Me hallaba de nuevo en mi castillo de fantasmas susurrantes. En el sueño, como siempre, cruzaba una habitación tras otra, buscando por todas partes a los que sabía que estaban allí, atrapados igual que yo. Esta vez, en cambio, las puertas doradas se abrían ante mí antes incluso de que las tocara, como si el aire estuviera lleno de manos invisibles que me indicaban el camino y me incitaban a seguir. Así que continué avanzando, por inmensas galerías y salones desiertos, explorando resuelta partes del castillo aún por descubrir, hasta que llegué a un enorme portón. ¿Sería ésa la salida?
Miré el pesado armazón de hierro y alargué la mano para probar el pomo, pero, antes de que llegara a tocarlo, la puerta se abrió sola de par en par, revelando un enorme vacío negro.
Me detuve en el umbral y, forzando la vista, intenté ver algo —cualquier cosa— que me indicara si había salido al mundo exterior o tan sólo había pasado a otra sala.
Mientras estaba allí de pie, ciega y pestañeando, me envolvió un viento gélido procedente de aquella oscuridad que, tirándome de los brazos y de las piernas, me hizo perder el equilibrio. Cuando me agarré al marco de la puerta en busca de asidero, el viento cobró mayor fuerza y empezó a tirarme del pelo y de la ropa, aullando furioso en su empeño por arrastrarme consigo. Su potencia era tal que el marco de la puerta empezó a ceder y el suelo crujió bajo mis pies. Decidida a mantener mi integridad física, solté el marco de la puerta e intenté volver corriendo por donde había venido al interior del castillo, pero me envolvió un interminable torrente de demonios invisibles —susurrando burlones citas de Shakespeare que yo conocía bien—, ansiosos por escapar al fin del castillo y llevarme consigo.
Caí al suelo y empecé a resbalar hacia atrás, clavando las uñas desesperada en busca de algo sólido a lo que agarrarme. Cuando estaba a punto de precipitarme, un individuo enfundado en un traje negro de motorista vino corriendo hacia mí para cogerme por los brazos y levantarme.
—¡Romeo! —grité, tendiéndole las manos, pero, al mirarlo, descubrí que no había rostro tras la visera del casco, sólo la nada.
Después caí, caí, caí… al agua. Y de pronto estaba otra vez en el puerto de Alexandria, en Virginia, con diez años, ahogándome en una sopa de algas e inmundicia mientras, en el muelle, Janice y sus amigos se comían un helado muertos de risa.
Justo cuando emergía para coger aire e intentaba frenética alcanzar alguna amarra, desperté espantada y me descubrí en el sofá del maestro Lippi, con una áspera manta enroscada en las piernas y Dante lamiéndome la mano.
—Buenos días —dijo el maestro, ofreciéndome una taza de café—. A Dante no le gusta Shakespeare. Es un perro muy listo.
Al volver al hotel esa mañana, guiada por un sol intenso, lo sucedido la noche anterior parecía de lo más irreal, como si todo hubiera sido un gigantesco teatro representado para placer de otro. La cena con los Salimbeni, mi agitado periplo por las calles oscuras y mi extraño refugio en el taller del maestro Lippi…, de auténtica pesadilla. La única prueba de que había sucedido en realidad eran las plantas de mis pies, sucias y llenas de rasguños.
El caso es que había sucedido y, cuanto antes dejara de ampararme en esa falsa sensación de seguridad, mejor. Era la segunda vez que me seguían, y esta vez no había sido sólo un desconocido en chándal, sino también un hombre en moto, sabe Dios por qué. Para colmo, estaba el acuciante problema de Alessandro, que obviamente conocía mis antecedentes penales y no dudaría en usarlos en mi contra si volvía a acercarme a su queridísima madrina.
Ésas eran razones más que suficientes para salir por patas, pero Juliet Jacobs no era de las que se rajan, y tampoco —lo presentía— Giulietta Tolomei. A fin de cuentas, había en juego un tesoro sustancioso, siempre que las historias de Lippi fueran ciertas y yo fuera capaz de encontrar la tumba de Julieta y echarle el guante a la legendaria estatua de los ojos de zafiro.
O tal vez lo de la estatua no fuera más que una leyenda. Quizá la gran recompensa por mis apuros fuera descubrir que un puñado de chiflados me creía emparentada con una heroína shakespeariana. Tía Rose siempre se había quejado de que, aun siendo capaz de memorizar una obra del derecho y del revés, no me importaba realmente la literatura, ni el amor, y sostenía que algún día el potente foco de la verdad terminaría arrojando luz sobre mi errónea conducta.
