V. II

Desde la torre del Mangia, la media luna del Campo parecía una mano de cartas tapadas. Qué propio de una ciudad con tantos secretos, pensé. ¿Quién podría haber pensado que hombres como el malvado Salimbeni medrarían en un lugar tan hermoso, o que se les permitiría acceder a él siquiera?

No había indicios en el diario del maestro Ambrogio de que el Salimbeni medieval hubiera tenido alguna virtud —como la generosidad de Eva María o el encanto de Alessandro— y, aunque la hubiera tenido, eso no cambiaba el hecho de que había asesinado brutalmente a todos los seres queridos de Giulietta, con excepción de fray Lorenzo y su hermana Giannozza.

Había pasado casi toda la noche angustiada por los brutales sucesos descritos en el diario y, con las pocas páginas que me quedaban por leer, intuía que me esperaba un amargo final. Mucho me temía que no habría final feliz para Romeo y Julieta; no eran las acrobacias literarias sino los hechos puros y duros los que habían convertido sus vidas en una tragedia. Para empezar, Romeo ya estaba muerto, apuñalado en el abdomen con su propia daga —la mía, vamos— y Giulietta era presa de su odiado enemigo. Quedaba por ver si ella moría en esas páginas.

Quizá por eso no estaba de muy buen humor esa mañana mientras me encontraba en lo alto de la torre del Mangia, esperando a que apareciera mi Romeo motorizado. O quizá fuera aprensión, porque sabía que no debería haber ido allí. ¿Qué clase de mujer accede a citarse a ciegas en lo alto de una torre? ¿Y qué clase de hombre se pasa las noches con el casco puesto y la visera bajada, comunicándose con la gente por medio de pelotas de tenis?

Pero allí estaba yo.

Porque, si de verdad aquel hombre misterioso descendía del Romeo medieval, yo tenía que ver cómo era. Hacía más de seiscientos años que nuestros antepasados se habían visto separados por violentas circunstancias y, desde entonces hasta la fecha, su desastroso romance había sido una de las más hermosas historias de amor que el mundo había conocido jamás.

¿Cómo no iba a estar nerviosa? No podía estar sino histérica de que una de mis figuras históricas —sin duda la más importante para mí— hubiera cobrado vida al fin. Desde que Lippi me había puesto al corriente de que había un Romeo Marescotti contemporáneo, amante del arte y del vino, suelto por Siena de noche, había soñado con conocerlo. Sin embargo, cuando por fin lo tenía delante —personificado en tinta roja y rubricado con floritura—, caí en la cuenta de que lo que en realidad sentía eran náuseas, de esas que uno siente cuando cree estar traicionando a alguien cuya confianza no quiere perder.

Ese alguien, me di cuenta, sentada en la tronera que miraba a una ciudad a la vez tremendamente hermosa e irresistiblemente arrogante, era Alessandro. Sí, era un Salimbeni, y no, no le gustaba nada mi Romeo, pero su sonrisa —cuando la dejaba emerger— era tan auténtica y tan contagiosa que ya me había enganchado.

Claro que eso era ridículo. Hacía una semana que nos conocíamos y casi todo el tiempo habíamos estado tirándonos los trastos a la cabeza, estimulados por los prejuicios de mi familia. Ni siquiera Romeo y Julieta —los de verdad— podían presumir de esa clase de hostilidad inicial. Resultaba paradójico que la historia de nuestros ancestros se repitiera de una manera tan shakespeariana y que nuestro triángulo amoroso diera semejante vuelta.

Sin embargo, tan pronto como admití mi interés por Alessandro, empecé a sentir lástima por el Romeo que estaba a punto de conocer. Según mi primo Peppo, había huido al extranjero para escapar de la brutalidad que los había sacado a él y a su madre de la ciudad, y fuera cual fuese el verdadero propósito de su regreso a Siena, probablemente lo arriesgara todo quedando conmigo en la torre del Mangia. Sólo por eso, debía estarle agradecida.

Además, aunque no pudiera igualarse a Alessandro, lo mínimo que podía hacer era darle la oportunidad de conquistarme, si eso era lo que quería, y no cerrarle mi corazón a cal y canto como Julieta se lo había cerrado a Paris tras conocer a Romeo. Tal vez me estuviera precipitando. Quizá sólo quisiera hablar conmigo. En ese caso, sería un alivio, la verdad.

