IV. IV

Siena, 1340

Era el día del Palio y el pueblo de Siena flotaba radiante en un océano de canciones. Todas las calles se tornaban en ríos, las piazzas en una vorágine de éxtasis religioso, y quienes se veían arrastrados por la corriente no cesaban de agitar sus banderas y estandartes como queriendo elevarse y llegar, a lomos de la escurridiza fortuna, hasta su tierna madre celestial.

La oleada de devotos ya había reventado las compuertas de la ciudad y había chorreado por el campo hasta Fontebecci, unos kilómetros al norte de Porta Camollia, donde un mar creciente de cabezas presenciaba con atención la salida de los quince jinetes participantes, enfundados en su uniforme de campaña y dispuestos a honrar con un vistoso despliegue de hombría a la Virgen recién coronada.

Al maestro Ambrogio le había llevado buena parte de la mañana salir de la ciudad, abriéndose paso a codazos entre la muchedumbre. De haberse sentido un poco menos culpable, habría dado media vuelta un millar de veces antes de llegar siquiera a Fontebecci. Pero no podía. ¡Cuán desdichado se sentía esa mañana! ¡Cuán desafortunada había resultado su intervención en los asuntos de aquellos dos jóvenes! Si no se hubiera empeñado en juntar belleza con belleza por el bien de la belleza misma, Romeo jamás habría sabido que Giulietta vivía y ella no se habría contagiado de su pasión.

Cuan extraño era que la devoción de un artista por la belleza pudiera tornarse en punible tan fácilmente. Cuan cruel la diosa Fortuna por darle a un anciano una lección a costa de la dicha de dos jóvenes amantes. ¿Acaso se equivocaba al tratar de justificar su delito con sus ideales? ¿Sería su mera humanidad, y sólo eso, lo que había condenado a los amantes desde el principio? ¿Podría ser que hubiese transferido su propio deseo enfermizo al admirable cuerpo de Romeo y que todo su empeño en la feliz unión de los jóvenes no fuese sino una forma de ganarse el acceso indirecto al lecho nupcial de Giulietta Tolomei?

El maestro no era dado a los acertijos místicos, salvo que fuesen parte de una pintura debidamente retribuida, pero de pronto se le ocurrió que la leve náusea que le producía el verse como lascivo titiritero debía aproximarse a lo que Dios sentía cada minuto del día. Si es que sentía algo. A fin de cuentas, era un ser divino y era lógico pensar que la divinidad lo privara de emociones. Si no, compadecía sinceramente a Dios, porque la historia de la humanidad no era sino un infinito valle de lágrimas.

Con la Virgen María era distinto. Ella había sido humana y comprendía el sufrimiento de los mortales. Era ella quien escuchaba siempre las aflicciones de uno y se encargaba de que Dios enviara sus rayos en la dirección correcta. Como la esposa de un hombre poderoso, era ella quien lo cautivaba y lo camelaba, la que sabía cómo llegar a su divino corazón. Era a ella a quien Siena había entregado sus llaves, ella la que sentía especial devoción por los sieneses y los protegería de sus enemigos como una madre protege al pequeño que se ampara en sus brazos ante el acoso de sus hermanos mayores.

El aire de inminente apocalipsis del maestro no se reflejaba en los rostros de quienes iba apartando en su afán por llegar a Fontebecci antes de que comenzase la carrera. Estaban de fiesta y nadie tenía especial urgencia por avanzar; mientras lograran apostarse en el camino despejado, no habría necesidad de recorrerse el estado entero hasta Fontebecci. Habría cosas curiosas que ver en el punto de partida —las tiendas de campaña, las múltiples salidas falsas y las familias nobles de los jóvenes participantes—, pero ¿qué espectáculo podía ser más interesante que el estrépito de los quince caballos de batalla al galope?

Cuando por fin llegó, Ambrogio fue directo hacia los colores del águila de Marescotti. Romeo había salido ya de la tienda amarilla, rodeado por los hombres de su familia, entre los que escaseaban las sonrisas. Incluso el comandante Marescotti, conocido por sus frecuentes palabras de aliento hasta en las situaciones más desesperadas, parecía un soldado consciente de que se le había tendido una emboscada. Fue él quien sujetó el caballo mientras Romeo montaba y el único que abordó a su hijo directamente.

