Siena, 1340
El golpe letal no llegó. En su lugar, fray Lorenzo —aún arrodillado en oración ante el bandido— oyó un resuello frágil y aterrador seguido de un temblor que sacudió la carreta entera y el estruendo de un cuerpo desplomándose al suelo. Después… silencio. Un breve vistazo con un ojo medio abierto le valió para confirmar que, efectivamente, quien pretendía asesinarlo ya no se alzaba sobre él blandiendo su espada, por lo que fray Lorenzo se estiró nervioso para ver dónde había ido a parar el bandido tan de repente.
Allí estaba, roto y ensangrentado, al borde de la cuneta, el individuo que hacía apenas unos instantes era el engreído cabecilla de una banda de salteadores de caminos. Cuan frágil y humano parecía ahora, pensó fray Lorenzo, con la punta de un cuchillo brotándole del pecho mientras un hilo de sangre se le escurría de aquella boca diabólica a un oído que había sido testigo de muchas súplicas desesperadas sin atender jamás ninguna.
—¡Madre de Dios! —alzó las manos juntas al cielo—. ¡Gracias, Virgen santa, por salvar a tu humilde servidor!
—No hay de qué, padre, pero no soy ninguna virgen.
Al oír aquella voz espectral y comprobar lo cerca que estaba su propietario, espeluznante, con su casco empenachado, su peto y su lanza en ristre, fray Lorenzo se levantó de un brinco.
—¡Noble San Miguel, me habéis salvado la vida! —gritó, a un tiempo exaltado y aterrado—. ¡Ese hombre, ese granuja, estaba a punto de matarme!
San Miguel se levantó la visera y reveló su joven rostro.
—Sí —dijo con voz ahora humana—, lo he supuesto, pero, para vuestra desilusión, debo añadir que tampoco soy un santo.
—¡Sea cual sea vuestra condición, noble caballero, vuestra llegada ha sido de verdad milagrosa, y estoy seguro de que la Virgen os compensará en el cielo! —exclamó fray Lorenzo.
—Gracias, padre, pero la próxima vez que habléis con ella, ¿os importaría decirle que preferiría una compensación terrenal? —replicó el caballero con un destello de picardía en los ojos—. ¿Otro caballo, quizá? Porque, con éste, seguro que no me toca ni un cerdo en el Palio.
Fray Lorenzo pestañeó una vez, tal vez dos, mientras empezaba a darse cuenta de que su salvador le había dicho la verdad: no era ningún santo. Además, a juzgar por el modo en que había hablado de la Virgen María —con impertinente familiaridad—, tampoco era un alma piadosa.
Al detectar que, por una minúscula rendija, la ocupante del ataúd intentaba ver a su osado redentor, fray Lorenzo no dudó en sentarse sobre la tapa para evitar que la caja se abriera, ya que su instinto le decía que aquellos dos jóvenes no debían conocerse.
—Ejem —dijo, decidido a ser cortés—. ¿Dónde andáis batallando, noble caballero? ¿Partís para Tierra Santa, quizá?
El otro lo miró incrédulo.
—¿De dónde salís, extraño fraile? Cualquier hombre de Dios sabe bien que los tiempos de las cruzadas ya pasaron. Esas colinas, esas torres…, ¡ésa es mi Tierra Santa! —añadió extendiendo el brazo en dirección a Siena.
—Entonces, ¡me alegro sinceramente de no haber topado con viles intenciones!
El caballero no parecía convencido.
—¿Puedo preguntar qué os trae a Siena, padre? —dijo frunciendo los ojos—. ¿Qué lleváis en ese ataúd?
—¡Nada!
—¿Nada? —El otro miró el cuerpo tirado en el suelo—. Me extraña que los Salimbeni sangren por nada. Seguro que ahí lleváis algo valioso.
—¡En absoluto! —insistió el fraile, muy agitado aún para confiar en otro desconocido con demostradas habilidades asesinas—. En esta caja descansa uno de mis pobres hermanos, brutalmente desfigurado de una caída desde nuestro ventoso campanario hace tres días. Debo entregárselo a mi señor…, eh…, a su familia de Siena esta noche.
