La ciudad de Siena dormía, ajena a mi sufrimiento. Los callejones por los que corría aquella noche no eran sino oscuros riachuelos de silencio, y todo lo que dejaba atrás —escúters, contenedores de basura, coches— se encontraba envuelto en el velo nebuloso de la luz de la luna, como si llevara cientos de años hechizado en la misma posición. Las fachadas de las casas se me antojaban igual de desdeñosas: las puertas no tenían pomos y todas y cada una de las ventanas y contraventanas estaban cerradas a cal y canto. Ocurriera lo que ocurriese en las calles oscuras de aquella centenaria ciudad, sus habitantes no querían saberlo.
Al hacer una breve pausa, detecté que el tipo, oculto entre las sombras, había empezado a correr también. Ni siquiera se molestaba en ocultar que me seguía; sus pasos eran pesados e irregulares, las suelas de sus zapatos arañaban los adoquines desiguales, y hasta cuando paraba a olfatear mi rastro, jadeaba con fuerza, como quien no está habituado a hacer ejercicio. Aun así, no conseguía despistarlo; por muy rápida y sigilosamente que me moviera, siempre daba conmigo y me seguía por todas las esquinas, casi como si pudiera leerme el pensamiento.
Con los pies destrozados de correr descalza por el adoquinado, enfilé a trompicones un estrecho pasadizo al final de un callejón, confiando en encontrar una salida, o varias, al otro lado. Pero no la había. Fui a parar a una calle cortada y terminé rodeada de altos edificios. De hecho, no había ni un muro ni una valla por los que pudiera trepar, ni un solo contenedor en el que pudiese esconderme, y mi única defensa eran los tacones puntiagudos de mis zapatos.
Decidida a hacer frente a mi destino, me preparé para el encuentro. ¿Qué podría querer? ¿Mi bolso? ¿El crucifijo que llevaba colgado del cuello? ¿A mí? Quizá sólo quería saber dónde se ocultaba el tesoro de la familia, pero también yo, y posiblemente nada de lo que había averiguado hasta el momento lo satisfaría. Por desgracia, los ladrones —según Umberto— no digerían bien las desilusiones, así que hurgué en el bolso y saqué de prisa la cartera; con suerte, mis tarjetas de crédito lo consolarían. Sólo yo sabía que encubrían una deuda de veinte mil dólares.
Mientras esperaba lo inevitable, el palpitar de mi corazón se vio ahogado por el rugido de una moto que se acercaba. En lugar de ver a aquel tipo embocar triunfante el callejón, vislumbré el metal negro de la moto, que pasó por delante de mí y siguió su camino en la dirección opuesta. No desapareció, sino que se detuvo de pronto con un sonoro frenazo, giró y volvió a pasar por allí un par de veces más, sin acercarse a mí en ningún momento. Sólo entonces oí los pasos de alguien con calzado deportivo que bajaba la calle a toda pastilla, presa del pánico, y desaparecía por una esquina lejana como alma que lleva el diablo, con la moto pisándole los talones.
Luego, de pronto, se hizo el silencio.
Pasaron varios segundos —quizá incluso medio minuto—, pero ni el tipo ni la moto volvieron. Cuando al fin me atreví a salir del callejón, ni siquiera veía las esquinas más próximas. De cualquier forma, el hecho de hallarme perdida en la oscuridad era el menor de mis males esa noche. En cuanto encontrase un teléfono público, llamaría al hotel y pediría ayuda a Rossini. A pesar de mi lamentable situación, eso le encantaría.
Enfilé la calle, avancé unos metros y, de pronto, algo me llamó la atención.
Era una moto con su motorista, apostado en medio de la calle, mirándome. La luz de la luna iluminaba el casco del piloto y el metal del vehículo, y proyectaba la imagen de un hombre vestido de cuero negro, con la visera bajada, que esperaba pacientemente mi salida.
El miedo habría sido la reacción más lógica, pero, allí de pie, con los zapatos en la mano, lo único que sentí fue confusión. ¿Quién era aquel tipo? ¿Y qué hacía ahí sentado mirándome? ¿Me había salvado del que me seguía? En ese caso, ¿esperaba que me acercara a agradecérselo?
Mi incipiente gratitud se truncó de pronto cuando encendió el faro de la moto y me cegó con su intensa luz. Mientras me llevaba las manos a los ojos para protegerme, arrancó la moto y aceleró un par de veces, como para dejarme las cosas claras.
Di media vuelta y enfilé la calle en dirección opuesta, aún algo deslumbrada y maldiciendo mi ingenuidad. Quienquiera que fuese aquel tipo, obviamente no era un amigo; seguramente se trataba de algún zumbado que se pasaba la noche aterrorizando a la gente pacífica con su moto. Casualmente su última víctima había sido mi persecutor, pero eso no nos convertía en amigos en absoluto.
