II. II

No recuerdo hasta dónde leí esa noche, pero los pajarillos ya habían empezado a cantar cuando me quedé traspuesta en medio de un océano de papeles. Ya sabía la relación que había entre los distintos documentos del cofre de mi madre: todos eran —cada uno a su manera— versiones preshakespearianas de Romeo y Julieta. Mejor aún, los textos del año 1340 no eran ficción, sino relatos de primera mano de los acontecimientos originarios de la famosa obra.

Aunque aún no había aparecido en su propio diario, el misterioso maestro Ambrogio, al parecer, había conocido en persona a los homólogos de carne y hueso de algunos de los personajes con peor estrella de la literatura universal. No obstante, lo cierto era que, de momento, sus escritos no cuadraban mucho con la tragedia de Shakespeare; claro que habían transcurrido más de dos siglos y medio entre los sucesos reales y la obra del poeta, tiempo suficiente para que la historia pasara por muchas manos.

Deseando compartir mi hallazgo con alguien que supiera apreciarlo —no a todo el mundo iba a hacerle gracia descubrir que, durante siglos, millones de turistas habían invadido la ciudad equivocada en busca del balcón y de la tumba de Julieta—, llamé a Umberto al móvil en cuanto me di una ducha matinal.

—¡Enhorabuena! —exclamó apenas le dije que había logrado convencer al presidente Maconi para que me entregase el cofre de mi madre—. ¿Y qué?, ¿ya eres rica?

—Pues… —respondí, echando un vistazo al desorden de mi cama—. Dudo que el tesoro esté en el cofre. Si es que hay un tesoro…

—Claro que hay un tesoro —repuso Umberto—, ¿por qué si no iba a esconderlo tu madre en una caja de seguridad? Mira bien.

—Hay algo más… —Hice una breve pausa, buscando un modo de decírselo sin parecer idiota—. Creo que estoy emparentada con la Julieta de Shakespeare.

Supongo que era lógico que Umberto riera, pero me fastidió de todos modos.

—Sé que suena raro —proseguí interrumpiendo su risa—, pero ¿cómo explicas si no que nos llamemos igual, Giulietta Tolomei?

—Querrás decir Julieta Capuleto —me corrigió Umberto—. Lamento desilusionarte, Principessa, pero me temo que no era un personaje real…

—¡Claro que no! —espeté, deseando no habérselo contado—. Pero parece que la historia estaba inspirada en personas de carne y hueso… ¡Bah, no importa! ¿Qué tal todo por ahí?

Cuando colgué, empecé a ojear por encima las cartas italianas que mi madre había recibido hacía más de veinte años. Seguramente aún vivía alguien en Siena que hubiera conocido a mis padres y pudiera responderme a todas las preguntas que tía Rose había eludido constantemente. No obstante, sin saber nada de italiano, no podía distinguir las cartas de amigos de las de familiares; mi única pista era que una de ellas comenzaba con «Carissima Diana…», y estaba firmada por una tal Pia Tolomei.

Desplegué el plano de la ciudad que había comprado el día anterior, con el diccionario, y, después de buscar un rato la dirección garabateada en el reverso del sobre, logré al final ubicarla en una plaza minúscula del centro de Siena, la piazzetta del Castellare. Se hallaba en el corazón de la contrada de la Lechuza, el territorio de mi familia, a escasa distancia del palazzo Tolomei, donde me había reunido con el presidente Maconi el día anterior.

Con un poco de suerte, Pia Tolomei —quienquiera que fuese— aún viviría allí y estaría deseando hablar con la hija de Diane Tolomei, y lo bastante lúcida para recordar por qué. La piazzetta del Castellare era como una pequeña fortaleza en el interior de la ciudad, nada fácil de encontrar. Tras pasar de largo varias veces, descubrí que se entraba por un pasaje cubierto, que al principio había ignorado creyéndolo el acceso a un patio privado. Una vez dentro de la piazzetta, me vi atrapada entre edificios altos y silenciosos y, al levantar la vista a todas aquellas contraventanas cerradas de las paredes que me rodeaban, creí lógico que se hubiesen cerrado en algún momento de la Edad Media y jamás hubieran vuelto a abrirse.

En realidad, de no haber sido por el par de Vespas aparcadas en un rincón, el gato atigrado apostado a la entrada de una casa y la música proveniente de la única ventana abierta, habría supuesto que los edificios se habían desocupado hacía tiempo y abandonado a las ratas y los fantasmas.

Saqué el sobre que había encontrado en el cofre de mi madre y volví a mirar la dirección. Según mi plano, estaba en el lugar correcto, pero, al examinar los portales, no encontré ningún Tolomei junto a los timbres, ni ningún número que coincidiera con el consignado en mi carta. Para ser cartero en aquellas tierras, pensé, la clarividencia debía de ser un requisito fundamental.

Sin saber muy bien qué hacer, empecé a tocar todos los timbres, uno por uno. Me disponía a pulsar el cuarto cuando una mujer abrió las contraventanas del piso situado encima de mí y me gritó algo en italiano.

