III. II

Siena, 1340

La noche propiciaba el engaño. En cuanto Romeo y sus primos estuvieron fuera del alcance de la torre Marescotti, volvieron la esquina muertos de risa. Aquella noche había sido muy fácil escapar de la casa, porque el palazzo Marescotti rebosaba de familiares procedentes de Bolonia y el padre de Romeo, el comandante Marescotti, se había visto obligado a ofrecer un banquete amenizado por músicos. A fin de cuentas, ¿qué tenía Bolonia que Siena no pudiera ofrecer diez veces?

Conscientes de que estaban violando, una vez más, el toque de queda del comandante, Romeo y sus primos se detuvieron a ajustarse las llamativas máscaras de carnaval que solían llevar en todas sus escapadas nocturnas. Mientras estaban allí, peleándose con nudos y lazadas, pasó por delante el carnicero de la familia, cargado con un jamón para la fiesta y acompañado de un ayudante que portaba la antorcha, pero fue lo bastante astuto como para no reconocerlos. Algún día, Romeo sería el señor del palazzo Marescotti y el que le pagara los encargos.

Ajustadas al fin las máscaras, los jóvenes volvieron a calarse los sombreros de fieltro, ocultando sus rostros todo lo posible. Uno, mirando risueño a los demás, cogió el laúd que llevaba encima y tocó unos acordes festivos.

—¡Giuuulieeettaaa! —cantó en un falsete socarrón—. Yo sería tu gooorriooonciiillooo, tu gooorriooonciiillooo travieeesooo… —prosiguió, dando saltitos de pajarillo y haciendo que todos salvo Romeo se doblaran de risa.

—¡Muy gracioso! —protestó Romeo, ceñudo—. ¡Sigue mofándote de mis heridas y pronto tendrás las tuyas!

—Vamos —los apremió otro aprovechando la coyuntura—, como no nos demos prisa, temo que tu serenata se convertirá en nana.

Medido sólo en pasos, el trayecto de aquella noche no era largo, apenas quinientas zancadas, pero, por todo lo demás, era una odisea. A pesar de la hora, las calles bullían de gente —vecinos y forasteros, compradores y vendedores, peregrinos y ladrones—, y en cada esquina había un profeta con una vela de cera que condenaba el mundo material al tiempo que escudriñaba a todas las prostitutas que pasaban con la misma contención con que un perro estudia los movimientos de una ristra de chorizos.

Abriéndose paso por las calles, saltando por encima de canalones y mendigos y pasando por debajo de repartidores y palanquines, los jóvenes llegaron por fin a la piazza Tolomei. Romeo se estiró para ver por qué la muchedumbre se detenía, y pudo ver una figura de vistosos colores que se balanceaba en la penumbra de los escalones de la iglesia de San Cristóbal.

—¡Mirad! —dijo uno de sus primos—. Tolomei ha invitado a san Cristóbal a cenar. Aunque no va vestido para la ocasión. ¡Qué vergüenza!

Estupefactos, comprobaron que la procesión, alumbrada por antorchas, cruzaba la plaza hacia el palazzo Tolomei, y Romeo supo que ésa era su oportunidad de entrar en la imponente casa por la puerta principal en vez de rondar en vano la supuesta ventana de Giulietta. Una hilera de prepotentes seguía a los curas que cargaban con el santo, todos enmascarados. Era bien sabido que el señor Tolomei organizaba bailes de máscaras cada cierto tiempo para poder meter en su casa a aliados desterrados y a miembros de su familia perseguidos por la ley. De lo contrario, difícilmente habría llenado la pista de baile.

—Sin duda nos sonríe la diosa Fortuna —exhortó Romeo a sus primos—. O se propone ayudarnos para poder aplastarnos después y reírse de nosotros. ¡Vamos!

—¡Espera! —dijo uno de sus primos—. Temo que…

—¡Temes demasiado pronto! —lo interrumpió Romeo—. ¡Adelante, lozanos caballeros!