Para alivio del fraile, el gesto del otro mudó la creciente hostilidad por la compasión, y no hizo más preguntas sobre el ataúd. En cambio, volvió la cabeza y miró inquieto camino abajo. Fray Lorenzo le siguió la mirada, pero no halló otra cosa más que el sol poniente, si bien la vista le recordó que, gracias a aquel joven, pagano o no, podía disfrutar del resto del día y, Dios mediante, de muchos más como ése.
—¡Primos! —bramó su redentor—, ¡la mala fortuna de este desdichado fraile ha interrumpido nuestro ensayo de la carrera!
Sólo entonces vio fray Lorenzo a otros cinco jinetes surgir del sol y, según se aproximaban, entendió que se trataba de un puñado de jóvenes que practicaban algún deporte. Ninguno de los otros llevaba armadura, pero uno —casi un niño— portaba un reloj de arena. Cuando el chico vio el cadáver en la cuneta, el artilugio se le escapó de las manos, cayó al suelo y se partió por la mitad.
—Un mal augurio para nuestra carrera, primito —le dijo el caballero al muchacho—, aunque quizá nuestro santo amigo pueda deshacerlo con una oración o dos. ¿Qué decís, padre? ¿Podríais bendecir mi caballo?
Fray Lorenzo miró furioso a su redentor, creyéndose víctima de una broma, pero el otro, a la grupa de su caballo, tan cómodo como cualquiera podría estarlo en una silla de su casa, parecía sincero. No obstante, al ver el ceño fruncido del monje, el joven sonrió y dijo:
—¡Da igual! No hay bendición que valga a este jamelgo. Pero, decidme, antes de que partamos, si he salvado a amigo o enemigo.
—¡Nobilísimo maestro! —Avergonzado de haber pensado mal, siquiera un instante, del hombre que el Altísimo había enviado a salvarle la vida, fray Lorenzo se levantó de un brinco y, con la mano en el pecho, añadió sumiso—: ¡Os debo la vida! ¿Qué otra cosa podría ser sino vuestro devoto súbdito para siempre?
—¡Hermosas palabras! Pero ¿a quién favorecéis?
—¿Favorecer? —Fray Lorenzo los miró a todos, uno por uno, en busca de una pista.
—Sí, ¿por quién hacéis campaña en el Palio? —lo instó el muchacho al que se le había caído el reloj de arena.
Seis pares de ojos se fruncieron mientras el fraile se esforzaba por articular una respuesta, mirando primero el pico dorado del casco empenachado del caballero, después las alas negras de la banderola que llevaba sujeta a la lanza y, por último, la enorme águila que decoraba su peto.
—Por supuesto, favorezco… ¿al águila? —contestó fray Lorenzo con precipitación—. ¡Sí! A la gran águila…, ¡la reina del cielo!
Para su alivio, la respuesta fue recibida entre vítores.
—¡Entonces sois de los nuestros! —concluyó el caballero—. Me alegro de haberlo matado a él y no a vos. Venid, os escoltaremos hasta la ciudad. Por la puerta de Camollia no se permite el paso de carretas después de la puesta del sol, así que debemos darnos prisa.
—Vuestra amabilidad me abruma —declaró fray Lorenzo—. Os ruego que me digáis vuestro nombre para que pueda bendeciros en todas mis oraciones de ahora en adelante.
El casco picudo descendió brevemente en un gesto de cordial asentimiento.
—Soy el Águila, pero me llaman Romeo Marescotti.
—¿Marescotti es vuestro nombre mortal?
—¿Qué más da el nombre? El Águila vive eternamente.
—Sólo Dios puede otorgar la vida eterna —espetó fray Lorenzo, dejando que su cicatería natural eclipsara por un instante su gratitud.
El caballero sonrió.
—Así pues —replicó, sobre todo por divertir a sus compañeros—, ¡el águila debe de ser el ave favorita de la Virgen!
Cuando Romeo y sus primos dejaron por fin al monje y su carreta en su destino de Siena, el atardecer se había tornado en noche cerrada y un cauto silencio se había apoderado del mundo. Puertas y ventanas se hallaban cerradas y vedadas a los demonios de la noche y, de no haber sido por la luna y algún transeúnte ocasional portador de una antorcha, fray Lorenzo se habría perdido hacía tiempo en aquel laberinto de callejuelas empinadas.