En respuesta, agité la carta.

—¿Pia Tolomei?

—¿Tolomei?

—¡Sí! ¿Sabe dónde vive? ¿Sigue aquí?

La mujer señaló una puerta al otro lado de la piazzetta y dijo algo que no podía significar más que «Pruebe ahí».

Sólo entonces reparé en una puerta más contemporánea, de espurio pomo blanco y negro, en el muro del fondo; la tenté y se abrió. Ignorando si en Siena sería de recibo colarse así en casas ajenas, me detuve un instante, pero, a mi espalda, la mujer de la ventana —que debía de creerme boba— no paraba de instarme a que entrara, así que entré.

—¿Hola? —Precavida, crucé despacio el umbral y me quedé mirando a la fría oscuridad.

Cuando mis ojos se adaptaron, vi que me encontraba en un vestíbulo de techo muy alto, rodeada de tapices, pinturas y antigüedades expuestas en vitrinas de cristal. Solté la puerta y grité:

—¿Hay alguien en casa? ¿Señora Tolomei?

Sólo oí la puerta encajarse a mi espalda. Sin saber muy bien cómo proceder, avancé por el pasillo, mirando las antigüedades a mí paso. Entre ellas, había una colección de banderolas verticales con imágenes de caballos, torres y mujeres que se parecían mucho a la Virgen María. Algunas eran muy antiguas y estaban descoloridas, otras eran modernas y llamativas; al llegar al final del pasillo, caí en la cuenta de que aquél no era un domicilio particular, sino una especie de museo o establecimiento público.

Por fin oí unos pasos irregulares y una voz grave que llamaba impaciente:

—¿Salvatore?

Me volví para ver a mi involuntario anfitrión salir de la habitación contigua, apoyándose en una muleta. Era un anciano, debía de tener más de setenta, y el gesto adusto lo hacía parecer mayor aún.

—¿Salva…? —Se detuvo en seco al verme y añadió algo que no me sonó muy cordial.

Ciao! —saludé, a la vez nerviosa y atenta, y sostuve en alto la carta como quien sostiene un crucifijo ante un noble transilvano, por si acaso—. Busco a Pia Tolomei. Conoció a mis padres. Soy Giulietta Tolomei —añadí señalándome—. To-lo-mei.

El anciano se me acercó, apoyándose con fuerza en la muleta, y me arrebató la carta. Miró con recelo el sobre y le dio la vuelta varias veces para releer las direcciones del destinatario y del remitente.

—Mi esposa la envió hace muchos años —dijo al fin en un inglés asombrosamente fluido—. A Diane Tolomei. Era mí… mi tía. ¿Dónde la ha encontrado?

—Diane era mi madre —señalé, y mi voz sonó extrañamente monótona en la inmensa habitación—. Soy Giulietta, la mayor de sus gemelas. Quería venir a Siena… para ver dónde vivía… ¿La recuerda?

El anciano tardó en hablar. Me miró a la cara con los ojos llenos de asombro, luego alargó la mano y me acarició la mejilla para asegurarse de que era de verdad.

—¿Pequeña Giulietta? —dijo al fin—. ¡Ven aquí! —Me cogió por los hombros y me envolvió en un abrazo—. Soy Peppo Tolomei, tu padrino.

No supe qué hacer. Yo no era de las que iban por ahí abrazando a la gente —eso se lo dejaba a Janice—, pero no me importó que aquel anciano entrañable lo hiciera.

—Lamento la intrusión… —empecé; luego me interrumpí, sin saber qué más decir.

—¡No, no, no, no, no!… —Peppo le quitó importancia—. ¡Me alegro tanto de que estés aquí! ¡Ven, voy a enseñarte el museo! Éste es el museo de la contrada de la Lechuza… —No sabía bien por dónde empezar, y daba vueltas con su muleta en busca de algo impresionante que mostrarme. Paró al ver mi expresión—. ¡No! ¡No quieres ver el museo! ¡Quieres hablar! ¡Sí, tenemos que hablar! —dijo alzando los brazos, y a punto estuvo de tirar una escultura con la muleta—. Quiero que me lo cuentes todo. Mi esposa… Vamos a verla. Se pondrá muy contenta. Está en casa… ¡Salvatore! ¿Dónde se habrá metido…?

Cinco minutos después salía disparada de la piazzetta del Castellare en la parte trasera de un escúter rojo y negro. Peppo me había ayudado a montar con la galantería con que un mago ayudaría a su joven asistente a meterse en la caja que se propone serrar en dos y, en cuanto me hube agarrado bien a sus tirantes, salimos pitando por el pasaje cubierto, sin frenar para nada.

Peppo había insistido en cerrar en seguida el museo y llevarme a casa con él para que conociese a su esposa, Pia, y a todo el que anduviera por allí. Yo había aceptado encantada, dando por sentado que la casa de la que hablaba estaba a la vuelta de la esquina. Cuando enfilamos a toda velocidad el Corso y pasamos el palazzo Tolomei, fui consciente de mi error.