La confusión de los escalones de entrada a la iglesia de San Cristóbal era precisamente lo que Romeo necesitaba para robar una antorcha y caer sobre su incauta presa: una anciana viuda sin acompañante a la vista.

—Por favor, señora —dijo, ofreciéndole el brazo—. Mi señor Tolomei nos ha pedido que velemos por vuestra comodidad.

A la mujer no pareció disgustarle la prometedora masculinidad de aquel brazo, ni tampoco las descaradas sonrisas de quienes lo acompañaban.

—Sería la primera vez —espetó, muy digna—, aunque parece que quiere rectificar.

Quizá les pareciera imposible a quienes no habían podido verlo con sus propios ojos, pero, al entrar en su palazzo, Romeo tuvo que reconocer que los Tolomei habían logrado superar a los Marescotti con sus frescos. No sólo todas y cada una de las paredes narraban las hazañas pasadas y la devoción presente de los Tolomei, sino que incluso los techos eran destinatarios de un piadoso autobombo. De haber estado solo, Romeo habría alzado la cabeza y habría admirado la multitud de criaturas exóticas que poblaban aquel paraíso particular. Claro que no estaba solo; junto a cada pared vigilaba un guardia bien armado y uniformado, y el temor a que lo arrestaran le bastó para evitar el atrevimiento y procurar halagar abundantemente a la anciana viuda mientras se preparaban para el baile inaugural.

Si la viuda había dudado del estatus de Romeo —la indudable calidad de sus ropas se había visto comprometida por el modo tan sospechoso en que se había granjeado su compañía—, al verlo dispuesto para el baile, su porte, garantía de su noble cuna, debió de tranquilizarla.

—¡Qué suerte he tenido esta noche! —murmuró ella, procurando que sólo la oyera él—. Decidme, ¿habéis venido con algún propósito concreto o sólo estáis aquí para… bailar?

—Me confieso perdidamente enamorado del baile —dijo Romeo muy cortés, sin prometer mucho ni poco—. Juro que podría bailar sin descanso durante horas.

La mujer rio discretamente, satisfecha de momento. A medida que avanzaba el baile, empezó a tomarse más libertades de las que él habría querido, acariciándole el terciopelo en busca de algo más sólido debajo, pero Romeo estaba demasiado distraído para impedírselo.

Esa noche sólo le interesaba encontrar a la mujer a la que había salvado la vida y cuyos hermosos rasgos había captado el maestro Ambrogio en un maravilloso retrato. El maestro se había negado a decirle su apellido pero a Romeo no le había costado averiguarlo él mismo. Apenas transcurrida una semana desde la llegada de la joven, ya corría el rumor por la ciudad de que, el domingo por la mañana, el señor Tolomei había llevado a misa a una belleza extranjera de ojos tan azules como el mar, de nombre Giulietta.

Romeo miró de nuevo a su alrededor y observó la multitud de hermosas mujeres con vistosos vestidos que giraban a la espera de que los hombres las recibieran. No alcanzaba a comprender dónde podía haberse metido la joven. Una flor como aquélla tendría que ir de brazo en brazo, sin descanso; el único obstáculo sería liberarla de los otros jóvenes que reclamaran su atención. Era un obstáculo al que ya se había enfrentado en otras ocasiones, y un juego del que disfrutaba.

