aunque nadie hubiera oído lo que había dicho. Su generosidad le granjeaba el afecto instantáneo de los desconocidos, y sus clientes sabían que, una vez se ganaran su confianza, recibirían abundantes compensaciones. Como conocía mejor que nadie la dinámica de la ciudad, sabía perfectamente cuándo alimentar al pobre y cuándo plantar cara al gobierno. No era casualidad que le gustara vestir como un emperador romano, con su exquisita toga de lana de ribetes escarlatas, porque gobernaba la ciudad de Siena como si fuese su imperio y a todo aquel que se opusiera a su autoridad se lo consideraba traidor a la ciudad entera.
Dado el saber político y fiscal de Salimbeni, asombraba al pueblo de Siena su insistente encaprichamiento de la melancólica sobrina de Tolomei. Allí estaba, inclinándose ante su pálida figura en misa cuando ella ni siquiera lo soportaba. Giulietta no sólo lo despreciaba por lo que le había hecho a su familia —su tragedia ya era del dominio público—, sino también por haber expulsado de la ciudad a su amado Romeo tras culparlo del dudoso asesinato de Tebaldo Tolomei.
¿Por qué, se preguntaba la gente, un hombre de la talla de Salimbeni ponía en peligro su dignidad por casarse con una joven que no lo querría jamás aunque los dos vivieran mil años? Giulietta era hermosa, y había muchos jóvenes que anhelaban sus labios perfectos y sus ojos soñadores, pero era muy distinto que un hombre asentado como Salimbeni tirara por la borda su dignidad y la reclamara para sí tan pronto como desapareciera el amor de ella y falleciera la esposa de él.
—¡Es una cuestión de honor! —decían quienes aprobaban el compromiso—. Romeo se disputó a Giulietta y esa disputa sólo tenía un resultado lógico: el vencedor vivía, el perdedor moría y la dama era del que quedaba, la quisiera o no.
Otros, más cándidos, veían la mano del diablo en los actos de Salimbeni.
—He ahí un hombre cuyo poder nadie controla hace tiempo —le susurraban al maestro Ambrogio por las noches, en las tabernas, delante de un vaso de vino—. Ese poder se ha tornado maligno y, como tal, constituye una amenaza para nosotros y para él. Vos mismo lo habéis dicho, maestro: las virtudes de Salimbeni han madurado hasta convertirse en vicios y, ya saciado, su inmenso apetito de gloria e influencia buscará inevitablemente nuevas fuentes de las que beber.
No había que hurgar mucho para encontrar ejemplos: ciertas féminas sienesas habrían dado fe gustosas de las maneras cada vez más perversas de Salimbeni.
Según le había contado una señora al maestro, Salimbeni, que siempre había querido complacer y ser complacido, había empezado a rechazar a las que se mostraban demasiado dispuestas a satisfacer sus deseos. Buscaba mujeres difíciles, incluso hostiles, que le dieran motivos para ejercer su dominio plenamente, y nada lo complacía más que el encuentro con una —con frecuencia, una atrevida forastera recién llegada— que aún no supiera que él era un hombre al que había que obedecer.
Pero hasta las forasteras atrevidas se dejaban aconsejar y, al poco, para su contrariedad, Salimbeni empezó a toparse con sonrisas y chanzas repulsivas cada vez que salía al centro vestido con lo que él consideraba un disfraz. Casi todos los propietarios de negocios habrían querido cerrarle las puertas al voraz cliente, pero, al no haber quien quisiera aplicar la ley a aquel tirano, ¿cómo iban a verse libres de tales infracciones los pobres comerciantes? Así que seguía la sátira y su intérprete continuaba la búsqueda perenne de desafíos dignos de su potestad, mientras el coro de gente que dejaba a su paso podía hacer poco más que transmitir a otros los innumerables peligros de su orgullo desmedido y la trágica cegazón que derivaba invariablemente de ellos.
—¿Veis, maestro? —concluyó la señora, encantada de intercambiar chismes con vecinos que no escupieran al verla—, la obsesión de ese individuo con esa joven no es ningún misterio. —Se apoyó en la escoba y le hizo una seña para que se acercara, inquieta de que pudieran oírla—. Hablamos de una joven, una criatura núbil y preciosa, que no sólo es la sobrina de su enemigo, sino que, por sí misma, tiene razones sobradas para despreciarlo. No hay riesgo de que su fiera resistencia se torne en dulce sumisión, no existe la posibilidad de que ella lo invite voluntariamente a ocupar su lecho. ¿Lo entiende, maestro? Al casarse con ella, Salimbeni se asegura una fuente inagotable de su afrodisíaco favorito: el odio.