Al preguntarle Romeo a quién iba a visitar, el monje había mentido. Sabía de la cruenta enemistad entre los Tolomei y los Salimbeni y que, en la compañía equivocada, podía resultar fatal admitir que había viajado a Siena en busca del gran señor Tolomei. A pesar de su voluntad de ayudar, quién sabe cómo habrían reaccionado Romeo y sus primos, y qué lascivas historias contarían a sus familias si averiguaban la verdad. De modo que fray Lorenzo les había dicho que se dirigía al taller del maestro Ambrogio Lorenzetti, el otro único nombre que podía relacionar con Siena.
Ambrogio Lorenzetti era un pintor, un auténtico maestro, muy apreciado en todas partes por sus frescos y sus retratos. Fray Lorenzo no lo conocía en persona, pero recordaba que alguien le había dicho que aquel gran hombre vivía en Siena. Al principio se lo había nombrado a Romeo con cierta inquietud, pero, al ver que la mención del artista no contrariaba al joven, osó suponer que su elección había sido acertada.
—Bueno…, hemos llegado —dijo Romeo, deteniendo su caballo en una calle estrecha—. Es la puerta azul.
Fray Lorenzo miró alrededor, sorprendido de que el famoso pintor no viviese en un barrio más atractivo. Había basura e inmundicia por toda la calle, y gatos escuálidos que lo observaban desde portales y rincones oscuros.
—Agradezco vuestra ayuda, caballeros —dijo apeándose de la carreta—. El cielo os compensará en su debido momento.
—Apartad, padre —replicó Romeo, desmontando—, para que entremos ese ataúd por vos.
—¡No! ¡No lo toquéis! —Fray Lorenzo trató de interponerse entre Romeo y el ataúd—. Ya me habéis ayudado bastante.
—¡Sandeces! —Romeo casi apartó al monje de un empujón—. ¿Cómo pretendéis meterlo en la casa sin nuestra ayuda?
—No pretendo… ¡Dios proveerá! Me ayudará el maestro…
—Los pintores tienen cerebro, no músculos. —Esta vez Romeo lo apartó, pero lo hizo con delicadeza, consciente de que se enfrentaba a un oponente más débil.
El único que parecía desconocer su debilidad era el fraile.
—¡No! —exclamó, empeñado en defender su cometido de protector único del ataúd—. Os ruego…, ¡os ordeno que…!
—¿Vos me lo ordenáis? —Romeo lo miró divertido—. No hacéis más que incrementar mi curiosidad. Acabo de salvaros la vida, padre. ¿Cómo es que ya no os sirve mi amabilidad?
Al otro lado de la puerta azul, dentro del taller del maestro Ambrogio, el pintor se ocupaba en lo que solía ocuparse a esa hora del día: mezclar y probar colores. La noche pertenecía al audaz, al loco, al artista —a menudo, uno y trino—, y era un momento excelente para trabajar porque todos sus clientes estaban en sus casas, comiendo y durmiendo como hacen los humanos, y no llamarían a su puerta hasta después del amanecer.
Gozosamente ensimismado en su trabajo, el maestro Ambrogio no reparó en el alboroto de la calle hasta que su perro, Dante, empezó a gruñir. Sin soltar el mortero, el pintor se aproximó a la puerta para evaluar la gravedad de la disputa, que, a juzgar por el elevado tono, tenía lugar en su portal. Le recordó a la espléndida muerte de Julio César, asesinado decorativa y armoniosamente —escarlata sobre mármol, enmarcado por las columnas— por una multitud de senadores romanos. ¡Ojalá algún gran sienes muriese allí de forma similar y le permitiera disfrutar de la escena en el muro vecino!
En ese preciso instante, alguien aporreó la puerta, y Dante empezó a ladrar.
—¡Calla! —le dijo Ambrogio al perro—. Más vale que te escondas, por si es el cornudo el que intenta entrar. Lo conozco bastante mejor que tú.
Tan pronto como el maestro abrió la puerta, lo envolvió un remolino de voces agitadas que irrumpieron en su domicilio en medio de una acalorada discusión sobre no sé qué objeto que debía meterse allí.