Cuando al fin oí pasos en la escalera, me levanté de la tronera de piedra y me sacudí nerviosa el vestido, preparándome para el encuentro legendario que estaba a punto de producirse. No obstante, mi héroe tardó un poco en llegar al final de la escalera y, mientras lo esperaba, predispuesta a que me gustara, no pude evitar pensar que —por lo mal que respiraba y lo mucho que arrastraba los pies en el último tramo— yo estaba en mejor forma que él.

Por fin apareció mi jadeante acosador, con el traje de cuero colgado de un brazo y el casco en el otro, y, de pronto, todo dejó de tener sentido.

Era Janice.

No podría precisar en qué instante había empezado a hacer aguas mi relación con Janice. Nuestra infancia había estado plagada de conflictos, sí, pero como la de todo el mundo, y media humanidad parece capaz de llegar a la madurez sin haber perdido por completo el afecto de sus hermanos.

Nosotras, no. A mis veinticinco, no recordaba cuándo la había abrazado por última vez, ni cuándo había mantenido con ella una conversación que no hubiese degenerado en disputa juvenil. Siempre que nos veíamos era como si volviéramos a tener ocho años, y recurríamos a argumentos de lo más primitivo. «Porque lo digo yo» y «Yo lo he visto primero» son expresiones que suelen dejarse atrás como vestigios de una época bárbara, del mismo modo que se renuncia a mantitas y chupetes; para Janice y para mí, eran la piedra angular de nuestra relación.

Tía Rose, en general, había optado por pensar que terminaría arreglándose con el tiempo, siempre que hubiese un reparto equitativo de afecto y caramelos. Si le pedíamos que se implicara, en seguida se lavaba las manos —al fin y al cabo, nuestras riñas eran constantes—, y nos respondía con algún argumento trillado como que debíamos aprender a compartir y a tratarnos bien.

—¡Vamos, niñas, sed buenas! —decía, cogiendo un cuenco de cristal lleno de palmeritas de chocolate que tenía en una mesita, muy cerca de su sillón—. Julie, sé justa con Janice…, ¡déjale tu… —lo que fuera: muñeca, libro, cinturón, bolso, gorro, botas…— y tengamos la fiesta en paz, por todos los santos!

Al final, nos íbamos sin resolver el problema, Janice solazándose de mis pérdidas y de sus propias ganancias inmerecidas. Por lo general, quería mis cosas porque las suyas se habían roto o estaban «gastadas» y era más fácil quedarse con las mías que ahorrar para comprarse otras nuevas. Así dejábamos a tía Rose en su sillón después de otra redistribución de riquezas merced a la cual se me arrebataba lo mío sin reemplazarlo por nada más que un dulce seco del cuenco de cristal. Con sus letanías sobre ecuanimidad, tía Rose no hacía sino desencadenar desastres; mi infernal infancia estaba sembrada de sus buenas intenciones.

Cuando empecé a ir al instituto, ni me molestaba en pedirle ayuda a tía Rose; me plantaba directamente en la cocina para contárselo a Umberto, que —en mi memoria— siempre andaba afilando cuchillos, con la ópera a todo trapo. Cada vez que le salía con el manido «¡No es justo!», me respondía:

—¿Quién te ha dicho que la vida es justa? —Una vez me calmaba, me preguntaba—: ¿Qué quieres que haga yo?

A medida que fui creciendo y madurando, aprendí que la respuesta a aquella pregunta era «Nada. Tengo que hacerlo yo misma». Y era cierto. No acudía a él porque quisiera que le pusiera las pilas a Janice —aunque eso habría estado bien—, sino porque él no temía decirme, a su modo, que yo era mejor que ella y que merecía más de la vida. Dicho eso, conseguirlo o no era cosa mía. El único problema era que nunca me había dicho cómo.

Al parecer, me había pasado la vida corriendo con el rabo entre las piernas, esforzándome por descubrir oportunidades que Janice no pudiera robarme o estropearme, pero, por mucho que enterrara mis tesoros, ella siempre los olfateaba y los mordisqueaba hasta dejarlos irreconocibles. Si me guardaba las zapatillas de ballet para el recital de final de temporada, al abrir la caja, me encontraba con que se las había probado y había dejado las cintas enmarañadas, y una vez que hice un collage de patinaje artístico sobre hielo en clase de plástica me coló un recorte de Paco Pico de Barrio Sésamo en cuanto lo llevé a casa. Por mucho que huyera, por mucho que camuflase mi rastro, siempre venía detrás de mí, con la lengua fuera, y correteaba traviesa a mi lado para dejarme en una visible segunda posición.

Estando allí, en lo alto de la torre del Mangia, las recordé de pronto, mis innumerables razones para odiar a Janice. Fue como si alguien hubiese iniciado la proyección de malos recuerdos en mi cabeza, y sentí una rabia que jamás había sentido en presencia de nadie más.

