Siena, 1340
Para el maestro Ambrogio, la víspera de la Asunción de la Virgen María era tan sagrada como la Nochebuena. En el transcurso de la vigilia, la catedral de Siena, por lo general oscura, se llenaba de cientos de colosales cirios votivos —algunos de más de veinte kilos—, al tiempo que una larga procesión de representantes de todas las contradas recorría la nave central en dirección al altar dorado para honrar a la protectora de Siena, la Virgen María, celebrando su asunción a los cielos.
Al día siguiente, el de la fiesta propiamente dicha, cuando los fieles de las poblaciones vecinas fueran a rendirle tributo, un bosque de llamas titilantes iluminaría la majestuosa catedral. Todos los años para esa fecha, el 15 de agosto, se les exigía por ley la donación de una cantidad escrupulosamente calculada de cirios a la dama celestial de Siena, y se apostaba en el interior de la catedral a una serie de estrictos funcionarios locales responsables de garantizar que todas y cada una de las poblaciones dependientes de Siena pagaba su tributo. El hecho de que una gran cantidad de cirios santos iluminara ya la catedral venía a confirmar únicamente lo que todos los forasteros sabían bien: que Siena era un lugar glorioso, bendecido por una virgen todopoderosa, y que merecía la pena depender de ella.
Ambrogio prefería la vigilia nocturna a la procesión diurna. Cuando aquellas personas llevaban luz a la oscuridad, algo mágico les sucedía: la luz impregnaba sus almas y, si se miraba bien, podía verse el milagro en sus ojos.
No obstante, esa noche no podía participar en la procesión como acostumbraba hacer. Desde que había iniciado los frescos del Palazzo Pubblico, los magistrados de Siena lo trataban como a uno de ellos —sin duda por asegurarse de que los pintaba favorecidos—, y allí estaba, sentado en una tribuna con los Nueve, los magistrados de la Biccherna, el capitán de la guerra y el capitán del pueblo. Su único consuelo era que aquella tribuna le ofrecía una vista privilegiada de todo el espectáculo nocturno: los músicos de uniforme púrpura, los tamborileros y portaestandartes con su insignia, los curas con sus hábitos sueltos y la procesión iluminada por los cirios, que proseguiría hasta que todas las contradas hubieran rendido su tributo a la dama divina que los arropaba con su manto protector.
Imposible pasar por alto a los Tolomei, que encabezaban la procesión desde la contrada de San Cristóbal. Vestidos del rojo y oro de su escudo de armas, el señor Tolomei y su esposa avanzaban por la nave central hacia el altar principal con el porte de la realeza rumbo a su trono. Inmediatamente después llegaba un grupo de miembros de la familia Tolomei, y al maestro Ambrogio no le costó localizar a Giulietta entre ellos. Aunque llevaba el cabello cubierto de seda azul —el azul de la inocencia y la grandeza de la Virgen María—, y a pesar de que sólo iluminaba su rostro la velita que llevaba entre las manos devotamente cruzadas, su belleza eclipsaba fácilmente todo cuanto la rodeaba, hasta los hermosos rasgos de sus primas.
Sin embargo, Giulietta no reparó en los ojos que la seguían con admiración hasta el altar. Obviamente, sus pensamientos eran sólo para la Virgen María y, mientras los demás avanzaban hacia el altar con el orgullo del ofrendante, la joven mantuvo la vista fija en el suelo hasta que pudo arrodillarse junto a sus primas y entregarles la vela a los sacerdotes.
Luego se levantó y, con una doble reverencia, se volvió hacia el mundo. Sólo entonces pareció percatarse del esplendor que la rodeaba y se bamboleó levemente bajo la inmensidad de la cúpula, admirando todo lo humano con huidiza curiosidad. Al maestro nada le habría gustado más que correr a su lado a ofrecerle su modesta ayuda, pero el decoro lo obligaba a permanecer donde estaba, por lo que se limitó a apreciar su belleza desde lejos.