—¡Decidles, mi buen hermano en Cristo… —lo instó el monje, sin resuello—, decidles que ya nos encargamos nosotros de esto!
—¿De qué? —quiso saber el maestro Ambrogio.
—¡Del ataúd del campanero muerto! —espetó otro—. ¡Éste!
—Me temo que os equivocáis de casa —señaló el maestro—. Yo no he pedido nada.
—Os suplico que nos dejéis entrar —le imploró el monje—. Os lo explicaré todo.
No tenía más que hacerse a un lado, de modo que abrió la puerta de par en par y dejó que los jóvenes metieran el ataúd en su taller y lo depositaran en el suelo, en el centro de la estancia. No le extrañó que el joven Romeo Marescotti y sus primos anduvieran —como de costumbre— metidos en algún lío; lo que le asombró fue la presencia del inquieto monje.
—Éste es el ataúd más ligero que he cargado jamás —observó uno de los acompañantes de Romeo—. Vuestro campanero debía de ser muy delgado, fray Lorenzo. La próxima vez, procurad encontrar uno más fuerte que aguante mejor en el ventoso campanario.
—¡Eso haremos! —exclamó fray Lorenzo con descortés impaciencia—. Gracias, caballeros, por vuestros servicios. Gracias, mi señor Romeo, por salvarnos la vida…, ¡por salvarme la vida! Tomad…, ¡un centesimo por las molestias! —añadió sacándose de debajo del hábito una moneda pequeña y doblada.
La moneda quedó al aire un rato, sin que nadie la reclamase. Al final, fray Lorenzo volvió a metérsela bajo el hábito, con las orejas encendidas como ascuas avivadas por una ráfaga de viento inesperada.
—Lo único que pido —dijo Romeo, por fastidiar— es que nos mostréis lo que contiene ese ataúd. Porque no es un monje, ni gordo ni delgado, de eso estoy seguro.
—¡No! —La inquietud de fray Lorenzo se transformó en pánico—. ¡No puedo permitirlo! ¡Os juro, y pongo a la Virgen María por testigo, que si este ataúd se abre, una debacle caerá sobre todos nosotros!
Ambrogio pensó que jamás había reparado en los rasgos de una ave, de un gorrioncillo caído del nido, con sus plumas desgreñadas y sus ojitos aterrados… Eso parecía precisamente aquel joven fraile, acorralado por los gatos más célebres de Siena.
—Vamos, padre —dijo Romeo—. Os he salvado la vida esta noche. ¿Acaso no merezco vuestra confianza?
—Temo —terció Ambrogio dirigiéndose a fray Lorenzo— que tendréis que cumplir vuestra amenaza y dejar que la debacle caiga sobre todos nosotros. El honor así lo exige.
El monje meneó la cabeza con vehemencia.
—Muy bien, lo abriré, pero permitidme que os lo explique primero… —Miró inquieto a un lado y a otro en busca de inspiración, luego asintió con la cabeza y dijo—: Tenéis razón, no hay ningún monje en ese ataúd, pero sí alguien igualmente sagrado: la única hija de mi generoso patrón, que… —se aclaró la garganta para imprimir veracidad a su voz— falleció trágicamente hace dos días. Mi señor me envía a vos, maestro, con el cuerpo de la joven difunta para que plasméis sus rasgos en una pintura antes de que se pierdan para siempre.
—¿Dos días? —se espantó Ambrogio, muy profesional—. ¿Tanto tiempo lleva muerta? Mi querido amigo… —Sin esperar la aprobación del monje, levantó la tapa del ataúd para evaluar los daños, aunque, por fortuna, la joven del interior aún no había sido víctima de la muerte—. Parece que todavía tenemos tiempo —dijo gratamente sorprendido—. Aun así, debo comenzar en seguida. ¿Os ha sugerido vuestro patrón algún motivo? Acostumbro a pintar una Virgen María de cintura para arriba; en este caso, incluiré gratuitamente al Niño Jesús, dado que venís de tan lejos.
—Bien…, me quedo con la Virgen —respondió fray Lorenzo mirando nervioso a Romeo, que, arrodillado junto al ataúd, admiraba a la joven muerta—, y con Nuestro Señor Jesucristo, puesto que es gratis.
