Siena, 1340
Romeo pasó la piedra por la hoja con movimientos largos y cautos. Llevaba un tiempo sin usar la espada y la hoja tenía restos de herrumbre que debía amolar antes de engrasarla. Solía hacerlo con la daga, pero se la había clavado en la espalda a un salteador de caminos y, en un momento de distracción impropia de él, había olvidado recuperarla después. Además, a Salimbeni no podía apuñalarlo por la espalda como a un delincuente común; no, tendrían que batirse en duelo.
Era la primera vez que Romeo se cuestionaba su relación con una mujer, claro que ninguna otra le había pedido nunca que cometiera un asesinato. Recordó la conversación mantenida con el maestro Ambrogio aquella noche fatídica, hacía dos semanas, cuando le había dicho al pintor que tenía buen olfato para las mujeres que no le pedían más que lo que quería darles, y que él —a diferencia de sus amigos— no era de los que, a la menor ocasión, protestaban y se escabullían como perros. ¿Seguía siendo cierto? ¿Estaba dispuesto a abordar a Salimbeni espada en ristre y a encontrar la muerte antes de haber cobrado su recompensa o haber vuelto siquiera a ver los ojos angelicales de Giulietta?
Suspiró profundamente, volvió la espada y empezó a pulir el otro lado. Sus primos querrían saber dónde estaba y por qué no salía con ellos, y su padre, el comandante Marescotti, había ido a verlo al menos un par de veces, no para interrogarlo, sino para invitarlo a entrenar. Tras otra noche en vela, la luna compasiva había dado paso una vez más al implacable sol, y Romeo, sentado aún a la mesa, se preguntó por enésima vez si ése sería el día.
Justo entonces oyó ruido en la escalera que había a la entrada de su cuarto y acto seguido aporrearon su puerta.
—¡No, gracias! —gruñó, como había hecho ya muchas veces—. ¡No tengo hambre!
—¿Mi señor Romeo? ¡Tenéis visita!
Se levantó al fin, con los músculos doloridos de tantas horas sin moverse ni dormir.
—¿Quién es?
Se oyó un murmullo al otro lado de la puerta.
—Un tal fray Lorenzo y un tal fray Bernardo. Dicen que tienen noticias importantes y solicitan una audiencia privada.
La mención de fray Lorenzo —el compañero de viaje de Giulietta, si no se equivocaba— impulsó a Romeo a abrir la puerta. Fuera, en la galería, encontró a un sirviente y dos monjes encapuchados; tras ellos, en el patio inferior, otros tantos sirvientes se estiraban para ver quién había logrado que al fin su joven amo abriera la puerta de su cuarto.
—¡Aprisa, pasad! —instó a los monjes a que entraran—. Stefano… —miró inflexible al sirviente—, no le hables de esto a mi padre.
Los monjes entraron con cierta reserva. El sol matinal, que se colaba por la puerta abierta del balcón, caía sobre la cama hecha de Romeo, y un plato de pescado frito descansaba intacto sobre la mesa, junto a la espada.
—Perdonad que os molestemos a esta hora —dijo fray Lorenzo, mirando la puerta de reojo para comprobar que estaba cerrada—, pero no podíamos esperar…
Antes de que pudiera proseguir, su compañero se adelantó y se quitó la capucha, revelando un peinado de lo más complejo. No era un monje quien acompañaba a fray Lorenzo esa mañana, sino Giulietta, más hermosa que nunca a pesar del disfraz, con las mejillas encendidas de emoción.
—Por favor, decidme que… todavía no habéis hecho lo que os pedí —le imploró.
Aún emocionado y asombrado de verla, Romeo apartó la mirada, avergonzado.
—No lo he hecho.
—¡Alabado sea el cielo! —Cruzó las manos aliviada—. Porque he venido a disculparme y a rogaros que olvidéis que un día os pedí semejante barbaridad.
Sobresaltado, Romeo sintió una punzada de esperanza.
—¿Ya no queréis verlo muerto?
Giulietta frunció el ceño.
—Lo deseo con toda mi alma, pero no a vuestra costa. Fui mezquina y egoísta al haceros presa de mi dolor. ¿Podréis perdonarme? —Lo miró fijamente a los ojos y, al ver que no respondía de inmediato, le tembló un poco el labio—. Perdonadme. Os lo ruego.
