III. I

La vista desde la antigua fortificación de los Medici, la Fortezza, era espectacular. No sólo podía ver los tejados de arcilla de Siena cociéndose al sol de la tarde, sino que al menos treinta kilómetros de montes ondulados se alzaban a mí alrededor como un océano de tonos verdes y azules lejanos. Una y otra vez, levantaba la vista de la lectura e inspiraba el magnífico paisaje con la esperanza de que me limpiara los pulmones de aire viciado y me llenara el alma de verano. Pero, en cuanto bajaba de nuevo la cabeza y retomaba el diario de Ambrogio, volvía a sumergirme en los oscuros acontecimientos de 1340.

Había pasado la mañana en el café de Malena, en la piazza Postierla, hojeando las primeras versiones oficiales de Romeo y Julieta, las que Masuccio Salernitano y Luigi da Porto habían escrito en 1476 y 1530, respectivamente. Resultaba interesante comprobar cómo había ido desarrollándose el argumento, y el giro literario que Da Porto le había dado a una historia que, según Salernitano, se basaba en hechos reales.

En la versión de Salernitano, Romeo y Julieta —o más bien Mariotto y Giannozza— vivían en Siena, pero no existía rivalidad entre sus familias, aunque sí se casaban en secreto tras sobornar a un fraile, si bien el drama no comenzaba hasta que Mariotto mataba a un destacado ciudadano y tenía que exiliarse. Entretanto, los padres de Giannozza —que ignoraban que su hija ya se había casado— le exigían que se casara con otro. Desesperada, Giannozza le pedía al fraile que le preparase un potente somnífero de efecto tan fuerte que los estúpidos de sus padres creyeran que había muerto y la enterraran así en seguida. Por suerte, el frailecillo la rescataba del sepulcro y poco después Giannozza viajaba —secretamente— en barco a Alejandría, donde Mariotto vivía su exilio. Pero el mensajero que debía informarle de la maquinación del somnífero era capturado por unos piratas y, al recibir la noticia de la muerte de Giannozza, Mariotto salía disparado a Siena para morir a su lado. Allí, los soldados lo capturaban y lo decapitaban, zas, y Giannozza se pasaba el resto de su vida llorando en un convento.

A mi juicio, los elementos fundamentales de ese original eran el matrimonio secreto, el exilio de Romeo, el disparatado plan del somnífero, el mensajero que se extraviaba y la misión deliberadamente suicida de Romeo al creer que Julieta había muerto.

La gran pega, claro está, era que todo sucedía supuestamente en Siena; si Malena hubiese estado por allí, le habría preguntado si aquello era del dominio público. Sospechaba que sí.

Curiosamente, cuando Da Porto reescribió la historia medio siglo después, también quiso anclarla a la realidad, llamando a Romeo y a Giulietta por su nombre de pila real, pero trasladó toda la historia a Verona y cambió los nombres de las familias, muy posiblemente por miedo a las represalias de los poderosos clanes implicados en el escándalo.

Logística aparte, en mi modesta opinión —propiciada por varios capuchinos— Da Porto escribió un relato mucho más interesante. Fue él quien incorporó el baile de máscaras y la escena del balcón, y quien ingenió el doble suicidio. Lo que no acababa de cuadrarme era que, para él, Julieta moría conteniendo la respiración. Claro que quizá pensó que su público no recibiría bien una escena sangrienta, escrúpulos que Shakespeare, por suerte, no tuvo.

Después de Da Porto, un tal Bandello había querido escribir una tercera versión y añadir una buena dosis de melodrama sin alterar, al menos aparentemente, su esencia argumental. Entonces, los italianos ya estaban hartos de la historia, por lo que viajó a Francia y a Inglaterra, donde fue a parar al escritorio de Shakespeare, que se encargó de inmortalizarla.

La gran diferencia que veía entre todas aquellas versiones poéticas y el diario del maestro Ambrogio era que, en realidad, eran tres las familias implicadas, no dos: las casas enemistadas eran la de los Tolomei y la de los Salimbeni (los Capuleto y los Montesco); Romeo, en cambio, era un Marescotti y, por tanto, ajeno a la disputa. En ese aspecto, el relato primero de Salernitano era el que más se aproximaba a la verdad; se situaba en Siena, y en él no se mencionaba rivalidad alguna entre familias.

Más tarde, cuando volvía de la Fortezza con el diario del maestro Ambrogio apretado contra el pecho, observé los rostros felices de quienes me rodeaban y volví a notar la presencia de un muro invisible entre ellos y yo. Paseaban, corrían, comían helados, y no se paraban a cuestionar el pasado, ni tenían —como yo— la angustiosa sensación de no encajar del todo en este mundo.

Esa mañana, delante del espejo del baño, me había probado el colgante con el crucifijo de plata del cofre de mi madre y había decidido llevarlo puesto. A fin de cuentas, era suyo, y seguramente lo había metido allí para que yo lo llevase. Tal vez, pensé, me protegiera de la maldición que había causado su muerte prematura.

¿Estaba loca? Tal vez. Aunque había muchos tipos de locura. Tía Rose siempre había sostenido que el mundo entero se hallaba en un estado de locura permanente y fluctuante, y que la neurosis no era una enfermedad, sino ley de vida, como las espinillas. Algunos tenían más, otros menos, pero sólo la gente verdaderamente anormal no tenía. Aquella filosofía tan sensata me había consolado muchas veces, y volvía a hacerlo ahora.

Cuando volví al hotel, el director Rossini vino a mí como el mensajero de Maratón, ansioso por ponerme al día.