No fue el único que reparó en ella. Los magistrados, ocupados haciendo tratos y estrechando manos, enmudecieron al ver el rostro radiante de Giulietta. Además, bajo la tribuna, lo bastante cerca como para dar a entender que formaba parte de ella, hasta el gran Salimbeni se volvió para ver qué los había acallado de ese modo. Al divisar a la joven, un gesto de agradable sorpresa inundó su rostro, y ese gesto le recordó al maestro un fresco que había visto una vez en una casa de mala nota, cuando era joven e ingenuo. La escena representaba al anciano dios Dioniso descendiendo sobre la isla de Naxos en busca de la princesa Ariadna, abandonada por su pérfido amante Teseo. El mito no dejaba muy claro el resultado del encuentro entre ambos; algunos querían pensar que huían juntos en amorosa armonía, otros sabían que los encuentros entre humanos y dioses afectuosos nunca terminaban bien.
Comparar a Salimbeni con una divinidad podría considerarse un exceso de indulgencia, dada su reputación. Claro que los dioses paganos de la Antigüedad no eran precisamente clementes y distantes; aunque Dioniso era el dios del vino y de la celebración, estaba más que dispuesto a transformarse en el del desenfreno, una terrible fuerza de la naturaleza capaz de seducir a una mujer y convencerla de que corriera alocadamente por el bosque o descuartizara algún animal con sus propias manos.
A ojos de los neófitos, Salimbeni, que miraba a Giulietta desde el otro lado de la catedral, parecía todo benevolencia y prodigalidad, pero el maestro sabía que, bajo el lujoso brocado de aquel hombre, la transformación ya estaba teniendo lugar.
—Tolomei es una caja de sorpresas —murmuró uno de los Nueve lo bastante alto para que Ambrogio lo oyera—. ¿Dónde la ha tenido encerrada todo este tiempo?
—No bromeéis —repuso el mayor de los magistrados, Niccolino Patrizi—. He oído decir que una de las bandas de Salimbeni la ha dejado huérfana. Asaltaron su casa mientras se confesaba. Recuerdo bien a su padre. Un hombre excepcional, muy íntegro, e incorruptible.
—¿Seguro que ella estaba allí? —bufó otro—. Me cuesta creer que Salimbeni dejase escapar una joya así.
—Al parecer, la salvó un clérigo. Tolomei los ha acogido a los dos. —Patrizi suspiró y tomó un sorbo de vino de su copa de plata—. Sólo espero que todo esto no reavive la enemistad entre ambas familias, ahora que por fin la tenemos bajo control.
El señor Tolomei llevaba semanas temiendo ese momento. Sabía que en la vigilia de la Asunción se encontraría frente a frente con su enemigo, el más odioso de los hombres, Salimbeni, y que su dignidad le exigía venganza por la muerte de la familia de Giulietta. De modo que, después de inclinarse ante el altar, se dirigió a la tribuna y buscó a Salimbeni entre los nobles reunidos debajo.
—¡Buenas noches, mi querido amigo! —Salimbeni abrió los brazos en un gesto de afecto al ver acercarse a su enemigo—. Vuestra familia disfruta de buena salud, espero.
—Más o menos —replicó Tolomei apretando la mandíbula—. Algunos han sido víctimas de muertes violentas recientemente, como de seguro ya sabréis.
—He oído rumores, pero no me fío de ellos —dijo Salimbeni, cambiando la cordialidad por el desdén.
—Entonces yo soy más afortunado —replicó Tolomei, elevándose por encima del otro tanto en estatura como en modales pero incapaz de dominarlo—, porque tengo testigos oculares dispuestos a jurar sobre la Biblia.
—¿En serio? —Salimbeni apartó la mirada, como si lo aburriera el tema—. ¿Qué tribunal sería tan estúpido de escucharlos?