Uno de mis primeros recuerdos de tía Rose era el de ella sentada ante el enorme escritorio de caoba, de madrugada, a la luz de una lamparita, examinando algo con una lupa. Aún recuerdo el tacto de la pata de mi oso de peluche y el temor a que me mandaran a la cama. Al principio, no me vio, pero, cuando lo hizo, se sobresaltó, como si fuera un pequeño fantasma que hubiera ido a rondarla. Lo siguiente que recuerdo es estar sentada en su regazo, con un vasto océano de papel delante.
—Mira esto —me había dicho, sosteniéndome la lupa—: Éste es tu árbol genealógico, y aquí está tu madre.
Recuerdo una intensa emoción seguida de una amarga decepción. No era una foto de ella, sino una línea de letras que yo aún no había aprendido a leer.
—¿Qué dice? —debí de preguntar, porque recuerdo muy bien la respuesta de tía Rose.
—Dice —contestó con desacostumbrada teatralidad—: «Querida tía Rose, cuida bien de mi pequeña. Es muy especial. La echo mucho de menos». —Entonces descubrí, horrorizada, que estaba llorando. Nunca había visto llorar a un adulto. Ni se me había ocurrido que pudieran hacerlo.
A medida que Janice y yo nos hacíamos mayores, tía Rose nos iba contando cosas sueltas sobre nuestra madre, pero nunca con detalle. Un buen día, después de empezar la universidad, decidimos echarle valor. Hacía un tiempo estupendo, así que la sacamos al jardín, la acomodamos en una silla —con café y magdalenas a mano— y le pedimos que nos lo contara todo. Fue un momento de singular sinergia entre mi hermana y yo. Juntas la acribillamos a preguntas: sabíamos que nuestros padres habían muerto en un accidente, pero ¿cómo eran? ¿Por qué razón no teníamos contacto con nadie de Italia si nuestros pasaportes decían que habíamos nacido allí?
En silencio, tía Rose nos escuchó despotricar sin tocar siquiera las magdalenas y, cuando terminamos, asintió con la cabeza.
—Tenéis derecho a preguntar y, algún día, encontraréis las respuestas. De momento debéis ser pacientes. Os he contado poco de vuestra familia por vuestro propio bien.
Nunca entendí qué había de malo en saberlo todo de la propia familia. O al menos algo. Aun así, por respeto a tía Rose, a quien parecía incomodar el tema, aplacé el inevitable conflicto. Algún día me sentaría a hablar con ella y le exigiría una explicación. Algún día me lo contaría todo. Incluso cuando cumplió los ochenta años, seguí dando por sentado que algún día respondería al fin a todas nuestras preguntas. Ahora, claro está, ya no podía hacerlo.
Cuando entré en el hotel, Rossini hablaba por teléfono en el cuartito trasero y me detuve a esperar a que saliera. De vuelta del taller del maestro Lippi, había ido meditando los comentarios del artista sobre su supuesto visitante nocturno, Romeo, y había llegado a la conclusión de que iba siendo hora de que empezara a investigar a la familia Marescotti y a sus posibles descendientes.
Imaginé que lo más lógico sería pedirle el listín telefónico a Rossini, y me propuse hacerlo de inmediato. Sin embargo, después de esperar al menos diez minutos, me rendí y alargué el brazo para coger la llave de mi habitación del cajetín de la pared, al otro lado del mostrador.
Frustrada por no haber interrogado a Lippi sobre los Marescotti cuando había podido hacerlo, subí despacio la escalera, notando el escozor de los cortes de los pies con cada paso. No ayudaba que no acostumbrara a llevar tacones, sobre todo con la cantidad de kilómetros que había recorrido en los últimos dos días. Sin embargo, al abrir la puerta de mi habitación, olvidé de golpe todos mis pequeños males: la habían puesto patas arriba, del revés incluso.
Un invasor muy resuelto —o un grupo de ellos— había arrancado literalmente las puertas del armario y había sacado el relleno de las almohadas buscando no sé qué; mi ropa, mis cosas, mis artículos de aseo estaban tirados por todas partes, e incluso una de mis braguitas nuevas colgaba de la lámpara de araña.
Nunca había visto estallar una maleta bomba, pero así debía de quedar todo tras la explosión, estaba segura.
—¡Señorita Tolomei! —Rossini me dio alcance al fin, jadeando y sin resuello—. La condesa Salimbeni ha llamado para preguntar si se encontraba mejor…, pero… ¡santa Catalina! —Al ver el destrozo de mi habitación, olvidó lo que había venido a decirme y los dos nos quedamos inmóviles un instante, contemplando horrorizados aquel desbarajuste.
—Bueno —dije, consciente de que tenía público—, ya no tengo que deshacer las maletas.