Por primera vez en muchos días, Romeo sonrió.
—No.
—¿No? —Los ojos azules de la joven se oscurecieron, amenazando tormenta, y retrocedió un paso—. ¡Qué crueldad!
—No os perdono —prosiguió, bromeando—. Me prometisteis una gran recompensa y ahora os echáis atrás.
Giulietta hizo un aspaviento.
—¡No es cierto! ¡Os estoy salvando la vida!
—¡Y además me insultáis! —Romeo se llevó un puño al pecho—. ¡Insinuáis que no sobreviviría a este duelo…, mujer! ¡Jugáis con mi honor como un gato con un ratón! ¡Volved a morder y veréis cómo huye despavorido!
—¡Sois vos quien juega conmigo! —exclamó Giulietta frunciendo los ojos recelosa—. No he dicho que moriríais a manos de Salimbeni, como bien sabéis, sino que creo que vengarían vuestro crimen. Y eso… —apartó la mirada, aún disgustada con él— sería una lástima, supongo.
Romeo observó su perfil desdeñoso con gran interés. Al no verla dispuesta a ceder, se volvió hacia fray Lorenzo.
—¿Puedo pediros que nos dejéis a solas un momento?
A fray Lorenzo, como es natural, no le agradó ese ruego, pero, como Giulietta no protestó, tampoco pudo negarse. De modo que asintió con la cabeza y se retiró al balcón, dándoles sumiso la espalda.
—¿Por qué sería una lástima que muriera? —le dijo Romeo en voz tan baja que sólo Giulietta pudo descifrar las palabras.
Ella respiró profundamente, furiosa.
—Me salvasteis la vida.
—Y lo único que pedí a cambio fue ser vuestro caballero.
—¿De qué sirve un caballero decapitado?
Romeo sonrió y se acercó.
—Os aseguro que, mientras estéis cerca de mí, no habrá razón para tales miedos.
—¿Tengo vuestra palabra? —Giulietta lo miró a los ojos—. ¿Prometéis que no trataréis de enfrentaros a Salimbeni?
—Parece que ahora me pedís un segundo favor —observó Romeo, disfrutando del intercambio—, y bastante más complicado que el primero, pero seré generoso y os diré que mi precio sigue siendo el mismo.
Ella se quedó boquiabierta.
—¿Vuestro precio?
—O mi recompensa, o como queráis llamarlo. No ha cambiado.
—¡Sinvergüenza! —susurró furiosa Giulietta, esforzándose por sofocar una sonrisa—. Vengo aquí a liberaros de una promesa letal ¿y seguís decidido a robarme la virtud?
Romeo sonrió.
—Seguramente un beso no pondrá a prueba vuestra virtud.
Giulietta se defendió de sus encantos.
—Depende de quién me bese. Sospecho que un beso vuestro me privaría instantáneamente de dieciséis años de ahorros.
—¿De qué sirven los ahorros si no se gastan?
Justo cuando Romeo creía tenerla atrapada, una fuerte tos procedente del balcón hizo que Giulietta retrocediera sobresaltada.
—¡Paciencia, Lorenzo! —dijo, severa—. No tardaremos en irnos.
—Vuestra tía empezará a preguntarse qué clase de confesión os lleva tanto tiempo.
—¡Un momento! —Giulietta se volvió hacia Romeo con los ojos llenos de desilusión—. Debo irme.
—Confesaos conmigo —le susurró él, cogiéndole las manos— y os daré una bendición que jamás se extinguirá.
—El borde de vuestra copa está untado de miel —replicó Giulietta, dejándose atraer de nuevo hacia él—. Me pregunto qué terrible veneno contendrá.
—Si es veneno, nos matará a los dos.
—Cielos…, debo de gustaros mucho si preferís morir conmigo a vivir con otra mujer.
—Así lo creo. —La abrazó—. Besadme o moriré sin duda.
—¿Moriréis otra vez? ¡Para haberos condenado dos veces, os veo muy vivo!
Se oyó otro ruido procedente del balcón, pero esta vez Giulietta se quedó donde estaba.
—¡Paciencia, Lorenzo, te lo ruego!
—Tal vez mi veneno haya perdido su efecto —respondió Romeo, volviéndole la cabeza sin soltarla.