—¡Señorita Tolomei! ¿Dónde se había metido? ¡Debe irse! ¡En seguida! ¡La condesa Salimbeni la espera en el Palazzo Pubblico! Vaya… —Me despachó como uno despacha al perro que ronda la mesa en busca de sobras—. ¡No la haga esperar!

—¡Un momento! —Señalé dos objetos plantados visiblemente en medio del vestíbulo—. ¡Ésas son mis maletas!

—Sí, sí, sí, las han traído hace un momento.

—Pues me gustaría subir a mi habitación a…

—¡No! —Rossini abrió de golpe la puerta principal y me indicó que saliera por ella—. ¡Debe irse en seguida!

—¡Si no sé ni adónde tengo que ir!

—¡A Santa Catalina! —Rossini puso los ojos en blanco y soltó la puerta, aunque yo sabía que, en el fondo, le encantaba ilustrarme sobre Siena—. ¡Venga, que le hago un croquis!

Entrar en la piazza del Campo era como meterse en una concha gigante. Su contorno se encontraba salpicado de restaurantes y cafés y, al fondo de la plaza inclinada, donde habría estado la perla, se alzaba el Palazzo Pubblico, el ayuntamiento de Siena desde la Edad Media.

Me detuve un instante a procesar el murmullo de voces bajo el cielo azul, el revoloteo de las palomas a mí alrededor y la fuente de mármol blanco y agua turquesa, hasta que se me acercó por la espalda una oleada de turistas que me arrastró hacia adelante, presa de un emocionado estupor ante la grandeza de la enorme plaza.

Mientras me hacía el croquis, Rossini me había asegurado que la del Campo era la plaza más hermosa de Italia, y no sólo para los sieneses. De hecho, ni siquiera recordaba en cuántas ocasiones huéspedes del hotel de todos los rincones del mundo —hasta de Florencia— se le habían acercado para ensalzar las bondades de la plaza. Él, como es lógico, había protestado y resaltado el esplendor de otros muchos sitios —que seguramente andaban por ahí, en alguna parte—, pero no habían querido escucharlo. Habían insistido en que Siena era la ciudad más maravillosa y mejor conservada del planeta y, a la vista de semejante convicción, ¿qué otra cosa podía hacer Rossini salvo admitir que probablemente estuvieran en lo cierto?

Me metí el croquis en el bolso y empecé a caminar hacia el Palazzo Pubblico. El edificio no pasaba inadvertido, con su elevado campanario, la torre del Mangia, construcción que el director me había descrito con tal profusión de detalles que costaba creer que no se hubiera levantado delante de sus mismísimos ojos, sino a finales de la Edad Media. Lirio, la había llamado, un digno monumento a la pureza femenina, con su flor de piedra blanca en lo alto de un elevado tallo rojo. Curiosamente, se había construido sin cimientos. Sólo la gracia de Dios y la fe, aseguraba, habían logrado mantenerla intacta a lo largo de seis siglos.

Haciéndome sombra con la mano, contemplé aquella torre erguida sobre un azul infinito. Jamás había visto celebrar la pureza femenina con un símbolo fálico de cien metros de altura. Aunque tal vez fueran cosas mías.

Había cierta gravedad, en el sentido literal del término, en aquel conjunto arquitectónico —el del palacio y la torre—, como si la plaza entera sucumbiese bajo su peso. Rossini me había dicho que, si lo dudaba, imaginase que soltaba una pelota en cualquier punto de la plaza. La pelota siempre terminaría rodando hacia el Palazzo Pubblico. La idea me fascinaba, quizá fuera el hecho de imaginarme una pelota botando por aquel adoquinado tan antiguo. O tal vez fuese el modo en que Rossini había pronunciado las palabras, en un dramático susurro, como un mago dirigiéndose a unos niños de cuatro años.

Como cualquier otro órgano de gobierno, el palazzo había ido creciendo con los años. Desde sus orígenes en forma de pequeña sala de reuniones para nueve administradores, se había convertido en una estructura formidable, por lo que entré en el patio interior sintiéndome vigilada. No por nadie en particular, sino por las sombras perpetuas de generaciones pretéritas, entregadas a la vida de aquella ciudad, de aquella pequeña parcela de tierra, de aquel universo en sí mismo.

Eva María Salimbeni me esperaba en el salón de la Paz, sentada en un banco en el centro de la estancia, mirando al aire, como si mantuviera una conversación silenciosa con Dios. Sin embargo, en cuanto me vio entrar por la puerta se puso firme y esbozó una sonrisa de satisfacción.

—¡Al final has venido! —exclamó, levantándose para besarme ambas mejillas—. Empezaba a preocuparme.

—Siento haberla hecho esperar. No me he dado cuenta de…

Su sonrisa invalidaba cualquier cosa que yo pudiera decir.

—Ya estás aquí, eso es lo que importa. Mira… —Señaló con un amplio barrido del brazo los enormes frescos que cubrían las paredes de la sala—. ¿Habías visto algo tan espléndido? Nuestro gran maestro, Ambrogio Lorenzetti, los hizo a finales de la década de 1330. Probablemente terminara éste, el que hay sobre las puertas, en 1340. Se llama El buen gobierno.

Me volví a mirar el fresco en cuestión. Cubría la pared, con lo que su realización debió de implicar el uso de un complejo andamiaje, y quizá de plataformas suspendidas del techo. En la mitad izquierda se veía una ciudad tranquila cuyos habitantes se ocupaban en sus asuntos cotidianos; la derecha era una amplia vista del campo que se extendía más allá de los muros de la ciudad. Entonces caí en la cuenta y dije, desconcertada:

—¿Se refiere a… el maestro Ambrogio?