—¡Sorpresa! —dijo, soltando el traje y el casco y separando los brazos para aplaudir.

—¿Qué haces aquí? —espeté al fin, furiosa—. ¿Eras tú la que me seguía en esa ridícula moto? Y la carta… —Saqué de mi bolso la carta manuscrita, la arrugué y se la tiré—. ¿Tan estúpida me crees?

Janice sonrió, disfrutando de mi cabreo.

—¡Lo bastante como para subir a la puñetera torre! ¡Ah, ya sé!… —Hizo una mueca de falsa compasión que había patentado a los cinco años—. ¿De vegdá bensabas que ega Gomeo?

—Vale —dije en medio de sus carcajadas—, ya has hecho tu gracia. Espero que el vuelo haya merecido la pena. Ahora, si me perdonas, me encantaría quedarme aquí contigo, pero mejor voy a meter la cabeza en un retrete.

Intenté rodearla para llegar a la escalera, pero retrocedió y me tapó la puerta.

—¡Ah, no, de eso nada! —susurró pasando de la calma a la furia—. ¡Tú no te vas sin darme mi parte!

—¿Cómo dices? —exclamé atónita.

—Esta vez, no —dijo, el labio inferior temblón, intentando por una vez el papel de ofendida—. Estoy tiesa. Arruinada.

—¡Pues llama al servicio de atención a millonarios! —repliqué, volviendo sin quererlo a nuestras disputas fraternales—. Creí que habías heredado, de alguien que conocemos las dos.

—¡Ah, ja ja! —esbozó una sonrisa torcida—. Sí, un auténtico puntazo. La buena de tía Rose y sus tropecientos millones.

—No entiendo de qué te quejas —dije negando con la cabeza—. La última vez que te vi te había tocado la lotería. Si lo que quieres es más dinero, te has equivocado por completo de persona. —Intenté de nuevo acceder a la puerta, y esta vez estaba decidida a pasar—. Aparta de mi camino —le dije, y, para mi sorpresa, lo hizo.

—¡Mírate! —se mofó mientras pasaba por delante. Si no la hubiera conocido bien, habría pensado que estaba celosa—. La princesita fugada. Te has fundido mi herencia en ropa, ¿verdad?

Al ver que seguía andando y ni siquiera me detenía a responder, cogió sus cosas y empezó a seguirme. Fue pisándome los talones por toda la escalera mientras me gritaba, primero furiosa, luego frustrada y, por último, desesperada, algo inusual.

—¡Espera! —me chilló, usando el casco de amortiguador contra la pared de ladrillo—. ¡Tenemos que hablar! ¡Para! ¡Jules! ¡En serio!

No iba a parar. Si tenía algo importante que decirme, ¿por qué no lo había hecho ya? ¿Para qué el montaje de la moto y la tinta roja? ¿Por qué había desperdiciado nuestros cinco minutos en la torre con sus payasadas de siempre? Si, como acababa de insinuar, se había fundido ya la fortuna de tía Rose, podía entender perfectamente su frustración. Pero, a mi modo de ver, ése era, por supuesto, su problema.

Tan pronto como llegué abajo, salí del Palazzo Pubblico y crucé briosa el Campo, dejando a Janice con sus líos. La Ducati Monster estaba aparcada delante del edificio, como una limusina ante el teatro Kodak, y, que yo pudiera ver, había al menos tres agentes de policía esperando impacientes —con sus musculosos brazos en jarras— a que volviera su propietaria.

El café de Malena era el único lugar donde se me ocurría que podía ocultarme de Janice. Si volvía al hotel, supuse, en breve estaría haciendo ochos bajo mi balcón.

Así que casi corrí a la piazza Postierla, volviéndome cada diez pasos para asegurarme de que no me seguía, con un nudo de rabia en la garganta. Cuando al fin entré disparada en el local, cerrando la puerta de golpe, Malena me recibió con una carcajada.

Dio mió! ¿Qué haces aquí? Me parece que estás bebiendo demasiado café.

Al ver que ni siquiera me quedaba aliento para contestar, me llenó un vaso de agua del grifo. Mientras bebía, me observó intrigada, apoyada en la barra.

—¿Tienes problemas… con alguien? —propuso, con cara de que, si era el caso, tenía unos cuantos primos, aparte de Luigi, el peluquero, que estarían encantados de ayudarme.

—Bueno… —dije. ¿Por dónde empezaba? Miré alrededor y vi aliviada que apenas había gente en el local y que los demás clientes estaban absortos en sus conversaciones. Se me ocurrió que ésa era la ocasión que había estado esperando desde que Malena había mencionado a los Marescotti el día anterior.

