Siena, 1340
La noche del fatídico Palio, el cuerpo del joven Tebaldo se expuso en la iglesia de San Cristóbal, al otro lado de la piazza, frente al palazzo Tolomei. En un gesto de amistad, Salimbeni pasó a envolver con el cencío el cuerpo del héroe, y a prometerle a su doliente padre que pronto encontrarían al asesino. Después se excusó y dejó a la familia Tolomei con su duelo, deteniéndose sólo para persignarse ante el Señor y contemplar la esbelta figura de Giulietta, arrodillada de forma tentadora mientras rezaba ante el féretro de su primo. Todas las mujeres de la familia Tolomei estaban reunidas en la iglesia de San Cristóbal esa noche, plañendo y rezando con la madre de Tebaldo, mientras los hombres iban de la iglesia al palazzo y viceversa, apestando a vino, ansiando que se hiciese justicia con el joven Romeo. Cada vez que Giulietta los oía hablar en susurros se le agarrotaba la garganta de miedo y los ojos se le llenaban de lágrimas de imaginar al hombre al que amaba atrapado por sus enemigos y castigado por un delito que estaba segura de que no había cometido.
Decía mucho de ella que lamentase tanto la pérdida de un primo con el que jamás había intercambiado una sola palabra; las lágrimas que Giulietta derramó esa noche se entremezclaron con las de sus primas y su tía como ríos que desembocaran con fuerza en el mismo mar, y fueron tan abundantes que nadie se preocupó de averiguar su verdadero origen.
—Supongo que lo sientes de verdad —le había dicho su tía, olvidando por un momento su propio dolor para ver a Giulietta llorar sobre el cencío que cubría el cuerpo de Tebaldo—. ¡Más te vale! ¡De no ser por ti, ese malnacido de Romeo jamás se habría atrevido a…! —Antes de terminar la frase, la señora Antonia había vuelto a deshacerse en lágrimas, y Giulietta había optado por retirarse a uno de los bancos más oscuros de la iglesia.
Allí sentada, sola y triste, se vio tentada de probar a huir de San Cristóbal a pie. Aunque no tenía dinero ni nadie que la protegiera, con la ayuda de Dios quizá lograra llegar hasta el taller del maestro Ambrogio. No obstante, las calles de la ciudad estaban plagadas de soldados que buscaban a Romeo, y un puñado de guardias custodiaba la entrada al templo. Sólo un ángel —o un espíritu— podría pasar por delante de ellos sin ser visto.
Poco después de medianoche, Giulietta alzó la vista del regazo y vio a fray Lorenzo hacer la ronda de las dolientes. Le extrañó, porque había oído decir que un franciscano había ayudado —supuestamente— a Romeo a escapar por los bottini después del Palio y, como es natural, había imaginado que se trataba de fray Lorenzo. Al verlo pasearse por la iglesia tan tranquilo, consolando a las plañideras, la desilusión le oprimió el pecho con fuerza. Quien hubiera ayudado a Romeo a escapar no era nadie que ella conociese ni fuera a conocer nunca.
Cuando al fin la vio sentada sola en un rincón, se acercó a ella de inmediato. Apretándose en el banco, fray Lorenzo se tomó la libertad de arrodillarse a su lado y masculló:
—Perdonad que me inmiscuya en vuestro dolor.
Giulietta respondió en voz baja, asegurándose de que nadie los oyera.
—Eres el mejor amigo de mi dolor.
—¿Os consolaría saber que el hombre por el que lloráis de verdad va camino de tierras lejanas donde sus enemigos jamás lo encontrarán?
Giulietta se tapó la boca para contener la emoción.
—Si es cierto que está a salvo, soy la criatura más feliz de la tierra, pero también la más desgraciada —dijo con voz trémula—. Ay, Lorenzo, ¿cómo vamos a vivir así…, él allí, yo aquí? ¡Ojalá hubiera ido con él! ¡Ojalá fuese un halcón en su hombro y no un pajarillo en esta jaula pútrida!
Consciente de que había hablado demasiado alto y con demasiada franqueza, Giulietta miró alrededor, nerviosa, para ver si alguien la había oído. Por suerte, la señora Antonia estaba demasiado absorta en su propia desgracia para reparar mucho en ella, y las otras mujeres aún se hallaban apiñadas alrededor del féretro, ocupadas disponiendo las flores.
