Al salir del museo de la Lechuza me sentí descorazonada. Por una parte, me aliviaba que el cencío y la daga de Romeo estuvieran en la caja fuerte de Peppo pero, por otra, lamentaba haberlos cedido tan pronto. ¿Y si mi madre había querido que los tuviera por una razón concreta? ¿Y si, de algún modo, eran la clave para localizar la tumba de Julieta?
De camino al hotel, más de una vez me vi tentada de regresar para reclamar mis tesoros. Logré resistir la tentación porque sabía que la satisfacción de recuperarlos pronto se vería eclipsada por el temor a que les ocurriera algo. ¿Quién podía asegurar que estuvieran más seguros en la caja fuerte del director Rossini que en la de Peppo? A fin de cuentas, el matón sabía dónde me alojaba —¿cómo, si no, iba a desvalijarme la habitación?—, y tarde o temprano averiguaría dónde escondía mis cosas.
Creo que me paré en medio de la calle. Hasta ese momento no se me había ocurrido que volver al hotel era lo menos inteligente que podía hacer, aun sin llevar encima mis tesoros. Obviamente, el matón estaría esperando que hiciera eso. Además, después de nuestro particular juego del escondite en el archivo de la universidad, probablemente no estuviera de buen humor.
Tendría que cambiar de hotel, y tendría que hacerlo sin dejar rastro. O quizá aquello fuera una señal para que cogiera el primer avión de vuelta a Virginia.
No, no podía rendirme, ahora que por fin estaba consiguiendo algo. Cambiaría de hotel, quizá esa misma noche, cuando oscureciera. Me haría invisible, sagaz, perversa. Esta vez Juliet se echaría a las trincheras.
Había una comisaría de policía en la misma calle del hotel. Me quedé a la puerta un rato, viendo entrar y salir a los agentes, y preguntándome si sería buena idea que me diese a conocer a las fuerzas del orden locales y me arriesgara a que descubriesen mi doble identidad. Al final, decidí que no. Por mi experiencia en Roma y Copenhague, sabía que los agentes de policía son como los periodistas: te escuchan, pero prefieren inventárselo todo.
Así que opté por regresar al centro, volviéndome cada diez pasos para ver si me seguían y pensando en cuál sería mi estrategia a partir de entonces. Incluso entré en el banco del palazzo Tolomei, por si el presidente Maconi tenía tiempo para recibirme y aconsejarme; por desgracia, no fue así, pero la cajera de las gafas de montura fina —de repente amiguísima mía— me aseguró que estaría encantado de atenderme cuando volviera de sus vacaciones en el lago Como dentro de diez días.
Desde mi llegada a Siena, había pasado varias veces por la imponente entrada principal de Monte dei Paschi, y siempre había apretado el paso para alejarme de la fortaleza de los Salimbeni sin ser vista; incluso agachaba la cabeza, por si el despacho del jefe de seguridad daba al Corso.
Pero ese día fue distinto. Ese día cogí el toro por los cuernos y le di una buena sacudida. Me acerqué al portal gótico y entré, asegurándome de que las cámaras de seguridad captaban bien mi nueva actitud.
Para ser un edificio incendiado por familias rivales —entre ellas, la mía—, destrozado por una turba furiosa, reconstruido varias veces por sus propietarios, confiscado por el gobierno y resurgido finalmente como entidad financiera en 1472 —lo que lo convertía en el banco más antiguo del mundo—, el palazzo Salimbeni era un lugar excepcionalmente tranquilo. En su interior convivían respetuosamente lo medieval y lo moderno, de forma que, al acercarme a la recepción, tuve la sensación de que pasado y presente se fundían en torno a mi persona.
El recepcionista estaba al teléfono, pero cubrió el auricular con una mano para preguntarme —primero en italiano, luego en inglés— a quién había ido a ver. Cuando le dije que era amiga del jefe de seguridad y que tenía un asunto urgente que tratar con él, el hombre sonrió y me dijo que encontraría lo que buscaba en el sótano.
Gratamente sorprendida de que me dejase pasar sin más, sin escolta y sin anunciarme, empecé a bajar la escalera con fingida indiferencia, mientras una legión de mariposas me revoloteaba en el estómago. Habían permanecido inmóviles mientras huía veloz del matón del chándal unas horas antes, y ahora se desmadraban porque iba a ver a Alessandro.