Como para el príncipe griego a las puertas de Troya, la paciencia era su primer recurso, paciencia y resistencia mientras todos los demás contendientes se ponían en ridículo unos a unos. Después, el primer contacto: la caricia de una sonrisa cómplice, de conspiración frente a los otros. Más adelante, una mirada sostenida, grave y oscura, desde el otro lado de la estancia, y por Dios que la próxima vez que sus manos se encontraran en la cadena de baile, a ella se le desbocaría de tal forma el corazón que él podría seguir su recorrido por el cuello desnudo de la joven. Entonces, en ese preciso instante, le daría el primer beso…

Sin embargo, hasta la paciencia homérica de Romeo iba agotándose con cada baile, haciendo girar a las jóvenes como cuerpos celestiales y creando con ellas todas las constelaciones posibles, salvo la única que anhelaba. Como iban enmascaradas, no estaba completamente seguro, pero, por lo que podía ver de su pelo y sus sonrisas, la joven a la que quería cortejar no estaba allí. Perdérsela esa noche sería un desastre, porque sólo un baile de máscaras le permitiría colarse en el palazzo Tolomei de forma clandestina, y tendría que volver a rondar su balcón —donde estuviera— con una voz que el Creador no había hecho para cantar.

Como es lógico, existía el peligro de que el rumor lo hubiera confundido y que la joven de ojos azules vista en misa fuera otra persona. En ese caso, su pavoneo en la pista de baile del señor Tolomei esa noche no habría sido más que una pérdida de tiempo; la joven a la que quería conocer probablemente dormía como un bebé en alguna otra casa de la ciudad. Cuando ya casi estaba convencido de que se trataba de un error, en medio de una galante reverencia de la ductia, tuvo de pronto el fuerte presentimiento de que lo observaban.

Introduciendo un giro donde no había giro, Romeo recorrió con la vista la estancia entera. Y al fin lo vio: un espejismo, medio velado por el pelo, lo miraba fijamente desde las sombras de la arcada de la planta superior. Sin embargo, en cuanto distinguió la forma ovalada de la cabeza de una mujer, ésta se ocultó entre las sombras, como si temiera ser descubierta.

Se volvió para mirar a su pareja, sonrojado de emoción. Si bien apenas había podido vislumbrar a la dama de lejos, en su corazón no cabía duda de que lo que había visto era la figura de la hermosa Giulietta. Ella también lo miraba, como si lo conociera y supiese a qué había venido. Otra ductia lo llevó por la sala con una majestuosidad cósmica, luego vino una estampie, hasta que al fin Romeo divisó a uno de sus primos entre la multitud y logró llamar su atención con una mirada penetrante.

—¿Dónde te habías metido? —le susurró furioso—. ¿Es que no ves que me muero?

—Me debes agradecimiento, no maldiciones —le replicó el otro, ocupando su lugar—, porque ésta es una fiesta miserable, con vino miserable y mujeres miserables, y…, ¡eh, espera!

Pero Romeo ya se iba, sordo a las palabras de desaliento y ciego a la mirada reprobatoria de la viuda al verlo desaparecer. En una noche así, no había puerta cerrada a un hombre audaz. Con todo el servicio y los guardias ocupados en la planta baja, cualquier cosa por encima de ella era para el amante lo que una charca forestal para el cazador: dulce recompensa del paciente.

Allí arriba, en la primera planta, los humos embriagadores de la fiesta de abajo tornaban en joven al viejo, en tonto al sabio y en generoso al tacaño y, al recorrer la galería superior, Romeo pasó por muchas estancias oscuras rebosantes de murmullos de seda y risitas sofocadas. De cuando en cuando, un destello de blanco traicionaba la retirada estratégica de ropa y, al pasar por un rincón particularmente salaz, a punto estuvo de detenerse a mirar, fascinado por la infinita flexibilidad del cuerpo humano.

Sin embargo, cuanto más se alejaba de la escalera, más silenciosos eran los rincones y, cuando al fin pasó la arcada que daba a la pista de baile, allí no quedaba ni una alma a la vista. Donde antes había estado Giulietta, medio escondida tras una columna de mármol, ya no había nada, y al final de la arcada había una puerta cerrada que ni siquiera él se atrevía a abrir.

La desilusión fue enorme. ¿Por qué no habría huido del baile antes, como la estrella fugaz escapa de la aburrida inmortalidad del firmamento? ¿Qué le había hecho pensar que ella seguiría allí, esperándolo? Absurdo. Se había contado un cuento con un trágico final.