—Sí, claro —asintió Eva María, en absoluto sorprendida de que me sonara el nombre—. Uno de los grandes. Pintó estas escenas para celebrar el fin de la rivalidad entre nuestras familias, los Tolomei y los Salimbeni. Por fin, en 1339, hubo paz.

—¿Ah, sí? —Recordé a Giulietta y a fray Lorenzo huyendo de los bandidos de Salimbeni que los habían asaltado camino de Siena—. Me parece que, en 1340, nuestros ancestros aún estaban en guerra. En el campo, por lo menos.

Eva María esbozó una sonrisa críptica: o le agradaba que me hubiera tomado la molestia de informarme sobre la familia o la ofendía que osara contradecirla. Si se trataba de lo último, tuvo la elegancia de reconocer que yo estaba en lo cierto.

—Tienes razón. La paz tuvo consecuencias inesperadas, como siempre que los burócratas intentan ayudarnos. Si alguien quiere zurrarse, no hay quien lo detenga —dijo alzando los brazos—. Si les prohíbes que lo hagan en la ciudad, lo harán en el campo y, ahí fuera, se saldrán con la suya. Al menos, en Siena, las peleas se detenían antes de que llegara la sangre al río. ¿Por qué?

Me miró para ver si adivinaba la respuesta, pero ¿cómo iba yo a saberlo?

—Porque en Siena siempre hemos tenido milicia —prosiguió agitando un dedo delante de mi nariz—, y para controlar a los Salimbeni y los Tolomei, los ciudadanos debían ser capaces de repartir sus tropas por las calles de la ciudad en cuestión de minutos —asintió convencida—. Creo que por eso la tradición de las contradas sigue siendo tan sólida hoy en día: la dedicación de la antigua milicia de los barrios fue lo que hizo posible la república sienesa. Si se quiere atar corto a los malos, los buenos deben ir bien armados.

Sonreí con su conclusión, procurando que pareciera que no me iba nada en todo aquello. No era el momento de decirle que no creía en las armas y que sabía de buena tinta que los «buenos» no eran mejores que los malos.

—Precioso, ¿no te parece? —prosiguió Eva María, señalando el fresco con la cabeza—. Una ciudad en paz consigo misma.

—Supongo —respondí—, aunque la gente no parece muy feliz, la verdad. Mire ésa… —señalé a una joven atrapada entre un puñado de bailarinas—. Se la ve…, no sé…, distraída.

—Quizá había visto pasar al cortejo nupcial —propuso Eva María, señalando un tren de personas que seguían a lo que parecía una novia a caballo—. Tal vez le recordara a un amor perdido…

—Está mirando el tambor —volví a señalar—, o la pandereta, y las bailarinas parecen… malas. Fíjese en cómo la atrapan con su baile. Además, una de ellas le mira el vientre. —Me volví hacia Eva María, pero no supe interpretar su expresión—. O a lo mejor son imaginaciones mías.

—No —respondió serena—, es obvio que el maestro quiere que nos fijemos más en ella. Las bailarinas de ese grupo son de mayor tamaño que cualquier otra persona de esa pintura. Además, si te fijas bien, es la única que lleva diadema en el pelo.

Forcé la vista y descubrí que tenía razón.

—¿Quién era? ¿Se sabe?

Eva María se encogió de hombros.

—Oficialmente, no, pero, entre nosotras… —Se inclinó para susurrarme—. Yo creo que es tu antepasada. Se llamaba Giulietta Tolomei.

Me sorprendió tanto oírla decir ese nombre —el mío— y formular la misma idea que yo le había formulado a Umberto por teléfono que tardé un instante en hacerle la pregunta lógica:

—¿Cómo demonios lo sabe? Que es mi antepasada, quiero decir…

Eva María estuvo a punto de echarse a reír.

—¿No es obvio? ¿Por qué, si no, iba a llamarte tu madre como ella? De hecho, ella misma me lo dijo: eres descendiente directa de Giulietta y Giannozza Tolomei.

Aunque me emocionaba oír aquello —expuesto con tanta contundencia—, me costaba digerir de golpe tanta información.

—No tenía ni idea de que hubiera conocido usted a mi madre —repliqué, preguntándome por qué no me lo habría dicho antes.

—Vino a verme una vez, con tu padre. Antes de casarse. —Eva María hizo una pausa—. Era muy joven. Más que tú. Dábamos una fiesta con un centenar de invitados, pero nos pasamos la velada hablando del maestro Ambrogio. Ellos me contaron todo lo que yo te cuento ahora. Tenían mucho interés en nuestras familias, sabían mucho de ellas. Fue una lástima lo que ocurrió.

Guardamos silencio un instante, sin movernos. Me miraba socarrona, como si supiera que me bullía en la cabeza una pregunta que no me atrevía a hacer: ¿cuál era su parentesco —si lo había— con el malvado Luciano Salimbeni, y cuánto sabía de la muerte de mis padres?

—Tu padre creía —prosiguió sin darme tiempo a preguntar— que el maestro Ambrogio ocultaba una historia en esta pintura, una tragedia ocurrida en su época de la que no podía hablarse abiertamente. Mira… —señaló el fresco—, ¿ves la pequeña jaula de la ventana, arriba? ¿Y si te dijera que ese edificio es el palazzo Salimbeni y que el hombre que ves dentro es el propio Salimbeni, entronado como un rey, mientras la gente se arrodilla a sus pies para pedirle dinero?