Lo cierto era que, cuando lo había dejado en el restaurante la noche anterior, no había albergado deseo alguno de volver a verlo, sinceramente. La sensación, estaba segura, era mutua. Sin embargo, allí iba yo, directa a su despacho sin otra razón que el instinto. Janice solía decir que el instinto era la lógica de las emergencias; yo no lo tenía tan claro. Mi lógica me decía que era muy improbable que Alessandro y los Salimbeni tuvieran nada que ver con todo lo que me estaba pasando, pero mi instinto me aconsejaba que podía contar con él, aunque sólo fuera para que me dejase claro lo mal que le caía.
Al bajar al sótano noté el aire bastante más frío y, de pronto, las paredes me parecieron más toscas y estropeadas, restos de la estructura original del edificio. En la Edad Media, aquellos cimientos habían sostenido una torre altísima, quizá tan alta como la torre Mangia del Campo. Por aquel entonces, la ciudad estaba repleta de construcciones como aquélla, que habían servido de fortificaciones en épocas de disturbios.
Al fondo de la escalera, un pasillo estrecho se perdía en la oscuridad y las puertas blindadas conferían al lugar el aspecto de una mazmorra. Empezaba a pensar que había girado por el pasillo equivocado en algún momento cuando oí un repentino estrépito de voces, seguido de vítores, desde el otro lado de una puerta entreabierta.
Me acerqué con cierta desazón. Tanto si Alessandro estaba allí como si no, tendría que dar muchas explicaciones, y la lógica nunca había sido mi fuerte. Asomé la cabeza y pude ver una mesa repleta de artilugios metálicos y bocadillos a medio comer, una pared forrada de rifles y tres hombres en camiseta y pantalón de uniforme —uno de ellos, Alessandro— de pie alrededor de un pequeño monitor. Al principio pensé que observaban lo que captaba una de las cámaras de seguridad del edificio, pero, al verlos protestar y llevarse las manos a la cabeza, supe que estaban viendo un partido de fútbol.
Como no me oyeron llamar, me asomé un poco más —sólo un poco— y carraspeé. Alessandro volvió al fin la cabeza para ver quién osaba interrumpir el partido y, al verme allí, forzando una sonrisa, reaccionó como si le hubieran dado un sartenazo en la cabeza.
—Siento molestar —dije, procurando no parecer Bambi con zancos, aunque así era exactamente cómo me sentía—. ¿Tienes un momento?
Al cabo de pocos segundos salían del cuarto los otros dos, cogiendo las armas y las chaquetas del uniforme a su paso, con los bocadillos a medio comer en la boca.
—Bueno… —dijo Alessandro al tiempo que apagaba el televisor y tiraba por ahí el mando a distancia—, satisfaz mi curiosidad. —Obviamente no pensaba que necesitara la segunda parte de la frase, si bien, por cómo me miró (aunque yo perteneciera al subestrato criminal de la sociedad), en el fondo se alegraba de verme.
Me senté en una silla vacía, examinando los artilugios colgados de las paredes.
—¿Éste es tu despacho?
—Sí… —Se puso los tirantes y se sentó al otro lado de la mesa—. Aquí es donde interrogamos a los sospechosos. Sobre todo norteamericanos. Antes era una cámara de tortura.
El descaro de su mirada casi me hizo olvidar mi desazón y el motivo de mi presencia allí.
—Te pega.
—Eso mismo pensé yo. —Apoyó una de sus pesadas botas en el canto de la mesa y se balanceó para apoyarse en la pared—. Bueno, te escucho. Debes de tener una buena razón para venir aquí.
—Yo no lo llamaría «razón». —Aparté la mirada, tratando en vano de recordar la historia oficial que había ensayado por la escalera—. Está claro que piensas que soy una intrigante…
—Las he visto peores.
—… y tampoco es que sienta adoración por ti.
Él sonrió burlón.
—Pero aquí estás.
Me crucé de brazos y contuve una risa nerviosa.
—Sé que no crees que soy Giulietta Tolomei, y ¿sabes qué?, que me da igual, pero esto es lo que hay… —Tragué saliva para tranquilizarme—. Alguien intenta matarme.
—Quieres decir… ¿aparte de tú misma?
Su sarcasmo me hizo recuperar la serenidad.
—Hay un tío que me sigue —dije tal cual—. Un tipejo asqueroso, vestido de chándal. Verdadera escoria. Supuse que sería amigo tuyo.
Alessandro ni se inmutó.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—No sé… —busqué una chispa de compasión en sus ojos—, ¿ayudarme?