Estaba a punto de marcharse cuando se abrió la puerta del fondo de la arcada y una figura esbelta de luminoso cabello se deslizó por el umbral —como una dríade se colaría por una grieta en el tiempo—, antes de que la puerta volviera a cerrarse de golpe. Por un instante, no hubo movimiento, ni otro sonido más que el de la música de la planta baja, aunque Romeo creyó oír un resuello, el de alguien que no esperaba encontrárselo allí, acechando en las sombras, y contenía el aliento.

Debería haberla tranquilizado, pero su emoción era demasiado intensa para dominarla con buenos modales. En lugar de ofrecerle una disculpa por la intrusión o, mejor aún, el nombre del intruso, se quitó la máscara de carnaval y se acercó, resuelto a sacarla de las sombras y desvelar por fin su rostro vivo.

Ella no se dirigió a él ni tampoco huyó; en cambio, se acercó al balcón y miró a los bailarines. Animado, Romeo la siguió y, cuando ella se inclinó sobre la balaustrada, él tuvo la satisfacción de ver su perfil alumbrado por las luces de la planta baja. Aunque tal vez Ambrogio había exagerado los rasgos sublimes de su belleza, no había hecho justicia a la luminosidad de sus ojos ni al misterio de su sonrisa. La ternura de sus labios con vida había preferido, sin duda, dejar que la descubriera el propio Romeo.

—Ésta debe de ser la famosa corte del rey de los cobardes —empezó la joven.

Sorprendido por la amargura de su tono, Romeo no supo qué contestar.

—¿Qué otro pasaría la noche dándole uvas a una efigie —siguió ella sin volverse aún— mientras los asesinos se pasean por la ciudad presumiendo de sus hazañas? ¿Qué hombre decente podría contemplar una fiesta así cuando a su hermano acaban de…? —No pudo continuar.

—Son muchos los que consideran un valiente al señor Tolomei —intervino al fin Romeo con una voz que incluso él mismo extrañaba.

—Son muchos los que se equivocan —replicó ella—. Y vos, signore, perdéis el tiempo. No bailaré esta noche; me pesa mucho el corazón. Volved con mi tía y disfrutad de sus caricias; de mí no recibiréis ninguna.

—No he venido aquí a bailar —dijo Romeo acercándose con descaro—. Estoy aquí porque no puedo estar lejos. ¿No vais a mirarme?

Ella guardó silencio un instante, procurando no moverse.

—¿Por qué debería miraros? ¿Tan inferior es vuestra alma a vuestro cuerpo?

—No conocía mi alma hasta que vi su reflejo en vuestros ojos —contestó Romeo, bajando la voz al corazón de ella.

Ella no respondió en seguida, pero, cuando lo hizo, la aspereza de su tono lo descorazonó.

—¿Y cuándo habéis desflorado mis ojos con vuestra imagen? Para mí vos no sois más que la silueta distante de un excelente bailarín. ¿Qué demonio me los ha robado para dároslos?

—El sueño fue el culpable —dijo Romeo, contemplando su perfil y ansiando el retorno de su sonrisa—. Los tomó de vuestra almohada y me los trajo. ¡Ay, la dulce tortura de ese sueño!

—¡El sueño es el padre de las mentiras! —repuso la joven, aún empeñada en no volverse.

—Pero la madre de la esperanza.

—Quizá. Pero el primogénito de la esperanza es la tragedia.

—Habláis con la familiaridad con que sólo se habla de los parientes.

—¡Ah, no! —exclamó con aguda amargura—. No oso alardear de tan altas conexiones. Cuando muera, si mi muerte es sonada y devota, que sean los eruditos quienes debatan mi linaje.

—No me interesa vuestro linaje —dijo él, pasándole audaz un dedo por el cuello—, salvo para entender los secretos que ha escrito en vuestra piel.