—Ahimé! —clamó Romeo, ignorando la pose vigilante del monje—. ¿Cómo puede Dios ser tan cruel?
—¡Deteneos! —gritó fray Lorenzo, aunque ya era demasiado tarde: el joven le había acariciado la mejilla a la muchacha.
—Una belleza así jamás debería morir —dijo con ternura—. Hasta la muerte reniega de su oficio esta noche. Mirad, aún no ha teñido sus labios de púrpura.
—¡Cuidado! —advirtió fray Lorenzo, intentando cerrar la caja—. ¡No sabéis la infección que portan esos labios!
—Si fuera mía —prosiguió Romeo, obstaculizando la voluntad del monje y obviando cualquier peligro—, la seguiría al paraíso y me la traería de vuelta. O me quedaría allí con ella para siempre.
—Sí, sí, sí —lo interrumpió fray Lorenzo, cerrando la caja a la fuerza, casi estampándola sobre la muñeca del otro—, la muerte transforma a todos los hombres en extraordinarios amantes. ¡Ojalá hubieran sido tan apasionados cuando la dama aún vivía!
—Muy cierto, padre —asintió Romeo, levantándose al fin—. Bueno, ya he visto y oído bastantes miserias por una noche. Os dejo con vuestros tristes menesteres, yo iré a tomarme un vino a la salud de esta pobre alma. De hecho, creo que serán varios, por si el alcohol me lleva directo al paraíso y puedo conocerla allí en persona. —Fray Lorenzo se abalanzó de pronto sobre él y le susurró furioso sin motivo aparente:
—¡Amarrad vuestra lengua, mi señor Romeo, no vaya a perderos!
El joven sonrió.
—… y presentarle mis respetos.
Hasta que salieron del taller todos los granujas y se extinguió por completo el sonido de los cascos de sus caballos, fray Lorenzo no volvió a levantar la tapa del ataúd.
—Estáis a salvo —dijo—. Podéis salir.
La joven abrió al fin los ojos y se incorporó, con las mejillas hundidas por el agotamiento.
—¡Dios todopoderoso!, ¿qué suerte de brujería es ésta? —exclamó espantado Ambrogio, persignándose con la mano del mortero.
—Os ruego, maestro, que nos escoltéis al palazzo Tolomei —le imploró fray Lorenzo, ayudando a la joven a levantarse—. Esta joven dama es la sobrina de mi señor Tolomei, Giulietta. Ha sido víctima de muchos males y debo ponerla a salvo cuanto antes. ¿Podríais ayudarnos?
Ambrogio miró al monje y luego a la muchacha, tratando aún de digerir lo acontecido. A pesar del cansancio, la joven se mantenía erguida, su pelo alborotado, resplandeciente a la luz de la vela, sus ojos, tan azules como el cielo de un día claro. Era, sin la menor duda, la creación más perfecta que había contemplado jamás.
—¿Puedo preguntar qué os ha impulsado a confiar en mí? —le preguntó al monje.
Fray Lorenzo señaló las pinturas que lo rodeaban.
—Un hombre que ve lo divino en las cosas mundanas, sin duda, es un hermano en Cristo.
El maestro miró también a su alrededor, pero no vio más que botellas de vino vacías, obras inconclusas y retratos de personas que habían cambiado de opinión al ver la factura.
—Exageráis, aunque os lo agradezco —dijo meneando la cabeza—. No temáis, os llevaré al palazzo Tolomei, pero, primero, satisfaced mi descortés curiosidad y contadme qué le aconteció a esta joven dama y por qué se hacía pasar por muerta encerrada en ese ataúd.
Por primera vez, Giulietta habló, con una voz tan dulce y firme como tenso de dolor se mostraba su rostro.
—Hace tres días —dijo—, los Salimbeni asaltaron mi casa. Mataron a todos los Tolomei (a mi padre, a mi madre y a mis hermanos) y a todos cuantos se interpusieron en su camino, salvo a este hombre, mi querido confesor, fray Lorenzo. Yo estaba confesándome en la capilla cuando tuvo lugar el asalto, si no también… —Apartó la mirada, presa de la desesperación.