Chispa había, sí, pero de triunfo, más que nada.
—A ver…, ¿y por qué iba a hacer yo algo así?, dime.
—¡Eh! —exclamé, indignada por su actitud—. Soy… ¡una damisela en apuros!
—¿Y quién se supone que soy yo?, ¿el Zorro?
Reprimí un gruñido, furiosa conmigo misma por pensar que le importaría.
—Creía que los italianos nunca os resistíais a los encantos femeninos.
Lo meditó.
—Y no nos resistimos… cuando nos topamos con ellos.
—Muy bien —dije, tragándome la rabia—. Quieres que me largue, y eso voy a hacer. Regresaré a Estados Unidos y jamás volveré a molestaros ni a ti ni a tu querida madrina, pero primero quiero averiguar quién es ese tío y conseguir que alguien le dé su merecido.
—¿Y ese alguien soy yo?
Lo miré furiosa.
—Quizá no. Daba por sentado que alguien como tú no querría que alguien como yo anduviese suelta por la preciada Siena, pero… —hice ademán de irme— veo que me equivocaba.
Fingiéndose preocupado, se inclinó al fin hacia adelante y apoyó los codos en la mesa.
—Muy bien, señorita Tolomei, dime, ¿por qué crees que alguien quiere matarte?
Aun no teniendo adonde ir, habría salido de allí en ese mismo instante de no haber sido porque por fin me llamó «señorita Tolomei».
—Bueno… —me revolví incómoda en el asiento—, ¿qué te parece esto? Me ha seguido por las calles, me ha desvalijado la habitación y esta mañana ha venido a por mí armado…
—Eso no significa que quiera matarte —dijo Alessandro, armándose de paciencia. Examinó mi rostro un instante, luego frunció el ceño—. ¿Cómo esperas que te ayude si no me cuentas la verdad?
—¡Te la estoy contando! ¡Lo juro! —Traté de buscar otra forma de convencerlo, pero la vista se me iba a los tatuajes que llevaba en el antebrazo derecho, y mi cerebro andaba demasiado atareado procesando ese impulso.
Ése no era el Alessandro que esperaba encontrar al entrar en el palazzo Salimbeni. El Alessandro que yo conocía era refinado y sutil, por no decir anticuado, y desde luego no llevaba una libélula —o lo que fuera eso— tatuada en la muñeca.
Si me leía el pensamiento, no se le notaba.
—No toda. Faltan muchas piezas del puzle.
Me erguí.
—¿Qué te hace pensar que hay algo más?
—Siempre hay algo más. Dime, ¿qué persigue?
Respiré profundamente, consciente de que yo misma me había metido en aquel lío y lo lógico era que me explicara en condiciones.
—Vale —dije al fin—. Creo que por algo que me dejó mi madre. Una reliquia de familia que mis padres encontraron hace años y querían que yo tuviese. Mi madre la escondió en un sitio donde sólo yo pudiera encontrarla. ¿Por qué? Porque, te guste o no, soy Giulietta Tolomei.
Lo miré desafiante y lo descubrí escudriñándome el rostro con una especie de sonrisa.
—¿Y lo has encontrado?
—Me parece que no. Todavía. Sólo he encontrado un cofre oxidado lleno de papelotes, un viejo… estandarte y una especie de daga, y, la verdad, no veo…
—Aspetta! —levantó la mano para pedirme calma—. ¿Qué papelotes? ¿Qué estandarte?
—Relatos, cartas, cosas así. No me tires de la lengua. El estandarte, por lo visto, es un cencío de 1340. Lo encontré envolviendo una daga, tal cual, en un cajón…
—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que has encontrado un cencío de 1340?
Me sorprendió que lo entusiasmara la noticia incluso más que a mi primo Peppo.
—Sí, eso parece. Por lo que se ve, es muy especial. Y la daga…
—¿Dónde está?
—En un lugar seguro. Lo he dejado en el museo de la Lechuza. —Como no me seguía, añadí—: Mi primo, Peppo Tolomei, es el conservador del museo. Me ha dicho que él me lo cuidaría.
Alessandro gruñó y se pasó ambas manos por el pelo.
—¿Qué? —inquirí—. ¿No ha sido buena idea?
—Merda! —Se levantó, hurgó en el cajón, sacó una arma y se la enfundó en la pistolera del cinturón—. ¡Venga, vamos!
—¡Espera! ¿Qué pasa? —Me levanté de mala gana—. No pretenderás ir a ver a mi primo con esa… arma.