—No temas —lo oyó decirle, ajustando la armadura que cubría el rostro de la fiera—, aunque parezca un ángel, correrá como un demonio.

Romeo se limitó a asentir con la cabeza, demasiado nervioso para hablar, y cogió la lanza con la bandera del águila que le entregaban. Tendría que empuñarla todo el camino y, si la Virgen así lo quería, la canjearía por el cencío en la meta. Si, por el contrario, la Virgen estaba celosa, sería el último jinete en plantar su bandera delante de la catedral y tendría que llevarse un cerdo como símbolo de su vergüenza.

Cuando le llevaban el yelmo, Romeo vio a Ambrogio y lo sorprendió tanto que se inquietó el caballo que montaba.

—¡Maestro! —exclamó con comprensible amargura—, ¿habéis venido a pintar un cuadro de mi ruina? Os garantizo que será todo un espectáculo para los ojos de un artista.

—Tenéis derecho a recriminarme —replicó Ambrogio—. Os di un mapa que conducía directamente al desastre. Pero estoy dispuesto a reparar el daño.

—¡Deshaced pues, anciano! —dijo Romeo—. Pero daos prisa, porque veo lista la soga.

—Así lo haré —repuso el maestro—, si me permitís hablaros con franqueza.

—No tenemos otra cosa —intervino el comandante Marescotti—. ¡Hablad!

Ambrogio se aclaró la garganta. El monólogo que tanto había ensayado esa mañana se esfumó de su cabeza y ni siquiera pudo recordar cómo empezaba. No obstante, la necesidad pronto dominó a la elocuencia, y el maestro soltó la información según se le iba ocurriendo.

—¡Corréis gran peligro! —empezó—. Si no me creéis…

—¡Os creemos! —bramó el comandante—. ¡Contadnos los detalles!

—Uno de mis pupilos, Hassan —prosiguió Ambrogio—, acertó a oír una conversación anoche en el palazzo Salimbeni. Trabajaba en el ángel del techo, un querubín, creo…

—¡Olvidaos del querubín! —rugió el comandante—, ¡contadnos lo que Salimbeni planea hacerle a mi hijo!

El maestro respiró profundamente.

—Creo que se propone lo siguiente: no harán nada en Fontebecci, ante la atenta mirada de tantísimos observadores, pero, a medio camino hacia Porta Camollia, donde el sendero se ensancha, el hijo de Tolomei y alguien más intentarán cortaros el paso y empujaros a la cuneta. Si el hijo de Salimbeni os lleva ventaja, se contentarán con retrasaros. Eso es sólo el comienzo. Cuando entréis en la ciudad, tened cuidado al atravesar la contrada controlada por Salimbeni. Cuando paséis delante de las casas de los barrios de Magione y Santo Stefano, habrá personas en las torres que os arrojarán objetos si os encontráis entre los tres primeros jinetes. Una vez lleguéis a San Donato y Sant’Egidio, no serán tan descarados, pero si vais adelantado y tenéis posibilidades de ganar, se arriesgarán.

Romeo miró a su padre.

—¿Qué pensáis?

—Lo mismo que tú —contestó Marescotti—. No me sorprende, lo esperaba, pero gracias al maestro ahora lo sabemos con certeza. Tendrás que salir en la cabecera y mantener la posición. No agotes al caballo, mantén el ritmo. Cuando llegues a Porta Camollia, deja que te pasen uno a uno hasta quedar en la cuarta posición.

—Pero…

—¡No me interrumpas! Seguirás en la cuarta posición hasta que pases Santo Stefano. Luego podrás adelantar hasta la tercera o la segunda, pero no hasta la primera. Hasta que hayas pasado el palazzo Salimbeni, ¿me has entendido?

—¡Eso es demasiado cerca de la meta! ¡No podré adelantar!

—Lo harás.

—¡Está demasiado cerca! ¡Nadie lo ha conseguido jamás!

—¿Cuándo ha sido eso un impedimento para ti, hijo mío? —le dijo su padre, más sereno.

Un toque de trompeta procedente de la salida puso fin a la conversación. Acto seguido, le encasquetaron a Romeo el yelmo del águila con la visera bajada. El clérigo de la familia impartió al joven la bendición —muy probablemente la última—, y el maestro se sorprendió extendiendo las bendiciones al inquieto caballo; hecho esto, el campeón quedaba al amparo de la Virgen.