La boda de Salimbeni tuvo lugar una semana y un día después del funeral de su esposa. Con la tierra del cementerio aún entre las uñas, el viudo no dudó en arrastrar al altar a su siguiente esposa, para que inyectara en su mermado árbol genealógico la noble sangre de los Tolomei.
A pesar de su carisma y su generosidad, aquel desvergonzado despliegue de egoísmo asqueó a los sieneses. Cuando el cortejo nupcial cruzó la ciudad, más de un observador comentó su parecido con los desfiles militares de los romanos: el botín de tierras lejanas, hombres y bestias antes nunca vistos y una dama a caballo coronada para su escarnio, todo ello presentado a la muchedumbre boquiabierta que salpicaba el camino por un general exultante que los saludaba desde un carro.
Ver al tirano en toda su gloria reforzó las murmuraciones que lo habían seguido a todas partes desde el Palio. Aquél era un hombre —decían algunos— que no había asesinado una sola vez, sino que lo hacía siempre que le placía y, sin embargo, nadie se atrevía a reprochárselo. Ciertamente alguien que podía escabullirse de tamaños delitos —y organizarse un casamiento con una joven que lo despreciaba— era alguien que podía hacerle cualquier cosa a cualquiera, y que no dudaría en hacerlo.
Al borde del camino, bajo la llovizna otoñal, mientras contemplaba a la mujer en cuyo camino se habían cruzado todas las estrellas del firmamento, el maestro Ambrogio se sorprendió rezando para que alguien salvara a Giulietta de ese destino. A los ojos de la multitud, no era menos hermosa entonces que antes, pero era evidente para el pintor —que no había vuelto a verla desde la víspera del Palio fatal— que la suya era ahora más la belleza pétrea de Atenea que el encanto risueño de Afrodita.
Cuánto le habría gustado que Romeo hubiera vuelto a Siena en ese mismo instante, acompañado de un pelotón de soldados extranjeros, para arrebatarle a la dama al tirano antes de que fuese demasiado tarde. Pero Romeo, decía la gente negando con la cabeza, había huido a tierras lejanas y buscaba consuelo en las mujeres y la bebida donde sabía que Salimbeni jamás daría con él.
De pronto, allí de pie, encapuchado para protegerse de la lluvia, el artista supo cómo concluir el enorme fresco del Palazzo Pubblico. Debía haber una novia, una joven triste absorta en recuerdos amargos, y un hombre que dejaba la ciudad a caballo pero que, recostado en la silla de su rocín, escuchaba la plegaria de un pintor. Sólo confesando a la pared silenciosa su inquietud lograría aliviar el dolor de su corazón en tan aciago día, pensó el maestro.
Giulietta supo en cuanto terminó el desayuno que ésa sería su última comida en el palazzo Tolomei: la señora Antonia le había echado algo en la comida para calmarla. Poco sabía su tía que Giulietta no tenía intención de impedir la boda negándose a asistir. ¿De qué otro modo podría acercarse a Salimbeni lo bastante como para hacerle sufrir?
Lo veía todo como en una nebulosa —el cortejo nupcial, la multitud pasmada, los serios ocupantes de la oscura catedral—, y sólo cuando Salimbeni le levantó el velo para que el obispo y los perplejos invitados viesen la corona nupcial salió ella de su trance y reparó en los aspavientos y en la proximidad de él.
La tiara era una joya indecente de oro y brillantes, que rivalizaba con cualquier cosa que se hubiera visto antes, en Siena o en otra parte. Era un tesoro más propio de la realeza que de una campesina taciturna, claro que en realidad no era para ella, sino para él.
—¿Te gusta mi obsequio? —le preguntó, escudriñándola—. Tiene dos zafiros egipcios que me recordaron a tus ojos. De valor incalculable. Como parecían tan desamparados, los he acompañado de dos esmeraldas egipcias que me recuerdan el modo en que te miraba ese tipo, Romeo. —Sonrió al verla espantarse—. Dime, querida, ¿no te parezco generoso?