—¡Esto es terrible! —gritó Rossini, menos dispuesto que yo a ver el lado bueno—. ¡Fíjese! ¡Ahora la gente dirá que el hotel no es seguro! ¡Ay, tenga cuidado, no pise los cristales!
El suelo estaba alfombrado de cristales de la puerta del balcón. Obviamente, el intruso había venido en busca del cofre de mi madre, que, claro, había desaparecido, pero la pregunta era por qué había puesto patas arriba la habitación. ¿Quería alguna otra cosa aparte del cofre?
—Cavólo! —suspiró Rossini—. ¡Ahora habrá que llamar a la policía, vendrán a hacer fotos y la prensa dirá que el hotel Chiusarelli no es seguro!
—¡Espere! —dije—. No llame a la policía, no es necesario. Sabemos a por qué venían. —Me acerqué al escritorio en el que había dejado el cofre—. No volverán. ¡Capullos!
—¡Ah! —Rossini se iluminó de pronto—. ¡Había olvidado decírselo! Anoche, yo mismo le subí las maletas…
—Sí, ya lo veo.
—… y vi que tenía una valiosa antigüedad sobre la mesa, así que me tomé la libertad de sacarla de la habitación y guardarla en la caja fuerte del hotel. Espero que no le importe. Normalmente no me entrometo en…
Me sentí tan aliviada que no se me ocurrió protestar por su intromisión, ni tampoco maravillarme de su previsión. En cambio, lo cogí por los hombros:
—¿El cofre sigue aquí?
En efecto, cuando bajé al despacho de Rossini, encontré el cofre de mi madre muy bien guardado en la caja fuerte del hotel, entre libros de contabilidad y candelabros de plata.
—¡Bendito sea, Rossini! —dije de corazón—. Este cofre es muy especial.
—Lo sé. Mi abuela tenía uno idéntico. Ya no se fabrican. Es una vieja tradición sienesa. Cofre de secretos, se llaman. Se emplean para ocultar cosas a tus padres. O a tus hijos. O a quien sea.
—Insinúa que… ¿tiene algún compartimento secreto?
—¡Sí! —Rossini cogió el cofre y empezó a inspeccionarlo—. Espere, se lo mostraré. Hay que ser sienes para saber encontrarlos; son muy engañosos. Nunca están en el mismo sitio. El de mi abuela estaba en un lateral, aquí…, pero éste es distinto. Tiene truco. A ver…, aquí no…, aquí tampoco… —Inspeccionó el cofre desde todos los ángulos, disfrutando del desafío—. Guardaba sólo un mechón de pelo. Lo encontré un día mientras dormía. No le pregunté…, ¡ajá!
De algún modo, Rossini había logrado localizar y accionar el mecanismo de apertura del compartimento secreto. Sonrió orgulloso al ver que una cuarta del fondo caía a la mesa, seguida de una cartulina rectangular. Volvimos el cofre del revés y examinamos el compartimento secreto, pero no contenía nada aparte de la tarjeta.
—¿Entiende usted esto? —Le mostré las letras y los números mecanografiados en ella con una máquina de escribir antigua—. Parece algún tipo de código.
—Esto —dijo, quitándomela— es una antigua… ¿cómo se dice?…, ficha. Las usábamos antes de tener ordenadores. No es de su época. ¡Ay, cómo ha cambiado el mundo! Recuerdo…
—¿Tiene idea de cuál puede ser su procedencia?
—¿De esto? ¿Una biblioteca, quizá? No sé. No soy experto. Pero… —me miró de reojo para decidir si era digna de semejante confidencia— conozco a alguien que sí lo es.
Me llevó un rato encontrar la diminuta librería de viejo que me había descrito Rossini, y cuando lo hice —claro está— ya había cerrado para el almuerzo. Me asomé al escaparate para ver si había alguien dentro, pero no vi nada más que libros y más libros.
Volví la esquina de la piazza del Duomo y me senté a matar el tiempo en los escalones de entrada a la catedral de Siena. A pesar de la cantidad de turistas que entraban y salían del templo, había algo relajante en aquel lugar, algo sólido y eterno que me producía la sensación de que, de no haber tenido algo importante que hacer, podría haberme quedado allí sentada para siempre, como el propio edificio, a contemplar con una mezcla de nostalgia y compasión el perenne renacer de la humanidad.
Lo más llamativo de la catedral era el campanario. No era tan alto como el de Mangia, el viril lirio de Rossini en pleno Campo, pero su peculiar exterior rayado lo hacía más interesante. Las franjas alternas de piedra blanca y negra lo recorrían hasta la cúspide, como si se tratara de una escalera de galleta que subiera al cielo, y no pude evitar preguntarme qué simbolizaría aquel diseño. Quizá nada. Quizá sólo pretendía llamar la atención. O quizá fuese un reflejo del escudo de Siena, la Balzana —medio blanco, medio negro, como una copa sin pie, llena hasta la mitad del más oscuro de los tintos—, algo que encontraba igualmente desconcertante.