Mientras los quince caballos se alineaban junto a la soga, la multitud empezó a corear los nombres de los favoritos y de sus rivales. Cada familia tenía sus partidarios y sus detractores; a ninguna de ellas se la apoyaba o se la despreciaba de forma incondicional. Incluso los Salimbeni contaban con una multitud de seguidores fieles, y era en esas ocasiones cuando los hombres importantes y ambiciosos esperaban ver recompensada su generosidad con un profuso despliegue de respaldo público.

Entre los propios jinetes, pocos pensaban en otra más cosa que en el camino que tenían por delante. Abundaban las miradas de soslayo, llegaban santos patrones como langostas a Egipto, y a modo de misiles se lanzaban a las puertas de la ciudad los últimos insultos mientras éstas se cerraban. Había pasado el momento de los rezos, no se oían consejos y ningún trato podía deshacerse ya. Cobraban vida los espíritus, buenos o malos, conjurados por el alma colectiva del pueblo de Siena, y sólo la propia batalla, la carrera, podía hacer justicia. No había más ley que el destino, ni más derecho que el favor de la fortuna; la victoria era la única verdad digna de saberse.

—Que sea éste el día en que vos, divina Señora, celebréis vuestra ascensión a los cielos con misericordia hacia nosotros, pobres pecadores, viejos y jóvenes —dijo para sí el maestro—. Os ruego que os compadezcáis de Romeo Marescotti y lo protejáis de las fuerzas del mal que están a punto de devorar esta ciudad desde sus mismas entrañas. Prometo que, si lo dejáis vivir, dedicaré el resto de mi vida a ensalzar vuestra belleza. Si muere, en cambio, morirá por mi mano, y de pena y de vergüenza, esta mano jamás volverá a pintar.

Mientras se aproximaba a la salida empuñando el estandarte del águila, Romeo se sintió envuelto en la pegajosa telaraña de una conspiración. Todos sabían de su impetuoso desafío a Salimbeni y que se avecinaba una guerra entre familias. Conociendo a los adversarios, lo que la mayoría se preguntaba no era quién ganaría la carrera, sino quién sobreviviría a ella.

Romeo echó un vistazo a sus rivales e intentó juzgar sus posibilidades. El de la contrada de la Luna Creciente —el hijo de Tolomei, Tebaldo— se había aliado sin duda con el del Diamante —el hijo de Salimbeni, Niño—, y hasta los jinetes del Gallo y del Toro lo miraban con ojos traicioneros. Sólo el de la Lechuza lo saludó con la austera simpatía de un amigo, claro que éste tenía muchos.

Cuando cayó la soga, Romeo ni siquiera estaba dentro del área oficial de salida. Se había distraído observando a los otros jinetes, tratando de averiguar su estrategia, y no había reparado en el magistrado responsable del evento. Además, el Palio siempre empezaba con salidas falsas, y normalmente el magistrado no tenía problema en recolocarlos a todos una decena de veces; de hecho, todo aquello formaba parte del juego.

Pero ese día no. Por primera vez en la historia del Palio, las trompetas no proclamaron la salida falsa: a pesar de la confusión y de que un caballo se había quedado atrás, se permitió que los otros catorce jinetes continuaran la carrera. Demasiado atónito para experimentar algo más que una punzada de rabia, Romeo inclinó la lanza, se la calzó bajo el brazo, le hincó las espuelas al caballo e inició la persecución.

El grupo estaba ya tan lejos que era imposible saber quién lo encabezaba; por la visera del yelmo sólo veía polvo y rostros de incredulidad, los de los espectadores que habían esperado verlo aventajar a sus rivales. Ignorando sus gritos y sus gestos —algunos, alentadores; otros, no—, apretó el paso, dando rienda suelta al caballo y rezando para que éste le devolviera el favor.

El comandante Marescotti había corrido un riesgo deliberado al darle a su hijo un semental; montando una yegua o un caballo castrado habría tenido posibilidades, pero, cuando uno se jugaba la vida, con eso no bastaba. Al menos con un semental era todo o nada. Sí, quizá Cesare se encabritara, decidiera perseguir a una yegua o tirar a su joven jinete para demostrarle quién mandaba, pero, por otro lado, contaba con la potencia adicional necesaria para salir de una situación peligrosa y, lo más importante, tenía espíritu de vencedor. Cesare tenía además otra cualidad, algo que era, en circunstancias normales, completamente irrelevante para el Palio, pero que de pronto se le antojó a Romeo la única forma de dar alcance al grupo: el caballo era un saltador extraordinario.