Noté que, por alguna razón, la historia la entristecía y sonreí, decidida a no permitir que el pasado se interpusiera entre nosotras.

—No parece muy orgullosa de él.

Hizo una mueca.

—Ah, era un gran hombre, pero al maestro Ambrogio no le gustaba. ¿No lo ves? Fíjate…, una boda…, una joven triste bailando…, y luego un pájaro en una jaula. ¿Qué conclusión sacas? —Al ver que no respondía, miró por la ventana—. Tenía veintidós años. Cuando me casé con él. Con Salimbeni. Él, sesenta y cuatro. ¿Te parece viejo? —Me miró fijamente a los ojos, intentando leerme el pensamiento.

—No necesariamente —repuse—. Como sabe, mi madre…

—Pues a mí sí —me interrumpió Eva María—. Pensé que era muy viejo y moriría pronto. Pero era rico. Tengo una casa preciosa. Tienes que venir a verme.

Me desconcertó tanto su franqueza —y la posterior invitación— que me limité a decir:

—Claro, encantada.

—¡Perfecto! —respondió agarrándome posesiva el hombro—. ¡Ahora sólo te queda encontrar al héroe del fresco!

Casi me hizo reír. Eva María Salimbeni era una auténtica artista cambiando de tema.

—Venga —me dijo, como un profesor a una clase de vagos—, ¿dónde está el héroe? Siempre hay un héroe. Mira bien el fresco.

Levanté la vista, obediente.

—Podría ser cualquiera.

—La heroína está en la ciudad —me orientó—, y parece muy triste. El héroe debe de estar… ¡Mira! A la izquierda tienes vida entre los muros de la ciudad, luego Porta Romana, la puerta de la ciudad, al sur, que divide el fresco en dos, y a la derecha…

—Vale, ya lo veo —dije, sumisa—. El tío que sale de la ciudad a caballo.

Eva María sonrió, pero no a mí, sino al fresco.

—¡Qué guapo es, ¿verdad?!

—¡Venga ya! ¿Y por qué lleva ese sombrero de elfo?

—Es cazador. Míralo bien. Lleva una ave de presa y va a soltarla, pero algo se lo impide. El otro hombre, el más moreno que va a pie y lleva el maletín de pintor, intenta decirle algo, y nuestro héroe se inclina en la silla para oírlo mejor.

—Quizá el que va a pie quiere que se quede en la ciudad —propuse.

—Quizá, pero ¿qué le ocurriría si lo hiciera? Mira lo que le ha puesto Ambrogio sobre la cabeza. La horca. No es una alternativa agradable, ¿no? —Sonrió—. ¿Quién crees que es?

No respondí en seguida. Si el pintor del fresco era el mismo Ambrogio cuyo diario estaba leyendo y la bailarina infeliz de la diadema era verdaderamente mi antepasada, Giulietta Tolomei, el jinete no podía ser otro más que Romeo Marescotti. Sin embargo, no me apetecía que Eva María supiera de mis recientes descubrimientos, ni de la fuente de mi conocimiento —a fin de cuentas, era una Salimbeni—, así que me encogí de hombros y contesté:

—No tengo ni idea.

—¿Y si te dijera —prosiguió ella— que el jinete es Romeo, el de Romeo y Julieta, y que tu antepasada, Giulietta, es la Julieta de Shakespeare?

Logré soltar una carcajada.

—¿Eso no ocurrió en Verona? Y ¿no eran una invención de Shakespeare? En la película Shakespeare in Love

¡Shakespeare in Love! —me miró como si nunca hubiese oído nada más repugnante—. Giulietta… —Eva María me acarició una mejilla—, créeme, sucedió aquí mismo, en Siena. Muchísimo antes de Shakespeare. Los tienes ahí arriba, en ese fresco: a Romeo camino del exilio y a Julieta a punto de casarse con un hombre al que no podía amar. —Sonrió al ver mi reacción y finalmente me soltó—: Tranquila. Cuando vengas a verme, hablaremos más de estas cosas tan tristes. ¿Qué haces esta noche?

Retrocedí un paso, confiando en poder ocultar cuánto me sorprendía su conocimiento íntimo de la historia de mi familia.

—Voy a limpiar mi balcón.

Eva María no perdió un segundo.

—Cuando hayas terminado, quiero que vengas conmigo a un concierto precioso. Toma… —hurgó en el bolso y sacó una entrada—. Un programa estupendo. Lo he elegido yo. Te gustará. A las siete en punto. Después cenaremos juntas y te contaré más cosas de nuestros antepasados.

Más tarde, camino de la sala de conciertos, me noté fastidiada. Hacía una noche preciosa y la ciudad bullía de gente feliz, pero yo no lograba contagiarme. Avanzando a grandes zancadas, con la vista fija en la acera, absorta en mis pensamientos, identifiqué la razón de mi mal humor: me estaban manipulando.

Desde mi llegada a Siena, todos parecían empeñados en decirme qué hacer y qué pensar. Sobre todo Eva María. Al parecer, encontraba lógico que sus extraños deseos y planes dictasen mis movimientos —etiqueta incluida—, y ahora pretendía trazar mi línea de pensamiento también. ¿Y si no me apetecía comentar con ella lo sucedido en 1340? Ah, qué lástima; no tenía elección. Aun así, por alguna extraña razón, seguía cayéndome bien. ¿Por qué? ¿Porque era la antítesis de tía Rose, siempre tan agobiada por no hacer las cosas mal que nunca las había hecho bien tampoco? ¿O acaso me caía bien precisamente porque debía disgustarme? Así lo habría entendido Umberto: el modo más seguro de conseguir que me relacionase con los Salimbeni habría sido sugerirme que me mantuviera alejada de ellos. Supongo que era algo propio de las Julietas.