Un silencio significativo siguió a la pregunta. Tolomei y todos cuanto lo rodeaban sabían que estaba desafiando a alguien tan poderoso que podía aplastarlo y arruinárselo todo —vida, libertad y propiedades— en cuestión de horas. Y los magistrados no harían nada por protegerlo. Había demasiado oro de Salimbeni en sus arcas privadas —y más que habría— para que ninguno de ellos deseara la caída del tirano.
—Mi querido amigo —prosiguió Salimbeni, de nuevo benevolente—, espero que no dejéis que esos sucesos lejanos os arruinen la velada. Deberíais alegraros de que nuestras viejas disputas hayan terminado y podamos disfrutar de paz y entendimiento en el futuro.
—¿Llamáis a esto paz y entendimiento?
—Quizá podríamos… —Salimbeni miró al otro lado del templo y todos menos Tolomei supieron lo que miraba— sellar nuestra paz con un matrimonio.
—¡Ciertamente! —Tolomei le había propuesto esa misma medida en varias ocasiones, pero Salimbeni siempre la había rechazado. Suponía que, si los Salimbeni mezclaban su sangre con la de los Tolomei, seguramente serían menos dados a derramarla.
Deseando aprovechar la oportunidad, llamó nervioso a su esposa desde el lado opuesto de la estancia. Tras verlo hacerle señas varias veces, la señora Antonia se atrevió a interpretar que requerían su presencia, de modo que se dirigió a ellos con inusual humildad, acercándose inquieta a Salimbeni como una esclava se presentaría ante su amo impredecible.
—Mi querido amigo Salimbeni me ha propuesto un matrimonio entre nuestras familias —le explicó Tolomei—. ¿Qué dices, querida? ¿No te parece algo maravilloso?
La señora Antonia se estrujó las manos emocionada a la vez que halagada.
—Ciertamente, sí. Sería algo maravilloso. —Casi le hizo una reverencia a Salimbeni—. Ya que tenéis la amabilidad de proponerlo, señor, tengo una hija que acaba de cumplir trece años y no sería del todo inapropiada para vuestro apuesto hijo Niño. La muchacha es muy callada, pero está sana. Se encuentra allí… —señaló al fondo de la sala—, al lado de mi primogénito, Tebaldo, que participará en el Palio mañana, como quizá sabréis. Si no os complace, también está su hermana menor, que tiene ahora once años.
—Os agradezco la generosa oferta, querida señora —dijo Salimbeni con una reverencia de perfecta cortesía—, pero no pensaba en mi hijo, sino en mí mismo.
Tolomei y la señora Antonia quedaron mudos de asombro. A su alrededor se produjo un estallido espontáneo de incredulidad, que pronto generó un murmullo nervioso, y hasta desde la tribuna siguieron lo que acontecía abajo con intensa desazón.
—¿Quién es ésa? —prosiguió Salimbeni señalando a Giulietta, ajeno a la conmoción—. ¿Ha estado casada antes?
La voz de Tolomei recobró parte de la furia inicial cuando dijo:
—Ésa es mi sobrina. Sólo ella sobrevivió a los trágicos sucesos que acabo de mencionar. Creo que vive únicamente para vengarse de los responsables de la matanza de su familia.
—Entiendo —Salimbeni no se mostró en absoluto descorazonado; más bien parecía saborear el desafío—. Una mujer animosa, ¿no es cierto?
La señora Antonia no pudo guardar silencio por más tiempo y dio un paso hacia él.
—Mucho, señor. Una joven de todo punto desagradable. Sería preferible que os llevarais a una de mis hijas. Ellas no se opondrán.
Salimbeni sonrió para sí.
—Lo cierto es que me agrada encontrar algo de oposición.