—No es una sugerencia. ¡Vamos!
Mientras avanzábamos aprisa por el pasillo, echó un vistazo a mis pies.
—¿Puedes correr con eso?
—Mira —dije esforzándome por ir a su paso—, que quede muy clara una cosa: no creo en las armas. Quiero que haya paz, ¿vale?
Alessandro se detuvo en mitad del pasillo, sacó el arma y me obligó a cogerla antes de que me diera cuenta siquiera de lo que estaba haciendo.
—¿Sientes esto? Es una arma. Existe. Y hay mucha gente ahí fuera que sí cree en ellas. Así que perdona si me encargo de ellos para que tú puedas tener tu paz.
Salimos del banco por una puerta trasera y bajamos por una calle abierta al tráfico. No era el camino que yo conocía, pero seguro que nos llevaba derechos a la piazzetta del Castellare. Alessandro sacó el arma en cuanto nos acercamos a la puerta del museo de la Lechuza, pero fingí no darme cuenta.
—Quédate detrás de mí —me dijo— y, si las cosas se ponen feas, tírate al suelo y tápate la cabeza. —Sin esperar mi reacción, se llevó un dedo a los labios y abrió la puerta despacio.
Obediente, entré en el museo unos pasos por detrás de él. A mi juicio, no cabía duda de que exageraba, pero dejaría que llegara a esa conclusión por sí solo. De hecho, el edificio entero estaba en absoluto silencio y no había indicio alguno de actividades delictivas. Cruzamos varias habitaciones, arma en ristre, pero, al final, me detuve.
—Oye, escucha… —Alessandro me tapó la boca con la mano para silenciarme y, mientras estábamos los dos allí parados, también yo lo oí: un gemido.
Atravesando de prisa las otras estancias, dimos con el origen del sonido y, en cuanto Alessandro se aseguró de que no era una emboscada, entramos corriendo y nos encontramos a Peppo tirado en el suelo de su despacho, magullado pero vivo.
—¡Ay, Peppo! —grité, tratando de ayudarlo—, ¿te encuentras bien?
—¡No! —espetó—. ¡Claro que no! Creo que me he caído. No puedo apoyar la pierna.
—Aguanta… —Miré alrededor para ver dónde había dejado su muleta y reparé en la caja fuerte, abierta y vacía—. ¿Has visto al hombre que ha hecho esto?
—¿Qué hombre? —Con una mueca de dolor, Peppo intentó incorporarse—. ¡Mi cabeza! ¡Necesito mis pastillas! ¡Salvatore! Ay, no, espera, que Salvatore libra… ¿qué día es hoy?
—Non ti muovere! —Alessandro se arrodilló y le examinó detenidamente las piernas—. Creo que tiene rota la tibia. Voy a llamar una ambulancia.
—¡Espera! ¡No! —Obviamente Peppo no quería una ambulancia—. Iba a cerrar la caja. ¿Me oyes? Tengo que cerrar la caja fuerte.
—Luego nos encargamos de la caja —dije yo.
—La daga… está en la sala de juntas. La estaba buscando en un libro. Hay que guardarla. ¡Es maléfica!
Alessandro y yo nos miramos. No era el momento de decirle a Peppo que era demasiado tarde para cerrar la caja. Era evidente que el cencío había desaparecido, como todos los demás tesoros que mi primo custodiaba. Aunque quizá el ladrón no había reparado en la daga. Me levanté y me dirigí a la sala de juntas y, efectivamente, la daga de Romeo estaba encima de la mesa, junto a una guía de armas medievales para coleccionistas.
La cogí con fuerza y volví al despacho de Peppo justo cuando Alessandro llamaba una ambulancia.
—Ah, sí —dijo mi primo al ver la daga—, ahí está. Guárdala, corre. Trae mala suerte. Mira lo que me ha pasado a mí. El libro dice que está poseída del espíritu del diablo.
Peppo había sufrido una conmoción cerebral leve y tenía un hueso roto, pero la doctora insistió en dejarlo en observación esa noche, conectado a varias máquinas por si acaso. Lamentablemente se empeñó también en contarle con detalle lo que le había ocurrido.
—Ella dice que alguien le ha dado un golpe en la cabeza y se ha llevado todo lo de la caja —me susurró Alessandro, traduciéndome la animada conversación que mantenían la doctora y Peppo, su malhumorado paciente—, y él dice que quiere hablar con un médico de verdad y que nadie le atizaría en la cabeza en su propio museo.