Giulietta tuvo que armarse de valor para poder dirigirse a él.
—Sois más que generoso, mi señor.
Él rio a carcajadas a causa de su respuesta.
—Me alegra saberlo. Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien.
Sin embargo, el obispo, que había oído el cruel comentario, no se mostró muy satisfecho. Tampoco los clérigos, que, tras asistir al banquete, entraron en la alcoba nupcial para consagrarla con agua bendita e incienso y encontraron el cencío de Romeo extendido sobre la cama.
—¡Mi señor Salimbeni, no podéis adornar vuestra cama con ese cencío! —protestaron.
—¿Por qué no? —inquirió él, copa de vino en ristre y músicos a remolque.
—Porque pertenece a otro —replicaron—. La Virgen se lo entregó a Romeo Marescotti, y está destinado a cubrir su cama solamente. ¿Acaso queréis desafiar la voluntad del cielo?
Pero Giulietta sabía muy bien por qué Salimbeni había extendido el cencío sobre la cama, por la misma razón por la que había elegido las esmeraldas verdes para la tiara nupcial: recordarle que Romeo estaba muerto y que no podía hacer nada por recuperarlo.
Al final, Salimbeni echó a los clérigos sin recibir la bendición por parte de éstos y, cuando estuvo harto de las lisonjas de los invitados borrachos, los echó a ellos también, junto con los músicos. Aunque a algunos les sorprendió la repentina brusquedad de su patrón, todos entendieron la razón por la que había puesto fin a la fiesta: Giulietta estaba sentada en un rincón, más dormida que despierta, pero, aun en su desmadejamiento, demasiado hermosa para dejarla sola mucho más tiempo.
Mientras Salimbeni se ocupaba de despedirlos a todos y de agradecer sus parabienes, la joven vio la ocasión de coger un cuchillo de la mesa del convite y escondérselo bajo la ropa. No le había quitado el ojo de encima a esa arma concreta en toda la noche, y había observado cómo atrapaba la luz de las velas cuando los criados la usaban para servir la carne a los invitados. Aun antes de tenerla en la mano, ya había planeado cómo trincharía con ella a su odioso marido. Sabía por las cartas de Giannozza que —siendo ésa su noche de bodas— llegaría un momento en que Salimbeni se acercaría a ella con ganas de todo menos de pelea, y sabía también que ése era el momento en que debía atacar.
Ansiaba hacerle tanto daño que la cama se empapara de su sangre en vez de la de ella, pero, sobre todo, anhelaba saborear su reacción a la mutilación que iba a causarle antes de hundirle la hoja en su diabólico corazón.
Después, aún no sabía qué haría. Como no había podido comunicarse con fray Lorenzo desde la noche del Palio —y no había encontrado otro oído compasivo que lo reemplazara—, sabía que, muy probablemente, el cuerpo de Romeo aún yacía sin enterrar en el panteón de los Tolomei. Era concebible que su tía, la señora Antonia, hubiera vuelto a la tumba de Tebaldo al día siguiente para rezar y encenderle una vela, pero sospechaba que, de haberse topado con el cadáver del supuesto asesino de su hijo, no sólo ella sino toda Siena se habrían enterado ya, o habrían visto a la compungida madre arrastrarlo por las calles sujeto de los tobillos a un carruaje.
Cuando Salimbeni se reunió con Giulietta en la alcoba iluminada por las velas, ella apenas había terminado de rezar sus oraciones, y todavía no había decidido dónde esconder el cuchillo. Al volverse hacia el intruso, la sorprendió encontrarlo vestido con poco más que una túnica; verlo armado le habría resultado menos inquietante que verle los brazos y las piernas desnudos.
—Creo que es costumbre —dijo Giulietta con voz trémula— conceder tiempo a la esposa para que se prepare…
—¡Yo creo que ya estás más que lista! —Salimbeni cerró la puerta y, acercándose a ella, la cogió por la barbilla. Luego sonrió—. Por mucho que me hagas esperar, nunca seré el hombre al que quieres.
Giulietta tragó saliva, asqueada por sus caricias y su olor.
—Pero vos sois mi marido… —empezó, sumisa.
—¿Ahora sí lo soy? —la miró divertido, con la cabeza ladeada—. Entonces, ¿por qué no me recibes con más entusiasmo, mi amor? ¿A qué se debe esa mirada tan fría?