Las normas del Palio no obligaban a seguir el camino. Siempre que saliera de Fontebecci y terminara en la catedral de Siena, el jinete podía optar al premio. Nunca había sido necesario marcar la ruta exacta, porque nadie había sido nunca lo bastante estúpido como para no seguir el camino. Los campos de ambos lados eran desiguales, estaban llenos de ganado o balas de heno y, lo peor, sembrados de vallas y verjas. En resumen, atajar por el campo implicaba hacer frente a un ejército de obstáculos que quizá divirtieran a un jinete vestido de túnica pero que podían causar la muerte a un caballo cargado con un caballero vestido de armadura con la lanza en ristre.

Romeo no titubeó. Los otros catorce jinetes se dirigían al suroeste por un recodo de unos tres kilómetros del camino que los conduciría a Porta Camollia. Era su oportunidad.

Al detectar un claro entre la multitud exaltada, sacó a Cesare del camino, lo dirigió hacia un campo de grano recién cosechado y cabalgó directo rumbo a las puertas de la ciudad.

Saboreando el desafío, Cesare atravesó el campo con mucha más energía de la exhibida en el camino. Romeo, al verse próximo a la primera valla de madera, se quitó el yelmo del águila y lo arrojó a una bala de heno. No había normas respecto a la indumentaria obligada de un jinete, salvo en cuanto a la lanza con los colores de la familia; los jinetes llevaban yelmo y armadura sólo para protegerse. Sabía bien que, sin yelmo, sería vulnerable a los ataques de los otros jinetes y al impacto de los objetos que le lanzaran desde las casas altas de la ciudad, pero también sabía que, si no aligeraba su peso, el caballo —aun siendo fuerte— jamás llegaría a la meta. Cesare voló por encima de la valla y cayó pesadamente al otro lado; sin pensarlo, Romeo se quitó el peto de los hombros y lo arrojó a la pocilga junto a la que pasaban. Las dos vallas siguientes eran más bajas y el corcel las saltó de carrera mientras Romeo sostenía en alto la lanza para evitar que se le enganchara entre los maderos. Si perdía la lanza con los colores de los Marescotti, perdería la carrera, aunque llegara el primero.

Cualquiera que lo viera ese día pensaría que se proponía lo imposible. Lo que acortaba con el atajo quedaba contrarrestado por los múltiples saltos y, cuando regresara al camino, estaría tan lejos de los otros jinetes como antes, por no hablar del daño que habría sufrido el caballo de galopar por montículos y socavones y saltar como un perro rabioso bajo el sol de agosto.

Por suerte, Romeo desconocía sus probabilidades. Tampoco sabía que saldría al camino delante del grupo por circunstancias extraordinarias. En algún punto del recorrido, un espectador anónimo había soltado un puñado de gansos delante de los jinetes y, aprovechando la confusión, se habían lanzado huevos podridos con asombrosa puntería a un jinete concreto —de una casa específica— en venganza por un incidente similar el año anterior. Aquellas bromas formaban parte del Palio, pero rara vez repercutían seriamente en la carrera.

Algunos vieron la mano de la Virgen en todo aquello: los gansos, el retraso y el vuelo mágico de Romeo por encima de siete vallas. Pero, para los catorce jinetes que habían seguido sumisos el camino, la repentina aparición de Romeo delante de ellos no podía ser más que obra del diablo, por eso lo siguieron con furiosa vehemencia al tiempo que el camino se estrechaba para canalizarlos a todos por el arco de Porta Camollia.

Sólo los muchachos que se habían subido a la mampostería de la puerta habían podido ver con sus propios ojos la última parte de la atrevida cabalgada de Romeo, y fueran cuales fuesen sus anteriores lealtades, no pudieron evitar vitorear al intrépido jinete cuando éste cruzó la puerta por debajo de ellos, sumamente vulnerable sin yelmo y sin armadura, con un puñado de enemigos enloquecidos pisándole los talones.