Quizá había llegado el momento de que Julieta fuese sensata. Para el presidente Maconi, un Salimbeni siempre sería un Salimbeni, y según Peppo eso significaba desgracias para cualquier Tolomei que se le pusiera por delante. Y no sólo en la tempestuosa Edad Media; en la Siena actual, el fantasma del posible asesino Luciano Salimbeni aún no había abandonado la escena.

Por otro lado, quizá fueran esos prejuicios los que mantenían viva la vieja rivalidad familiar durante generaciones. Quizá el escurridizo Luciano Salimbeni jamás les había puesto una mano encima a mis padres, pero su apellido lo había convertido en sospechoso. No era de extrañar que hubiese hecho mutis. En un lugar donde se te considera culpable por asociación, no es probable que tu verdugo se siente pacientemente a esperar sentencia.

De hecho, cuanto más pensaba en ello, más se inclinaba la balanza a favor de Eva María; a fin de cuentas, parecía decidida a demostrar que, a pesar de nuestra ancestral rivalidad, podíamos ser amigas. Si eso era así, no iba a ser yo quien aguara la fiesta.

El concierto de esa noche lo organizaba la Academia de Música de Chigiana en el palazzo Chigi-Saracini, justo enfrente de la peluquería de mi amigo Luigi. Entré por un portal cubierto que daba a un patio cerrado con una arcada abierta y un viejo pozo en el centro. Imaginé caballeros de resplandeciente armadura sacando agua de ese pozo para dar de beber a sus caballos, y supuse que habría sido el paso de las caballerías y las carretas durante siglos lo que había pulido la superficie de los adoquines que pisaban mis sandalias de tacón. El lugar no era ni muy grande ni muy imponente, pero poseía una serena dignidad que hizo que me cuestionara la importancia de lo que pudiera suceder al otro lado de los muros de aquel cuadrángulo intemporal.

Miraba embobada el mosaico del techo de la arcada cuando se me acercó el acomodador, me dio un folleto y me señaló la puerta que conducía a la sala de conciertos de la planta superior. Lo examiné mientras subía, esperando encontrarme el programa del concierto, pero se trataba de una breve historia del edificio en varios idiomas, que rezaba así:

El palazzo Chigi-Saracini, uno de los más hermosos de Siena, perteneció originalmente a la familia Marescotti. El núcleo del edificio es muy antiguo, si bien, a lo largo de la Edad Media, los Marescotti fueron incorporando los edificios contiguos y, como muchas otras familias poderosas de Siena, levantaron una gran torre, desde la cual se anunció, a golpe de tambor o de pandereta, la victoria de Montaperti en 1260.

Me detuve en mitad de la escalera a releer el párrafo. Si aquello era cierto y no estaba confundiendo los nombres del diario del maestro Ambrogio, el edificio en el que me encontraba en ese momento había sido originalmente el palazzo Marescotti, el hogar de Romeo en 1340.

Hasta que la gente empezó a estrujarse, irritada, para pasar por delante de mí, no salí de mi estupefacción y continué avanzando. ¿Qué más daba que hubiera sido el hogar de Romeo? Nos separaban casi setecientos años y, además, por aquel entonces, él tenía a su propia Julieta. Aun con mi nuevo look, no era más que un retoño desgarbado de la criatura perfecta de entonces.

Janice se habría reído a carcajadas de mis ideas románticas. «¡Ya estamos otra vez —se habría burlado—: Jules soñando con un tipo inalcanzable!». Y habría tenido razón. Aunque, a veces, ésos son los mejores.

Esa rara obsesión por las figuras históricas se me había despertado a los nueve años, con el presidente Jefferson. Mientras las otras chicas —incluida Janice— forraban las paredes de su cuarto de pósters de cantantes buenorros con el vientre al descubierto, la mía era un santuario dedicado a mi padre fundador favorito. Había hecho todo lo posible por aprender a escribir «Thomas» con letra de imprenta, e incluso había bordado una T gigante en un cojín al que dormía abrazada todas las noches. Por desgracia, Janice encontró mi bloc secreto, lo pasó por la clase y todo el mundo se carcajeó de mis fantasiosos dibujos, en los que se me veía al pie del Monticello, vestida de novia y cogida de la mano de un Jefferson muy cachas.

Después, todos empezaron a llamarme Jeff, hasta los profesores, que ni siquiera sabían por qué y que, curiosamente, jamás vieron mi cara de pena cuando me nombraban en clase. Al final dejé de levantar la mano y decidí limitarme a estar allí, en la última fila, escondida tras mi pelo, con la esperanza de que nadie reparara en mi existencia.

En el instituto, gracias a Umberto, me obsesioné con el mundo clásico, y mis fijaciones fueron el espartano Leónidas, el romano Escipión e incluso, un tiempo, el emperador Augusto, hasta que descubrí su lado oscuro. Cuando empecé la universidad, ya me había retrotraído tanto en el tiempo que mi héroe era un cavernícola anónimo que habitaba la estepa rusa, mataba mamuts y tocaba melodías inolvidables con su flauta de hueso, bajo la luna llena, en soledad.