—Debo irme…
Como el ave rapaz se abalanza sobre su presa y se adueña feroz de la pobre desgraciada, así le robó Romeo los labios antes de perderlos de nuevo. Suspendida entre ángeles y demonios, su presa cesó el forcejeo y él extendió del todo las alas y dejó que el viento creciente los llevara por el cielo hasta que incluso el ave rapaz perdió toda esperanza de volver a casa.
Durante ese abrazo, Romeo sintió una certeza que hasta entonces no había creído posible con nadie, ni siquiera con la virtuosa. Fueran cuales fuesen sus intenciones al enterarse de que la joven del ataúd vivía —oscuras entonces hasta para él—, ahora sabía que las palabras que le había dicho al maestro Ambrogio habían sido proféticas: con Giulietta en sus brazos, todas las demás mujeres —pasadas, presentes y futuras— dejaban de existir.
De regreso al palazzo Tolomei esa mañana, Giulietta fue recibida con un desagradable aluvión de preguntas y acusaciones, sazonado de comentarios sobre sus costumbres rurales.
—Quizá sea normal entre campesinos —le había dicho su tía con desdén, arrastrándola por el brazo—, pero, en la ciudad, las mujeres solteras de buena familia no salen a confesarse y vuelven varias horas después con los ojos brillantes y… —la señora Antonia la había examinado furiosa en busca de otros indicios de mala conducta— ¡el pelo alborotado! De ahora en adelante, no habrá más salidas y, si necesitas hablar con tu querido fray Lorenzo, lo harás bajo este techo. ¡Ya no te está permitido deambular por la ciudad a merced de chismorreos y ultrajes! —había concluido su tía, tirando de ella por la escalera y obligándola a encerrarse en su alcoba.
—¡Ay, Lorenzo! —sollozó Giulietta cuando el monje fue a verla a su prisión dorada—. ¡No me dejan salir! ¡Voy a enloquecer! ¡Ay! —Caminó de un lado a otro de la alcoba, mesándose el cabello—. ¿Qué pensará de mí? Le he dicho que nos veríamos…, ¡se lo he prometido!
—Callad, querida, y calmaos —le dijo fray Lorenzo, tratando de sentarla en una silla—. El caballero del que habláis sabe de vuestra agonía y eso no ha hecho sino aumentar su afecto. Me ha pedido que os diga…
—¿Has hablado con él? —Giulietta cogió al monje por los hombros—. ¡Ay, bendito seas, Lorenzo! ¿Qué te ha dicho? ¡Cuéntamelo, aprisa!
—Me ha pedido… —el monje se metió la mano bajo el hábito y sacó un pergamino enrollado y sellado con cera— que os entregue esta carta. Tomad. Es para vos.
Giulietta cogió la carta, reverente, y la tuvo en la mano un instante antes de romper el sello del águila. Luego, con los ojos muy abiertos, desenrolló la misiva y estudió la densa caligrafía en tinta marrón.
—¡Qué bonita! Nunca había visto nada tan elegante. —Dándole la espalda al fraile, permaneció inmóvil un momento, ensimismada en su tesoro—. ¡Es un poeta! ¡Qué bien escribe! Qué arte, qué… perfección. Debe de haberle llevado toda la noche.
—Me parece que le ha llevado varias noches —replicó el fraile con cierto cinismo—. Esa carta, os lo aseguro, es fruto de muchos pergaminos y muchas plumas.
—Pero no entiendo esto… —Se volvió hacia fray Lorenzo para enseñarle el párrafo—. ¿Por qué dice que mis ojos no pertenecen a mi cara sino al firmamento? Pretenderá halagarme, pero habría bastado con decir que mis ojos son del color del cielo. No comprendo su argumento.
—No es un argumento —señaló fray Lorenzo cogiendo la carta—, es poesía y, por ello, irracional. Su finalidad no es persuadir, sino complacer. Supongo que os complace.
Ella hizo un aspaviento.
—¡Por supuesto!
—Así pues, la carta ha cumplido su objetivo —dijo el fraile remilgádamente—. Ahora propongo que nos olvidemos de ella.
—¡Un momento! —Giulietta le arrebató el documento antes de que pudiera destruirlo—. Debo responderle.