—No… —le costaba pronunciar las palabras— estoy habituada a vuestra presencia.
—Me decepcionas —replicó él con una siniestra sonrisa—. Me habían dicho que eras más animosa. —Meneó la cabeza con fingida desesperación—. Empiezo a pensar que podría llegar a gustarte.
Como Giulietta no respondía, le llevó las manos al escote, buscando acceso a su pecho. El tacto de aquellos dedos codiciosos la espantó y, por un instante, olvidó su astuto plan de hacerle creer que la había conquistado.
—¡Cómo os atrevéis a tocarme, cerdo apestoso! —le bufó, tratando de zafarse de él—. ¡Dios no permitirá que me pongáis la mano encima!
Riendo satisfecho de tan repentina rebeldía, Salimbeni le hundió una zarpa en la melena para sujetarla mientras la besaba. Sólo cuando ella sufrió una arcada él le soltó la boca y le dijo, echándole el fétido aliento a la cara:
—Voy a contarte un secreto: a Dios le gusta mirar. —Dicho eso, la cogió en brazos y la soltó sobre la cama—. ¿Por qué iba a crear un cuerpo como el tuyo sino para mi disfrute?
En cuanto la soltó para quitarse el cinto, Giulietta reculó. Por desgracia, cuando la atrajo hacia sí tirándole de los tobillos, quedó al descubierto el cuchillo que llevaba bajo las faldas, sujeto al muslo. Sólo de verlo, su pretendida víctima se echó a reír a carcajadas.
—¡Una arma oculta! —exclamó, liberándolo y admirando su hoja impoluta—. Veo que sabes cómo complacerme.
—¡Canalla! —Giulietta intentó arrebatárselo y a punto estuvo de cortarse—. ¡Es mío!
—¿Ah, sí? —Contempló el gesto desfigurado de ella, cada vez más divertido—. ¡Pues ve a por él! —Al segundo, el arma se clavó temblona en una viga de madera, inalcanzable. Cuando Giulietta, presa de la frustración, intentó patearlo, él volvió a tumbarla y la inmovilizó sobre el cencío, evitando que ella pudiera arañarle o escupirle a la cara—. Veamos —se mofó—, ¿qué otras sorpresas me tienes reservadas para esta noche, querida?
—¡Una maldición! —espetó con desdén, forcejeando—. ¡De todo lo que más queráis! Matasteis a mis padres y a Romeo. Arderéis en el infierno, ¡y yo bailaré sobre vuestra tumba!
Mientras yacía allí indefensa, desarmada, contemplando el rostro triunfante del hombre que debería haber estado ya postrado en un charco de sangre, desmembrado si no muerto, Giulietta tendría que haber estado desesperada. Y, durante unos instantes terribles, ciertamente lo estuvo.
Pero entonces ocurrió algo. Al principio fue poco más que un repentino calor que impregnó todo su cuerpo desde la cama, una especie de cálido cosquilleo, como si estuviese tumbada en una parrilla a fuego lento y, al notar que la sensación se intensificaba, se echó a reír. De pronto entendió que lo que experimentaba era un instante de éxtasis religioso, y que la Virgen obraba en ella un milagro a través del cencío en el que yacía.
Para Salimbeni, la risa histérica de Giulietta resultaba mucho más inquietante que cualquier insulto o arma que pudiera haberle lanzado, y la abofeteó una vez, dos veces, hasta tres, sin conseguir más que aumentar sus carcajadas desenfrenadas. Desesperado por acallarla, empezó a tirarle de la seda que le cubría el pecho, pero su nerviosismo le impedía encontrar el modo de soltar la prenda. Maldiciendo a los sastres de Tolomei por la robustez de sus hilos, pasó a hurgar entre las faldas en busca de un punto de acceso menos protegido.
Giulietta no se inmutó. Siguió tendida, riendo, mientras Salimbeni se ponía en ridículo. Porque sabía, con una certeza que sólo podía venirle del cielo, que no le haría daño esa noche. Por mucho que se empeñara en ponerla en su sitio, la Virgen estaba de su lado, espada en ristre, para impedir que él la invadiera y proteger el cencío santo de un sacrilegio.
Riendo de nuevo, miró a su asaltante con los ojos llenos de júbilo.
—¿Me habéis oído? —preguntó sin más—. Estáis maldito, ¿no lo notáis?