Incluso a distancia, Giulietta notaba que todos los ojos la miraban, y no sabía adonde ir para evitar el escrutinio. Sus tíos habían abandonado a la familia para socializar con otros nobles, y los veía hablar con un hombre que rezumaba el confort y la magnanimidad de un emperador pero tenía los ojos de un animal escuálido y hambriento. Lo inquietante era que aquellos ojos estaban —con breves interrupciones— fijos en ella.
Buscando refugio tras una columna, respiró profundamente un par de veces y se dijo que todo iría bien. Esa mañana, fray Lorenzo le había llevado una carta de Romeo en la que le comunicaba que su padre, el comandante Marescotti, abordaría cuanto antes a su tío Tolomei con una proposición. Desde entonces no había hecho otra cosa más que rezar para que la proposición fuese aceptada y pronto su dependencia de su familia fuese cosa del pasado.
Giulietta asomó por detrás de la columna y divisó al guapo Romeo entre todos los nobles —o mucho se equivocaba o también él la buscaba, y parecía cada vez más frustrado de no verla—, junto a un hombre que no podía ser sino su padre. Sintió una punzada de gozo al verlos, sabiéndolos decididos a integrarla en su familia y, al comprobar que se acercaban a su tío Tolomei, no pudo resistirse. Fue avanzando de columna en columna hasta apostarse a una distancia desde la que pudiera oír sin que los hombres detectaran su presencia. Por suerte para ella, estaban todos demasiado absortos en su conversación para prestarle atención a nada más.
—¡Comandante! —exclamó tío Tolomei al ver aproximarse a los Marescotti—. Decidnos, ¿está el enemigo a las puertas?
—El enemigo —replicó el comandante, señalando al hombre de mirada animal situado junto a su tío— ya está aquí. Se llama corrupción y no se detiene a las puertas. —Hizo una breve pausa para que pudieran reírle la gracia—. Señor Tolomei, hay un asunto delicado del que quisiera hablaros. En privado. ¿Cuándo puedo haceros una visita?
Tolomei miró a Marescotti, visiblemente desconcertado. Aunque los Marescotti no poseyeran las riquezas de los Tolomei, la antorcha de la historia iluminaba su nombre, y el árbol genealógico de aquella familia había brotado sin duda en el campamento de Carlomagno, hacía cinco siglos, si no en el mismo Edén. Nada, sospechaba Giulietta, satisfaría más a su tío que asociarse a alguien de tanto renombre. De modo que, dándole la espalda al tipo de la mirada voraz, lo recibió con los brazos abiertos.
—Decidme, ¿qué tenéis en mente?
El comandante Marescotti titubeó, incomodado por el entorno público y los oídos que los rodeaban por todas partes.
—No creo que al señor Salimbeni le interesen nuestros asuntos —repuso con diplomacia.
Al oír el nombre de Salimbeni, Giulietta notó que todo su cuerpo se agarrotaba a causa del miedo. Sólo entonces cayó en la cuenta de que el hombre de la mirada voraz —el que había provocado tanta humildad en la señora Antonia hacía un momento— era el garante de la muerte de su familia. Había pasado muchas horas imaginando el aspecto de aquel monstruo y, ahora que lo tenía delante, le sorprendió comprobar que, salvo por los ojos, no parecía tal.
Esperaba a un hombre terrible, con un cuerpo creado tan sólo para la guerra y los abusos; en cambio, vio a uno que posiblemente nunca había empuñado una arma y parecía más experto en retórica y vida social. No podía haber mayor contraste entre dos hombres que el que había entre el comandante Marescotti y el señor Salimbeni: uno era experto en guerras pero no deseaba más que la paz; el otro vestía una túnica de civismo pero, bajo sus finas ropas, ansiaba el conflicto.
—Os equivocáis, comandante —dijo Salimbeni—. Me fascina cualquier asunto que no pueda esperar hasta mañana. Además, como sabéis, el señor Tolomei y yo somos buenos amigos; seguramente no despreciará mi… —Salimbeni tuvo la honradez de mofarse de sus propias palabras—, humilde consejo sobre esos asuntos de tanta importancia.