La única que me hizo ver que todos mis novios tenían algo en común fue, claro está, Janice.

—Lástima que ya estén todos criando malvas —me dijo una noche que intentábamos dormirnos en una tienda de campaña del jardín y había conseguido sonsacarme uno a uno todos mis secretos a cambio de unos caramelos que en realidad eran míos.

—¡Eso no es cierto! ¡Los famosos viven eternamente! —protesté, arrepentida de haberle confesado mis secretos.

A lo que Janice respondió con sorna:

—Puede, pero ¿quién quiere besar a una momia?

Sin embargo, a pesar de mi hermana, no era fruto de mi imaginación sino de la costumbre el cosquilleo que me producía la idea de acechar al fantasma de Romeo en su propio domicilio; para que nuestra hermosa relación durase sólo hacía falta una cosa: que siguiera muerto.

Eva María hacía los honores en la sala de conciertos, rodeada de hombres con traje oscuro y mujeres con vestidos deslumbrantes. Era una estancia de techos altos, decorada en tonos crema y rematada con toques dorados. Se habían dispuesto unas doscientas sillas para el público, que, a juzgar por el número de personas ya presentes, no tardarían en ser ocupadas. Al fondo afinaban sus instrumentos los miembros de una orquesta, y una mujer aparatosa vestida de rojo amenazaba con cantar. Como en casi toda Siena, no había allí nada moderno que pudiera distraer, salvo algún que otro adolescente con calzado deportivo bajo los pantalones de pinzas.

En cuanto me vio entrar, Eva María me dedicó una distinguida seña para que me agregara a su séquito. Al acercarme oí que me presentaba con inmerecidos superlativos y, poco después, ya era amiguísima de algunos de los peces gordos de la cultura sienesa, entre ellos el presidente del banco Monte dei Paschi, en el palazzo Salimbeni.

—Monte dei Paschi es el máximo mecenas de las artes en Siena —me explicó Eva María—. Nada de lo que ves a tu alrededor habría sido posible sin el respaldo financiero de la fundación.

El presidente me miró sonriendo apenas, como su esposa, que estaba de pie a su lado, cogida de su brazo. Al igual que la de Eva María, su elegancia no tenía edad y, aunque yo me había vestido para la ocasión, sus ojos me decían que me quedaba mucho por aprender. Incluso se lo susurró a su marido, o eso me pareció.

—A mi esposa le parece que no se lo cree usted —bromeó el presidente, con el acento y la entonación dramática de quien recita los versos de una canción—. Quizá piensa que estamos demasiado… —tuvo que buscar la palabra— orgullosos de nosotros mismos.

—No necesariamente —dije con las mejillas encendidas por el constante escrutinio—. Me resulta… paradójico que la supervivencia de la casa de los Marescotti dependa de la buena voluntad de los Salimbeni, eso es todo.

El presidente validó mi argumento con un leve cabeceo, como confirmando el acierto de los superlativos de Eva.

—Paradójico, ciertamente.

—El mundo está lleno de paradojas —dijo una voz a mi espalda.

—¡Alessandro! —exclamó el presidente, de pronto rebosante de audacia y jovialidad—. Ven a conocer a la signorina Tolomei. Está siendo muy… dura con todos nosotros. Sobre todo contigo.

—Lo es, lógicamente. —Alessandro me besó la mano con socarrona caballerosidad—. De lo contrario, jamás creeríamos que es una Tolomei. —Me miró fijamente a los ojos antes de soltarme la mano—. ¿No es así, señorita Jacobs?

Fue una situación violenta. Obviamente no esperaba encontrarme allí, y su reacción no nos favoreció a ninguno de los dos. Claro que no me extrañaba que estuviese antipático conmigo; al final no lo había llamado después de que viniera a verme al hotel hacía tres días. Su tarjeta de visita se había quedado tirada en mi escritorio como si estuviera maldita; esa misma mañana la había roto por la mitad y la había tirado a la papelera, suponiendo que, si hubiera querido detenerme, ya lo habría hecho.

—Sandro, ¿no te parece que Giulietta está preciosa esta noche? —terció Eva María, malinterpretando la tensión que había entre nosotros.

Alessandro se esforzó por sonreír.

—Cautivadora.

—Sí, sí —intervino el presidente—, pero ¿quién guarda nuestro dinero si tú estás aquí?

—Los fantasmas de los Salimbeni —contestó Alessandro sin apartar la vista de mí—. Son formidablemente poderosos.

—¡Basta! —Aunque secretamente complacida por las palabras de su ahijado, Eva María se fingió ceñuda y le atizó en el hombro con un programa enrollado—. Todos seremos fantasmas algún día. Hoy celebramos la vida.

Después del concierto, Eva María insistió en que fuésemos a cenar por ahí, los tres. Cuando empecé a protestar, hizo sonar una tarjeta de cumpleaños y dijo que esa noche precisamente —«que pasaba otra página de la muy excelente y lamentable comedia de la vida»— su único deseo era cenar en su restaurante favorito con dos de sus personas favoritas. Curiosamente, Alessandro no se opuso en absoluto. Al parecer, en Siena no estaba bien visto contradecir a las madrinas el día de su cumpleaños.

El restaurante favorito de Eva María se encontraba en la via delle Campane, en los límites de la contrada del Águila; su mesa favorita estaba situada sobre una plataforma exterior con vistas a una floristería que cerraba ya sus puertas hasta el día siguiente.

—Entonces, ¡no te gusta la ópera! —me dijo después de pedir una botella de prosecco y un plato de antipasto.