Las caricias de él la enmudecieron por un instante. Cuando habló de nuevo, la emoción de sus palabras desmintió el pretendido desprecio.

—Entonces temo que os decepcionaré —repuso por encima del hombro—, pues mi piel no tiene nada hermoso que narrar, sólo habla de masacre y de venganza.

Alentado por la acogida de su primer emisario, le envolvió los hombros con las manos y se inclinó para hablarle a través del sedoso parapeto de su cabello.

—Sé de vuestra pérdida. No hay corazón en Siena que no sienta vuestro dolor.

—¡Sí lo hay! ¡Reside en el palazzo Salimbeni y es incapaz de albergar sentimientos humanos! —se zafó de las manos de Romeo—. ¡Cuán a menudo he deseado haber nacido hombre!

—Nacer hombre no salvaguarda de la pena.

—¿De veras? —Se volvió al fin para mirarlo, burlándose de su gravedad—. Decidme, signore, os lo ruego, cuáles son vuestras penas. —Sus ojos, asombrosos incluso en la oscuridad, lo repasaron de arriba abajo divertidos, luego se posaron en su rostro—. No, como sospechaba, sois demasiado guapo para tener penas. Más bien tenéis la voz y el semblante de un ladrón.

Al ver la indignación de Romeo, ella rio a carcajadas y prosiguió:

—Sí, de un ladrón, pero de un ladrón al que le dan más de lo que quiere y, por eso, se considera más generoso que codicioso, más favorito que enemigo. Corregidme si me equivoco: sois un hombre al que nunca se le ha privado de nada. ¿Cómo puede alguien así tener penas?

Romeo combatió su mirada burlona con confianza.

—Ningún hombre ha sufrido jamás una tribulación cuyo fin no deseara. No obstante, ¿qué peregrino rechaza cama y alimento en el camino? No me neguéis el mérito de mi viaje, pues, de no haber sido viajero, nunca habría atracado en vuestra orilla.

—¿Qué exótica indígena puede retener a un hombre de mar? ¿Qué peregrino no se hastía con el tiempo de su cómodo sillón y parte en busca de santuarios vírgenes aún más lejanos?

—Vuestras palabras no nos hacen justicia. Os ruego que no me tachéis de inconstante antes de saber siquiera mi nombre.

—Es mi naturaleza bárbara.

—Yo no veo sino belleza.

—Entonces no me veis en absoluto.

Romeo le tomó la mano y la forzó a acariciarle la mejilla.

—Yo os vi, mi bárbara, antes que vos a mí, aunque vos me oísteis a mí primero. Y así podríamos haber vivido, nuestro amor disuelto por los sentidos, si esta noche la diosa Fortuna no os hubiera dado ojos a vos ni me hubiese concedido oídos a mí.

La joven frunció el ceño.

—Vuestra poesía es misteriosa. ¿Pretendéis que os entienda, o esperáis que mi estupidez me haga creeros sabio?

—¡Por Dios! —exclamó Romeo—. ¡La diosa Fortuna nos ha engañado! Os ha dado ojos pero os ha robado los oídos. Giulietta, ¿no reconocéis la voz de vuestro caballero? —Le acarició la mejilla como cuando ella aún se fingía muerta en aquel ataúd—. ¿No identificáis sus caricias? —le susurró.

Durante un brevísimo instante, Giulietta se ablandó y apoyó la mejilla en su mano, buscando el consuelo de su proximidad, pero cuando Romeo la creía rendida, lo sorprendió verla fruncir los ojos. En lugar de abrirle la puerta de su corazón —hasta entonces sospechosamente entornada—, retrocedió de pronto, apartándose de su mano.

—¡Embustero! ¿Quién os manda para que juguéis conmigo?

Él hizo un aspaviento de sorpresa.

—Dulce Giulietta…

Pero ella se negaba a escucharlo y se limitó a apartarlo de sí para que la dejase en paz.