Los sieneses sabían bien que los chismorreos o son una plaga o una bendición, dependiendo de si uno es o no el blanco de los mismos. Son arteros, persistentes y mortíferos; cuando lo eligen a uno, no paran hasta hundirlo. Si no pueden acorralarlo de una forma, varían y lo atacan desde arriba o desde abajo; siempre lo encuentran, por lejos que uno corra o por mucho que permanezca agazapado en silencio.
El maestro Ambrogio oyó el rumor por primera vez en la carnicería. Ese mismo día volvió a oírlo en la panadería y, al regresar a casa con la compra, ya sabía lo bastante para pensar que debía hacer algo al respecto.
Dejó a un lado la cesta de los víveres y, olvidándose por completo de la cena, fue directamente al trastero a por el retrato inacabado de Giulietta, que volvió a colocar en el caballete. De pronto supo qué debía llevar entre sus piadosas manos: no un rosario, ni un crucifijo, sino una rosa de cinco pétalos, la «rosa mística». Se creía que esa flor, antiguo símbolo de la Virgen, representaba el misterio de su virginidad tanto como la inmaculada concepción, y, para el maestro, no había mayor emblema del patrocinio divino de la inocencia.
Lo complicado para el pintor era —siempre— retratar aquella planta fascinante de forma que condujera los pensamientos de los hombres hacia la doctrina religiosa en lugar de distraerlos con la tentadora simetría orgánica de sus pétalos. Era un desafío que aceptaba sin reservas y, mientras mezclaba los colores para obtener el rojo perfecto, procuró purgar su mente de cualquier cosa que no fuese botánica.
Pero no pudo. Los rumores que había oído eran demasiado maravillosos —demasiado bienvenidos— para no disfrutarlos un poco más. Se decía que, en la noche de bodas de Salimbeni y Giulietta Tolomei, Némesis había visitado la alcoba nupcial y había impedido, misericordiosa, un acto de inefable crueldad.
A unos les parecía magia, otros lo atribuían a la naturaleza humana o a la simple lógica; no obstante, fuera cual fuese la causa, todos coincidían en el efecto: el novio no había sido capaz de consumar el matrimonio.
Según se le había dado a entender al maestro, las pruebas de tan notable acontecimiento eran abundantes. Una de ellas tenía que ver con las actividades de Salimbeni: un hombre maduro se casa con una hermosa joven y pasan su noche de bodas en el lecho nupcial. Al salir de la casa, tres días después, busca la compañía de una dama de la noche pero no logra beneficiarse de sus servicios. Cuando la dama en cuestión le ofrece amablemente un surtido de pociones y polvos, él le grita enfurecido que ya los ha probado todos y que no son más que un camelo. ¿Qué podría inferirse salvo que ha pasado sus nupcias impedido y que ni siquiera un especialista ha podido curarlo?
Otra prueba del presunto estado de las cosas provenía de una fuente bastante más fiable, porque se había originado en la propia casa de Salimbeni. Desde tiempo inmemorial, había sido tradición en la familia examinar las sábanas tras la noche de bodas para comprobar que la novia era virgen hasta entonces. Si no había sangre en las sábanas, la joven volvía con sus padres, deshonrada, y los Salimbeni añadían otro nombre a su larga lista de enemigos.
No obstante, la mañana siguiente a la boda de Salimbeni no se exhibieron las sábanas ni éste aireó triunfante el cencío de Romeo. Sólo supo de su destino el criado que se lo llevó a Tolomei en una caja esa misma tarde con una disculpa de su señor por haberlo retirado injustificadamente del cuerpo de Tebaldo. Cuando al fin, varios días después de la boda, se le dio a la doncella una sábana manchada de sangre, que ésta le entregó al ama de llaves, que se la dio en seguida a la abuela más anciana de la casa, dicha anciana la rechazó por falsificación.
La pureza de una novia era una cuestión de gran honor —y, por ende, de gran decepción—, por lo que toda la ciudad compadecía a las abuelas enfrentadas por aplicar o detectar las pócimas más convincentes en las sábanas nupciales cuando faltaba lo auténtico. No bastaba con la sangre; había que mezclarla con otras sustancias, y todas las abuelas tenían su propia receta y su método de detección. Como los alquimistas de antaño, aquellas mujeres no hablaban en términos mundanos sino mágicos; para ellas, el reto eterno era forjar la combinación perfecta de placer y dolor, masculino y femenino.