—¡Claro que sí! —protesté, incómoda, con el espacio justo para cruzar las piernas debajo de la mesa—. Me encanta la ópera. El mayordomo de mi tía la escuchaba a todas horas. Especialmente Aida. Sólo que… se supone que Aida era una princesa etíope, no una cincuentona de tamaño colosal. Lo siento.

Eva María rio con ganas.

—Haz lo que hace Sandro: cierra los ojos.

Miré de reojo a Alessandro. Se había sentado detrás de mí en el concierto, y había notado que no me quitaba ojo de encima.

—¿Por qué? La cantante sigue siendo la misma.

—¡Pero la voz proviene del alma! —arguyó Eva María por su ahijado, inclinándose—. Lo único que tienes que hacer es escuchar y verás a Aida como es en realidad.

—¡Qué amable! —Miré a Alessandro—. ¿Eres siempre tan amable?

Alessandro no respondió. No tenía por qué hacerlo.

—La magnanimidad es la mayor de las virtudes —prosiguió Eva María, probando el vino y juzgándolo digno de consumo—. Aléjate de la gente mezquina, atrapada en almas pequeñas.

—Según el mayordomo de mi tía, la mayor de las virtudes es la belleza —dije—, aunque solía decir que la generosidad es una forma de belleza.

—La verdad es belleza; la belleza, verdad —proclamó al fin Alessandro—. Según Keats. Viviéndola así, la vida es muy fácil.

—¿Tú no la vives así?

—No soy una urna.

Empecé a reírme, pero él ni siquiera sonrió.

Aunque sin duda quería que fuésemos amigos, Eva María no era capaz de evitar intervenir.

—¡Háblanos más de tu tía! —me instó—. ¿Por qué crees que nunca te dijo quién eras en realidad?

Miré a uno, luego al otro, y tuve la sensación de que ya habían hablado de mí y no se habían puesto de acuerdo.

—No tengo ni idea. Creo que tenía miedo de que… O tal vez… —Bajé la vista—. No sé.

—En Siena, tu nombre significa mucho —confesó Alessandro, mirando su vaso de agua.

—¡Nombres, nombres, nombres! —suspiró Eva María—. Lo que no entiendo es por qué tu tía…, ¿Rose?…, nunca te trajo a Siena.

—A lo mejor temía que la persona que mató a mis padres me matase a mí también —dije, con mayor rotundidad esta vez.

Eva María se recostó en el asiento, pasmada.

—¡Qué idea tan horrible!

—Bueno…, ¡felicidades! —Bebí un sorbo de mi prosecco—. Y gracias por todo. —Miré furiosa a Alessandro, obligándolo a mirarme también—. No te preocupes, me voy en seguida.

—No, imagino que este sitio es demasiado tranquilo para tu gusto —dijo, cabeceando.

—Me gusta la tranquilidad.

En el verde conífera de sus ojos, percibí un destello admonitorio de su alma. Una visión perturbadora.

—Indudablemente.

En vez de responder, apreté los dientes y desvié mi atención al antipasto. Por desgracia, Eva María no captó los matices más sutiles de mis emociones; sólo vio que me sonrojaba.

—Sandro —dijo subiéndose al que creyó el tren del coqueteo—, ¿cómo es que aún no has paseado a Giulietta por la ciudad para enseñarle cosas bonitas? A ella le encantaría.

—Sin duda. —Alessandro asesinó una aceituna con el tenedor, pero no se la comió—. Lamentablemente, aquí no tenemos estatuas de sirenitas.

Entonces tuve la certeza de que había examinado mi expediente y había averiguado todo lo que podía saberse de Juliet Jacobs, la antibelicista, que, en cuanto volvió de Roma, salió rumbo a Copenhague a destrozar la estatua de la Sirenita en protesta por la intervención danesa en Iraq. Por desgracia, en el expediente no se indicaba que todo había sido un gran error y que Juliet sólo había viajado a Dinamarca para demostrarle a su hermana que se atrevía a hacerlo.

Saboreando en la garganta el fuerte cóctel de rabia y miedo, cogí a tientas el cesto del pan con la firme esperanza de que mi pánico no se notara.

—¡No, pero tenemos otras estatuas bonitas! —Eva María me miró, luego lo miró a él tratando de averiguar qué ocurría—. Y fuentes. Tienes que llevarla a Fontebranda…

—Quizá la señorita Jacobs quiera ver la via dei Malcontenti —propuso Alessandro, interrumpiendo a Eva María—. Allí solíamos llevar a los delincuentes para que sus víctimas pudieran arrojarles cosas camino de la horca.

Le devolví la mirada implacable, pues no vi necesidad de seguir disimulando.

—¿Se perdonaba a alguien?

—Sí. Se llamaba destierro. Se les pedía que salieran de Siena y no volvieran nunca más. A cambio, se les perdonaba la vida.

—Ah, sí, como con vuestra familia, los Salimbeni —espeté mirando de reojo a Eva María, que, para variar, parecía atónita—. ¿Me equivoco?

Alessandro no respondió en seguida. A juzgar por la tensión de su mandíbula, le habría encantado devolvérmela, pero sabía que no podía hacerlo delante de su madrina.

—El gobierno expropió a los Salimbeni en 1419 —respondió al fin con la voz tensa—, y los obligó a abandonar la república de Siena.

—¿Para siempre?

—Obviamente no, pero estuvieron desterrados mucho tiempo. —Por cómo me miraba, supe que volvíamos a hablar de mí—. Probablemente lo merecían.