—¿Está lejos? —grité, agarrándome todo lo fuerte que podía.

—¡No, no, no! —contestó Peppo, casi atropellando a una monjita que empujaba la silla de ruedas de un anciano—. ¡Tranquila! ¡Los llamaremos a todos y celebraremos una gran reunión familiar!

Ilusionado, empezó a describirme a todos los miembros de la familia que yo pronto conocería, aunque el viento casi no me permitía oírlo. Tan distraído iba que, a la altura del palazzo Salimbeni, pasamos por en medio de un puñado de guardias de seguridad, obligándolos a apartarse de un salto.

—¡Ayyy! —exclamé, preguntándome si Peppo era consciente de que íbamos a terminar celebrando la reunión familiar en el trullo.

No obstante, los guardias no hicieron ademán de detenernos, sino que se limitaron a vernos pasar como un perro bien atado ve a una ardilla cruzar la calle tan tranquila. Por desgracia, uno de ellos era el ahijado de Eva María, Alessandro, que seguramente me reconoció, porque se volvió para mirar mis pies al viento, intrigado quizá por el paradero de mis chanclas.

—¡Peppo! —grité, agarrándome más fuerte a los tirantes de mi padrino—. No quiero que me arresten, ¿vale?

—¡Tranquila! —volvió una esquina y aceleró mientras hablaba—: ¡Voy demasiado de prisa para la policía!

Al poco cruzamos la puerta antigua de una ciudad como un caniche salta a través de un aro y, veloces, nos introdujimos de lleno en el escenario de un verano toscano.

En la moto, mientras contemplaba el paisaje por encima de su hombro, deseé poder sentirme como en casa, notar que por fin había vuelto a mi tierra, pero todo lo que me rodeaba era nuevo para mí: el cálido aroma a hierba y especias, la perezosa ondulación de los campos…, hasta la colonia de Peppo tenía un componente extraño que me resultaba absurdamente atractivo.

¿Cuánto recordamos realmente de nuestros tres primeros años de vida? A veces me recordaba abrazada a unas piernas desnudas que sin duda no eran las de tía Rose, y Janice y yo recordábamos un cuenco de cristal lleno de corchos de vino, pero, aparte de eso, me costaba distinguir los fragmentos que pertenecían a aquel lugar. Cuando, alguna vez, lográbamos rescatar algún recuerdo de nuestra infancia, siempre terminábamos liándonos.

—Estoy segura de que la mesa de ajedrez desvencijada estaba en la Toscana —insistía Janice—. ¿Dónde iba a estar, si no? Tía Rose nunca ha tenido una.

—Entonces —le replicaba yo—, ¿cómo explicas que fuese Umberto quien te dio un bofetón cuando la volcaste?

Janice no podía explicarlo. Al final, terminaba mascullando:

—Bueno, tal vez fue otra persona. Con dos años, todos los hombres te parecen iguales. Joder, si aún me lo parecen —añadía socarrona.

De adolescente, fantaseaba con la idea de que volvía a Siena y de pronto recordaba mi infancia; ahora que por fin estaba allí, recorriendo a toda velocidad sus angostas carreteras, empecé a preguntarme si el haber vivido siempre lejos de aquel lugar había hecho marchitar de algún modo una parte esencial de mi ser.

Pia y Peppo Tolomei vivían en una granja situada en un pequeño valle, rodeados de viñedos y olivares. Cercaban su propiedad un puñado de suaves montes, pero el confort de aquella pacífica reclusión compensaba sobradamente la falta de vistas mayores. La casa no era en absoluto espléndida; por las grietas de sus paredes amarillas brotaban malas hierbas, las contraventanas verdes necesitaban algo más que una mano de pintura, y el tejado de barro parecía que fuese a desmoronarse con la próxima tormenta, o incluso con un simple estornudo desde el interior. Aun así, las múltiples enredaderas y las macetas estratégicamente colocadas lograban enmascarar su decadencia y convertirla en un lugar absolutamente irresistible.

Peppo aparcó el escúter, cogió una muleta apoyada en la pared y me llevó directamente al jardín. Allí detrás, a la sombra de la casa, su esposa Pia se hallaba sentada en un taburete, rodeada de nietos y bisnietos, como una intemporal diosa de la naturaleza entre ninfas, enseñándoles a hacer trenzas de ajos frescos. Peppo tuvo que explicarle varias veces quién era yo y por qué me había llevado allí, pero, cuando al fin dio crédito a sus oídos, se calzó las zapatillas, se levantó con la ayuda de su séquito y me envolvió en un lloroso abrazo.

—¡Giulietta! —exclamó, apretándome contra su pecho y besándome la frente a la vez—. Che meraviglia! ¡Es un milagro!