—¿Te oí bien…? —Me lancé a la piscina sin pensarlo más—. ¿Dijiste Marescotti?

La pregunta hizo que en el rostro de Malena se dibujara una sonrisa emocionada.

Certamente! Nací Marescotti. Ahora estoy casada, pero aquí dentro… —dijo llevándose la mano al pecho— siempre seré una Marescotti. ¿Has visto el palazzo?

Asentí con diplomático entusiasmo, pensando en el penoso concierto al que había asistido con Eva María y Alessandro hacía dos días.

—Es precioso. Me preguntaba… Dicen que… —Me detuve en seco, notando que me azoraba y sabiendo que, planteara como plantease la siguiente pregunta, iba a hacer el ridículo.

Al verme tan nerviosa, Malena pescó un brebaje casero de debajo de la barra —sin mirar siquiera— y me sirvió un buen lingotazo en el vaso de agua.

—Toma —dijo—. Especialidad Marescotti. Te pondrá contenta. Cin cin.

—Son sólo las diez de la mañana —protesté, poco dispuesta a catar el turbio líquido por muy ancestral que fuera.

—¡Bah! —se encogió de hombros—. A lo mejor son las diez en Florencia…

Tras ingerir sumisa el brebaje más apestoso que había probado desde que Janice había intentado destilar su propia cerveza en el armario de su cuarto —y obligarme a elogiarlo—, sentí que tenía derecho a preguntar.

—¿Estás emparentada con un tal Romeo Marescotti?

La transformación de Malena ante mi pregunta fue extraña. Pasó de ser mi mejor amiga, apoyada en los codos para escuchar mis problemas, a erguirse con un aspaviento y tapar de golpe la botella.

—Romeo Marescotti está muerto —dijo quitándome el vaso y pasando briosa un paño por la barra. Sólo entonces me miró a los ojos, y donde antes había simpatía encontré temor y recelo—. Era mi primo. ¿Por qué?

—¡Ah! —La decepción se apoderó de mi cuerpo y me dejó algo mareada. O tal vez fuera la bebida—. Lo siento mucho. No tendría que haberte… —Ése no era, pensé, el momento de decirle que mi primo Peppo sospechaba que había sido Romeo quien había robado en el museo—. Es que el maestro Lippi, el artista…, dice que lo conoce.

Malena resopló, pero al menos pareció aliviada.

—El maestro Lippi —susurró llevándose el dedo a la sien a modo de destornillador— habla con fantasmas. No le hagas caso. Está… —Buscó la palabra, pero no encontró ninguna.

—Hay alguien más… —dije, pensando que bien podría irse todo al garete de una vez—. El jefe de seguridad de Monte dei Paschi. Alessandro Santini. ¿Lo conoces?

Malena abrió mucho los ojos, sorprendida; luego volvió a fruncirlos.

—Siena es pequeña. —Por cómo lo dijo, supe que había gato encerrado en todo aquello.

—¿Por qué crees que alguien iría diciendo por ahí que tu primo Romeo vive? —proseguí serena, esperando que mis preguntas no siguieran abriendo viejas heridas.

—¿Eso te ha dicho? —Malena me escudriñó el rostro, más incrédula que triste.

—Es una larga historia —dije—, pero, resumiendo, fui yo la que le preguntó por Romeo, porque… soy Giulietta Tolomei.

No esperaba que entendiese la relación de mi nombre con el de Romeo, pero, por su gesto de asombro, sabía bien quién era, y quiénes eran mis antepasados. En cuanto asimiló la noticia, reaccionó cariñosa y alargó la mano para pellizcarme la nariz.

Il gran disegno —masculló—. Sabía que habías venido a mí por alguna razón. —Hizo una pausa, como si quisiera decir algo que no debía—. Pobre Giulietta —dijo en cambio, compasiva—. Ojalá pudiera decirte que está vivo… pero no.

Cuando al fin salí del café, me había olvidado por completo de Janice. Por eso me resultó una desagradable sorpresa encontrármela fuera esperándome, cómodamente apoyada en la pared, como el vaquero que mata el tiempo hasta que abran la taberna.

En cuanto la vi allí de pie, sonriendo triunfante por haberme encontrado, lo recordé todo —la moto, la carta, la torre, la discusión—, suspiré profundamente y eché a andar en otra dirección, sin preocuparme mucho adonde iba mientras no me siguiera.