—¡Giulietta! —exclamó mi primo cuando al fin consiguió deshacerse de la doctora—, ¿qué piensas tú de todo esto? ¡La doctora dice que alguien ha entrado a robar en el museo!
—Me temo que es cierto —dije cogiéndole la mano—. Lo siento. Ha sido por mi culpa. Si no hubiera…
—¿Y ése quién es? —Peppo miró con recelo a Alessandro—. ¿No habrá venido a cubrir la noticia? Dile que no he visto nada.
—Éste es el capitán Santini —le expliqué—; él es quien te ha salvado, ¿no te acuerdas? De no ser por él, estarías… destrozado de dolor.
—Ya. —Peppo no estaba dispuesto a abandonar su mal humor—. Ya lo conozco. Es un Salimbeni. ¿No te dije que te mantuvieras alejada de esa gente?
—¡Chis! ¡Por favor! —Traté de hacerlo callar, pero sabía que Alessandro lo había oído todo—. Tienes que descansar.
—¡No! Tengo que hablar con Salvatore. Hay que averiguar quién ha hecho esto. Había muchos tesoros en esa caja.
—Me temo que el ladrón iba tras el cencío y la daga —dije—. Si no te los hubiera llevado, nada de esto habría ocurrido.
Peppo parecía desconcertado.
—Pero ¿quién iba a…? ¡Ah! —Con la mirada perdida, contempló un pasado nebuloso—. ¡Claro! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Pero ¿por qué iba a querer hacer eso?
—¿De quién estás hablando? —Le apreté la mano, intentando que dejara de divagar—. ¿Sabes quién te ha hecho esto?
Peppo me cogió por la muñeca y me miró con intensidad febril.
—Patrizio…, tu padre. Siempre decía que volvería. Que algún día Romeo volvería y lo recuperaría todo…, su vida…, su amor…, todo cuanto le arrebatamos.
—Peppo —le dije, acariciándole el brazo—, deberías descansar. —Por el rabillo del ojo, vi a Alessandro sopesar la daga de Romeo, ceñudo, como si percibiera sus poderes ocultos.
—Romeo —prosiguió Peppo, adormecido por el efecto del calmante—. Romeo Marescotti. Bueno, no se puede ser un fantasma eternamente. Quizá quiera vengarse así de todos nosotros. Por cómo tratamos a su madre. Era… ¿cómo se dice… un figlio illegittimo, capitano?
—Un hijo bastardo —dijo Alessandro, uniéndose por fin a nosotros.
—¡Sí, sí! —asintió Peppo con la cabeza—. ¡Un hijo bastardo! Fue un gran escándalo. Ella era una joven tan hermosa… Por eso él los echó…
—¿Quién? —pregunté.
—Marescotti. El abuelo. Era un hombre muy anticuado. Pero muy guapo. Aún recuerdo la comparsa del 65… Fue la primera victoria de Aceto… ¡Ay, Topolone, un caballo excelente! Ya no son lo que eran… Por aquel entonces no se torcían los tobillos y se descalificaban, y tampoco necesitábamos veterinarios ni alcaldes que nos dijeran que no podíamos correr…, ¡iufff! —meneó la cabeza asqueado.
—¿Peppo? —le di una palmadita en la mano—. Hablabas de los Marescotti, de Romeo, ¿recuerdas?
—¡Ah, sí! Decían que tenía las manos malditas. Todo lo que tocaba… lo estropeaba. Los caballos perdían, la gente moría. Eso dicen. Por llamarse Romeo, ya ves. Lo había heredado. Lo llevan en la sangre…, el conflicto. Necesitaba velocidad y ruido… no podía parar quieto. Siempre con los escúters, con las motos…
—¿Lo conociste?
—No, sólo sé lo que dice la gente. Su madre y él… se esfumaron. Nadie volvió a verlos. Dicen que él creció salvaje, en Roma, que se convirtió en un delincuente y mató a gente. Dicen…, dicen que murió. En Nassiriyah. Con otro nombre.
Me volví a mirar a Alessandro, y él me devolvió una sonrisa inusualmente sombría.
—¿Nassiriyah? —susurré—. ¿Tú sabes dónde está eso?
Por alguna razón, mi pregunta lo encendió, pero, antes de que pudiera responderme, Peppo suspiró profundamente y prosiguió:
—Para mí no es más que una leyenda. A la gente le gustan las leyendas. Y las tragedias. Y las conspiraciones. Esto es muy tranquilo en invierno.