—¡Iros! ¡Marchad a reíros de mí con vuestros amigos!

—¡Os lo juro! —Romeo se mantuvo firme e intentó tomarle las manos, pero ella no quiso dárselas. A falta de algo mejor, la cogió por los hombros y la enderezó, desesperado por que escuchase lo que tenía que decirle—. Soy quien os salvó a fray Lorenzo y a vos de los asaltadores —insistió—, y entrasteis en esta ciudad bajo mi protección. Os vi después en el taller del maestro, cuando yacíais en el ataúd…

Mientras hablaba, vio que Giulietta abría mucho los ojos, de pronto consciente de que decía la verdad, pero, en lugar de manifestar gratitud, su semblante se llenó de angustia.

—Entiendo —dijo con voz trémula—. Supongo que habéis venido a cobraros vuestra deuda.

Sólo entonces, al ver su temor, se le ocurrió a Romeo que había sido un atrevimiento cogerla por los hombros de aquella manera y que eso le habría hecho dudar de sus intenciones. Maldiciéndose por ser tan impulsivo, la soltó despacio y retrocedió, confiando en que no huyera. Aquel encuentro no estaba saliendo como había previsto, en absoluto. Llevaba muchas noches soñando con el momento en que Giulietta saldría al balcón, atraída por su serenata, y se llevaría las manos al pecho, admirada de su persona, sino de su canción.

—He venido a oíros pronunciar mi nombre con vuestra dulce voz —confesó, rogándole perdón con la mirada—. Eso es todo.

Conmovida por su sinceridad, ella se atrevió a sonreír.

—Romeo. Romeo Marescotti —susurró—, bendito del cielo. Ea, ¿qué más os debo?

A punto estuvo de acercarse de nuevo, pero logró contenerse y guardar las distancias.

—No me debéis nada, pero lo quiero todo. Os he estado buscando por toda la ciudad desde que descubrí que estabais viva. Sabía que debía veros y… hablar con vos. Hasta he rogado a Dios… —Se interrumpió, avergonzado.

Giulietta le dedicó una mirada larga, con los ojos llenos de asombro.

—¿Y qué os ha contestado Dios?

Romeo no pudo contenerse más; le tomó la mano y se la llevó a los labios.

—Me ha dicho que estabais hoy aquí, esperándome.

—Entonces debéis de ser la respuesta a mis plegarias. —Lo observó admirada mientras él le besaba la mano una y otra vez—. Esta misma mañana, en misa, he pedido a Dios que me enviara a un hombre, un héroe, que pudiera vengar la cruenta muerte de los míos. Ahora entiendo que me equivocaba al pedir a alguien diferente, porque fuisteis vos quien acabó con el bandido del camino y quien me protegió desde el instante en que llegué. Sí —afirmó, llevándose al rostro la otra mano de Romeo—, creo que vos sois ese héroe.

—Me honráis, Giulietta —dijo Romeo irguiéndose—. Nada me agradaría más que ser vuestro caballero.

—Bien —respondió ella—, pues hacedme un pequeño favor: buscad a ese bastardo de Salimbeni y hacedlo sufrir como él hizo sufrir a mi familia y, cuando acabéis con él, traedme su cabeza en una caja para que vague descabezado por los pasillos del purgatorio.

Romeo tragó saliva pero logró asentir con la cabeza.

—Vuestros deseos son órdenes, ángel mío. ¿Me concedéis unos días para esta tarea o deseáis que sufra esta misma noche?

—Lo dejo a vuestra elección —contestó ella con donosa modestia—. Sois vos el experto en matar Salimbenis.

—Cuando termine —dijo Romeo cogiéndole ambas manos—, ¿me concederéis un beso por las molestias?

—Cuando terminéis, os concederé lo que deseéis —respondió Giulietta, mirándolo mientras él le besaba las muñecas, primero una, luego la otra.