—¿Qué tienes con ese bomboncito? —En su afán por alcanzarme, a punto de tropezar—. ¿Intentas darme celos?

Estaba ya tan harta de ella que me detuve en plena piazza Postierla y me volví a gritarle:

—¿Te lo deletreo? ¡Intento librarme de ti!

De las muchas cosas desagradables que le había dicho a mi hermana en toda nuestra vida, ésa no era ni mucho menos la peor. Sin embargo, quizá porque estábamos lejos de casa, acerté de lleno y, por un instante, se mostró aturdida, como si fuese a echarse a llorar.

Di media vuelta, asqueada, y proseguí mi camino, logrando distanciarme un poco de ella antes de que volviera a seguirme, dejándose en el adoquinado los taconazos de sus botas.

—¡Vale! —exclamó, aleteando para mantener el equilibrio—. Siento lo de la moto. También lo de la carta, ¿vale? No pensé que te lo fueras a tomar así. —Al ver que ni contestaba ni aminoraba la marcha, gimoteó y siguió avanzando sin lograr darme alcance—. Escucha, Jules, sé que estás cabreada, pero tenemos que hablar. ¿Recuerdas el testamento de tía Rose? ¡Pues era un ca…, aaahhh!

Debía de haberse torcido algo, porque, cuando me volví, Janice estaba sentada en medio de la calle, masajeándose el tobillo.

—¿Qué has dicho? —pregunté con cautela, retrocediendo un poco—. ¿Del testamento?

—Ya me has oído —respondió con tristeza, inspeccionando el tacón roto de la bota—, que todo era un camelo. Pensé que estabas en el ajo, por eso he actuado en secreto, para averiguar qué te traías entre manos, pero… estoy dispuesta a concederte el beneficio de la duda.

Mi malvada gemela había tenido una mala semana. Primero —me contó mientras avanzaba a la pata coja colgada de mi cuello—, había descubierto que el abogado de la familia, el señor Gallagher, no era en realidad quien decía ser. ¿Cómo? Porque había aparecido el verdadero señor Gallagher. Después, resultó que el testamento que nos había enseñado era pura invención. En realidad, tía Rose no tenía nada que dejarle a nadie, salvo deudas. Por último, el día después de mi partida, se habían plantado en casa dos agentes de policía que le habían montado un pollo por quitar la cinta amarilla. ¿Qué cinta? Pues la cinta con la que habían precintado el edificio al descubrir que era la escena de un crimen.

—¿La escena de un crimen? —Aunque calentaba el sol, sentí un escalofrío—. ¿Insinúas que tía Rose fue asesinada?

Janice se encogió de hombros como pudo, esforzándose por mantener el equilibrio.

—Sabe Dios. Por lo visto, estaba toda magullada, a pesar de que, en teoría, había muerto mientras dormía. Vete tú a saber.

—¡Janice! —No sabía qué decir, así que me limité a reprenderla por ser tan frívola.

La inesperada noticia —el hecho de que tía Rose no hubiera muerto tranquila, como me había dicho Umberto— hizo que se me formara un nudo asfixiante en la garganta.

—¿Qué? —espetó ella con voz pastosa—. ¿Crees que fue divertido pasar la noche en la sala de interrogatorios, respondiendo a todas esas preguntas sobre si… —le costó decirlo— la quería?

Estudié su perfil, preguntándome cuándo la había visto llorar por última vez. Con el rímel corrido y la ropa desaliñada de la caída, hasta parecía humana y casi agradable, quizá por el dolor del tobillo, la tristeza y la desilusión. De pronto consciente de que, para variar, tendría que ser yo la fuerte, me armé de valor y procuré que se olvidara momentáneamente de la pobre tía Rose.

—¡No lo entiendo! ¿Dónde demonios estaba Umberto?

—¡Ja! —La pregunta le permitió recobrar parte de su energía—. ¿Te refieres a Luciano? —Me miró para asegurarse de que me había dejado pasmada—. Pues sí. El bueno de Birdie era un fugitivo, un forajido, un mañoso…, llámalo como quieras. Ha estado escondiéndose todos estos años en nuestro jardín de rosas mientras la poli y la mafia lo buscaban. Al parecer, sus colegas mañosos lo localizaron y… —chascó los dedos con la mano libre—, ¡zas!, desapareció.

Inspiré profundamente y tragué saliva para no echar el brebaje de Malena, que, supuestamente, iba a ponerme contenta, pero en realidad me sabía a angustia.

—No se llamará… Luciano Salimbeni, ¿verdad?

Mi dominio la dejó tan atónita que olvidó que no podía apoyar el pie izquierdo.