—Venimos en busca de protección —continuó el fraile—, y a contarle a mi señor Tolomei lo sucedido.
—Venimos en busca de venganza —lo corrigió Giulietta con los ojos muy abiertos, llenos de odio, y los puños cerrados apretados contra el pecho como para contener la ira—, y a destripar a ese monstruo de Salimbeni y colgarlo de sus propias entrañas.
—Ejem… —la interrumpió el fraile—. Ejerceremos, por supuesto, el perdón cristiano…
Giulietta asintió con vehemencia, sin escucharlo, y prosiguió:
¡y se las echaremos a los perros una por una!
—Os compadezco. Debéis de haber sufrido mucho… —confesó el maestro Ambrogio, deseando poder abrazar a la hermosa muchacha para consolarla.
—¡No he sufrido en absoluto! —Sus ojos azules perforaron el alma del pintor—. De modo que no os compadezcáis de mí, limitaos a llevarnos a casa de mi tío sin más interrogatorios. Por favor —añadió, más serena, consciente de su arrebato.
Tras dejar a salvo al monje y a la muchacha en el palazzo Tolomei, el maestro Ambrogio volvió al taller en una especie de galopada. Nunca antes se había sentido así. Estaba enamorado, enfurecido…, todo a la vez. La inspiración agitaba sus colosales alas en su cabeza y le desgarraba el pecho buscando un modo de escapar del continente mortal de aquel hombre de talento. Desparramado en el suelo, eternamente confundido por el comportamiento humano, Dante miraba con un ojo medio inyectado en sangre cómo Ambrogio componía sus colores e iniciaba la plasmación de los rasgos de Giulietta Tolomei sobre una pintura de una Virgen María hasta entonces descabezada. Tuvo que empezar por los ojos. En su taller, no había habido hasta entonces un color tan fascinante; de hecho, aquella tonalidad no se encontraba en toda la ciudad, porque acababa de inventarla, presa de un frenesí casi febril, mientras la imagen de la joven seguía aún húmeda en el lienzo de su mente.
Alentado por el resultado, no dudó en trazar el contorno del notable rostro que ocultaban aquellos llameantes riachuelos de pelo. Los trazos del artista eran rápidos y firmes; si la joven hubiese estado sentada ante él en ese preciso instante, posando para la eternidad, el artista no podría haber trabajado con más vertiginoso acierto.
—¡Sí! —Era lo único que escapaba de su boca mientras, con avidez, casi con voracidad, devolvía a la vida aquellos rasgos arrebatadores.
Terminada la pintura, retrocedió varios pasos y al fin cogió el vaso de vino que se había servido en una vida anterior, hacía cinco horas.
Justo entonces volvieron a llamar a la puerta.
—¡Calla! —le dijo a Dante, amenazándolo con el dedo para que dejara de ladrar—. Siempre supones lo peor. Quizá sea otro ángel. —Sin embargo, al abrir la puerta y ver el demonio que le había enviado el destino a tan intempestiva hora, supo que el perro tenía más razón que él.
Fuera, a la luz titilante de la antorcha mural, se hallaba Romeo Marescotti, con su rostro engañosamente encantador partido en dos por una ebria sonrisa. Aparte de su reciente encuentro con el joven, Ambrogio conocía muy bien a Romeo desde hacía una semana, cuando todos los varones Marescotti se habían sentado ante él, uno por uno, para que sus rostros se incluyeran en un nuevo y formidable mural del palazzo Marescotti. El páter familias, el comandante Marescotti, buscaba una representación de su clan que combinase pasado y presente, y en la que todos sus antepasados ilustres —más unos cuantos menos ilustres— aparecieran en el centro, afanados, de algún modo, en la batalla de Montaperti, mientras los vivos flotaban en el cielo, vestidos y dispuestos como las Siete Virtudes. Para entretenimiento de todos, a Romeo le había correspondido la menos ajustada a su carácter, con lo que el maestro Ambrogio se había visto obligado a fundir pasado y presente aplicando hábilmente los rasgos del más infame playboy de Siena al príncipe apostado en el trono de la Castidad.