—Os ruego que me disculpéis —señaló el comandante retirándose prudentemente—, pero tenéis razón. Esto puede esperar hasta mañana.
—¡No! —Romeo era incapaz de retirarse sin exponer el motivo de su acercamiento, así que se adelantó bruscamente antes de que su padre pudiera impedírselo—. ¡No puede esperar! Señor Tolomei, deseo casarme con vuestra sobrina, Giulietta.
A Tolomei lo sorprendió tanto aquella proposición tan directa que enmudeció de pronto. No fue el único asombrado de la impulsiva intromisión de Romeo en su conversación; a su alrededor, todos se estiraron para ver quién tenía el valor de replicar. Tras la columna, Giulietta se llevó una mano a la boca; la conmovía tremendamente la determinación de Romeo, pero la horrorizaba pensar que se hubiera precipitado, hablando en contra del deseo de su padre.
—Como habéis oído —le dijo el comandante con notable calma al perplejo Tolomei—, querría proponeros un matrimonio entre mi hijo mayor, Romeo, y vuestra sobrina Giulietta. Sabéis que somos una familia de posibles, además de gozar de una buena reputación, y, con el debido respeto, creo que vuestra sobrina no sufriría menoscabo alguno de confort o estatus. A mi muerte, cuando mi hijo Romeo me suceda como cabeza de familia, ella será señora de un gran consorcio formado por numerosas fincas y extensos territorios, cuyos detalles he recogido en un documento. ¿Cuándo sería un buen momento para visitaros y entregaros el documento en persona?
Tolomei no respondió. Una extraña sombra le recorrió el semblante, como los tiburones rodean a sus víctimas bajo el agua, y resultó obvio que buscaba angustiado una salida.
—Si os preocupa su felicidad —prosiguió el comandante Marescotti, no del todo complacido con el titubeo del otro—, puedo aseguraros que mi hijo no se opone al matrimonio.
Cuando Tolomei habló por fin, su voz apenas albergaba valor.
—Mi generoso comandante —dijo con tristeza—, me honráis con vuestra proposición. Examinaré vuestro documento y consideraré vuestra oferta…
—¡No haréis tal cosa! —lo interrumpió Salimbeni, interponiéndose entre ambos, enfurecido al verse ignorado—. Este asunto está, zanjado.
El comandante retrocedió un paso. Aunque fuera un alto mando militar, siempre preparado para cualquier ataque por sorpresa, Salimbeni era más peligroso que cualquier enemigo extranjero.
—¡Disculpadnos! —dijo—. Maese Tolomei y yo manteníamos una conversación.
—Mantened cuantas conversaciones queráis —espetó Salimbeni—, pero la joven es mía. Es mi única condición para hacer que perdure esta tregua absurda.
Debido al murmullo general que desató la monstruosa exigencia de Salimbeni, nadie oyó los gritos de horror de Giulietta. Agazapada tras la columna, se cubrió la boca con ambas manos y rezó para que aquello fuese un malentendido y que la joven en cuestión no fuera ella sino otra.
Cuando al fin se atrevió a mirar de nuevo, vio que su tío Tolomei rodeaba a Salimbeni para dirigirse al comandante Marescotti, con el rostro desencajado de vergüenza.
—Mi querido comandante —dijo con voz trémula—, éste es, como bien decís, un asunto delicado. Pero a buen seguro podremos llegar a un acuerdo…
—¡Ciertamente! —Su esposa, la señora Antonia, se atrevió a intervenir de nuevo, esta vez para ofrecerse obsequiosa al ceñudo comandante—. Tengo una hija, con trece años ya cumplidos, que sería una excelente esposa para vuestro hijo. Está allí… ¿la veis?
El comandante ni siquiera se volvió a mirar.