—¡Vaya! —exclamó retirando el brazo de mi hombro—. ¡Ya veo que estás muy metida en esto!

Tía Rose solía decir que había contratado a Umberto por su tarta de cerezas y, aunque no era del todo falso —los postres se le daban de miedo—, lo cierto era que no sabía prescindir de él. Umberto se ocupaba de la cocina, del jardín, del mantenimiento de la casa, pero lo más admirable era que lograba que su contribución pareciese nimia al lado de las inmensas tareas llevadas a cabo por la propia tía Rose, como preparar centros florales para la mesa del comedor o buscar palabras difíciles en el diccionario.

La verdadera habilidad de Umberto era conseguir que nos creyéramos autosuficientes. Casi parecía que considerara fallidos sus empeños si detectábamos su toque en las bendiciones que recibíamos; era una especie de Santa Claus perpetuo que sólo gustaba de regalar a quienes dormían profundamente.

Como casi todo en nuestra infancia, la llegada de Umberto a nuestras vidas norteamericanas se hallaba cubierta por un velo de silencio. Ni Janice ni yo recordábamos un momento en que él no hubiera estado presente. Cuando alguna vez, tumbadas en la cama, bajo el escrutinio de la luna llena, competíamos por recordar nuestra exótica infancia en la Toscana, él siempre aparecía en la foto.

En cierto modo, lo quería más que a tía Rose, porque siempre me defendía y me llamaba «princesita». Aunque nunca fue explícito, sé que todas notábamos que detestaba los deplorables modales de Janice, y me apoyaba discretamente cuando decidía no emular sus travesuras.

Cuando Janice le pedía que nos contara un cuento, recurría a alguna fábula en la que alguien terminaba decapitado; en cambio, si yo me acurrucaba en el banco de la cocina, me traía las galletas especiales de la lata azul y me contaba historias interminables de caballeros, doncellas y tesoros enterrados. Cuando crecí lo bastante para entenderlo, empezó a prometerme que algún día Janice recibiría su merecido, que dondequiera que fuese llevaría consigo un ineludible pedazo de infierno, porque ella era el infierno y, con el tiempo, se convertiría en su peor castigo; yo, sin embargo, era una princesa, y un día —si lograba apartarme de influencias corruptoras y errores irreversibles— conocería a un príncipe guapísimo y encontraría mi propio reino mágico.

¿Cómo no iba a quererlo?

Era más de mediodía cuando terminamos de ponernos al corriente. Janice me contó todo cuanto la policía le había dicho de Umberto —o más bien de Luciano Salimbeni—, que no era mucho, y yo le conté lo que me había sucedido en Siena desde mi llegada, que sí era mucho.

Acabamos comiendo en la piazza del Mercato, con vistas a la via dei Malcontenti y a un valle de un verde intenso. El camarero nos comentó que, al otro lado del valle, corría una lúgubre calle de una sola dirección, la via di Porta Giustizia, al final de la cual, antiguamente, se ejecutaba de forma pública a los criminales.

—Genial —soltó Janice, sorbiendo la sopa ribollita con los codos clavados en la mesa, libre ya de su fugaz tristeza—. No me extraña que al bueno de Birdie no le apeteciera volver.

—Aún no me lo creo —mascullé, escarbando en mi comida. Sólo de ver comer a Janice se me quitaba el apetito, por no hablar de las sorpresas que había traído consigo—. Si de verdad mató a papá y a mamá, ¿por qué no nos mató también a nosotras?

—¿Sabes? —dijo Janice—, alguna vez me pareció que iba a hacerlo. Lo digo en serio. Tenía esa mirada de asesino en serie…

—Tal vez se sentía culpable por lo que había hecho… —propuse.

—O tal vez —me interrumpió— sabía que nos necesitaba, por lo menos a ti, para conseguir el cofre de mamá que guardaba el señor Macarroni.

—Supongo que pudo ser él quien contrató a Bruno Carrera para que me siguiese —añadí, tratando de aplicar la lógica donde la lógica no bastaba.

—¡Obviamente! —Janice puso los ojos en blanco—. ¡Y puedes estar bien segura de que también tiene controlado a tu noviete! Le dirigí una mirada furiosa que ni siquiera pareció notar.

—Espero que no te refieras a Alessandro…

—Mmm…, Alessandro —paladeó su nombre como si de un bombón se tratase—. La espera ha merecido la pena, Jules, eso no te lo voy a negar. Lástima que ya se esté acostando con Birdie.

—¡Qué asquerosa eres! —le espeté, sin dejar que me disgustara—. Además, te equivocas.