Se alegraba tanto de verme que casi me avergoncé de mí misma. No había ido al museo de la Lechuza en busca de mis padrinos desaparecidos; ni se me había ocurrido que pudiera tenerlos y que fuera a emocionarlos tanto encontrarme sana y salva. Sin embargo, allí estaban, y su amabilidad me hizo darme cuenta de que, hasta entonces, jamás me había sentido verdaderamente acogida en ningún sitio, ni siquiera en mi propia casa. Por lo menos mientras Janice anduviera cerca.

En menos de una hora, la casa y el jardín se llenaron de gente y de comida, como si todos hubieran estado a la vuelta de la esquina —exquisitez local en ristre— ansiando un motivo de celebración. Algunos eran familia, otros, amigos y vecinos, pero todos aseguraban haber conocido a mis padres y haberse preguntado qué demonios habría sido de sus gemelas. Nadie lo dijo explícitamente, pero tuve la sensación de que, por aquel entonces, tía Rose había irrumpido allí reclamándonos a Janice y a mí en contra de los deseos de la familia Tolomei —gracias a tío Jim, aún tenía contactos en el Departamento de Estado—, y nos habíamos esfumado sin dejar rastro, para frustración de Pia y Peppo, que, a fin de cuentas, eran nuestros padrinos.

—¡Todo eso es pasado! —decía Peppo sin parar, dándome palmaditas en la espalda—. ¡Ahora estás aquí y al fin podemos hablar! —Pero no sabía por dónde empezar; tantos eran los interrogantes, incluido el motivo de la misteriosa ausencia de mi hermana.

—Estaba muy liada para viajar —dije desviando la mirada—, pero seguro que pronto vendrá a veros.

Para colmo de males, sólo un puñado de invitados hablaban inglés y, cuando contestaba una pregunta, alguien tenía que entenderme primero y traducirme después. Aun así, todos eran tan amables y cariñosos que hasta yo, al cabo de un rato, empecé a relajarme y a pasármelo bien. Daba igual que no nos entendiéramos, lo esencial eran las sonrisitas y los gestos de asentimiento, muchísimo más valiosos que las palabras.

De pronto, Pia salió a la terraza con un álbum y se sentó a enseñarme fotos de la boda de mis padres. En cuanto lo abrió, acudieron otras mujeres, deseosas de verlas también y ayudarnos a pasar las páginas.

—¡Mira! —dijo Pia señalando una foto grande—, tu madre llevaba el mismo vestido que llevé yo en mi boda. ¡Qué buena pareja hacían!… Ah, éste es tu primo Francesco…

—¡Espera! —Intenté en vano impedir que pasara la página. Pia no era consciente de que yo jamás había visto una foto de mi padre, y la única foto de adulta de mi madre que conocía era la de graduación del instituto que había sobre el piano de tía Rose.

El álbum de Pia me pilló por sorpresa, no tanto porque mi madre ocultaba bajo el vestido de novia un avanzado embarazo como porque mi padre parecía tener cien años. Obviamente, no los tenía, pero, al lado de mi madre —un sonriente bombón con hoyuelos en las mejillas—, parecía el anciano Abraham de mi Biblia ilustrada para niños.

Aun así, se los veía felices juntos y, aunque no había instantáneas de los dos besándose, en la mayoría mi madre aparecía colgada del brazo de su marido, mirándolo con admiración. Poco después logré deshacerme de mi asombro y decidí aceptar que quizá allí, en aquellas tierras luminosas y dichosas, el tiempo y la edad tuvieran escasa relevancia en la vida de las personas.

Las mujeres que me rodeaban confirmaban mi teoría; ninguna de ellas parecía encontrar extraordinaria aquella unión. Por lo que podía entender, sus exaltados comentarios —todos ellos en italiano— eran principalmente sobre el vestido de mi madre, su velo y la compleja relación genealógica de todos y cada uno de los invitados a la boda con mi padre y consigo mismas.

Tras la boda de mis padres, vinieron unas cuantas páginas dedicadas a nuestro bautizo, pero mis padres apenas salían en ellas. En las imágenes se veía a Pia con un bebé en brazos que podría haber sido Janice o yo —era imposible saber cuál de las dos, y Pia no se acordaba—, y a Peppo sosteniendo orgulloso al otro. Al parecer, había habido dos ceremonias diferentes: una dentro de la iglesia y otra fuera, al sol, junto a la pila bautismal de la contrada de la Lechuza.

—Aquél fue un día especial —sonrió Pia con tristeza—. Tu hermana y tú os convertisteis en pequeñas civettini, pequeñas lechuzas. Lástima que… —No acabó la frase, pero cerró el álbum con inmensa ternura—. Hace tanto de eso. A veces me pregunto si es cierto que el tiempo cura… —La interrumpió una repentina conmoción en la casa y una voz que la llamaba impaciente—. Come! —Pia se levantó, de pronto inquieta—. ¡Debe de ser Nonna!