Fray Lorenzo la miró fijamente desde detrás de sus manos cruzadas.
—Si pudierais seguirlo, ¿lo haríais?
—¡Por supuesto! —Se irguió sin querer—. ¡Lo seguiría por el mundo entero! —Al caer en la cuenta de que había vuelto a dejarse llevar, se hundió más en el reclinatorio y susurró solemne—: Lo seguiría por el valle de las sombras.
—Componeos, pues —le susurró fray Lorenzo agarrándole el brazo—, porque está aquí, y… ¡calmaos!, que no saldrá de Siena sin vos. No os volváis, que está justo…
Giulietta no pudo evitar volverse para echar un vistazo al monje encapuchado arrodillado en el reclinatorio situado detrás del suyo, con la cabeza inclinada y el rostro perfectamente oculto; mucho se equivocaba si no llevaba el mismo hábito que fray Lorenzo le había hecho ponerse a ella cuando habían ido juntos al palazzo Marescotti.
Mareada de la emoción, Giulietta miró a sus tías y a sus primas con medrosa prudencia. Si alguien descubría que Romeo estaba allí, en la iglesia esa noche, ni él, ni tampoco ella, ni siquiera fray Lorenzo vivirían para contarlo. Era una osadía, una diablura tal que el presunto asesino profanara la vigilia de Tebaldo para rondar a la prima del héroe muerto, que ningún Tolomei toleraría jamás el insulto.
—¿Estás chiflado? —le susurró ella furiosa por encima del hombro—. Si te descubren, ¡te matarán!
—¡Tu voz corta más que sus espadas! —protestó Romeo—. Sé tierna, te lo ruego; quizá ésta sea la última vez que hablemos. —Giulietta sintió la sinceridad de sus ojos, que la miraban intensamente tras la capucha—. Si de verdad sientes lo que acabas de decir, toma… —Se quitó un anillo del dedo y se lo ofreció—. Te entrego este anillo…
Giulietta hizo un aspaviento pero cogió el anillo. Era un sello de oro con el águila de Marescotti, pero las palabras de Romeo, «Te entrego este anillo», lo convertían en una alianza.
—¡Qué Dios os bendiga a los dos para siempre —susurró fray Lorenzo, sabiendo bien que ese «para siempre» quizá no pasara de esa noche—, y que los santos del Cielo sean testigos de vuestra feliz unión! Escuchadme atentamente. El funeral tendrá lugar mañana, en el panteón de los Tolomei, a las afueras de la ciudad…
—¡Un momento! —exclamó Giulietta—. ¡Yo voy contigo ahora!
—¡Chis! ¡Imposible! —Fray Lorenzo le puso otra mano encima para tranquilizarla—. Los guardias de la puerta os detendrían, y la ciudad es demasiado peligrosa esta noche…
Alguien los hizo callar desde el otro lado, y los tres se sobresaltaron. Giulietta miró nerviosa a sus tías y las vio indicarle por señas que callara y no disgustase más a la señora Antonia. Así que bajó la cabeza obediente y guardó silencio hasta que dejaron de mirarla. Luego, volviéndose de nuevo, miró suplicante a Romeo.
—¡No te cases conmigo y me dejes! —le suplicó—. ¡Ésta es nuestra noche de bodas!
—Mañana recordaremos todo esto y nos reiremos —le susurró, casi alargando la mano para acariciarle la mejilla.
—¡Quizá no haya un mañana! —sollozó Giulietta, cubriéndose la boca con la mano.
—Pase lo que pase, estaremos juntos —le aseguró Romeo—. Como esposos. Te lo juro. En este mundo… o en el otro.
El panteón de los Tolomei formaba parte de un inmenso cementerio situado al otro lado de Porta Tufi. Desde antiguo, los sieneses habían enterrado a sus muertos fuera de la ciudad, y todas las familias nobles poseían —o habían usurpado— una antigua cripta en la que descansaba determinada cantidad de antepasados fallecidos. Allí se encontraba el santuario de los Tolomei, un castillo de mármol en aquella ciudad de muertos; casi toda la construcción era subterránea, pero contaba con una magnífica entrada en la superficie, como las tumbas de los egregios hombres de estado romanos con quienes al señor Tolomei le gustaba tanto compararse.