Muchos Palios se habían decidido en Porta Camollia: el jinete que tuviese la fortuna de cruzar primero la puerta albergaba muchas posibilidades de mantener el liderazgo por las calles estrechas de la ciudad y terminar vencedor en la piazza del Duomo. Desde ese punto, la mayor dificultad eran las casas altas que flanqueaban el camino: aunque, según la ley, si se arrojaban objetos deliberadamente desde una casa, ésta se derribaría, seguían cayendo macetas y ladrillos —de forma milagrosa o diabólica, conforme a las lealtades de cada uno— sobre los rivales que pasaban por debajo. A pesar de la ley, esos actos rara vez se castigaban, porque pocos agentes del orden se molestaban en recabar informes sobrios y unánimes de los hechos causantes de tales accidentes a lo largo del Palio.

Al pasar la fatídica puerta y entrar en Siena el primero, Romeo era perfectamente consciente de que desobedecía a su padre. El comandante le había dado instrucciones claras de que evitase situarse a la cabeza del grupo, precisamente por el peligro de que le arrojaran proyectiles desde las casas. Aun con el casco puesto, una maceta de barro lanzada con puntería podía derribar a un hombre de su caballo; sin casco, habría muerto antes de llegar al suelo.

Pero Romeo no podía dejar que lo adelantaran. Le había costado tanto alcanzar al grupo que la idea de situarse en cuarta posición —aun en pro de la estrategia y de su propia integridad física— le repugnaba tanto como la de retirarse y permitir que terminaran la carrera sin él.

De modo que espoleó al caballo y entró como un trueno en la ciudad, confiando sólo en que la Virgen le abriera paso por el océano de curiosos con su báculo celestial y lo protegiese de cualquier proyectil malintencionado que cayese de lo alto.

No vio rostros, ni extremidades, ni cuerpos; el camino de Romeo lo flanqueaban muros tachonados de bocas chillonas y ojos como platos, bocas que no emitían sonidos y ojos que no veían sino blanco y negro, rival y aliado, y que jamás podrían narrar los hechos de la carrera porque para una multitud enfervorizada no los hay. Todo es emoción, esperanza, y los deseos de la multitud invalidan la verdad del individuo.

El primer proyectil lo alcanzó cuando entraba en el barrio de Magione. No vio lo que era, sólo sintió un repentino dolor intenso en el hombro cuando el objeto lo ametralló y cayó al suelo.

El siguiente —una maceta de terracota— le acertó en el muslo con un golpe seco y entumecedor y, por un instante, pensó que le había destrozado el hueso, pero, al tocarse la pierna, no sintió nada, ningún dolor. Mientras siguiera ensillado y con el pie bien sujeto al estribo, igual daba si se le había roto o no.

El tercer objeto que lo golpeó era más pequeño, por suerte, porque le dio justo en la frente y a punto estuvo de tumbarlo. Tras un par de boqueadas, logró recobrar la visión y recuperó al fin el control del caballo; entretanto, a su alrededor, el muro de bocas chillonas se reía de su confusión. Sólo entonces entendió lo que su padre había sabido desde el principio: si continuaba a la cabeza en los barrios controlados por los Salimbeni, jamás terminaría la carrera.

Tomada la decisión, no era difícil perder el primer puesto; lo complicado sería impedir que lo adelantaran más de tres jinetes. Todos lo miraron furiosos al pasarlo —el hijo de Tolomei, el de Salimbeni y otro que le daba igual—, y Romeo les devolvió la mirada, odiándolos por pensar que se rendía y odiándose a sí mismo por recurrir a ese truco.

Retomando la persecución, Romeo se mantuvo lo más cerca posible de los tres primeros, con la cabeza gacha y con la esperanza de que ninguno de los agresores, partidarios de Salimbeni, se arriesgara a hacer daño al hijo de su patrón. Acertó. Al ver los tres diamantes del estandarte de Salimbeni, dejaron de arrojar macetas y ladrillos por un momento y, mientras los cuatro recorrían al galope el barrio de San Donato, no lo golpeó ni un solo objeto.

Al pasar al fin por el palazzo Salimbeni, supo que había llegado la hora de conseguir lo imposible: adelantar a sus tres rivales, uno por uno, antes de enfilar la empinada via del Capitano rumbo a la piazza del Duomo. Ése era el momento en que precisaba la intervención divina; sólo podría lograrlo y ganar la carrera desde su posición con el favor celestial.