—Eso será complicado, dado que no disponéis de pluma, ni de tinta, ni de pergamino. ¿No os parece?
—Cierto —respondió Giulietta sin amilanarse—, pero tú me lo traerás todo. En secreto. Iba a pedírtelo de todas formas, para poder escribir por fin a mi pobre hermana… —Miró al fraile ilusionada, esperando encontrarlo dispuesto a cumplir sus órdenes de inmediato. Al verlo fruncir el ceño descontento, exclamó alzando los brazos—: ¿Qué pasa ahora?
—No apruebo este empeño —gruñó él, negando con la cabeza—. Una dama soltera no debe responder a una misiva clandestina. Sobre todo…
—¿Y una casada sí?
—… sobre todo teniendo en cuenta quién la envía. Como viejo amigo de la familia, debo preveniros de tipos como Romeo Marescotti y… ¡un momento! —levantó una mano para evitar que Giulietta lo interrumpiera—. Sí, es verdad que el joven tiene cierto encanto, pero seguro que, a los ojos de Dios, es horripilante.
Giulietta suspiró.
—No es horripilante. Lo que ocurre es que estás celoso.
—¿Celoso? —resopló el fraile—. Yo no reparo en las apariencias, pues son sólo propias de la carne y no van más allá de la tumba. Lo que he querido decir es que su alma es horripilante.
—¡Cómo puedes hablar así del hombre que nos ha salvado la vida! —replicó Giulietta—. Un hombre al que nunca habías visto antes. Un hombre del que no sabes nada.
—Sé lo bastante para profetizar su perdición —le advirtió el fraile agitando el dedo—. Hay plantas y criaturas en este mundo que no sirven sino para ocasionar dolor y desconsuelo a todo cuanto se interponga en su camino. ¡Miraos! Vos ya estáis sufriendo por esa relación.
—De seguro… —Giulietta hizo una pausa para calmarse—. Sin duda sus bondadosas acciones habrán compensado cualquier vicio que pudiera tener antes. —Al ver que el fraile seguía mostrándose hostil, añadió serena—: Sin duda Dios no habría elegido a Romeo como instrumento de nuestra salvación si no hubiera deseado redimirlo.
Fray Lorenzo volvió a amenazarla con un dedo.
—Dios es un ser divino y, como tal, carece de deseos.
—Pues yo no. Deseo ser feliz. —Giulietta se llevó la carta al pecho—. Sé lo que piensas. Quieres protegerme, como viejo amigo de la familia, y piensas que Romeo me ocasionará dolor. Un gran amor conlleva una gran pena, eso crees. Quizá tengas razón. Quizá los sabios desprecian lo uno para permanecer a salvo de lo otro; yo, en cambio, antes que nacer sin ojos, prefiero que me ardan en las cuencas.
Muchas semanas y muchas cartas habrían de pasar antes de que Giulietta y Romeo volvieran a verse. Entretanto, el tono de su correspondencia cobró una creciente vehemencia que culminó —a pesar del esfuerzo de fray Lorenzo por sosegar las pasiones— en una mutua declaración de amor eterno.
La otra persona que estaba al tanto de las emociones de Giulietta era su hermana gemela, Giannozza, la única que le quedaba en el mundo después de que los Salimbeni asaltaron su hogar. Aunque se había casado el año anterior y se había trasladado a la finca de su esposo en el sur, ellas, que siempre habían estado muy unidas, habían mantenido el contacto por correspondencia. La lectura y la escritura no eran aptitudes corrientes entre las jovencitas, pero su padre había sido un hombre poco corriente, que odiaba la contabilidad y prefería encargar esas tareas a su esposa y a sus hijas, mucho menos ocupadas que él.
Sin embargo, aun cuando se escribían a menudo, Giulietta apenas recibía cartas de Giannozza, y sospechaba que las suyas también tardaban en llegar, si es que llegaban. De hecho, después de instalarse en Siena, no había recibido ni una sola misiva de su hermana, a pesar de que le había enviado varios informes sobre el terrible ataque a su familia y su triste refugio —y posterior encarcelamiento— en Palazzo Tolomei, la casa de su tío.