La anciana abuela Tolomei, a la que todos llamaban Nonna, vivía con una de sus nietas en el centro de Siena, pero la habían invitado a la finca esa tarde para que me conociese, algo que obviamente no cuadraba en sus planes. De pie en el pasillo, se recolocaba irritada las enaguas negras con una mano, mientras se apoyaba en su nieta con la otra. Si yo hubiera sido tan cruel como Janice, la habría proclamado ipso facto la perfecta bruja de cuento. Sólo le faltaba el cuervo al hombro.

Pia salió veloz a saludar a la anciana, que, de mala gana, se dejó besar ambas mejillas y permitió que la sentaran en una silla especial del salón. Invirtieron varios minutos en acomodarla: le llevaron cojines, que colocaron y recolocaron, y una limonada de la cocina, que hizo cambiar de inmediato por otra, esta vez con una rodaja de limón anclada al borde.

—Nonna es nuestra tía, la hermana menor de tu padre —me susurró Peppo al oído—. Ven, que te presento. —Me arrastró para que me cuadrara delante de la anciana y le explicó ilusionado la situación en italiano con la clara expectativa de ver algún signo de gozo en su rostro.

Nonna se negó a sonreír. Por más que Peppo le pidió —hasta le imploró— que se sumara a nuestra alegría, no logró persuadirla de que encontrara regocijo alguno en mi presencia. Incluso me instó a acercarme para que la anciana me viera mejor, pero lo que vio sólo le dio más motivos para arrugar el gesto y, antes de que Peppo pudiera apartarme de su alcance, se inclinó y espetó furiosa algo que yo no entendí, pero que hizo espantarse a todos los demás.

Pia y Peppo prácticamente me sacaron del salón, deshaciéndose en disculpas.

—¡Lo siento mucho! —no dejaba de decir Peppo, tan abochornado que ni siquiera podía mirarme a los ojos—. ¡No sé qué le pasa! ¡Creo que se está volviendo loca!

—No te preocupes —dije, demasiado perpleja para sentir nada—. Es lógico que le cueste digerirlo. Todo esto es demasiado nuevo, hasta para mí.

—Vamos a dar un paseo, luego volvemos —me propuso Peppo, aún aturdido—. Es hora de que te enseñe sus tumbas.

El cementerio local era un oasis tranquilo y acogedor, muy distinto de los que yo conocía. Todo el lugar era un laberinto de muros blancos sin techo forrados de tumbas a modo de mosaico. Nombres, fechas y fotos identificaban a los individuos que yacían tras las losas de mármol, y unos conos de bronce sostenían —en nombre de sus anfitriones temporalmente incapacitados— las flores traídas por las visitas.

—Por aquí… —Peppo se apoyó en mi hombro, pero eso no le impidió abrir galantemente la cancela chirriante que conducía a un pequeño santuario algo apartado de la calle principal—. Esto es parte del antiguo…, eh…, panteón de los Tolomei. Casi todo es subterráneo y ya no bajamos allí. Lo de arriba está mejor.

—¡Es precioso!

Entré en la pequeña sala y vi múltiples planchas de mármol y un ramo de flores frescas sobre el altar. En un recipiente de cristal rojo que me resultaba vagamente familiar, ardía lenta una vela, lo que indicaba que los Tolomei cuidaban su panteón. De pronto me sentí fatal por estar allí sin Janice, pero en seguida lo olvidé. De haberme acompañado, seguramente habría fastidiado ese momento con algún comentario sarcástico.

—Aquí está enterrado tu padre —me indicó Peppo—, y tu madre a su lado. —Guardó silencio, como presa de algún recuerdo lejano—. Era tan joven. Pensé que me sobreviviría.

Miré las placas de mármol, lo único que quedaba del profesor Patrizio Scipione Tolomei y de su esposa, Diane Lloyd Tolomei, y el corazón me dio un brinco. Desde que tenía uso de razón, mis padres habían sido poco más que sombras distantes en un sueño, y jamás había imaginado que un día estaría tan cerca de ellos, al menos físicamente. No sé muy bien por qué, incluso cuando sólo fantaseaba con la posibilidad de viajar a Italia, se me había ocurrido que lo primero que tenía que hacer era encontrar sus tumbas, por eso le agradecía inmensamente a Peppo que me hubiera ayudado a hacer lo que debía.

—Gracias —le dije en voz baja apretándole la mano, que aún descansaba en mi hombro.

—Su muerte fue una tragedia —dijo meneando la cabeza—, así como que todo el esfuerzo de Patrizio se perdiera en el incendio. Había construido una granja preciosa en Malamerenda…, todo desapareció. Después del funeral, tu madre compró una casita cerca de Montepulciano y vivió allí con vosotras, con tu hermana y contigo, pero ya no volvió a ser la misma. Le traía flores todos los domingos, pero… —hizo una pausa para sacarse un pañuelo del bolsillo— ya nunca más fue feliz.