Una gran multitud de parientes y amigos íntimos acudieron al cementerio ese triste día para consolar a la familia mientras se depositaba el cuerpo de su primogénito en el sarcófago de granito que Tolomei había encargado originalmente para sí. Resultaba inmoral y vergonzoso ver a un joven tan sano entregado al más allá; no había palabras que confortaran a la afligida madre, ni a la muchacha con la que Tebaldo estaba prometido desde el nacimiento de ella, hacía doce años. ¿Dónde encontraría un buen esposo ahora que ya casi era mujer y estaba habituada a verse como la señora del palazzo Tolomei?
Sin embargo, a Giulietta la angustiaba demasiado su propio futuro inmediato para andar compadeciendo a su desconsolada familia. Además, se encontraba exhausta por falta de descanso. La vigilia había durado toda la noche. Bien entrada la tarde del día siguiente, y tras haber perdido toda esperanza de resurrección, Antonia parecía querer unirse a su hijo en su prematura tumba. Pálida y ojerosa, se apoyaba con fuerza en los brazos de sus hermanos; sólo una vez se volvió hacia Giulietta, con su lúgubre semblante descompuesto de odio.
—¡Ahí la tenéis, la sierpe en mi regazo! —gruñó para que todos la oyeran—. ¡De no ser por su indigno coqueteo, Romeo Marescotti jamás habría levantado una mano contra esta casa! ¡Fijaos en esas lágrimas traidoras! ¡Apuesto a que no son por mi Tebaldo, sino por su asesino, Romeo! —Escupió dos veces para librarse del sabor de su nombre—. ¡Es hora de que actuéis, hermanos! ¡Dejad de comportaros como un rebaño asustado! Se ha cometido un crimen terrible contra la casa de los Tolomei y el asesino anda suelto por ahí, creyéndose por encima de la ley… —Se sacó un cuchillo resplandeciente de debajo del chal y lo agitó en el aire—. ¡Si sois hombres, peinad la ciudad y encontradlo dondequiera que se esconda, para que esta madre destrozada pueda hundirle la hoja en su negro corazón!
Tras ese arrebato, Antonia se desplomó en los brazos de sus hermanos, y allí se quedó, desmadejada y abatida, mientras la procesión descendía la escalera en dirección al panteón subterráneo. Una vez reunidos todos abajo, se dispuso el cuerpo amortajado de Tebaldo en el sepulcro y tuvieron lugar las últimas ceremonias.
Durante el funeral, Giulietta inspeccionó con disimulo todos los rincones y recovecos del panteón en busca de un buen escondite. Conforme al plan de fray Lorenzo, debía permanecer oculta en la cámara funeraria después de la ceremonia, sin que nadie la viera, y esperar allí sola hasta que anocheciera, momento en que Romeo podría ir en su busca. Era, según el monje, el único lugar en que los guardias de Tolomei no harían recuento de los miembros de la familia; además, como el cementerio estaba fuera de los límites de la ciudad, Romeo no se vería limitado por el temor constante a que lo descubrieran y lo arrestaran.
Cuando la sacara del panteón, Giulietta lo acompañaría al exilio y, tan pronto como estuvieran a salvo en tierras extranjeras, escribirían una carta secreta a fray Lorenzo para contarle lo felices que eran y animarlo a que se uniera a ellos en cuanto pudiera.
Ése era el plan que habían trazado precipitadamente en San Cristóbal la noche anterior, y a Giulietta no se le ocurrió cuestionar los pormenores hasta el instante en que tuvo que actuar. Presa de las náuseas, miró las sepulturas selladas que la rodeaban por todas partes —gigantescos contenedores de muerte—, preguntándose cómo podría escabullirse y esconderse entre ellas sin ser vista ni oída.
Hasta que terminó la ceremonia y el clérigo los reunió a todos para rezar en actitud de recogimiento no vio Giulietta la oportunidad de apartarse con sigilo de su abstraída familia y agazaparse tras la sepultura más próxima. Cuando el sacerdote los instó a pronunciar un sentido y melodioso amén con el que poner fin al rito, aprovechó la oportunidad para ocultarse aún más entre las sombras, a cuatro patas, temblando por el contacto con la tierra fría y húmeda.
Mientras permanecía oculta, apoyada en la tosca piedra de un sepulcro, procurando contener la respiración, los asistentes al funeral fueron saliendo uno a uno del panteón, dejando las velas en el pequeño altar situado bajo los pies del Cristo, e iniciaron el largo y lloroso camino a casa. Pocos habían dormido desde el Palio del día anterior y, como fray Lorenzo había previsto, nadie tuvo a bien comprobar que salían del panteón tantas personas como habían entrado en él. Después de todo, ¿qué ser humano querría quedarse en una lúgubre cámara de terrible hedor, atrapado tras una pesada losa que no podía retirarse desde dentro?