Si bien confiaba en la capacidad de fray Lorenzo para sacar sus cartas de la casa de forma segura y secreta, sabía que el fraile no podía controlarlas una vez en manos de desconocidos. Giulietta no tenía dinero para pagar una entrega; dependía de la bondad y la diligencia de quienes viajaban hacia donde vivía su hermana. Por otra parte, ahora que la tenían encerrada, existía además la posibilidad de que alguien detuviese al fraile cuando entraba o salía y le exigiera que se vaciase los bolsillos.
Consciente del peligro, empezó a esconder las cartas que le escribía a Giannozza debajo de las tablas del suelo en lugar de enviarlas de inmediato. El pobre fray Lorenzo ya tenía bastante con entregar sus cartas de amor a Romeo; cargarlo con más pruebas de sus impúdicas actividades habría sido una crueldad. Así que terminaron todos bajo el suelo —los fantásticos relatos de sus encuentros amorosos con Romeo—, a la espera del día en que pudiese pagar a un mensajero que los entregara todos de una vez. O del día en que los arrojara todos al fuego.
En cuanto a las cartas que le escribía a Romeo, recibía ardientes respuestas a todas ellas. Si ella le hablaba de cientos, él de miles, y lo que a ella le gustaba a él le encantaba. Si ella osaba compararlo con el fuego, él, más osado aún, la comparaba con el sol; ella se imaginaba bailando con él, él no pensaba más que en estar a solas con ella…
Una vez declarado, ese ardiente amor sólo conocía dos caminos: el uno, a la plenitud; el otro, a la desilusión. La indiferencia era imposible. Por eso, un domingo por la mañana, cuando a Giulietta y a sus primas les dejaron confesarse en San Cristóbal después de misa, al acercarse al confesonario descubrió que no era un cura lo que la esperaba al otro lado.
—Perdonadme, padre, porque he pecado —empezó, como era de costumbre, esperando que el cura la instara a explicarse. En cambio, una voz desconocida le susurró:
—¿Cómo puede ser pecado el amor? Si Dios no quisiera que nos amáramos, no habría creado una belleza como tú.
—¿Romeo? —espetó Giulietta, espantada. Se arrodilló para verificar su sospecha a través de la filigrana metálica y, en efecto, al otro lado de la celosía vio una sonrisa poco sacerdotal—. ¿Cómo te atreves a venir aquí? ¡Mi tía no está ni a tres metros de distancia!
—Tu dulce voz tiene más peligro que veinte tías juntas —protestó él—. Te lo ruego, vuelve a hablarme y remata mi ruina. —Apretó la mano contra la celosía, deseando que Giulietta hiciera lo mismo. Lo hizo y, aunque sus manos no se tocaron, ella pudo notar el calor de su palma en la propia.
—Ojalá fuésemos simples campesinos —le susurró Giulietta— y pudiéramos vernos cuando quisiéramos.
—¿Y qué haríamos, campesinos de nosotros, cuando nos viéramos? —inquirió Romeo.
Giulietta agradeció que él no pudiera verla sonrojarse.
—Ninguna reja nos separaría.
—No estaría mal —dijo Romeo.
—Tú —prosiguió ella, colando un dedo por la rejilla— me hablarías en pareados, como los hombres que seducen a doncellas reacias. Cuanto más reacias, más exquisita la poesía.
Romeo contuvo la risa lo mejor que pudo.
—Primero, jamás he oído a un campesino recitar versos. Segundo, me pregunto cuan exquisita habría de ser mi poesía. No mucho, diría yo, a juzgar por la doncella.
—¡Bribón! —espetó ella, espantada—. Tendré que demostrarte que te equivocas siendo muy puritana y rechazando tus besos.
—Eso es fácil decirlo cuando un muro nos separa —señaló él, socarrón.
Permanecieron en silencio un momento, intentando tocarse a través del tablero calado.
—¡Ay, Romeo! —suspiró Giulietta, de pronto afligida—. ¿Así debe ser nuestro amor? ¿Un secreto en un cuarto oscuro mientras el mundo bulle fuera?
—No por mucho tiempo, si puedo evitarlo. —Cerró los ojos e imaginó que la celosía era la frente de Giulietta apoyada en la suya—. Quería verte para decirte que voy a pedirle a mi padre que autorice nuestro matrimonio, y le propondré lo mismo a tu tío en cuanto me sea posible.