—Entonces, ¿no crees que sea cierto?
Peppo volvió a suspirar; le pesaban los párpados.
—¡Ya no sé qué creer! Ay, ¡por qué no viene el médico!
En ese momento, la puerta se abrió de golpe e irrumpió en la habitación la familia Tolomei, que rodeó a su héroe caído entre gemidos y lamentos. El médico debía de haberles resumido la situación, porque Pia, la esposa de Peppo, me miró de arriba abajo al tiempo que me empujaba para ocupar mi sitio al lado de su marido, y nadie dio señal alguna de gratitud. Para terminar de humillarme, cuando buscaba una excusa para largarme, la anciana Nonna Tolomei cruzó la puerta renqueante y no me cupo la menor duda de que, a su juicio, la culpable de todo aquello era yo, no el ladrón.
—¡Tú! —me gruñó en italiano, clavándome el índice en el corazón—. ¡Bastarda!
Dijo mucho más, pero no lo entendí. Paralizada por su furia como un ciervo ante un tren a punto de arrollarlo, me quedé allí, incapaz de moverme, hasta que Alessandro —harto del jolgorio familiar— me agarró por el codo y me sacó de la habitación.
—¡Uf! —exclamé—. ¡Qué genio tiene! ¿Te puedes creer que es tía mía? ¿Qué decía?
—Nada importante —me contestó, recorriendo el pasillo del hospital con el gesto de quien querría tener a mano una granada.
—¡Te ha llamado Salimbeni! —le dije, orgullosa de haberlo entendido.
—Sí. Y no es ningún cumplido.
—¿Qué me ha llamado a mí? Eso no lo he pillado.
—¡Qué más da!
—Claro que da. —Me detuve en mitad del pasillo—. ¿Qué me ha llamado?
Alessandro me miró con repentina ternura.
—Te ha dicho: «¡Bastarda! ¡No eres de los nuestros!».
—Ah. —Me quedé cortada—. Claro, nadie cree que sea realmente Giulietta Tolomei. A lo mejor me lo merezco. Igual es una especie de infierno reservado para la gente como yo.
—Yo sí te creo.
Lo miré sorprendida.
—¿En serio? Eso es nuevo. ¿Desde cuándo?
Él se encogió de hombros y siguió adelante.
—Cuando te vi en la puerta de mi despacho.
No supe cómo responder a tan repentina amabilidad, así que hicimos el resto del camino en silencio, bajamos la escalera y salimos por la puerta principal a esa luz tenue y dorada que marca el final del día y el comienzo de algo mucho menos predecible.
—Bueno, Giulietta —dijo Alessandro volviéndose hacia mí con los brazos en jarras—, ¿hay algo más que deba saber?
—Pues… —dije frunciendo los ojos por la luz—, también hay un tío en moto…
—¡Madre de Dios!
—Pero lo de éste es distinto. Sólo… me sigue. No sé qué quiere…
Alessandro puso los ojos en blanco.
—¡No sabes lo que quiere! ¿Quieres que te lo diga?
—No, gracias. —Me recoloqué el vestido—. No me preocupa. Pero el del chándal, sí…, ése entró a la fuerza en mi habitación. Así que… tal vez debería cambiar de hotel.
—¿«Tal vez»? —No parecía impresionado—. Te diré qué vamos a hacer: antes que nada, iremos a la policía…
—¡No, a la policía, no!
—Sólo ellos pueden decirte quién le ha hecho eso a tu primo Peppo. Yo no tengo acceso a los expedientes de Monte dei Paschi. Tranquila, te acompaño. Conozco a esos tíos.
—¡Sí, claro! —le di un codazo en el pecho—. ¡Qué forma tan astuta de enchironarme!
—Si quisiera enchironarte —dijo desesperado—, tendría que ser astuto de verdad, ¿no?
—Mira… —Me erguí todo cuanto pude—. ¡Aún no entiendo tus juegos de poder!
Mi postura le hizo sonreír.
—Entonces, ¿por qué te empeñas en jugar a ellos?