Espoleando al caballo, Romeo consiguió dar alcance al hijo de Tolomei y al de Salimbeni —el uno junto al otro como aliados de toda la vida—, pero, cuando estaba a punto de hacerlo, Niño Salimbeni retrajo el brazo como un escorpión retrae la cola y le hundió a Tebaldo Tolomei una daga resplandeciente en el cuello, justo por donde le asomaba entre la armadura y el yelmo.

Sucedió tan de prisa que nadie pudo ver quién había atacado ni cómo. Un destello dorado, un leve forcejeo, y el joven adolescente cayó sin vida al centro de la plaza, donde los seguidores de su padre lo recogieron entre gritos mientras el asesino proseguía su galopada a toda velocidad sin volverse siquiera.

El único que reaccionó ante tal atrocidad fue el tercer jinete, que, temiendo por su propia vida tras haberse convertido en el único rival de Salimbeni, empezó a empujarlo con su estandarte para desmontarlo.

Romeo dio entonces rienda suelta a Cesare y trató de pasar a los combatientes, pero estuvo a punto de caer del caballo cuando Salimbeni le golpeó el costado al intentar esquivar el ataque del tercer jinete. Colgado de poco más que un estribo, intentando volver a montar, Romeo vio pasar el palazzo Marescotti y supo que se aproximaba al rincón más letal de la carrera. Si no lograba montar antes de la curva, su participación en el Palio —y tal vez también su vida— tendría un innoble final.

En la piazza del Duomo, fray Lorenzo lamentó por enésima vez aquella mañana no haberse quedado rezando en su solitaria celda. En cambio, se había dejado llevar por la locura del Palio. Allí estaba, atrapado por la multitud, casi incapaz de ver la meta a pesar del paño diabólico que ondeaba en lo alto de un poste, ese nudo de seda al cuello de la inocencia: el cencío.

A su lado estaba la tribuna, que albergaba a los representantes de las familias nobles, distinta de la del gobierno, continente de menos lujo y alcurnia, pero —a pesar de su modesta retórica— idéntica en cantidad de ambición. En la primera, tanto Tolomei como Salimbeni eran bien visibles, habiendo optado por ver triunfar a sus hijos desde la comodidad de sus asientos acolchados en lugar de tragar polvo a la salida, en Fontebecci, sólo para impartir sus consejos paternos a unos jóvenes desagradecidos que en cualquier caso desoirían sus palabras.

Allí sentados, saludaban con moderada condescendencia a sus alborozados seguidores, perfectamente conscientes de que ese año el tono de las masas había cambiado. El Palio siempre había sido una cacofonía de voces en la que cada cual cantaba a su contrada y a sus héroes —incluidas las casas de Tolomei y Salimbeni, si participaban en la carrera—, pero ese año parecía que muchos se habían sumado a los cánticos del Águila de los Marescotti.

Al oír todo aquello desde la tribuna, Tolomei se mostró preocupado. Sólo entonces fray Lorenzo se aventuró a suponer que el gran hombre se preguntaba si había sido buena idea llevar consigo al verdadero premio del Palio: su sobrina Giulietta.

Apenas podía reconocerse a la joven, instalada entre padre y futuro esposo, su regio atuendo en conflicto con sus pálidas mejillas. Había vuelto la cabeza una vez y había mirado directamente a fray Lorenzo, como si hubiese sabido en todo momento que él estaba allí, observándola. La expresión de su semblante le produjo una punzada de compasión en el corazón, seguida de inmediato por una punzada de rabia por no poder salvarla.

¿Para eso la había salvado Dios de la masacre que había sufrido su familia, para arrojarla a los brazos del mismo canalla que había derramado la sangre de los suyos? Cruel era el destino, y fray Lorenzo se sorprendió deseando que ni ella ni él hubieran sobrevivido a aquel día aciago.

Si Giulietta, expuesta en la tribuna a la compasión de todos, hubiera sabido lo que pensaba su amigo, habría convenido en que la boda con Salimbeni era peor destino que la muerte. Pero aún era demasiado pronto para ceder a la desesperación; el Palio todavía no había terminado, Romeo —por lo que sabía— seguía vivo, y el cielo aún podía estar de su parte.