Cuando se hubieron marchado todos, la puerta del panteón se cerró con un golpe seco. Titilaban las velitas en el altar de la entrada, pero a Giulietta, agazapada entre las sepulturas de sus antepasados, jadeando, la envolvió una oscuridad absoluta.
Allí sentada, sin noción del tiempo, Giulietta empezó a comprender que la muerte era, más que nada, una espera. Allí yacían todos sus ilustres antepasados, esperando pacientemente que una mano divina llamase a su sepultura y despertara su espíritu a una existencia que jamás podrían haber imaginado en vida.
Algunos volverían con su armadura de caballeros, quizá faltos de un ojo o de alguna extremidad, y otros en ropas de dormir, con aspecto enfermizo y llenos de forúnculos; otros no serían más que bebés de llanto inconsolable, y otros sus jóvenes madres, empapadas en sangre…
Aunque Giulietta no ponía en duda que, un día, alguien llamaría a la sepultura de todos los que lo merecieran, el hecho de ver todos aquellos sepulcros antiquísimos y pensar en todos esos siglos pasados la aterraban. Vergüenza debería darle, pensó, inquietarse por tener que esperar a Romeo entre las inmóviles sepulturas de piedra; ¿qué eran unas cuantas horas de angustia en comparación con semejante eternidad?
Cuando al fin se abrió la puerta del panteón, casi todas las velas del altar se habían consumido y las pocas que quedaban proyectaban sombras aterradoras y distorsionadas, casi peores que la oscuridad. Sin detenerse siquiera a comprobar que era realmente Romeo quien llegaba, Giulietta corrió emocionada hacia su salvador, hambrienta de vitalidad y sedienta de aire fresco.
—¡Romeo! —gritó, cediendo por fin a la debilidad—. ¡Gracias a Dios…!
Pero no era Romeo quien estaba a la puerta, contemplándola con una críptica sonrisa, sino el señor Salimbeni.
—Por cómo te has quedado encerrada junto a la sepultura de tu primo, se diría que lamentas en demasía su muerte —dijo en un tono severo nada acorde con su aspecto jovial—. Aunque no veo restos de lágrimas en esas mejillas sonrosadas. Quizá… —bajó unos peldaños pero se detuvo, asqueado por el hedor— mi tierna prometida se ha vuelto loca. Eso debe de ser. Temo tener que ir a buscarte a los cementerios, querida, y encontrarte jugando cual perturbada con huesos y calaveras. Claro que… —añadió con una mueca lasciva— tampoco me desagradan esos juegos. De hecho, creo que nos llevaremos bien, tú y yo.
Paralizada al verlo, Giulietta no supo qué responder; ni siquiera entendía qué se proponía. No pensaba más que en Romeo, y en por qué no había ido él sino el odioso Salimbeni a sacarla del panteón. Claro que ésa era una pregunta que no se atrevía a formular en voz alta.
—¡Ven aquí! —Salimbeni le hizo un gesto para que saliera de la cámara mortuoria y Giulietta no tuvo más remedio que obedecer. Así que subió a su lado y se vio en plena noche rodeada por las antorchas de los guardias uniformados de Salimbeni.
Tras examinar los rostros de los hombres, le pareció ver compasión e indiferencia en dosis iguales, pero lo más inquietante fue la impresión de que sabían algo que ella ignoraba.
—¿No ansias saber cómo he podido rescatarte de las garras de la muerte? —preguntó Salimbeni disfrutando de su aturdimiento.
Giulietta apenas fue capaz de asentir con la cabeza, innecesariamente, pues él, satisfecho, continuó el monólogo sin su consentimiento.
—Por suerte para ti —prosiguió—, he tenido un guía excelente. Mis hombres lo vieron rondar la zona y, en lugar de darle muerte de inmediato, según las órdenes, se preguntaron qué tesoro podría tentar a un proscrito a volver a la ciudad prohibida y jugarse el arresto y la muerte. Su camino, como ya habrás supuesto, nos ha traído hasta este panteón y, dado que es bien sabido que no se puede asesinar dos veces al mismo hombre, he deducido que pretendía bajar a la tumba de tu primo por venganza.