—¿Quieres… casarte conmigo? —No estaba segura de haberlo entendido. No se lo había pedido, sino que lo daba por hecho. Quizá fuera así como se hacía en Siena.
—Sólo eso deseo —gruñó Romeo—. Debo tenerte, del todo, en mi mesa y en mi cama, o me marchitaré como un prisionero muerto de hambre. Ya está dicho; disculpa la falta de poesía.
Al ver que se hacía el silencio al otro lado, Romeo temió haberla ofendido. Ya maldecía su propia franqueza cuando Giulietta volvió a hablar, ahuyentando esos pequeños temores revoltosos con el tufo de una bestia mayor.
—Si es esposa lo que buscas, tendrás que conquistar a Tolomei.
—Respeto a tu tío —repuso Romeo—, pero confiaba en llevarte a ti y no a él a mi alcoba.
Por fin ella sonrió, pero no fue un placer duradero.
—Es un hombre ambicioso. Procura que tu padre traiga un largo linaje cuando venga.
El insulto velado espantó a Romeo.
—¡Mi familia llevaba casco emplumado y servía al cesar cuando tu tío Tolomei vestía piel de oso y servía pasta de cebada a los cerdos! —Consciente de que estaba siendo infantil, Romeo prosiguió más sereno—: Tolomei no rechazará a mi padre. Entre nuestras casas siempre ha habido paz.
—¡Mejor serían ríos de sangre! —suspiró Giulietta—. ¿No lo ves? Si nuestras casas están en paz, ¿qué se ganará con nuestra unión?
Él se negaba a entenderla.
—Todos los padres desean lo mejor para sus hijos.
—Por eso nos dan medicinas amargas y nos hacen llorar.
—Tengo dieciocho años. Mi padre me trata como a un igual.
—Un anciano, entonces. ¿Cómo no estás casado? ¿O acaso has enterrado ya a la esposa de tu infancia?
—Mi padre no cree en madres sin destetar.
La tímida sonrisa de Giulietta, apenas visible a través de la celosía, resultó gratificante después de tanto tormento.
—¿Pero sí cree en doncellas viejas?
—No puedes tener los dieciséis.
—Justos. Pero ¿quién cuenta los pétalos de una rosa marchita?
—Cuando nos casemos —le susurró él, besándole los dedos como podía—, te regaré y, echándote en mi cama, te los contaré todos.
Giulietta trató de fingirse indignada.
—¿Y las espinas? ¿Y si te pincho y te arruino la dicha?
—El placer superará con creces el dolor, créeme.
Así siguieron, preocupándose y bromeando, hasta que alguien tocó impaciente la pared del confesonario.
—¡Giulietta! —susurró furiosa la señora Antonia, haciendo saltar a su sobrina de miedo—. No puede quedarte mucho que confesar. ¡Date prisa, que nos vamos!
Mientras intercambiaban despedidas breves pero poéticas, Romeo le recalcó su intención de casarse con ella, pero la joven no se atrevió a creerlo. Habiendo visto casarse a su hermana con un hombre que más que su boda debía organizar su funeral, sabía bien que el matrimonio no era algo que los jóvenes amantes planearan por su cuenta, sino, ante todo, cuestión de política y de herencia, y que nada tenía que ver con los deseos de los novios, más bien con las ambiciones de sus padres. El amor —según Giannozza, cuyas primeras misivas de casada habían hecho llorar a Giulietta— siempre llegaba después, y con otra persona.
El comandante Marescotti rara vez se sentía satisfecho de su primogénito. Casi siempre tenía que recordarse que —como con algunas fiebres— no había para la juventud otro remedio más que el tiempo. O el sujeto moría o su dolencia terminaba remitiendo por sí sola sin que los sabios pudieran aferrarse a más virtud que la paciencia. Claro que Marescotti no era diestro en esas lides y, en consecuencia, su corazón paterno se había convertido en una bestia de muchas cabezas, guardiana de un cavernoso depósito de furias y miedos, siempre alerta, por lo general en vano.
Esa vez no era una excepción.
—¡Romeo! —dijo bajando la ballesta tras la peor muestra de puntería de esa mañana—. No quiero oírte más. Soy un Marescotti. Durante años, Siena se ha gobernado desde esta misma casa. Se han planificado guerras en este mismo atrio. ¡La victoria de Montaperti se proclamó desde esta misma torre! ¡Estas paredes hablan por sí mismas!