Rossini me había hablado de unos gemelos romanos que habían escapado de su malvado tío en sendos caballos, blanco y negro, pero yo no tenía claro que eso explicara los colores de la Balzana. Debía de ser algo sobre contrastes. Algo sobre el peligroso arte de acercar extremos y forzar entendimientos, o quizá sobre la certeza de que la vida constituye un delicado equilibrio de grandes fuerzas, y de que el bien perdería su fuerza si no quedara mal que combatir en el mundo.
Pero filosofar no se me daba bien, y el sol empezaba a recordarme que a esa hora sólo los perros rabiosos y los ingleses se exponían a sus rayos. Al volver la esquina de nuevo, descubrí que la librería seguía cerrada; suspiré y miré mi reloj, preguntándome dónde podría refugiarme hasta que a la madre del amigo de la infancia de Rossini le apeteciera volver del almuerzo.
En la catedral de Siena el aire estaba repleto de oro y de sombras. A mi alrededor, por todos lados, inmensos pilares blancos y negros sostenían un vasto firmamento salpicado de estrellitas, y el suelo de mosaicos formaba un puzle gigante de símbolos y leyendas que de algún modo conocía —como se conoce el sonido de una lengua extranjera— pero no entendía.
El lugar era tan distinto de los templos modernos de mi niñez como una religión de otra, y aun así noté que mi corazón respondía a él con un reconocimiento místico, como si hubiera estado allí antes, buscando el mismo Dios, hacía muchísimo tiempo. De pronto caí en la cuenta de que, por primera vez, me encontraba en un edificio similar al castillo de fantasmas susurrantes de mis sueños. Tal vez, pensé, contemplando boquiabierta la cúpula estrellada en aquel bosque silencioso de columnas de abedul plateado, alguien me había llevado a esa misma catedral cuando era un bebé, y lo había almacenado en mi memoria sin saber lo que era.
La única vez que había estado en una iglesia de semejantes dimensiones había sido cuando había hecho novillos después de ir al dentista y Umberto me había llevado a la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en Washington. No debía de tener más de seis o siete años, pero recordaba vivamente que Umberto se había arrodillado junto a mí en medio de aquel inmenso lugar y me había preguntado:
—¿Lo oyes?
—¿El qué? —le había preguntado yo, sujetando con fuerza la pequeña bolsa de plástico que contenía mi nuevo cepillo de dientes rosa.
Él había ladeado la cabeza risueño.
—A los ángeles. Si estás muy callada, los oirás reírse.
—¿Y de qué se ríen? —había querido saber yo—. ¿De nosotros?
—Aprenden a volar. No hay viento, sólo el aliento de Dios.
—¿Es eso lo que los hace volar? ¿El aliento de Dios?
—Volar tiene truco. Me lo han dicho los ángeles. —Sonrió al verme abrir mucho los ojos, admirada—. Debes olvidar todo lo que sabes como ser humano. Cuando eres humano, descubres que odiar la tierra te da un gran poder. Casi puede hacerte volar. Pero nunca lo hará.
Yo había fruncido el ceño, sin entenderlo muy bien.
—Entonces, ¿cuál es el truco?
—Amar el cielo.
Mientras estaba allí de pie, absorta en el recuerdo del desacostumbrado derroche de sentimentalismo de Umberto, un grupo de turistas británicos se me acercaron por la espalda y oí cómo su guía les hablaba animadamente de los múltiples intentos fallidos de localizar y excavar la antigua cripta de la catedral, que supuestamente existía en la Edad Media pero, al parecer, se había perdido ya para siempre.
Escuché un rato, divertida por el tinte sensacionalista de la explicación, luego dejé la catedral a los turistas, bajé paseando por la via del Capitano y terminé —para mi sorpresa— en la piazza Postierla, justo enfrente del café de Malena.
A diferencia de las otras veces que había estado allí, no encontré la pequeña plaza concurrida, sino agradablemente tranquila, quizá porque era la hora de la siesta y hacía un calor sofocante. Una columna coronada por la figura de una loba amamantando a su dos cachorros se alzaba frente a una pequeña fuente rematada por un pájaro metálico de aspecto fiero. Un niño y una niña correteaban alrededor, salpicándose y riendo histéricos; no muy lejos había un grupo de ancianos sentados a la sombra, con la gorra puesta y la chaqueta quitada, contemplando con ligereza su propia inmortalidad.
—¡Hola! —dijo Malena al verme entrar en el bar—. Luigi hizo un buen trabajo, ¿eh?