A una mujer así, casi una avezada bruja, no podía engañarla la sábana nupcial de Salimbeni, obra sin duda de un hombre que no había vuelto a mirar ni a la novia ni el lecho después de la escaramuza inicial. Aun así, nadie se atrevió a plantearle el asunto al señor, pues todos sabían bien que el problema no era de la dama, sino de él.
Al maestro no le bastaba con terminar el retrato de Giulietta. Pictórico de energía, Ambrogio fue al palazzo Salimbeni una semana después de la boda para decirles a sus inquilinos que los frescos precisaban revisión y posiblemente mantenimiento. Nadie se atrevió a contradecir al famoso artista, nadie pensó tampoco en consultar a su señor, y así, en los días siguientes, Ambrogio pudo entrar y salir de la casa a su antojo.
Su motivo, por supuesto, era poder ver a Giulietta y, a ser posible, ofrecerle su ayuda. Ignoraba cómo, sólo sabía que no descansaría hasta que ella supiera que aún le quedaban amigos en este mundo. Sin embargo, por más que esperó subido a los andamios, fingiendo encontrar defectos en su propio trabajo, la joven jamás bajó. Tampoco la mencionó nadie. Era como si hubiese dejado de existir.
Una noche, cuando el maestro se hallaba en lo alto de una escalera examinando el mismo escudo de armas por tercera vez y preguntándose si no tendría que replantearse su estrategia, oyó por casualidad una conversación entre Salimbeni y su hijo Niño en la habitación contigua. Convencidos de que estaban solos, se habían retirado a ese rincón de la casa para tratar un asunto delicado, sin sospechar que, por el hueco entre una puerta lateral y su marco, muy quieto en la escalera, Ambrogio lo oía todo.
—Quiero que lleves a la señora Giulietta a Rocca di Tentennano y te encargues de… instalarla —le dijo Salimbeni a su hijo.
—¡Tan pronto! —exclamó el joven—. ¿No creéis que la gente hablará?
—La gente ya habla —observó Salimbeni, al parecer habituado a mantener esos intercambios tan francos con su hijo—, y no quiero que todo esto estalle. Lo de Tebaldo, Romeo…, todo eso. Te vendrá bien ausentarte de la ciudad un tiempo, hasta que la gente olvide. Han pasado demasiadas cosas últimamente. Las masas empiezan a agitarse. Me preocupa.
Niño profirió un sonido que sólo podía ser un conato de carcajada.
—Quizá deberíais iros vos en mi lugar. Un cambio de aires…
—¡Calla! —La camaradería de Salimbeni tenía un límite—. Irás tú, ¡y te llevarás contigo a esa bruja desobediente! Me enferma tenerla en mi casa. Una vez allí, quiero que te quedes…
—¿Que me quede allí? —Para el joven Niño no había nada más detestable que quedarse en el campo—. ¿Cuánto tiempo?
—Hasta que la dejes embarazada.
Se hizo un silencio comprensible durante el cual el maestro Ambrogio tuvo que agarrarse a la escalera con ambas manos para no perder el equilibrio mientras digería lo que acababa de oír.
—Ah, no… —Niño se apartó de su padre, acobardado por aquel disparate—. Yo no. Otro. Cualquier otro.
Con el rostro encendido de rabia, Salimbeni se acercó a su hijo y lo cogió por el cuello de la camisa.
—No tengo que explicarte lo que ocurre. Nuestro honor está en juego. De buen grado me desharía de ella, pero es una Tolomei. Así que haré lo más conveniente: plantarla en el campo donde nadie la vea, ocupada con sus hijos y lejos de mi vista. —Soltó a su hijo—. La gente dirá que he sido compasivo.
—¿Hijos? —A Niño cada vez le gustaba menos el plan—. ¿Cuántos años queréis que esté acostándome con mi madre?
—¡Ella tiene dieciséis! —replicó Salimbeni—. ¡Harás lo que yo te diga! Antes de que termine este invierno, quiero que toda Siena sepa que espera un hijo mío. A ser posible un varón.
—Me esforzaré por complaceros —respondió Niño con sarcasmo.
Salimbeni respondió a la frivolidad amenazando a su hijo con un dedo.