—Espera… —Miré las lápidas de mis padres—. ¿Mi padre murió antes que mi madre? Pensaba que habían muerto a la vez… —Sin embargo, mientras hablaba, pude ver que las fechas confirmaban ese nuevo dato; mi padre había muerto más de dos años antes que mi madre—. ¿Qué incendio fue ése?

—Alguien… No, no debería decir eso… —se reconvino Peppo—. Hubo un incendio terrible. La granja de tu padre ardió. Tu madre tuvo suerte: estaba en Siena de compras con vosotras. Una grandísima tragedia. Pensé que Dios la había protegido, pero a los dos años…

—El accidente de tráfico —murmuré.

—Bueno… —Peppo hincó en el suelo la puntera del zapato—. No sé qué pasó realmente. Nadie lo sabe. Pero voy a decirte algo… —Me miró por fin a los ojos—. Siempre he sospechado que los Salimbeni tuvieron algo que ver.

Yo no sabía qué decir. Recordé a Eva María y su maleta llena de ropa en mi habitación del hotel, lo amable que había sido conmigo, y su empeño en que fuésemos amigas.

—Había un joven —prosiguió Peppo—, Luciano Salimbeni. Era un alborotador. Corrieron muchos rumores. Yo no quiero… —Me miró inquieto—. El incendio… en el que murió tu padre…, dicen que no fue fortuito. Dicen que alguien quiso asesinarlo y destruir su investigación. Fue terrible. Una casa tan bonita. Pero no sé, me parece que tu madre salvó algo de la casa. Algo importante. Documentos. Temía hablar de ello, pero tras el incendio empezó a indagar sobre… cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—De todo tipo. Yo no sabía las respuestas. Me preguntó por los Salimbeni, por túneles secretos bajo tierra. Quería encontrar una tumba. Tenía algo que ver con la peste.

—¿La peste… bubónica?

—Sí, la gran plaga. La de 1348. —Peppo carraspeó, incómodo—. Tu madre creía que una antigua maldición persigue a los Tolomei y los Salimbeni, e intentaba averiguar cómo ponerle fin. La obsesionaba esa idea. Yo quería creerla, pero… —Se ahuecó el cuello de la camisa, de pronto acalorado—. Era tan resuelta. Estaba convencida de que todos estábamos malditos. Muerte, destrucción, accidentes… «Caiga la peste sobre vuestras dos familias…», era lo que solía decir. —Suspiró profundamente, reviviendo el dolor del pasado—. Siempre citaba a Shakespeare. Se tomaba muy en serio… Romeo y Julieta. Creía que la tragedia había sucedido aquí, en Siena. Tenía una teoría… que la obsesionaba. —Peppo meneó la cabeza, incrédulo—. No sé, yo no soy profesor. Sólo sé que hubo un hombre, Luciano Salimbeni, que quiso encontrar un tesoro…

No podía evitarlo, tenía que preguntar:

—¿Qué clase de tesoro?

—¿Quién sabe? —dijo Peppo encogiéndose de hombros—. Tu padre se dedicaba a investigar viejas leyendas. Siempre estaba hablando de tesoros perdidos. En cierta ocasión, tu madre me habló de uno…, ¿cómo lo llamó…? Los «ojos de Julieta», creo. Ignoro a qué se refería, aunque, por lo visto, era muy valioso, y me parece que Luciano Salimbeni iba tras él.

Me moría de ganas de averiguar más, pero a Peppo se lo veía muy angustiado; se mareaba, y se agarró a mi brazo para no caerse.

—Yo que tú me andaría con muchísimo cuidado —prosiguió—. No me fiaría de nadie que llevase el apellido Salimbeni. —Al ver mi expresión, frunció el ceño—. ¿Me crees pazzo…, loco? Estamos ante la tumba de una joven que murió prematuramente: tu madre. ¿Quién soy yo para decirte quién le hizo esto y por qué? —Se agarró con más fuerza—. Está muerta, como tu padre. Eso es todo cuanto sé, pero mi viejo corazón Tolomei me dice que debes tener cuidado.

En nuestro último año de instituto, Janice y yo nos presentamos voluntarias para la obra de fin de curso, que casualmente era Romeo y Julieta. Tras las pruebas, a Janice le dieron el papel de Julieta, y a mí me tocó hacer de árbol del jardín de los Capuleto. Ella, claro, le dedicaba más tiempo a sus uñas que a memorizar el texto y, cuando ensayábamos la escena del balcón, era yo, estratégicamente situada en escena, con un montón de ramas por brazos, quien le soplaba el comienzo de sus frases.

Sin embargo, la noche del estreno se portó fatal conmigo —en maquillaje, no paraba de reírse de mi cara marrón, y de arrancarme las hojas del pelo mientras a ella le ponían unas trenzas rubias y las mejillas sonrosadas—, así que, cuando llegó la escena del balcón, no me apeteció echarle un cable.

De hecho, hice todo lo contrario.

Romeo dijo: «¿Por quién he de jurar?», y yo le susurré: «Tres palabras…». Janice soltó inmediatamente: «Tres palabras aún, Romeo, y me despido», lo que descolocó por completo a Romeo e hizo que la escena terminase en caos.