—Es un genio. —Extrañamente a gusto, me acerqué a ella y me apoyé en la fría barra—. No pienso marcharme de Siena mientras él siga aquí.
Soltó un carcajada, cálida y cómplice, que me hizo preguntarme una vez más por el ingrediente secreto de la vida de aquellas mujeres. Fuera lo que fuese, escapaba a mi intelecto. Era algo más que la simple seguridad en sí mismas; parecía más bien la capacidad de amarse, con entusiasmo y prodigalidad, en cuerpo y alma, seguida lógicamente de la suposición de que todos los hombres del planeta se morían de ganas por participar de aquello.
—Toma… —Malena me puso un expreso delante y, con un guiño, añadió un biscotto—, debes comer más. Te da…, ya sabes, carácter.
—Una criatura fiera —dije refiriéndome a la fuente de fuera—. ¿Qué clase de pájaro es?
—Es nuestra águila, aquila en italiano. Esa fuente es nuestra…, ay, ¿cómo se dice? —Se mordió el labio, buscando la palabra—. Nuestra fonte battesimale…, ¿la fonte para el bautismo? ¡Sí! Allí es donde llevamos a los bebés para que sean aquilini, aguiluchos.
—¿Ésta es la contrada del Águila? —Con el vello de pronto erizado, eché un vistazo a los otros clientes—. ¿Es cierto que el símbolo del águila procede originalmente de los Marescotti?
—Sí —asintió—, pero no lo inventamos nosotros. El águila nos vino de los romanos, luego Carlomagno se la apropió y, como los Marescotti formaban parte de su ejército, pudimos usar ese símbolo imperial. De eso ya no se acuerda nadie.
Me la quedé mirando, casi segura de que se había referido a los Marescotti como si fuera, de hecho, uno de ellos. Pero justo cuando abría la boca para preguntarle, el rostro sonriente de un camarero se interpuso entre nosotras.
—Sólo los que tenemos la suerte de trabajar aquí. Lo sabemos todo de su pajarraco.
—Ni caso —dijo Malena, haciendo un amago de atizarle con la bandeja en la cabeza—. Él es de la contrada de la Torre —añadió con una mueca—. Siempre se está haciendo el gracioso.
Justo entonces, en medio del jolgorio general, algo del exterior me llamó la atención. Moto negra y piloto de negro, visera bajada, deteniéndose brevemente a mirar por la puerta de cristal, para acelerar después y desaparecer con un intenso rugido.
—Ducati Monster S4 —recitó el camarero como si hubiera memorizado el anuncio de una revista—, una fiera urbana. Motor refrigerado por líquido. Hace que los hombres sueñen con sangre, despierten empapados en sudor y salgan a por ella. Pero no tiene asideros, así que… no invites a subir a una chica si no tienes un buen ABS —concluyó dándose unas palmaditas significativas en el estómago.
—Basta, basta, Dario! —lo reprendió Malena—. Tu parli di niente!
—¿Conoces a ese tío? —pregunté, procurando sonar despreocupada cuando me sentía de todo menos eso.
—¿Qué tío? —Puso los ojos en blanco, nada impresionada—. Ya sabes lo que se dice…, que los que hacen tanto ruido es porque les falta algo por ahí abajo.
—¡Yo no hago mucho ruido! —protestó Dario.
—¡No hablaba de ti, imbécil! Hablaba del moscerino de la moto.
—¿Sabes quién es? —volví a preguntar.
Se encogió de hombros.
—Me gustan los hombres con coche. Los que tienen moto… son playboys. Puedes llevar a tu novia en la moto, sí, pero ¿y los niños, las damas de honor y la suegra?
—Eso mismo pienso yo —intervino Dario, meneando las cejas—. Estoy ahorrando para comprarme una.
Para entonces, varios clientes que hacían cola detrás de mí empezaban a dar muestras de impaciencia y, aunque a Malena no parecía inquietarle ignorarlos tanto como le apeteciera, decidí dejar para otro día mi interrogatorio sobre los Marescotti y sus posibles descendientes vivos.
Mientras me alejaba del café, seguí buscando la moto con la mirada, pero ya no estaba. Aunque no podía asegurarlo, mi intuición me decía que aquel tipo era el mismo que me había acosado la noche anterior y, si de verdad era un ligón en busca de quien se le agarrara al ABS, sinceramente se me ocurrían formas mejores de iniciar esa conversación.
Cuando la dueña de la librería volvió por fin de comer, yo estaba sentada en el escalón de la entrada, apoyada en la puerta, a punto de darme por vencida. Sin embargo, mi paciencia se vio recompensada, porque la mujer —una anciana cariñosa cuyo cuerpecillo menudo parecía moverse sólo por efecto de una enorme curiosidad— le echó un vistazo a la ficha y asintió de inmediato.