La castidad renacida apartó de un empujón a su benigno creador y entró en el taller buscando el ataúd, que aún se encontraba —cerrado— en medio de la estancia. El joven no podía ocultar que ansiaba abrirlo y ver de nuevo el cuerpo que se ocultaba en su interior, pero, para ello, habría tenido que retirar la paleta del pintor y algunos pinceles húmedos que descansaban ahora encima de la tapa.
—¿Habéis terminado ya la pintura? —preguntó en cambio—. Quiero verla.
Ambrogio cerró la puerta despacio, consciente de que su visitante había bebido demasiado para guardar bien el equilibrio.
—¿Por qué deseáis ver la imagen de una joven muerta? Habrá muchas vivas por ahí.
—Cierto —coincidió Romeo, detectando al fin la nueva incorporación—, pero eso sería demasiado fácil, ¿no os parece? —Se acercó al retrato y lo examinó con la mirada de un experto, no en arte, sino en mujeres. Al poco, asintió con la cabeza—: No está mal. Bonitos ojos le habéis dado. ¿Cómo habéis…?
—Os lo agradezco —intervino en seguida Ambrogio—, pero el verdadero artista es Dios. ¿Más vino?
—Claro. —Romeo tomó la copa y se sentó en el ataúd, evitando los pinceles húmedos—. ¿Qué os parece si brindamos por vuestro amigo, Dios, y por todos los juegos a que nos somete?
—Es muy tarde —dijo Ambrogio, retirando la paleta para sentarse junto a Romeo—. Debéis de estar cansado, amigo mío.
Como atrapado por el retrato que tenía delante, Romeo no lograba apartar los ojos de él lo bastante para mirar al pintor. Cuando por fin habló, lo hizo con una sinceridad novedosa, incluso para él.
—No estoy tan cansado como despierto. Me pregunto si alguna vez lo he estado tanto.
—Eso sucede a veces cuando estamos medio dormidos. Sólo entonces abrimos de verdad los ojos del alma.
—Pero no estoy dormido, ni deseo estarlo. Nunca volveré a dormir. Creo que vendré todas las noches y me sentaré aquí en lugar de dormir.
Sonriendo ante tan apasionada declaración, privilegio envidiable de la juventud, Ambrogio contempló su obra maestra.
—¿Os complace, pues?
—¿Complacerme? —dijo Romeo, casi ahogándose con la palabra—. ¡La adoro!
—¿Honraríais un santuario así?
—¿Acaso no soy un hombre? Sin embargo, como hombre, siento también una gran pena al ver tanta belleza desaprovechada. Ojalá pudiera persuadirse a la muerte de que renunciara a ella.
—¿Entonces, qué? —Ambrogio logró fruncir el ceño oportunamente—. ¿Qué haríais vos si esta angelical mujer viviera y respirara?
Romeo tomó aire, pero las palabras se le escaparon.
—No sé… La amaría, obviamente. Sé cómo amar a una mujer. He amado a muchas.
—Quizá sea preferible que no viva, pues me temo que ésta requeriría un mayor esfuerzo. De hecho, imagino que, para cortejar a una dama así, habría que entrar por la puerta principal, en lugar de esconderse bajo su balcón. —Al ver que el otro enmudecía de pronto y una pincelada de ocre recorría su noble rostro, Ambrogio prosiguió con mayor tranquilidad—: Una cosa es el deseo y otra el amor. Aunque están relacionados, son cuestiones bien distintas. Para disfrutar de lo primero basta con poco más que dulces palabras y un cambio de vestimenta; para lograr el último, sin embargo, el hombre debe renunciar a su costilla. A cambio, la mujer deshará el pecado de Eva y lo devolverá al paraíso.
—Pero ¿cómo sabe el hombre cuándo debe renunciar a su costilla? A muchos amigos míos no les queda ninguna, y os aseguro que no han estado en el paraíso ni una sola vez.
La preocupación visible en el rostro del joven hizo asentir con la cabeza a Ambrogio.
—Vos lo habéis dicho —reconoció—. Un hombre lo sabe; un muchacho, no.
Romeo rio a carcajadas.
—¡Os admiro! —exclamó, poniéndole una mano en el hombro—. ¡Tenéis valor!