Me dejó correr un poco e incluso esperó a que volviese la primera esquina antes de venir a por mí. No a toda velocidad, como si quisiera atropellarme, pero sí lo bastante de prisa para que supiera que no iba a poder escapar.
Fue entonces cuando vi la puerta azul.
Acababa de volver otra esquina y sabía que el faro no tardaría en localizarme de nuevo cuando la vi delante de mí: la puerta azul del taller del pintor, entreabierta como por arte de magia. Ni siquiera me detuve a pensar si habría más de una puerta azul en Siena, o si sería buena idea irrumpir así en casa de alguien en plena noche. Me limité a hacerlo. En cuanto estuve dentro, cerré la puerta y me apoyé en ella, escuchando nerviosa cómo la moto pasaba por delante y desaparecía.
Tras nuestro encuentro del día anterior en los jardines del claustro, seguramente el pintor de larga melena me creía un bicho raro, pero, cuando te persiguen tipos malvados por callejones medievales, no puedes ser quisquilloso.
El taller del maestro Lippi chocaba de primeras. Parecía que una bomba de inspiración divina hubiese estallado en él, no una, sino muchas veces, esparciendo pinturas, esculturas y artilugios extraños por todas partes. Al parecer, no era alguien cuyo talento pudiera canalizarse de un solo modo; como un genio lingüístico, hablaba la lengua que más se amoldaba a su estado de ánimo, y elegía las herramientas y los materiales con el acierto de un virtuoso. En medio de todo, ladraba un perro, mezcla improbable de bichón peludo y dóberman circunspecto.
—Ah, estás ahí —dijo el maestro Lippi saliendo de detrás de un caballete al oír que se cerraba la puerta—. Me preguntaba cuándo vendrías. —Luego, sin mediar palabra, desapareció. Volvió al poco, cargado con una botella de vino, dos vasos y una barra de pan. Al ver que no me había movido, añadió socarrón—: Tendrás que disculpar a Dante. No se fía de las mujeres.
—¿Se llama Dante? —Miré al perro, que se acercó a traerme una zapatilla vieja, disculpándose a su modo por haberme ladrado—. ¡Qué curioso!… ¡Así se llamaba el perro del maestro Ambrogio!
—Bueno, éste es su taller. —Lippi me sirvió un vaso de tinto—. ¿Lo conoces?
—¿Se refiere a Ambrogio Lorenzetti, el que vivió en 1340?
—¡Claro! —El maestro sonrió y alzó su vaso para brindar—. Bienvenida. ¡Felicidades! ¡Por Diana!
A punto estuve de atragantarme con el vino. ¿Conocía a mi madre?
Antes de que pudiera balbucir nada, el maestro se acercó a mí con aire conspirador.
—Según la leyenda, Diana es una corriente que discurre bajo nosotros, en lo más hondo de la tierra. Nadie la ha visto nunca, pero algunos dicen que la sienten a veces cuando despiertan de madrugada. Además, en la Antigüedad había un templo dedicado a Diana en el Campo. Los romanos celebraban allí sus juegos, la lidia de toros y los duelos. Ahora tenemos el Palio en honor a la Virgen María. Ella nos da el agua con la que renacemos, como las vides, de la oscuridad.
Permanecimos así un momento, mirándonos, y tuve la extraña sensación de que, si hubiera querido, el maestro Lippi podría haberme contado muchos secretos de mí misma, de mi destino, del futuro de todas las cosas, secretos que me habría llevado varias vidas descubrir a mí sola. Pero ese pensamiento se desvaneció en seguida, ahuyentado por la frívola sonrisa del maestro, que me arrebató de pronto el vaso de vino para dejarlo en la mesa.
—¡Ven! Quiero enseñarte algo. ¿Recuerdas que te lo dije?
Me condujo a otra habitación más atiborrada de arte —si cabe— que el propio taller. Era un cuarto interior sin ventanas, sin duda empleado como almacén.
—Un segundo… —El maestro se abrió paso por entre el caos y levantó con cuidado la tela que cubría una pequeña pintura que colgaba de la pared del fondo—. ¡Mira!
Me acerqué para verla mejor, pero, al verme demasiado cerca, el maestro me detuvo.
—Cuidado. Es muy antigua. No exhales encima.
Era el retrato de una joven, hermosa, de grandes ojos azules, que miraba ensoñadora algo a mi espalda. Parecía triste a la vez que ilusionada, y sostenía una rosa de cinco pétalos.
—Creo que se parece a ti —dijo Lippi, comparándome con el retrato—, o quizá tú te pareces a ella. En los ojos, no, ni en el pelo…, en otra cosa. ¿Qué opinas tú?