—Ah, sí —dijo, en absoluto sorprendida, en mi idioma—, es del archivo de la universidad. Colección de historia. Creo que aún usan el catálogo antiguo. Déjame…, sí, ¿ves?, esto quiere decir «Baja Edad Media». Esto, «local». Y mira… —me mostró los códigos de la ficha—, ésta es la letra del estante, la K, y éste es el número del cajón, el 3-17b. No dice lo que contiene. De todas formas, el código significa eso. —Resuelto el misterio, me miró como esperando otro—. ¿De dónde la has sacado?
—De mi madre…, bueno, de mi padre…, era profesor de universidad, creo. ¿Tolomei?
La anciana se iluminó como un árbol de Navidad.
—¡Lo recuerdo! ¡Yo fui alumna suya! Él organizó toda esa colección. Era un desastre. Me pasé dos veranos pegando números en los cajones. Pero… ¿por qué sacaría esta ficha? Se enojaba cuando la gente se dejaba las fichas por ahí.
La Universidad de Siena estaba compuesta por edificios repartidos por toda la ciudad, pero el archivo histórico no andaba lejos, caminando a buen paso en dirección a la puerta de la ciudad, la llamada Porta Tufi. Me llevó un rato encontrar el edificio entre las discretas fachadas que bordeaban la calle; al final, lo que lo delató como centro docente fueron los restos de carteles socialistas que había a la entrada.
Con la esperanza de pasar desapercibida entre el alumnado, entré por la puerta que me había descrito la librera y me dirigí al sótano. Tal vez porque aún era la hora de la siesta —o porque nadie iba por allí en verano—, pude bajar sin toparme con nadie por el camino; el lugar estaba gozosamente fresco y tranquilo. Casi resultó demasiado fácil.
Sin otra orientación que la propia ficha, recorrí el archivo varias veces, buscando en vano la estantería que necesitaba. Según me había dicho la librera, era una colección independiente, y ni siquiera en su época se usaba mucho. Debía encontrar la zona más recóndita del archivo, cuestión complicada teniendo en cuenta lo recóndito que me parecía el archivo entero. Además, las estanterías que veía no tenían cajones; eran estantes normales con libros, nada más, y en ellos no había ningún volumen etiquetado como K 3-17b.
Después de dar vueltas durante al menos veinte minutos, se me ocurrió probar una puerta que había al fondo de la sala. Era una puerta metálica blindada, casi como las de las cámaras acorazadas de los bancos, pero se abrió sin problema, revelando una sala menor con una especie de microclima que confería al aire un olor muy distinto, como de palomitas de chocolate.
Por fin mi ficha tenía sentido. Las estanterías estaban repletas de cajones, idénticos a los que me había descrito la librera. Además, la colección estaba organizada cronológicamente, empezando por la época etrusca y terminando —supuse— por el año de la muerte de mi padre. Resultaba obvio que nadie la usaba jamás, porque una gruesa capa de polvo lo cubría todo y, cuando intenté mover la escalera rodante, se resistió al principio, ya que el óxido de las ruedas metálicas las había adherido al suelo. Cuando al fin se movió —chirriando en protesta—, fue dejando a su paso un pequeño rastro anaranjado en el linóleo gris.
Situé la escalera en la estantería marcada con la K y subí para ver de cerca la fila 3, formada por una treintena de cajones de tamaño medio, todos ellos bien altos y bien escondidos, salvo que se tuviera escalera y se supiera exactamente lo que se buscaba. Al principio me pareció que el cajón 17b estaba cerrado con llave y tuve que aporrearlo varias veces para que cediera. Muy posiblemente nadie lo había abierto desde que mi padre lo había cerrado hacía ya unos decenios.
En el interior encontré un paquete grande sellado al vacío en un sobre de plástico marrón. Palpándolo con cuidado, noté que contenía una especie de tejido esponjoso, como las bolsas de espuma de los almacenes textiles. Desconcertada, saqué el paquete del cajón, bajé de la escalera y me senté en el último peldaño a inspeccionar mi hallazgo.
En lugar de abrir el paquete rompiendo el envoltorio, clavé una uña en el plástico e hice un pequeño agujero. En cuanto se deshizo el vacío, el sobre pareció respirar profundamente y por él asomó una punta del tejido azul claro. Agrandé el agujero y palpé el tejido con los dedos. No era experta, pero sospeché que se trataba de seda y —a pesar de su excelente estado— antiquísima.
Sabiendo que exponía de golpe algo delicado al aire y a la luz, lo saqué del sobre despacio y empecé a desdoblarlo en mi regazo. Al hacerlo, resbaló del paño un objeto que golpeó el suelo de linóleo con un sonido metálico.