—¿Ah, sí? —No le gustaba equivocarse—. ¿Y por qué entró a robar en tu habitación?

—¿Qué?

—Sí, sí… —saboreó la última rebanada de pan con aceite de oliva—, la noche en que te salvé de Bruno Piesdegoma y terminaste pedo en casa del pintor, Alessandro se lo estaba pasando en grande en tu cuarto. ¿No me crees? —Se metió la mano en el bolsillo, satisfecha de poder rebatirme la sospecha—. Échale un ojo.

Sacó un móvil y me enseñó unas fotos borrosas de alguien que trepaba por mi balcón. Resultaba difícil saber si era Alessandro, pero Janice insistió en que así era, y la conocía lo bastante para reconocer la sinceridad en la tensión de sus labios.

—Lo siento —dijo casi como si fuera cierto—. Sé que te fastidio tu pequeña fantasía, pero he supuesto que querrías saber que tu Winnie the Pooh no busca sólo la miel.

Le devolví el móvil sin saber qué decir. Había tenido que digerir demasiadas cosas durante las últimas horas y estaba completamente saturada. Primero Romeo, muerto y enterrado; luego Umberto, reconvertido en Luciano Salimbeni, y ahora Alessandro…

—¡No me mires así! —me susurró furiosa Janice, usurpándome la superioridad moral con su habitual destreza—. ¡Te estoy haciendo un favor! Imagina que hubieras seguido adelante y te hubieras enamorado de ese tío para luego descubrir que lo único que le interesa son las joyas de la familia.

—¿Por qué no me haces otro favor —le dije recostándome en la silla para alejarme todo lo posible de su argumento— y me explicas cómo me has encontrado y a qué ha venido todo el teatro de Romeo?

—¡Ni una palabra de agradecimiento! ¡La historia de mi vida! —Janice se llevó la mano al bolsillo una vez más—. Si no hubiera ahuyentado a Bruno, ahora estarías muerta. Pero mira lo que te importa. ¡Sólo sabes protestar! —Tiró una carta sobre la mesa que estuvo a punto de caer en el cuenco de la salsa—. Toma. Míralo tú misma. Ésta es la auténtica carta de tía Rose que me dio el auténtico señor Gallagher. Respira profundamente. Es todo lo que nos ha dejado.

Mientras Janice se encendía el cigarrillo de la semana con manos temblorosas, sacudí las migas del sobre y extraje la carta. Eran ocho folios repletos de la caligrafía de tía Rose y, si la fecha era correcta, el documento había llegado hasta el señor Gallagher hacía varios años. Decía lo siguiente:

Mis queridas niñas:

A menudo me habéis preguntado por vuestra madre y nunca os he contado toda la verdad, por vuestro bien. Temía que, si sabíais cómo era, intentarais imitarla. Pero no quiero llevármelo a la tumba, así que aquí tenéis lo que no me he atrevido a contaros antes.

Ya sabéis que Diane se vino a vivir conmigo cuando murieron sus padres y su hermano, pero nunca os he contado cómo ocurrió. Fue muy triste y duro para ella, jamás lo superó. Tuvieron un accidente en carretera, un día festivo de mucho tráfico y, según me contó, fue culpa suya por discutir con su hermano. Era Nochebuena. Creo que nunca se lo perdonó. Jamás abría sus regalos. Era una chica muy religiosa, mucho más que su anciana tía, sobre todo en Navidad. Ojalá hubiera podido ayudarla, pero en aquella época, no se iba al médico por cualquier cosa.

Le interesaba mucho la genealogía. Creía que nuestra familia descendía de la nobleza italiana por parte materna, y me dijo que, antes de morir, mi madre le había contado un secreto. Me pareció muy raro que mi madre le hubiese contado a su nieta algo que no nos había contado ni a María ni mí, sus hijas, y jamás creí una palabra de todo aquello, pero ella era muy testaruda y seguía diciendo que descendíamos de la Julieta de Shakespeare y que pesaba una maldición sobre nuestro linaje. También decía que por eso Jim y yo no habíamos tenido hijos y sus padres y su hermano habían muerto. Cuando hablaba de ese modo, no le prestaba mucha atención, simplemente la dejaba hablar. Después de su muerte empecé a pensar que debería haber hecho algo para ayudarla, pero ahora ya es demasiado tarde.

El pobre Jim y yo intentamos que terminara sus estudios, pero era muy inconstante. Antes de que nos diéramos cuenta, había hecho la mochila y se había ido a Europa, y lo siguiente que supimos de ella fue que iba a casarse con un profesor italiano. No fui a la boda. El pobre Jim estaba muy enfermo por aquel entonces, y tras su muerte no me apetecía viajar. Ahora lo lamento. Diane estaba sola, embarazada de gemelas; después, su marido falleció en un terrible incendio, así que ni siquiera llegué a conocerlo.