—Opino que ése es un cumplido que no merezco. ¿Quién lo pintó?
—¡Ajá! —Lippi se me acercó con una sonrisa furtiva—. Lo encontré cuando me instalé en el taller. Estaba oculto en la pared, en una caja metálica. También había un libro. Un diario. Creo… —Antes de que terminara la frase, ya se me había erizado el vello de los brazos, y sabía perfectamente lo que iba a decir—. Mejor dicho, estoy convencido de que fue el maestro Ambrogio Lorenzetti quien escondió la caja. Era su diario. Creo que fue él quien pintó el cuadro. Se llama igual que tú, Giulietta Tolomei. Lo indicó por detrás.
Me quedé mirando la pintura, casi incapaz de creer que aquél fuese realmente el retrato sobre el que había estado leyendo. Era tan hipnótico como lo había imaginado.
—¿Aún tiene el diario?
—No. Lo vendí. Se lo comenté a un amigo, que se lo comentó a un amigo y un buen día se presentó aquí un hombre que quería comprarlo. El profesor Tolomei. —Lippi me miró, arqueando las cejas—. Tú también eres una Tolomei, ¿lo conoces? Un hombre muy mayor.
Me senté en la silla más próxima. No tenía asiento, pero me dio igual.
—Era mi padre. Él tradujo el diario a mi idioma. Lo estoy leyendo. Sólo habla de ella… —señalé el retrato con la cabeza—, de Giulietta Tolomei. Por lo visto, era antepasada mía. Ambrogio describe sus ojos en ese diario… y ahí están.
—¡Lo sabía! —El maestro Lippi se volvió de golpe hacia el retrato, pletórico de gozo—. ¡Tu antepasada! —Rio y me miró de nuevo, cogiéndome por los hombros—. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido a verme!
—Lo que no entiendo es qué llevó al maestro Ambrogio a ocultar estas cosas en la pared. O quizá no lo hizo él…, fue otra persona…
—¡No pienses tanto! —me advirtió Lippi—. Se te arruga la cara. —Hizo una pausa, asaltado por una súbita inspiración—. La próxima vez que vengas te pintaré. ¿Cuándo vuelves? ¿Mañana?
—Maestro… —Sabía que debía aprovechar ese momento de lucidez—. Me preguntaba si podría quedarme aquí un poco más. Por esta noche.
Me miró intrigado, como si fuese yo y no él quien mostraba indicios de demencia.
Sentí la necesidad de explicarme.
—Hay alguien ahí fuera… No sé qué pasa. Ese tipo… —Meneé la cabeza—. Le parecerá una locura, pero me siguen, y no sé por qué.
—Ah —dijo Lippi. Con sumo cuidado, cubrió el retrato de Giulietta Tolomei y me condujo de nuevo al taller. Allí, me sentó en una silla, me pasó el vaso de vino, tomó asiento él también y me miró como el niño que espera que le cuenten un cuento—. Me parece que lo sabes. Dime por qué te sigue.
En la hora siguiente se lo conté todo. No quería hacerlo, pero en cuanto empecé a hablar ya no pude parar. Había algo en el maestro y en su forma de mirarme —con los ojos brillantes de emoción, asintiendo con la cabeza de vez en cuando— que me hizo creer que tal vez podría ayudarme a descubrir lo que se ocultaba tras todo aquello, si es que se ocultaba algo.
Así que le hablé de mis padres y de los accidentes en los que habían perdido la vida, e insinué que un tal Luciano Salimbeni podría haber tenido algo que ver con su muerte. Después pasé a describirle el cofre de documentos de mi madre y el diario del maestro Ambrogio, y le hablé de «los ojos de Julieta», el tesoro desconocido que me había mencionado mi primo Peppo.
—¿Ha oído hablar de algo así? —le pregunté a Lippi al verlo fruncir el ceño.
En vez de contestar, se levantó y alzó la cabeza como si escuchara una llamada distante. Cuando se puso en marcha, supe que debía seguirlo y pasé tras él a otro cuarto, subí un tramo de escaleras y entré en una biblioteca alargada y estrecha forrada de viejas estanterías desvencijadas. Una vez allí, me limité a verlo ir de un lado a otro en busca —supuse— de algún libro concreto que no se dejaba encontrar. Tras localizarlo al fin, lo cogió y lo sostuvo en alto, triunfante.
—¡Sabía que lo había visto en alguna parte!
Resultó ser una antigua enciclopedia de monstruos y tesoros legendarios —por lo visto, inseparables— y, mientras el maestro lo hojeaba, pude ver varias ilustraciones más relacionadas con cuentos de hadas que con mi vida hasta la fecha.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó, señalando entusiasmado una entrada—. ¿Qué te parece?