—Señor Tolomei —dijo con toda la paciencia de que fue capaz—, nuestra proposición se aplica únicamente a vuestra sobrina Giulietta, y haríais bien en consultarle el asunto. Ya no corren los tiempos bárbaros en que se ignoraban los deseos de una mujer…
—¡La joven me pertenece y puedo hacer con ella lo que me plazca! —espetó Tolomei, furioso por la intromisión de su esposa y molesto por el sermón—. Agradezco vuestro interés, comandante, pero tengo otros planes para ella.
—Os aconsejo que lo meditéis —lo amenazó Marescotti, acercándose a él—. La joven siente mucho apego por mi hijo, al que considera su salvador, y os dará problemas si la obligáis a casarse con otro. Sobre todo con alguien… —lanzó una mirada despectiva a Salimbeni— a quien no parece importarle la tragedia que ha sufrido su familia.
Ante un argumento tan contundente, a Tolomei no se le ocurrió qué objetar. Giulietta incluso sintió una punzada de compasión por él; de pie entre aquellos dos hombres, su tío parecía un náufrago en busca de algún tablón al que agarrarse, y el resultado no era en absoluto elegante.
—¿Debo entender que os oponéis a mi demanda, comandante? —inquirió Salimbeni, interponiéndose de nuevo entre los dos—. No querréis cuestionar los derechos del señor Tolomei como cabeza de su familia. Tampoco querrá la casa de Marescotti enemistarse con Tolomei y Salimbeni —añadió con una mirada indudablemente amenazadora.
Giulietta, aún oculta tras la columna, no pudo contener las lágrimas por más tiempo. Quería correr hacia los hombres y detenerlos, pero sabía que su presencia no haría sino empeorar las cosas. Cuando Romeo le había comunicado su intención de casarse con ella, en el confesonario, le había dicho que entre sus familias siempre había habido paz. Al parecer, por su culpa, a partir de entonces esas palabras ya no serían ciertas.
Niccolino Patrizi, uno de los nueve administradores de Siena, había escuchado con creciente aprensión la acalorada disputa que tenía lugar bajo la tribuna. No era el único.
—Cuando eran enemigos mortales, los temía muchísimo —masculló su vecino, mirando a Tolomei y a Salimbeni—. Ahora que son amigos, los temo aún más.
—¡Somos el gobierno! ¡Debemos estar por encima de las emociones humanas! —exclamó Niccolino Patrizi, levantándose—. ¡Señor Tolomei! ¡Señor Salimbeni! ¿A qué vienen esos aires clandestinos en la vigilia de la Asunción? ¿No estaréis haciendo negocios en la casa de Dios?
Un silencio elocuente se apoderó de la noble asamblea al oír las palabras pronunciadas desde la tribuna y, bajo el altar mayor, el obispo se olvidó de bendecir por un momento.
—Honorable señor Patrizi —replicó Salimbeni con sardónica cortesía—, vuestras palabras no dicen mucho de nosotros, ni de vos. Deberíais felicitarnos, porque mi buen amigo Tolomei y yo hemos decidido celebrar nuestra duradera tregua con un matrimonio.
—¡Mis condolencias por la muerte de vuestra esposa! —espetó Patrizi—. ¡No estaba al corriente de su fallecimiento!
—Mi señora Agnese —dijo Salimbeni, imperturbable— no pasará de este mes. Yace en cama en Rocca di Tentennano y no ingiere alimento alguno.
—Es difícil comer cuando no te alimentan —masculló uno de los magistrados de la Biccherna.
—Necesitaréis la autorización del papa para celebrar una boda entre antiguos enemigos —insistió Niccolino Patrizi— y dudo que os la conceda. El camino entre vuestras casas lo ha regado tal torrente de sangre que ningún hombre decente enviaría a su hija por él. Un espíritu maléfico…
—¡Sólo el matrimonio puede ahuyentar a los espíritus maléficos!
—¡El papa no piensa del mismo modo!