Le escribí muchas cartas pidiéndole que volviera, pero no quiso; era muy cabezota. Se había comprado una casa y estaba empeñada en continuar con la investigación de su marido. Por teléfono, me contó que se había pasado la vida buscando un tesoro familiar que pondría fin a la maldición, pero yo no creí una sola palabra. Le dije que no era muy sensato casarte con un miembro de tu propia familia, aunque fuera un pariente lejano, pero me respondió que tenía que hacerlo porque ella llevaba los genes Tolomei de su madre y de su abuela y él llevaba el apellido, y ambos debían ir juntos. Era todo muy raro, la verdad. A vosotras dos os bautizaron en Siena, y os llamaron Giulietta y Giannozza. Según Diane, los nombres eran una tradición familiar.

Intenté por todos los medios que volviera, de visita, le proponía, y hasta le compramos los billetes, pero estaba demasiado metida en su investigación y no paraba de decir que se hallaba muy cerca de encontrar el tesoro y que tenía que ver a un hombre por algo de un antiguo anillo. Una mañana me llamó un policía de Siena para decirme que había habido un accidente terrible y que vuestra pobre madre había muerto. Me contó que vosotras estabais con vuestros padrinos pero que podíais correr peligro y que debía ir a buscaros en seguida. Cuando fui a por vosotras, la policía me preguntó si Diane me había hablado alguna vez de un tal Luciano Salimbeni, y eso me asustó mucho. Querían que asistiera a una vista, pero yo tenía tanto miedo que cogí el primer avión a casa y os llevé conmigo sin esperar siquiera la tramitación de los papeles de la adopción. Os cambié el nombre. A Giulietta la llamé Juliet, y a Giannozza, Janice y, en lugar de Tolomei, os puse mi apellido, Jacobs. No quería que ningún italiano chiflado viniera a buscaros o se empeñara en adoptaros. Incluso contraté a Umberto para que os protegiera y estuviese al tanto por si aparecía el tal Luciano Salimbeni. Por suerte, nunca más volvimos a oír hablar de él.

No sé mucho de lo que Diane hizo sola en Siena esos años, pero creo que encontró algo muy valioso y que lo dejó allí para que vosotras fuerais a buscarlo. Espero que, si lo encontráis, lo compartáis como buenas hermanas. Además, tenía una casa, y su marido era rico. Si os dejó algo de valor en Siena, ¿podríais encargaros también de Umberto?

Me duele mucho deciros esto, pero no soy tan pudiente como pensáis. He estado viviendo de la pensión del pobre Jim, pero, cuando muera, no quedará nada para vosotras, sólo deudas. Tal vez debería habéroslo dicho, pero nunca se me han dado bien estas cosas.

Ojalá supiera más del tesoro de Diane. A veces hablaba de ello, pero yo no escuchaba. Pensaba que era sólo otra de sus locuras, aunque hay un hombre en el banco del palazzo Tolomei que quizá os ayude. Por más que lo intento, no logro recordar su nombre. Era el asesor financiero de vuestra madre y bastante joven, me parece, así que puede que aún viva.

Si decidís ir allí, no olvidéis que hay personas en Siena que creen en las mismas historias que vuestra madre. Ojalá le hubiera prestado más atención cuando me hablaba de todo aquello. No le digáis a nadie cómo os llamáis realmente, salvo al hombre del banco. Quizá él pueda ayudaros a encontrar la casa. Me gustaría que fuerais juntas. Diane lo habría querido así. Deberíamos haber ido hace años, pero tenía miedo de que os pasara algo.

Ahora ya sabéis que no os he dejado nada de lo que podáis vivir, pero espero que, gracias a esta carta, podáis encontrar lo que os legó vuestra madre. Esta mañana he quedado con el señor Gallagher. Yo no debería haber vivido tanto; cuando muera, no quedará nada, ni siquiera los recuerdos, porque no quise conocerlos. Siempre temí que salierais corriendo como Diane y os metierais en algún lío. Ahora sé que os meteréis en líos dondequiera que vayáis. Conozco bien esa mirada vuestra, la misma de Diane, y quiero que sepáis que rezo por vosotras todos los días.

Umberto sabe dónde se guardan las instrucciones para el funeral.

¡Qué Dios bendiga vuestros inocentes corazones!

Con muchísimo cariño,

Tía Rose