Incapaz de esperar a que volviéramos abajo, encendió una bamboleante lámpara de pie y leyó el texto en voz alta con una entusiasta mezcla de italiano e inglés.
El texto venía a decir que «los ojos de Julieta» eran un par de zafiros etíopes grandísimos, originalmente llamados «los gemelos etíopes», que, al parecer, el señor Salimbeni de Siena había comprado en 1340 como regalo de compromiso para su futura esposa, Giulietta Tolomei. Tras la trágica muerte de Giulietta, los zafiros habían pasado a ser los ojos de la estatua de oro que presidía su tumba.
—¡Escucha esto! —El maestro Lippi, emocionado, recorrió la página con el dedo—. ¡Shakespeare también conocía la estatua! —Y pasó a leer las siguientes líneas del final de Romeo y Julieta, que la enciclopedia citaba tanto en italiano como en mi idioma:
Pues he de erigirle una estatua de oro
a Julieta, de modo que,
mientras Verona exista,
ninguna otra imagen ha de ser tan honrada
como la de vuestra fiel y sincera hija.
Cuando al fin terminó de leer, Lippi me enseñó la ilustración y la reconocí de inmediato. La estatua representaba a un hombre y una mujer; él arrodillado, sosteniéndola a ella en brazos. Salvo por algunos detalles, era idéntica a la estatua que mi madre había intentado captar al menos una veintena de veces en el cuaderno que había encontrado en su cofre.
—¡Cielo santo! —Me acerqué para verla mejor—. ¿Dice algo de dónde está la tumba?
—¿La tumba de quién?
—De Julieta, ¿o debería decir de Giulietta? —Señalé el texto que acababa de leerme—. En el libro dice que se levantó una estatua de oro junto a la tumba, pero no dónde exactamente…
Lippi cerró el libro y lo colocó en la estantería que tenía más cerca.
—¿Para qué quieres saberlo? —inquirió, de pronto agresivo—. ¿Para llevarte los ojos? Sin ojos, ¿cómo reconocerá a su Romeo cuando vaya a despertarla?
—¡No quiero llevármelos! —protesté—. Sólo quiero… verlos.
—Bueno… —contestó el maestro, apagando la lámpara bamboleante—, entonces tendrás que hablar con Romeo. No sé quién más podría encontrarla. Pero ten cuidado. Hay muchos fantasmas por aquí, y no todos son tan amables como yo. —Se me acercó en la oscuridad, encontrando algún extraño placer en asustarme, y me susurró furioso—: ¡La peste! ¡Caiga la peste sobre vuestras dos familias!
—Ah, estupendo —dije—. Gracias.
Luego rio a carcajadas, dándose palmadas en las rodillas.
—¡Venga! ¡No seas gallina! ¡Te estoy tomando el pelo!
De nuevo abajo, tras varios vasos de vino, logré retomar el tema de «los ojos de Julieta».
—¿Qué ha querido decir con que Romeo sabe dónde está la tumba? —pregunté.
—¿Lo sabe? —Lippi me miró perplejo—. No estoy seguro. Pero creo que deberías preguntarle. Él sabe más que yo de todo esto. Es joven. A mí se me olvidan las cosas.
Traté de sonreír.
—¡Habla de él como si estuviera vivo! El maestro se encogió de hombros.
—Va y viene. Siempre de madrugada…, se sienta ahí a contemplarla. —Miró hacia el almacén donde estaba el retrato de Giulietta—. Creo que aún la quiere. Por eso dejo la puerta abierta.
—Escuche —le dije, cogiéndole la mano—, Romeo no existe. Ya no. ¿De acuerdo?
El maestro me miró furioso, casi ofendido.
—¡Tú existes! ¿Por qué no iba a existir él? —Frunció el ceño—. ¿Qué?, ¿también tú crees que es un fantasma? Bueno…, nunca se sabe, pero lo dudo. Yo pienso que es real. —Hizo una breve pausa para sopesar los pros y los contras, entonces replicó convencido—: Bebe vino. Los fantasmas no beben. Requiere práctica y no les apetece. Son aburridos. Prefiero a la gente como tú. Tú eres divertida. Toma, bebe más. —Volvió a llenarme el vaso.
—Si tuviera que hacerle unas preguntas a Romeo… —proseguí, tomando obediente otro sorbo—, ¿cómo podría hacerlo? ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Bueno… —dijo el maestro, meditando la pregunta—. Me temo que tendrás que esperar a que te encuentre él. —Al verme decepcionada, se inclinó sobre la mesa y escudriñó mi rostro—. Aunque me parece que ya te ha encontrado —añadió—. Sí, creo que sí. Lo veo en tus ojos.