El comandante Marescotti, tan erguido en su propio patio como lo estaría ante su ejército, lanzó una mirada feroz al nuevo fresco y a su atareado y jovial creador, el maestro Ambrogio, todavía incapaz de apreciar la genialidad de ambos. La colorida escena bélica proporcionaba cierta calidez al monástico espacio, no cabía duda, y la pose de la familia Marescotti resultaba elegante y convincentemente virtuosa. Pero ¿por qué demonios tardaba tanto en terminarlo?
—¡Padre!
—¡Basta! —el comandante alzó la voz—. ¡No toleraré que se me asocie con esa chusma! ¿No ves que hemos vivido en paz muchos años mientras esos forasteros avariciosos, los Tolomei, los Salimbeni y los Malavoltis se mataban unos a otros en las calles? ¿Acaso deseas que su sangre maldita se mezcle con la nuestra? ¿Quieres ver muertos en su lecho a tus hermanos y a tus primos?
Desde el fondo del patio, Ambrogio no pudo evitar mirar al comandante, que rara vez revelaba sus emociones. El padre de Romeo, aún más alto que su hijo —por la pose, sobre todo—, era uno de los hombres más admirables que el artista había retratado. Ni su rostro ni su figura mostraban exceso alguno; sólo comía lo que su cuerpo necesitaba para mantenerse en forma, y dormía lo justo para proporcionarle a su organismo el descanso necesario. En contraste, su hijo Romeo comía y bebía lo que le apetecía, tornaba alegremente la noche en día con sus escapadas y el día en noche durmiendo a horas insospechadas.
Aun así, se parecían mucho —fuertes e inflexibles— y, a pesar del hábito de Romeo de incumplir las normas de la casa, era raro verlos enzarzados en un duelo verbal como ése, decididos a probar sus argumentos.
—¡Padre! —volvió a decir Romeo, y su padre volvió a ignorarlo.
—¿Y todo para qué? ¡Por una mujer! —El comandante habría puesto los ojos en blanco, pero los necesitaba para apuntar. Esta vez, la flecha fue directa al centro del blanco de paja—. Todo por una mujer, una cualquiera, con todas las que hay por ahí. ¡Cómo si no lo supieras ya!
—No es una cualquiera —repuso Romeo, contradiciendo sereno a su padre—. Es mía.
Se hizo un breve silencio durante el cual dos flechas más acertaron el blanco en rápida sucesión, haciendo bailar al muñeco de paja colgado de la soga como a un ahorcado voluntario. Al final, el comandante respiró profundamente y volvió a hablar, más tranquilo, siempre razonable.
—Quizá, pero tu dama es sobrina de un imbécil.
—Un imbécil poderoso.
—A los que no nacen imbéciles, la política y la adulación los convierten en tales.
—Dicen que es muy generoso con la familia.
—¿Le queda alguna?
Romeo rio, perfectamente consciente de que su padre no era de los que hacen reír.
—Alguna, ciertamente, después de dos años de tregua —contestó.
—¿Tregua, dices? —Marescotti lo había visto todo ya, y las falsas promesas lo fatigaban más que las mentiras descaradas—. Si los hombres de Salimbeni vuelven a tomar los castillos de Tolomei y a asaltar al clero en los caminos, mira bien lo que te digo, es que hasta esa tregua llega a su fin.
—Entonces, ¿por qué no sellar una alianza ahora? —insistió Romeo—. ¿Con Tolomei?
—¿Y convertirnos en enemigos de Salimbeni? —Marescotti miró a su hijo, confundido—. Si te hubieras apropiado de tanta información en la ciudad como de vino y de mujeres, hijo mío, sabrías que Salimbeni se ha estado movilizando. No sólo se propone pisarle el cuello a Tolomei y apoderarse de la banca de esta ciudad, sino sitiarla desde sus plazas fuertes en el campo y, si no me equivoco, tomar las riendas de nuestra república. —Marescotti frunció el ceño y empezó a pasearse nervioso—. Conozco a ese hombre, Romeo, lo he tenido delante, y he preferido cerrar mis oídos y mi puerta a su ambición. No sé quién sale peor parado, si sus amigos o sus enemigos, así que Marescotti ha jurado no ser ni lo uno ni lo otro. Un día, pronto quizá, Salimbeni atacará furioso el orden establecido y correrán ríos de sangre por nuestras cunetas. Vendrán soldados de fuera y muchos hombres esperarán a que llamen a su puerta, lamentando las alianzas pactadas. Yo no seré uno de ellos.