Más tarde, cuando yo hacía de candelabro en la alcoba de Julieta, logré que Janice amaneciera junto a Romeo y le soltase sin más: «¡Vete, que ya despierta!», algo que no generó muy buen ambiente para el resto de su tierna escena. Huelga decir que Janice se puso tan furiosa que me siguió por todo el instituto después, jurando que iba a afeitarme las cejas. Al principio fue divertido pero, cuando se pasó llorando una hora entera, encerrada en el baño, dejé de reírme.

Pasada la medianoche, mientras hablaba con tía Rose en el salón, sin querer ir a mi cuarto por miedo a que Janice me afeitase en cuanto me quedara dormida, Umberto nos trajo un vaso de vin santo. No dijo nada, se limitó a darnos los vasos, y tía Rose ni siquiera mencionó que yo era demasiado joven para beber.

—¿Te gusta esa obra? —me preguntó en cambio—. Pareces sabértela de memoria.

—No es que me guste mucho —confesé—. Es que… la tengo ahí, metida en la cabeza.

Tía Rose asintió despacio, saboreando su vino dulce.

—A tu madre le pasaba lo mismo. Se la sabía de memoria. Era… como una obsesión.

Contuve el aliento para por no interrumpirla y esperé en vano otra pincelada de mi madre. Tía Rose se limitó a alzar la vista, fruncir el ceño, carraspear y dar otro sorbo al vino. Nada más. Ésa fue una de las pocas cosas que me dijo de mi madre motu proprio; nunca se lo conté a Janice. Nuestra mutua obsesión por la obra de Shakespeare era un pequeño secreto que sólo compartía con mi madre, igual que nunca le hablé a nadie de mi temor creciente a morir a los veinticinco, como le había sucedido a ella.

En cuanto Peppo me dejó a la puerta del hotel Chiusarelli, me fui directa al cibercafé más próximo y busqué a Luciano Salimbeni en Internet. Sin embargo, me costó varias acrobacias verbales dar con una combinación de búsqueda que produjera algo remotamente útil. Sólo al cabo de una hora y muchísimas frustraciones con el italiano, llegué a las siguientes conclusiones casi inamovibles:

Uno: Luciano Salimbeni estaba muerto.

Dos: Luciano Salimbeni era malo, posiblemente un asesino en serie.

Tres: Luciano y Eva María Salimbeni estaban emparentados de algún modo.

Cuatro: había algo raro en el accidente de tráfico que había matado a mi madre, y a Luciano Salimbeni lo habían llamado para interrogarlo.

Imprimí las páginas para poder releerlas más tarde, con la ayuda de mi diccionario. Aquella búsqueda me reportaba poco más de lo que Peppo me había contado esa misma tarde, pero al menos ya sabía que mi anciano primo no se había inventado la historia; realmente había habido un peligroso Luciano Salimbeni suelto por Siena hacía unos veinte años.

Lo bueno era que estaba muerto. En otras palabras, no podía ser el tipo del chándal que —quizá sí, quizá no— me había seguido el día anterior al salir del banco del palazzo Tolomei con el cofre de mi madre.

En el último momento se me ocurrió buscar «los ojos de Julieta» y, como era de esperar, ninguno de los resultados tenía nada que ver con tesoros legendarios. Casi todo eran debates seudoacadémicos sobre la importancia de los ojos en el Romeo y Julieta de Shakespeare y, ya que estaba en ello, me leí un par de pasajes de la obra, tratando de detectar algún mensaje cifrado. Uno de ellos rezaba: ¡Ay de mí! Temo el peligro de tus ojos más, mucho más, que a veinte espadas.

Bueno, pensé, si ese malvado Luciano Salimbeni realmente había matado a mi madre por «los ojos de Julieta», lo que Romeo decía era cierto; cualquiera que fuese la naturaleza de aquellos ojos misteriosos, eran mucho más peligrosos que una arma, así de sencillo. En cambio, el segundo pasaje parecía algo más que la típica frase de ligoteo:

Dos estrellas del cielo entre las más hermosas
han rogado a sus ojos que en su ausencia
brillen en las esferas hasta su regreso.
¡Oh, si allí sus ojos estuvieran! ¡Y si habitaran su rostro las estrellas!

Fui rumiando aquellos versos mientras caminaba por la via del Paradiso. Romeo pretendía piropear a Julieta diciéndole que sus ojos eran como estrellas resplandecientes, pero lo hacía de una forma curiosa. A mi juicio, imaginar a una chica con las cuencas de los ojos vacías no era el mejor modo de enamorarla.