—¿Y si volvieron de todas formas?

—Pues… —hizo una pausa de efecto y entonces me di cuenta de que el verde de sus ojos no era como el follaje orgánico, sino algo frío y cristalizado, igual que el trozo de malaquita que yo había presentado orgullosísima en cuarto, hasta que la profesora explicó que ese mineral se usaba para extraer cobre y que era muy dañino para el medio ambiente— sus razones tendrían.

—¡Basta ya! —Eva María alzó su copa—. Se acabaron los destierros, y las disputas. Ahora todos somos amigos.

Logramos mantener una conversación civilizada durante unos diez minutos, luego ella se excusó para ir al baño, y Alessandro y yo nos quedamos solos ante el peligro. Al mirarlo de reojo, lo vi escudriñarme y, por un fugaz instante, quise creer que no pretendía más que jugar al gato y al ratón con el fin de comprobar si yo era lo bastante vital para convertirme en su pareja de juego de la semana. Bueno, pensé, fuera lo que fuese, el gato no tramaba nada bueno.

Alargué el brazo para coger un trozo de salchicha.

—¿Crees en la redención? —pregunté.

—Me da igual lo que hicieras en Roma —contestó Alessandro, acercándome el plato—. O en cualquier otro sitio. Pero me importa Siena. Dime, ¿a qué has venido?

—¿Me estás interrogando? —dije con la boca llena—. ¿Debería llamar a mi abogado?

Se inclinó hacia mí y bajó la voz:

—Podría encerrarte así… —chasqueó los dedos delante de mis narices—. ¿Eso es lo que quieres?

—Las amenazas nunca han funcionado conmigo —le repliqué, sirviéndome más comida y confiando en que no notara lo mucho que me temblaban las manos—. Quizá obraran maravillas en tus antepasados, pero, si recuerdas, a los míos no les impresionaban mucho.

—Muy bien… —Se incorporó y cambió de táctica—. A ver qué te parece esto, yo te dejo en paz con una condición: que te mantengas alejada de Eva María.

—¿Por qué no se lo dices a ella?

—Es una mujer muy especial y no quiero que sufra.

Solté el tenedor.

—¿Y yo sí? ¿Tan mala opinión tienes de mí?

—¿De veras quieres saberlo? —Me dio un repaso como si yo fuera un producto carísimo a la venta—. Pienso que eres hermosa, inteligente…, una gran actriz… —Al verme confundida, frunció el ceño y prosiguió con mayor severidad—: Y que alguien te ha pagado mucho dinero para que vengas aquí y te hagas pasar por Giulietta Tolomei…

—¡¿Qué?!

—… y que una parte de tu misión consiste en intimar con Eva María. Pero adivina qué… No te lo voy a permitir.

No sabía ni por dónde empezar. Por suerte, sus surrealistas acusaciones me dejaron demasiado pasmada para sentirme verdaderamente ofendida.

—¿Por qué no crees que soy Giulietta Tolomei? —espeté al fin—. ¿Es porque no tengo los ojos tan azules?

—¿Quieres saber por qué? Te lo diré. —Se inclinó, clavando los codos en la mesa—. Porque Giulietta Tolomei está muerta.

—¿Cómo explicas entonces —respondí, inclinándome también—, que esté aquí sentada?

Me miró más intensamente que nunca, buscando en mi rostro algo que, de algún modo, me delatara. Al final, apartó la vista con los labios muy apretados y supe que, por algún motivo, no lo había convencido, y probablemente jamás lo haría.

—¿Sabes qué?… —Aparté la silla de la mesa y me levanté—. Que, siguiendo tu consejo, voy a evitar la compañía de Eva María. Dale las gracias por el concierto y por la cena, y dile que puede recuperar su ropa cuando quiera. Ya no la necesito.

No esperé su respuesta. Bajé de la plataforma y salí aprisa del restaurante sin mirar atrás. En cuanto volví la primera esquina, fuera del alcance de su vista, me brotaron lágrimas de rabia y, a pesar de los zapatos que llevaba, eché a correr. Sólo me faltaba que Alessandro me diera alcance y se disculpara por sus groserías, si es que era lo bastante humano para intentarlo.

Elegí volver al hotel por las calles menos transitadas. Mientras avanzaba en la penumbra, con más esperanza que certeza de haber tomado el camino correcto, iba tan absorta en mi charla con Alessandro —más concretamente, en todas las respuestas cortantes que podría haberle dado— que tardé un rato en percatarme de que me seguían.

Al principio era poco más que la sensación escalofriante de que alguien me observaba, pero en seguida empecé a percibir el levísimo sonido de un desplazamiento sigiloso a mi espalda. En cuanto emprendía la marcha, oía un claro roce de ropa y el ruido de unas pisadas blandas, pero, si me detenía, el roce desaparecía y sólo oía un silencio inquietante que era casi peor.

Al enfilar de pronto una calle cualquiera, por el rabillo del ojo vislumbré movimiento y la sombra de un hombre. Si no me equivocaba, se trataba del mismo tipo que me había seguido hacía unos días al salir del banco del palazzo Tolomei con el cofre de mi madre. Mi cerebro, obviamente, había catalogado como peligroso mi primer encuentro con aquel tío e, identificados su silueta y su paso, hizo saltar una ensordecedora alarma de evacuación inmediata que fulminó de golpe todos los pensamientos racionales que pudiera albergar y me impulsó a descalzarme y —por segunda vez aquella noche— echar a correr.