La central de policía de Siena era un lugar muy tranquilo. En algún momento del pasado, al reloj de la pared se le habían gastado las pilas a las siete menos diez, y esa tarde, mientras examinaba obediente hojas y hojas de bandidos digitalizados, empecé a sentirme así yo también. Cuanto más miraba los rostros de la pantalla, más consciente era de que, en el fondo, no sabía qué aspecto tenía de cerca mi persecutor. La primera vez que había visto al tipejo llevaba gafas de sol, la segunda era demasiado de noche, y la tercera —aquella misma tarde— me había preocupado demasiado la pistola que llevaba en la mano para fijarme en los detalles de su careto.
—Lo siento… —me volví hacia Alessandro, sentado pacientemente a mi lado, con los codos clavados en las rodillas a la espera de mi momento eureka—, pero no me suena ninguno de éstos. —Sonreí como disculpándome a la agente a cargo del ordenador, consciente de que les estaba haciendo perder el tiempo—. Mi dispiace.
—Tranquila —respondió ella, devolviéndome la sonrisa porque era una Tolomei—, no tardaremos en localizar las huellas dactilares.
Lo primero que había hecho Alessandro nada más llegar a la comisaría había sido denunciar el robo del museo de la Lechuza. Dos coches patrulla habían salido inmediatamente para el lugar de los hechos y los cuatro agentes se habían mostrado entusiasmados de tener al fin un verdadero delito entre manos. Si el tipejo había sido lo bastante torpe como para dejar rastros de su persona en el museo —huellas, sobre todo—, tarde o temprano sabríamos quién era, siempre, claro está, que estuviese fichado.
—Mientras esperamos —dije—, ¿crees que deberíamos buscar a Romeo Marescotti?
Alessandro frunció el ceño.
—No te habrás creído el cuento de tu primo…
—¿Por qué no? A lo mejor es él. A lo mejor ha sido siempre él.
—¿De chándal? Lo dudo.
—¿Por qué no? ¿Acaso lo conoces?
Alessandro inspiró profundamente.
—Sí, y no está en ese ordenador. Ya lo he buscado.
Me lo quedé mirando estupefacta. Antes de que pudiera hacerle más preguntas, dos agentes entraron en la sala; uno de ellos llevaba un portátil, que colocó delante de mí. Ninguno de los dos hablaba mi idioma, así que Alessandro tuvo que traducir lo que me decían.
—Han encontrado una huella en el museo —me explicó— y quieren que eches un vistazo a unas fotos, a ver si alguno te resulta familiar.
Me volví hacia la pantalla y vi cinco rostros de hombre uno al lado del otro; todos ellos me miraban con una mezcla de indiferencia y repugnancia. Al poco, dije:
—No estoy segura al ciento por ciento, pero, si queréis saber cuál se parece más al tipo que me seguía, yo diría que el cuarto.
Tras una breve conversación con los agentes, Alessandro asintió con la cabeza.
—Ése es el hombre que ha entrado en el museo. Ahora quieren saber por qué lo ha hecho, y por qué anda siguiéndote.
—¿Qué tal si me decís quién es? —Observé sus rostros serios—. ¿Es algún… asesino?
—Se llama Bruno Carrera. Ha formado parte del crimen organizado y se lo ha vinculado a tipos muy peligrosos. Ha estado desaparecido, pero… —señaló la pantalla con la cabeza—, parece que ha vuelto.
Volví a mirar la foto. Bruno Carrera ya no era ningún chaval. Me extrañaba que hubiera abandonado su retiro para robar una pieza de seda antigua de nulo valor comercial.
—Sólo por curiosidad… —dije sin pensar—, ¿se lo ha relacionado alguna vez con un tal Luciano Salimbeni?
Los agentes se miraron.
—Qué discreta —me susurró Alessandro, queriendo decir justo lo contrario—. Creía que no buscabas respuesta a ninguna pregunta.
Levanté la mirada y vi que los agentes me estudiaban con renovado interés. Probablemente se preguntaran qué hacía yo en Siena y cuánta información vital sobre el asalto no les había desvelado aún.
—La signorina conosce Luciano Salimbeni? —le preguntó uno de ellos a Alessandro.
—Diles que mi primo me ha hablado del tal Luciano —le pedí—. Al parecer, iba tras algunas de las reliquias de nuestra familia hace veinte años. Por lo menos eso es cierto.
Alessandro defendió mi caso lo mejor que pudo, pero los agentes no parecían satisfechos y siguieron pidiendo detalles. Fue una extraña lucha de poder, porque era obvio que lo respetaban mucho, pero había algo en mí y en mi historia que no terminaba de encajar. Justo entonces salieron de la habitación y yo me volví hacia Alessandro, desconcertada.