—Posiblemente —replicó Salimbeni, permitiendo que una sonrisa del todo impropia asomara a sus labios—, pero el papa me debe dinero. Y vos. Todos vosotros.
La grotesca afirmación tuvo el efecto deseado: Patrizi se sentó, encendido y furioso, y Salimbeni miró con descaro al resto del gobierno como esperando que alguien más osara oponerse a su empeño. Pero la tribuna guardó silencio.
—¡Señor Salimbeni! —Una voz interrumpió el murmullo de domeñada indignación y todos se estiraron para ver al atrevido.
—¿Quién habla? —A Salimbeni siempre le satisfacía la oportunidad de poner en su sitio a hombres inferiores—. ¡No seáis tímido!
—La timidez es para mí lo que para vos la virtud, señor Salimbeni —respondió Romeo.
—¿Y qué podríais tener que decirme vos a mí? —inquirió Salimbeni con la cabeza bien alta para mirar con aire de superioridad a su contendiente.
—Sólo esto —replicó Romeo—: Que la dama que codiciáis ya pertenece a otro hombre.
—¿En serio? —Salimbeni lanzó una mirada a Tolomei—. ¿Cómo es eso?
Romeo se irguió.
—El cielo la puso en mis manos para que la guarde siempre. ¡Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre!
Salimbeni se mostró incrédulo al principio, luego se echó a reír.
—Bien dicho, muchacho, ya te reconozco. Tu daga mató a un buen amigo mío hace poco pero no te guardo rencor, viendo que has cuidado tan bien de mi futura esposa.
Salimbeni dio media vuelta, dando a entender que daba por terminada la conversación. Todas las miradas se centraron en Romeo, encendido de repulsión, y más de uno sintió lástima por el pobre muchacho, que obviamente era víctima del perverso Cupido.
—Vamos, hijo mío —dijo el comandante Marescotti, retirándose—. De nada sirve seguir cuando el juego está perdido.
—¿Perdido? —gritó Romeo—. ¡Nunca ha habido juego alguno!
—Sea cual sea el trato al que han llegado esos dos hombres —lo tranquilizó su padre—, se han estrechado la mano bajo el altar de la Virgen. Si discutes con ellos, lo harás también con Dios.
—¡Pues lo haré —exclamó Romeo—, porque el cielo se ha vuelto contra sí mismo permitiendo que esto suceda!
Cuando el joven volvió a adelantarse, no fue necesario gesto alguno para que hubiera silencio; todos los ojos se clavaron en sus labios, presos de una inquieta expectación.
—¡Santa Madre de Dios! —gritó Romeo, sorprendiendo a la concurrencia al alzar su voz a la cúpula en lugar de dirigirse a Salimbeni—. ¡Se ha cometido un grave delito en este templo, bajo vuestro manto, esta noche! ¡Os ruego que enderecéis a los canallas y os mostréis ante ellos para que nadie dude de vuestra divina voluntad! ¡Qué quien gane el Palio sea vuestro elegido! ¡Concededme vuestra bandera sagrada para que pueda cubrir con ella mi lecho nupcial y descansar sobre ella con mi legítima esposa! ¡Después os la devolveré, oh, Madre misericordiosa, porque habrá sido ganada conforme a vuestra voluntad y otorgada a mí por vuestra propia mano para demostrar a toda la humanidad vuestras simpatías en este asunto!
Cuando Romeo calló al fin, ningún hombre lo miraba. Algunos se mostraron estupefactos por la blasfemia, otros avergonzados de ver a Marescotti forjar un trato tan egoísta y tan singular con la Virgen María, pero la mayor parte simplemente sintieron lástima de su padre, el comandante Marescotti, un hombre admirado en todas partes. A ojos de la mayoría, ya fuera por intervención divina tras semejante profanación o por necesidades de la política humana, el joven Marescotti no sobreviviría al Palio.