Al ver a Giulietta palidecer con su discurso, Salimbeni indicó por fin a sus guardias que trajesen a la persona en cuestión, y éstos arrojaron el cuerpo cerca de donde ambos se encontraban como el carnicero echa una res enferma a la picadora.
Giulietta gritó al ver a su Romeo allí tirado, ensangrentado y destrozado, y, si Salimbeni no se lo hubiera impedido, también ella se habría tirado al suelo para acariciarle el pelo mugriento y besarle la sangre de los labios mientras aún le quedaba resuello en el cuerpo.
—¡Maldito demonio! —le aulló a Salimbeni, forcejeando furiosa para zafarse de él—. ¡Dios os castigará por esto! ¡Soltadme, diablo, para que pueda morir con mi esposo, porque llevo su anillo en mi dedo y juro por todos los ángeles del cielo que jamás seré vuestra!
Eso no agradó a Salimbeni. Cogió a Giulietta por la muñeca para poder inspeccionar el anillo y a punto estuvo de romperle el hueso. Cuando hubo visto bastante, la arrojó a los brazos de un guardia y se acercó a Romeo para darle una patada en el estómago.
—¡Gusano rastrero! —espetó, escupiéndole asqueado—. No has podido resistirte, ¿eh? ¡Pues que sepas que tu abrazo es la muerte de tu dama! ¡Iba a matarte sólo a ti, pero ya veo que ella es tan despreciable como tú!
—¡Os lo ruego! —tosió Romeo, esforzándose por levantar la cabeza del suelo para ver a Giulietta una última vez—. ¡No la matéis! ¡Fue sólo una promesa! ¡Nunca he yacido con ella! ¡Por favor! ¡Lo juro por mi alma!
—¡Conmovedor! —observó Salimbeni, mirando a uno y luego al otro, en absoluto convencido—. ¿Qué dices tú, muchacha?… —Cogió a Giulietta por la barbilla—. ¿Dice la verdad?
—¡Maldito seáis! —espetó, forcejeando—. ¡Somos marido y mujer, así que más vale que me matéis, pues como he yacido con él en nuestro lecho nupcial yaceré con él en nuestra tumba!
Salimbeni la sujetó con más fuerza.
—¿Es eso cierto? ¿También tú lo juras por tu alma? Mira que, si mientes, irá al infierno esta misma noche.
Giulietta miró a Romeo, tan desdichado, en el suelo, delante de ella, y la desesperación que le produjo le formó un nudo en la garganta que le impidió hablar —y mentir— más.
—¡Ja! —Salimbeni se alzó triunfante ante ellos—. Así que esta flor no la has deshojado, ¿eh, perro? —Le propinó otra patada, saboreando los gemidos de su víctima y los sollozos de la mujer que le suplicaba que parase—. Vamos a asegurarnos… —se hurgó en el jubón, sacó la daga de Romeo y la desenvainó— de que no deshojas ninguna más.
Con un movimiento lento y generoso, Salimbeni hundió la daga del águila en el abdomen de su propietario, luego la sacó, dejando al joven en medio de una insufrible agonía, con el cuerpo entero retorcido alrededor de la espantosa herida.
—¡No! —gritó Giulietta, abalanzándose sobre Romeo, presa de un pánico tan intenso que los guardias no pudieron con ella. Se tiró a su lado y lo envolvió en sus brazos, desesperada por ir a donde iba él y no quedarse atrás.
Pero Salimbeni, harto de su teatro, la levantó agarrándola por los pelos.
—¡Calla! —bramó, dándole una bofetada para que obedeciera—. Esos aullidos no te servirán para nada. Serénate y recuerda que eres una Tolomei. —Luego, antes de que ella entendiera qué hacía, le quitó el sello del dedo y lo tiró al suelo, donde yacía Romeo—. Ahí van tus votos con él. ¡Agradece que sean tan fáciles de deshacer!
A través del velo de su cabello ensangrentado, Giulietta vio a los guardias coger el cuerpo de Romeo y arrojarlo escaleras abajo al panteón de los Tolomei como si fuera un saco de grano. Pero no los vio encajar la puerta después, ni asegurarse de que estaba bien cerrada. En medio de aquel horror, había olvidado cómo respirar; fue entonces cuando un ángel misericordioso le cerró al fin los ojos y la dejó desplomarse en los brazos de una serena oscuridad.