Era un cuchillo grande en una funda dorada, oculto entre los pliegues del paño de seda. Al cogerlo noté que tenía una águila grabada en la empuñadura.
Mientras estaba allí sentada examinando el objeto, oí de pronto un ruido procedente del otro lado del archivo. Consciente de que me había colado en una institución que posiblemente albergaba tesoros irreemplazables, me levanté algo asustada y envolví mi botín lo mejor que pude. Lo último que quería era que me sorprendieran con las manos en la masa en el cuidado microclima de la cámara acorazada.
Tan sigilosamente como pude, volví a la sala principal de la biblioteca, cerrando casi por completo la puerta metálica al salir. Luego me agazapé tras la última fila de estanterías para escuchar, pero no pude oír más que mi propia respiración entrecortada. Lo único que tenía que hacer era acercarme a la escalera y salir del edificio con la misma naturalidad con que había entrado.
No obstante, me equivocaba. En cuanto decidí moverme, oí pasos; no los del bibliotecario que volvía a su puesto tras la siesta, ni los de un alumno que buscaba un libro, sino los pasos inquietantes de alguien que no quería que lo oyera llegar y cuya presencia en el archivo era aún más sospechosa que la mía. Mirando por entre las estanterías, lo vi acercarse —sí, el mismo desgraciado que me había seguido la noche anterior—, reptando de estantería en estantería, sin apartar la vista de la puerta metálica de la cámara acorazada. Esta vez, sin embargo, llevaba una arma.
No tardaría en alcanzar mi escondite. Mareada a causa del miedo, avancé pegada a la estantería hasta el final. Allí, un pasillo estrecho corría paralelo a la pared hasta el mostrador del bibliotecario. Caminé de puntillas lo que pude, luego me apoyé en el fino canto de la estantería con la esperanza de que el tipo, que en ese momento pasaba por el otro extremo de mi pasillo, no llegara a verme.
Allí de pie, sin atreverme a respirar, tuve que resistir la tentación de salir disparada. Obligándome a permanecer completamente inmóvil, esperé unos segundos más y, cuando al fin me decidí a asomarme y mirar, lo vi colarse sigilosamente en la cámara acorazada.
Temblando, me quité los zapatos y eché a correr; al llegar al mostrador del bibliotecario, volví la esquina y subí la escalera de tres en tres sin pararme siquiera a mirar atrás.
Una vez lejos de las instalaciones de la universidad y a salvo en algún callejón oscuro, me atreví por fin a parar, sintiéndome algo aliviada. Sin embargo, la sensación no duró. Ése debía de ser el tipo que había puesto patas arriba mi habitación, y lo único bueno de todo aquello era que yo no estaba presente en aquel momento.
A Peppo Tolomei le sorprendió tanto verme de nuevo en el museo de la Lechuza como a mí volver allí tan pronto.
—¡Giulietta! —exclamó, dejando trofeo y trapo—. ¿Qué ocurre? ¿Qué es eso?
Los dos miramos el fardo que llevaba en los brazos.
—No tengo ni idea —confesé—. Pero creo que era de mi padre.
—Trae… —Me hizo un hueco en la mesa y yo deposité en ella el paño de seda azul, dejando al descubierto el cuchillo oculto entre sus pliegues.
—¿Tienes idea de dónde ha salido esto? —dije cogiendo el cuchillo.
Pero Peppo no miró el cuchillo. Empezó a desdoblar el paño de seda con sumo cuidado. Cuando lo tuvo completamente extendido, retrocedió un paso, abrumado, y se persignó.
—¿Dónde demonios lo has encontrado? —me preguntó con un hilo de voz.
—Eh…, en la colección de mi padre, en la universidad. Envolvía el cuchillo. No sabía que fuese algo especial.
Peppo me miró sorprendido.
—¿No sabes lo que es esto?
Miré con mayor detenimiento el paño de seda azul. Era bastante más ancho que alto, a modo de banderola, y en él había pintada una figura femenina, con un halo en la cabeza y las manos alzadas en actitud de bendición. El tiempo lo había decolorado, pero su embrujo aún perduraba. Hasta una inculta como yo podía ver que se trataba de una imagen de la Virgen María.
—¿Es una bandera religiosa?
—Esto —dijo Peppo, irguiéndose respetuoso— es un cencío, el gran premio del Palio. Pero es muy antiguo. ¿Ves los números romanos de la esquina? Es la fecha. —Volvió a acercarse para verificar el año—. ¡Sí! ¡Madre de Dios! —Me miró emocionado—. ¡No sólo es antiguo, sino el más legendario que ha existido jamás! Todo el mundo lo creía desaparecido. ¡Pero aquí está! Es el cencío del Palio de 1340. ¡Un gran tesoro! Iba forrado de colitas de… vaio. ¿Cómo se dice? Mira… —Me señaló los bordes deshilachados del tejido—. Estaban aquí y aquí. No de ardillas, de ardillas especiales. Pero ya no están.