—¿Ya está? ¿Podemos irnos?
—¿De verdad crees que te van a dejar marchar sin que les expliques por qué tu familia está relacionada con uno de los delincuentes más buscados de Italia? —preguntó desalentado.
—¿«Relacionada»? Lo único que he dicho es que Peppo sospechaba que…
—Giulietta… —se me acercó para que nadie nos oyera—, ¿por qué no me habías contado todo eso?
Antes de que pudiera responder, los agentes volvieron con el expediente impreso de Bruno Carrera y le pidieron a Alessandro que me interrogara sobre una parte concreta.
—Parece que tienes razón —dijo repasando el texto—, Bruno solía hacer trabajitos esporádicos para Luciano Salimbeni. Lo arrestaron una vez y les contó una historia de una estatua de ojos dorados… —Me miró, tratando de evaluar mi honradez—. ¿Sabes algo sobre eso?
Sorprendida de que la policía supiera de la estatua dorada —aunque su información fuese escasa—, conseguí negar rotundamente con la cabeza.
—Ni idea.
Nos miramos en silencio unos segundos pero no flaqueé. Al final volvió al expediente.
—Parece que Luciano podría haberse visto implicado en la muerte de tus padres, justo antes de desaparecer.
—¿Desaparecer? Pensaba que había muerto…
Alessandro ni siquiera me miró.
—Cuidado. No voy a preguntarte quién te ha dicho eso. ¿Acierto al suponer que no tienes intención de contarles nada más a estos agentes? —Me miró un segundo para confirmarlo, luego siguió—: En ese caso, te sugiero que te finjas traumatizada para que podamos salir de aquí. Ya te han pedido dos veces el número de la seguridad social.
—Si no me equivoco —le susurré—, ¡has sido tú el que me ha traído aquí!
—Y ahora te voy a sacar. —Me pasó el brazo por el hombro y me acarició el pelo como si necesitara consuelo—. No te preocupes por Peppo, se pondrá bien.
Siguiéndole el juego, me recosté en su hombro y proferí un suspiro hondo y lloroso que casi pareció auténtico. Al verme tan compungida, los agentes se retiraron y nos dejaron solos; cinco minutos después salíamos juntos de la comisaría.
—Buen trabajo —me dijo Alessandro en cuanto nos hubimos alejado un poco.
—Lo mismo digo. Aunque… no he tenido un buen día, y no estoy para fiestas.
Se detuvo y me miró, algo ceñudo.
—Al menos ahora ya sabes quién te ha estado siguiendo. ¿No era eso lo que querías cuando has venido a verme esta tarde?
Había anochecido mientras estábamos en la comisaría, pero el aire aún era cálido y las farolas lo iluminaban todo con una luz tenue y amarillenta. De no ser por las vespas que pasaban disparadas en todas las direcciones, la piazza habría parecido el decorado de una ópera.
—¿Qué significa ragazza? —pregunté—. ¿Es alguna grosería?
Alessandro se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar.
—He supuesto que si les decía que eras mi novia dejarían de pedirte el número de la seguridad social ¡Y el teléfono!
Reí.
—¿Y no les ha extrañado que Julieta salga con un Salimbeni?
Alessandro sonrió, pero noté que la pregunta le había molestado.
—Me temo que en las comisarías italianas no se enseña a Shakespeare.
Caminamos en silencio un rato, sin rumbo. Lo lógico habría sido que nos despidiéramos, pero no me apetecía retirarme aún, no sólo porque Bruno Carrera bien podría estar esperándome en la habitación del hotel a mi regreso, sino porque estaba a gusto con Alessandro.
—¿Sería éste un buen momento para darte las gracias? —le pregunté.
—¿Ahora? —Se miró el reloj—. Assolutamente si. Sería el momento perfecto.
—¿Te apetece ir a cenar? Te invito.
Mi propuesta le hizo gracia.
—Claro. Salvo que prefieras esperar a Romeo en tu balcón.
—Por mi balcón se ha colado alguien, ¿recuerdas?
—Ya —frunció ligeramente los ojos—. Quieres que te proteja.
Estuve a punto de soltarle una grosería, pero me di cuenta de que no me apetecía hacerlo. Lo cierto era que, con todo lo que había pasado y lo que podía pasar aún, nada me habría gustado más que tener a Alessandro a mi lado —armado— durante el resto de mi estancia en Siena.
—Bueno…, digamos que no me molestaría que lo hicieras —dije tragándome el orgullo.