—¿Y quién dice que todo ese sufrimiento no puede evitarse? —quiso saber Romeo—. Aunemos fuerzas con Tolomei. Si lo hiciéramos, otros nobles seguirían el estandarte del águila y Salimbeni no tardaría en perder terreno. Podríamos perseguir juntos a los bandidos y volver a hacer seguros los caminos. Con su fortuna y vuestro prestigio podrían acometerse grandes proyectos: dentro de unos meses, estaría listo el nuevo orden del Campo; la nueva catedral podría estar terminada dentro de unos años, y la providencia de Marescotti formaría parte de las oraciones de todos.
—Un hombre debe prescindir de las oraciones —dijo el comandante, haciendo una pausa para ladear la ballesta—, hasta su muerte. —El disparo atravesó la cabeza del muñeco de paja y aterrizó en un tiesto de romero—. Entonces podrá hacer lo que quiera. Los vivos, hijo mío, debemos procurarnos la gloria, no la adulación. La verdadera gloria se encuentra entre Dios y tú. La adulación es el alimento de los desalmados. En tu fuero interno, puedes alegrarte de haberle salvado la vida a esa joven, pero no busques el reconocimiento ni el encomio de otros hombres. La presunción no es propia de un noble.
—No busco el encomio de nadie —espetó Romeo, su rostro masculino de pronto teñido de una desazón casi infantil—. Sólo la quiero a ella. Me importa bien poco lo que sepa o piense la gente. Si no aprobáis mi deseo de casarme con ella…
El comandante Marescotti alzó una mano enguantada para evitar que su hijo pronunciara unas palabras de las que ya no podría desdecirse.
—No me amenaces con algo que podría hacerte más daño que a mí. Y no te comportes como un niño en mi presencia o te prohibiré que participes en el Palio. También los juegos de hombres…, no, sobre todo los juegos precisan el decoro de un hombre. Como el matrimonio. Nunca te he prometido a nadie…
—¡Y yo os amo por ello, padre!
—… porque he ido viendo cómo se moldeaba tu carácter desde la más tierna infancia. De haber sido un hombre malvado y tenido algún enemigo al que castigar, habría optado por robarle a su única hija y dejar que le destrozaras el corazón. Pero no soy esa clase de hombre, hijo mío. He esperado paciente a que te despojaras de tu inconstancia y te conformaras con una sola.
Romeo parecía abatido. Pero la dulce pócima del amor aún le hormigueaba en la lengua, y no pudo contener la sonrisa mucho tiempo. Su gozo se desató como un potro de quienes lo doman y galopó descontrolado por su semblante.
—¡Padre, ya me conformo! —frivolizó—. ¡La constancia es mi verdadera naturaleza! Jamás miraré a otra mujer o, mejor dicho, sí lo haré, pero serán como sillas o mesas para mí. No porque vaya a sentarme en ellas ni a comer de ellas, claro está, sino porque las veré como simples muebles. O quizá debería decir que al lado de ella palidecerán como la luna junto al sol…
—No la compares con el sol —le advirtió Marescotti, que se acercó al muñeco de paja para recoger sus flechas—. Tú siempre has preferido la compañía de la luna.
—¡Porque vivía una noche eterna! Ciertamente la luna es la reina de un miserable que jamás ha visto la luz del sol. Pero ha nacido el día, padre, vestido del oro y el rojo del matrimonio, ¡y ése es el amanecer de mi alma!
—El sol se recoge todas las noches —razonó el comandante.
—¡También yo lo haré! —Romeo se apretó un manojo de flechas contra el pecho—. Dejaré la oscuridad a los búhos y los ruiseñores. Abrazaré afanoso las horas luminosas del día o no volveré a atacar a ovejas inocentes.
—No hagas promesas sobre la noche —le dijo su padre, apretándole al fin el hombro—. Si tu esposa es la mitad de lo que dices, habrá mucho ataque y poco sueño.