—¿Cuánto puede valer una cosa así, en dinero?
—¿En dinero? —El concepto era desconocido para Peppo, que me miró como si le hubiera preguntado cuánto cobraba Jesús por hora—. ¡Es el premio! Es muy especial…, un gran honor. Desde la Edad Media, el ganador del Palio recibía una hermosa banderola de seda forrada de pieles carísimas; los romanos lo llamaban pallium, por eso nuestra carrera se llama Palio. Mira… —señaló con el bastón algunas de las banderolas colgadas de las paredes que nos rodeaban—, cada vez que nuestra contrada gana el Palio, incorporamos un nuevo cencío a nuestra colección. Los más antiguos tienen doscientos años.
—Entonces, ¿no tienes ningún otro cencío del siglo XIV?
—¡No, no! —Peppo negó enérgicamente con la cabeza—. Éste es muy especial. Antiguamente los hombres que ganaban el Palio se hacían ropa con el cencío y luego se la ponían para celebrar su victoria. Por eso se han perdido.
—Siendo así, valdrá algo —insistí—. Si de verdad es una rareza, digo yo.
—¡Dinero, dinero, dinero! —se burló—. El dinero no lo es todo. ¿Es que no lo entiendes? ¡Ésta es la historia de Siena!
El entusiasmo de mi primo contrastaba fuertemente con mi estado de ánimo. Por lo visto, aquella mañana me había jugado el pellejo por un cuchillo oxidado y una banderola descolorida. Sí, era un cencío y, como tal, una pieza valiosísima, casi mágica para los sieneses, pero, lamentablemente, un trapo viejo completamente inútil más allá de los muros de Siena.
—¿Qué me dices del cuchillo? —pregunté—. ¿Lo habías visto antes?
Peppo se volvió hacia la mesa y cogió el cuchillo.
—Esto es una daga —dijo sacando la hoja oxidada de la vaina y examinándolo a la luz de la lámpara de araña—. Una arma muy práctica. —Inspeccionó detenidamente el grabado, asintiendo para sí al comprobar que todo aquello, por lo visto, parecía cuadrar—. Una águila. Claro. Escondida junto con el cencío de 1340. ¿Quién me iba a decir que viviría para ver esto? ¿Por qué no me lo enseñó nunca? Debía de saber lo que iba a decirle. Estos tesoros pertenecen a toda Siena, no sólo a los Tolomei.
—Peppo —dije, frotándome la frente—, ¿qué se supone que debo hacer con esto?
Me miró, con la mirada perdida, como si estuviera en 1340 a la vez que en el presente.
—¿Recuerdas que te dije que tus padres creían que Romeo y Julieta vivían en Siena? Pues en 1340 hubo un Palio muy disputado. Dicen que el cencío desapareció, éste de aquí, y que el jinete murió durante la carrera. También dicen que Romeo participó en aquel Palio, y creo que ésta es su daga.
Por fin la curiosidad venció a mi desilusión.
—¿Ganó?
—No estoy seguro. Dicen que fue él quien murió. Pero, escúchame bien… —me miró con los ojos fruncidos—, los Marescotti harían lo que fuera por echarle el guante a esto.
—¿Te refieres a los Marescotti que viven actualmente en Siena?
Peppo se encogió de hombros.
—Pienses lo que pienses del cencío, la daga era de Romeo. ¿Ves el grabado del águila aquí, en la empuñadura? ¿Imaginas el tesoro que supondría esto para ellos?
—Imagino que podría devolvérselo…
—¡No! —El regocijo de la mirada de mi primo dio paso a emociones menos ligeras—. ¡Debes dejarlo aquí! Ahora este tesoro pertenece a toda Siena, no sólo a los aquilini ni a los Marescotti. Has hecho bien en traerlo. Debemos contárselo a todos los magistrados de todas las contradas. Ellos sabrán qué hacer. Mientras, lo guardaré en mi caja fuerte para protegerlo de la luz y del aire. —Empezó a plegar el cencío entusiasmado—. Te prometo que lo cuidaré muy bien. Nuestra caja fuerte es muy segura.
—Pero mis padres me lo dejaron a mí… —me atreví a objetar.
—Sí, sí, sí, pero no es algo que deba pertenecer a alguien. Tranquila, los magistrados sabrán qué hacer.
—¿Y qué pasa con…?
Peppo me miró muy serio.
—Soy tu padrino. ¿No confías en mí?