No obstante, aquella poesía me supuso una agradable distracción de otras cosas que había averiguado ese día. Mis padres habían muerto de una forma horrible, por separado, y posiblemente incluso a manos de un asesino. Aunque hacía horas que había dejado el cementerio, aún me costaba procesar tan espantoso descubrimiento. Aparte de la conmoción y la tristeza, notaba las cosquillas del miedo, igual que el día anterior, cuando creí que me seguían al salir del banco. ¿Habría hecho mal en desoír la advertencia de Peppo? ¿Estaría en peligro después de tantos años? Si era así, en teoría, sólo tenía que volver a Virginia para ponerme a salvo, pero ¿y si lo del tesoro era cierto? ¿Y si, en algún lugar del cofre de mi madre, había una pista para encontrar «los ojos de Julieta», fueran lo que fuesen éstos?

Absorta en mis cavilaciones, entré paseando en el apartado jardín de un monasterio, a cierta distancia de la piazza San Domenico. Empezaba a oscurecer, y me detuve un instante junto a la arcada de una galería a beberme los últimos rayos de sol mientras las sombras de la noche trepaban despacio por mis piernas. No me apetecía volver al hotel, donde me esperaba el diario del maestro Ambrogio para devolverme al año 1340 y tenerme en vela toda la noche.

Allí, inmersa en la penumbra, pensando sólo en mis padres, lo vi por primera vez…

Al maestro.

Caminaba entre las sombras de la galería opuesta, cargado con un atril y varios objetos más que no paraban de escapársele de las manos, forzándolo a detenerse para redistribuir el peso. Al principio, tan sólo me lo quedé mirando; era imposible no hacerlo. No se parecía a ningún otro italiano que hubiese conocido, con su pelo largo y cano, su rebeca dada de sí y sus sandalias abiertas, como un viajero en el tiempo venido de Woodstock que vagase sin ganas por un mundo gobernado por otros cánones.

De primeras no me vio y, cuando le di alcance y le entregué un pincel que se le había caído, dio un respingo.

Scusi… —dije—. Creo que esto es suyo.

Miró el pincel sin reconocerlo y, cuando al fin lo aceptó, lo sostuvo desmañadamente, como si ignorase su utilidad por completo. Luego me miró a mí, aún perplejo, y me dijo:

—¿Te conozco?

Antes de que pudiese contestarle, una sonrisa se dibujó en su rostro y exclamó:

—¡Claro que sí! Te recuerdo. Eres…, refréscame la memoria…, ¿quién eres?

—Giulietta… Tolomei. Pero no creo que…

—¡Sí, sí, sí! ¡Por supuesto! ¿Dónde has estado?

—Acabo… de llegar.

Su rostro se ensombreció al percatarse de su propia estupidez.

—¡Claro! No me hagas caso. Acabas de llegar. Y aquí estás. Más guapa que nunca. Giulietta Tolomei. —Sonrió y meneó la cabeza—. Nunca he entendido eso del tiempo.

—Bueno… —dije, alucinada—. ¿Se encuentra bien?

—¿Yo? ¡Ah! Sí, gracias. Pero… tienes que venir a verme. Quiero enseñarte algo. ¿Conoces mi taller? Está en la via Santa Caterina. La puerta azul. No hace falta que llames, pasa.

Entonces se me ocurrió que me había tomado por una turista y quería venderme souvenirs. «Sí, claro —pensé—. Tranquilo, que me pasaré por allí».

Cuando hablé con Umberto esa misma noche, le afectó mucho mi descubrimiento sobre la muerte de mis padres.

—¿Estás segura de que es cierto?

Le contesté que sí. No sólo todo apuntaba a que alguna fuerza oscura había intervenido en los sucesos de hacía veinte años, sino que, por lo visto, esas fuerzas seguían presentes, al acecho.

—¿Estás segura de que este tipo te seguía? —objetó Umberto—. Quizá…

—Umberto —lo interrumpí—, iba en chándal.

Los dos sabíamos que, en el universo de Umberto, sólo un perverso delincuente pasearía por una calle elegante vestido con un chándal.

—Bueno, tal vez sólo era un carterista —dijo él—. Vio que salías del banco y se imaginó que habías sacado dinero…

—Sí, puede ser. No veo por qué alguien podría querer este cofre. No encuentro nada en él que tenga que ver con «los ojos de Julieta»…

—¿«Los ojos de Julieta»?

—Sí, eso fue lo que me dijo Peppo. —Suspiré y me tiré sobre la cama—. Al parecer, ése es el tesoro. Aunque yo creo que todo es una inmensa filfa. Me da que mamá y tía Rose deben de estar partiéndose de risa en el cielo. En fin…, ¿qué tal tú?

Tardé al menos cinco minutos en enterarme de que Umberto ya no se hospedaba en casa de tía Rose, sino en un hotel de Nueva York, buscando trabajo o algo así. Me costaba imaginármelo sirviendo mesas en Manhattan, gratinando con parmesano la pasta de otros. A él debía de pasarle lo mismo, porque parecía cansado y deprimido. Me habría encantado poder asegurarle que estaba a punto de hacerme con una sustanciosa fortuna, pero ambos sabíamos que, aun habiendo recuperado el cofre de mi madre, no tenía ni idea de por dónde empezar.