Si a la Virgen le hubiera ofendido la conducta de Romeo en la catedral la noche anterior, lo habría fulminado en el acto; el hecho de que le hubiera permitido seguir con vida y volver a casa ileso debía de significar que quería que participara en el Palio. Claro que una cosa eran los designios divinos y otra muy distinta la voluntad del hombre que tenía sentado a su lado, Salimbeni.

Un distante retumbar de caballos hizo que la multitud que rodeaba la tribuna se contrajera de expectación y estallara en un frenesí de vítores, gritando los nombres de favoritos y rivales como si los gritos pudieran conducir el destino. A su alrededor, todos se irguieron para ver cuál de los quince jinetes entraba primero en la piazza, pero Giulietta no pudo mirar. Cerrando los ojos al tumulto, se cubrió la boca con las manos cruzadas y se atrevió a pronunciar la única palabra que lo arreglaría todo: «Aquila!».

Tras un instante de tensa emoción, miles de voces empezaron a corear la palabra: «Aquila! Aquila! Aquila!…», con entusiasmo, entre dientes, con desdén. Giulietta abrió los ojos emocionada y vio a Romeo entrar veloz en la piazza —el caballo patinando en el piso irregular y espumando de agotamiento— y dirigirse al carro de ángeles donde estaba el cencío. Reparó en su rostro descompuesto de rabia y le sorprendió verlo empapado en sangre, pero aún llevaba el estandarte del águila en la mano, y era el primero. El primero.

Sin detenerse a saludar, Romeo se acercó al carro, apartó a los regordetes niños cantores, provistos de alas y suspendidos de cuerdas, cogió la pica del cencío y plantó la bandera del águila en su lugar. Sosteniendo en alto su premio con una euforia desbordante, se volvió hacia su rival más próximo, Niño Salimbeni, para saborear su rabia.

A nadie le importaba quién había llegado tercero, cuarto y quinto; la multitud se volvió casi a una para ver qué hacía Salimbeni con Romeo y el inesperado giro de los acontecimientos. Por aquel entonces no había un solo hombre o mujer en Siena que ignorase el desafío de Romeo a Salimbeni y su promesa a la Virgen —de que, si ganaba el Palio, no haría ropa del cencío sino que cubriría con él su lecho nupcial—, y pocos no sentían cierta simpatía por el joven enamorado.

Al ver que Romeo se había hecho con el cencío, Tolomei se levantó de golpe, bamboleado por la traidora fortuna. A su alrededor, el pueblo de Siena le imploraba que cambiase de parecer, pero a su lado tenía a un hombre dispuesto a aplastarle el corazón si lo hacía.

—¡Mi señor Tolomei! —bramó Romeo, blandiendo el cencío mientras el caballo se encabritaba—. ¡El cielo ha hablado en mi favor! ¿Osaréis ignorar los deseos de la Virgen? ¿Someteréis esta ciudad a su ira? ¿Significa más para vos el placer de ese hombre que el bienestar de todos nosotros? —añadió señalando con descaro a Salimbeni.

La multitud rugió escandalizada por la idea y los guardias apostados junto a la tribuna adoptaron una posición defensiva. Algunos de los presentes desafiaron a los guardias e intentaron llegar hasta Giulietta, instándola a que saltara de la tribuna para poder llevarla hasta su Romeo. Pero Salimbeni puso fin al atrevimiento levantándose y sujetándola con fuerza por el hombro.

—¡Muy bien, muchacho! —le gritó a Romeo, contando con que sus múltiples seguidores lo apoyarían y cambiarían las tornas—. ¡Has ganado! Ahora vete a casa, hazte un bonito vestido con ese cencío y quizá te permita que te cases conmigo cuando…

Pero la muchedumbre, que ya había oído bastante, no lo dejó terminar.

—¡Vergüenza debería darles a los Salimbeni —gritó alguien—, pisotear así la voluntad de la Virgen!

Los demás respondieron de inmediato, desatando contra los nobles su indignación, dispuestos a convertir la rabia en pendencia. Las viejas rivalidades del Palio no se habían olvidado del todo, y a los pocos imbéciles que aún vitoreaban no tardaron en acallarlos sus iguales.

El pueblo de Siena sabía que, si se unía frente a aquellos pocos, podría asaltar la tribuna y llevarse a la dama que obviamente pertenecía a otro. No sería la primera vez que los sieneses se rebelaban contra Salimbeni, y sabían que, si seguían presionando, los poderosos no tardarían en refugiarse en sus torres y recoger las escaleras.