—¿Qué tiene de extraordinario el valor? —replicó el artista con mayor audacia una vez aprobado su papel de mentor—. Sospecho que esa virtud ha matado a más hombres buenos que todos los vicios juntos.
Romeo rio de nuevo a carcajadas, como si no disfrutase a menudo de tan descarada oposición, y el maestro descubrió inesperadamente que el joven le caía bien.
—A menudo —prosiguió Romeo, sin intención de zanjar el tema—, oigo a los hombres decir que harían cualquier cosa por una mujer, pero, a la menor ocasión, protestan y se escabullen como perros.
—¿Y vos? ¿También os escabullís?
Romeo reveló una fila completa de dientes perfectos, asombroso para alguien con fama de liarse a puñetazos donde quiera que fuese.
—No —respondió, aún sonriente—, tengo buen olfato para las mujeres que no piden más de lo que quiero darles. Sin embargo, si existiera una mujer así… —señaló el retrato con la cabeza—, me rompería gustoso todas las costillas por conquistarla. Más aún, entraría por la puerta principal, como decís, y pediría su mano antes de tocarla siquiera. Y no sólo eso, la convertiría en mi única mujer y jamás volvería a mirar a otra. ¡Lo juro! Merecería la pena, lo sé.
Complacido con lo que oía y queriendo creer que su obra había logrado apartar al joven de sus libertinas costumbres, el maestro asintió con la cabeza, satisfecho en general del trabajo de aquella noche.
—La joven sin duda lo merece.
Romeo volvió la cabeza con los ojos entornados.
—Habláis como si aún viviera.
Ambrogio guardó silencio un instante y estudió el rostro del joven, tratando de averiguar la veracidad de su afirmación.
—Giulietta se llama —confesó al fin—. Creo que vos, amigo mío, con vuestras caricias, la rescatasteis de la muerte anoche, pues, cuando salisteis para la taberna, vi su hermoso cuerpo alzarse por sí solo del ataúd…
Romeo se levantó de un brinco, como si ardiera de pronto el asiento.
—¡Qué espeluznante afirmación! ¡No sé si el temblor de mi brazo es de gozo o de miedo!
—¿Teméis las maquinaciones de los hombres?
—De los hombres, no; de Dios, mucho.
—Tranquilizaos entonces con lo que voy a deciros, pues no fue Dios quien la introdujo en este ataúd, sino el monje fray Lorenzo, que temía por su seguridad.
Romeo se quedó boquiabierto.
—¿Insinuáis que nunca ha estado muerta?
La expresión del joven hizo sonreír a Ambrogio.
—Siempre ha estado tan viva como vos.
Romeo se llevó las manos a la cabeza.
—¡Os burláis de mí! ¡No os creo!
—Creed lo que queráis —dijo el maestro, levantándose y retirando los pinceles—, o abrid el ataúd.
Tras un instante de gran angustia, paseando de un lado a otro, Romeo se armó por fin de valor y abrió de golpe el ataúd.
Al verlo vació, en vez de alegrarse, miró al maestro con renovado recelo.
—¿Dónde está?
—No puedo decíroslo. Traicionaría la confianza que se ha depositado en mí.
—Pero ¿vive?
Ambrogio se encogió de hombros.
—Vivía la última vez que la vi, en el umbral de la casa de su tío, despidiéndose de mí.
—¿Quién es su tío?
—Repito que no puedo decíroslo.
Romeo se acercó un paso al maestro, retorciéndose los dedos.
—¿Pretendéis que ronde todos los balcones de Siena hasta dar con la mujer que busco? —Dante se levantó en cuanto vio que el joven parecía amenazar a su dueño, pero, en lugar de gruñirle una advertencia, echó la cabeza hacia atrás y soltó un largo y expresivo aullido.
—No creo que salga al balcón si la rondáis —replicó Ambrogio, inclinándose para darle una palmadita al perro—. No está de humor para serenatas. Ni creo que vuelva a estarlo nunca.
—¿Por qué me contáis todo esto, entonces? —protestó Romeo, casi tumbando el caballete y el retrato de frustración.
—Porque aflige a un artista ver a una paloma nívea coquetear con cuervos —respondió Ambrogio, divertido por la exasperación del otro.