—Dios te libre de perderla de vista. Que no la toque nadie más que tú. No quiero exhibir un hijo bastardo.
Niño suspiró.
—Muy bien. Haré de Paris y tomaré a vuestra esposa, anciano padre. Ah, un momento… Si, en realidad, no es vuestra esposa, ¿no es cierto?
La bofetada no sorprendió a Niño; se la merecía.
—Eso es… —dijo reculando—, abofeteadme siempre que os diga la verdad y premiadme cuando haga algo malo. Decidme qué queréis… acabar con un rival, con un amigo, con el virgo de una doncella… y lo haré. Pero no me pidáis que os respete después.
De vuelta al taller esa noche, Ambrogio no podía dejar de pensar en la conversación que había oído. ¿Cómo podía haber un ser tan perverso en el mundo, en su propia ciudad, además? ¿Por qué nadie lo detenía? De pronto se sintió viejo y caduco, y deseó no haber ido al palazzo Salimbeni ni haberse enterado nunca de aquellos planes crueles.
Al llegar encontró la puerta azul abierta. Titubeando en el umbral, se preguntó si habría olvidado cerrarla, pero, al no oír ladrar a Dante, temió que la hubiesen forzado.
—¿Hola? —Empujó la puerta y entró con miedo, confundido por las lámparas encendidas—. ¿Quién está ahí?
Casi de inmediato, alguien lo apartó de la puerta y la cerró con fuerza. Sin embargo, cuando se volvió hacia su adversario, vio que no se trataba de ningún extraño malintencionado, sino de Romeo Marescotti. A su lado, fray Lorenzo con Dante en brazos, cerrándole la boca.
—¡Loado sea el cielo! —exclamó Ambrogio mirándolos, maravillado de sus barbas—. ¿Al fin habéis vuelto de tierras extranjeras?
—No tan extranjeras —dijo Romeo, que buscó asiento a la mesa cojeando ligeramente—. Hemos estado en un monasterio no muy lejos de aquí.
—¿Los dos? —preguntó el artista, atónito.
—Lorenzo me ha salvado la vida —explicó Romeo frunciendo el ceño de dolor al estirar la pierna—. Me dieron por muerto… los Salimbeni… en el cementerio…, pero él me encontró y me devolvió a la vida. Estos últimos meses…, de no haber sido por él, estaría muerto.
—Dios quiso que vivierais —intervino el fraile, dejando por fin al perro en el suelo—. También que yo os ayudara.
—Dios quiere mucho de nosotros, ¿verdad? —replicó Romeo con su habitual frivolidad.
—No podríais haber vuelto en mejor momento —dijo Ambrogio mientras buscaba el vino y las copas—, porque acabo de enterarme…
—También nosotros nos hemos enterado —lo interrumpió Romeo—, pero me da igual. No voy a dejarla con él. Lorenzo quería que esperara hasta que me hubiese recuperado del todo, pero no sé si eso será así alguna vez. Tenemos hombres y caballos. La hermana de Giulietta, la señora Giannozza, desea librarla de las zarpas de Salimbeni tanto como nosotros. —El joven se recostó en la silla, algo agotado de hablar—. Ahora que os dedicáis a pintar frescos, conocéis todas las casas. Quiero que me hagáis un mapa del palazzo Salimbeni…
—Perdonad —dijo el maestro, meneando la cabeza, aturdido—, pero ¿de qué os habéis enterado exactamente?
Romeo y fray Lorenzo se miraron.
—Creí entender —dijo el fraile, a la defensiva— que Giulietta había contraído matrimonio con Salimbeni hacía algunas semanas. ¿No es así?
—¿Y eso es todo lo que sabéis? —preguntó el artista. Los dos jóvenes volvieron a mirarse.
—¿Qué sabéis vos, maestro? —inquirió Romeo, ceñudo—. ¿No me digáis que ya está preñada de él?
—¡Cielos, no! —rio el artista, de pronto mareado—. Al contrario.
Romeo lo miró con los ojos fruncidos.
—Soy consciente de que ya hace tres semanas que se conocen… —tragó con dificultad, como si las palabras le produjeran náuseas—, pero confío en que ella no se haya acostumbrado aún a sus caricias.
—Mis queridos amigos —declaró Ambrogio, localizando al fin la botella—, preparaos para oír una historia de lo más inusual.