A Giulietta, sentada en la tribuna como un marinero inexperto en plena tempestad, el hecho de que los elementos se enfurecieran por ella le resultaba a la vez aterrador y embriagador. Allí estaban, miles de extraños cuyos nombres desconocía dispuestos a desafiar las insignias de los guardias por procurarle justicia. Si seguían tirando, terminarían volcando el palco y los nobles caballeros se entretendrían en salvarse y en proteger sus finas túnicas de la chusma.

En ese pandemónium, Giulietta supuso que Romeo y ella podrían escapar, y la Virgen mantendría la revuelta el tiempo suficiente para que pudieran salir juntos de la ciudad.

Pero no sería así. Antes de que el gentío cobrara impulso, un nuevo grupo de personas irrumpió en la piazza, comunicándole a gritos la terrible noticia al señor Tolomei.

—¡Tebaldo! —gritaban, mesándose desesperados los cabellos—. ¡Ay, pobre muchacho! —Cuando al fin llegaron al palco y encontraron a Tolomei de rodillas, rogándoles que le contaran lo que le había ocurrido a su hijo, respondieron entre lágrimas, agitando al aire una daga sangrienta—. ¡Ha muerto! ¡Apuñalado durante el Palio!

En cuanto asimiló el mensaje, Tolomei se desplomó entre convulsiones y todo el palco se espantó. Pasmada al ver así a su tío, como poseído por un demonio, Giulietta reculó primero, luego se obligó a arrodillarse y a atenderlo lo mejor posible, protegiéndolo del barullo de pies y piernas hasta que la señora Antonia y los sirvientes pudieron pasar.

—¡Tío Tolomei! —lo instó Giulietta sin saber qué más decirle—. ¡Calmaos!

El único que se mantuvo impasible fue Salimbeni, que pidió el arma asesina y la levantó de inmediato para que la vieran todos.

—¡Mirad! —bramó—. ¡Ahí tenéis a vuestro héroe! ¡Ésta es la daga con la que se ha dado muerte a Tebaldo Tolomei durante vuestra carrera sagrada! ¿Veis? —señaló la empuñadura—. ¿Qué conclusión extraéis?

Giulietta miró alrededor horrorizada y vio a la multitud observar incrédula la daga y a Salimbeni. Aquél era el hombre al que querían castigar hacía un momento, pero la estremecedora noticia del crimen y la visión de la figura apenada del señor Tolomei los habían distraído. Ya no querían pensar, y se quedaron allí, boquiabiertos, esperando una señal.

Al ver cómo cambiaba la expresión de sus rostros, Giulietta supo en seguida que Salimbeni había planificado la jugada de antemano para volver a las masas contra Romeo si éste ganaba el Palio. La turba había olvidado por completo la razón por la que quería atacar el palco, pero seguía alterada y buscaba un nuevo blanco para su ira.

La reacción no se hizo esperar. Salimbeni contaba con seguidores más que suficientes entre la multitud para que, al exhibir la daga, alguien gritara:

—¡Romeo es el asesino!

En cuestión de segundos, el pueblo de Siena volvió a unirse, esta vez movido por el odio hacia el joven al que acababa de proclamar su héroe.

Aprovechando el revuelo, Salimbeni se atrevió a ordenar el arresto inmediato de Romeo y a declarar traidor a todo aquel que se opusiera. Sin embargo, para inmenso alivio de Giulietta, cuando los guardias volvieron al palco después de una hora, tan sólo traían un caballo espumante, el estandarte del Águila y el cencío. De Romeo Marescotti no quedaba rastro. Por más que habían preguntado, la respuesta había sido siempre la misma: nadie lo había visto salir de la piazza.

Sólo cuando empezaron a ir de casa en casa, un pobre hombre —por salvar a su esposa y a sus hijas de aquellos bandidos uniformados— confesó haber oído decir que Romeo había escapado por un acueducto subterráneo en compañía de un joven fraile franciscano.

Cuando Giulietta se lo oyó comentar a los criados por la noche, dio gracias a la Virgen. No le cabía duda de que el franciscano era fray Lorenzo, y lo conocía lo bastante como para estar segura de que haría todo lo posible por salvar al hombre al que sabía que ella amaba.