Siena, 1340
¡Ay, eran presa de la fortuna!
Llevaban tres días de camino, jugando al escondite con el desastre y alimentándose de un pan duro como una piedra. Por fin, ese día, el más caluroso y aciago del verano, estaban tan cerca de su destino que fray Lorenzo pudo divisar las torres de Siena brotando embelesadoras en el horizonte. Allí, por desgracia, era donde su rosario perdía todo su poder protector.
Sentado en su carreta, bamboleándose agotado tras sus seis compañeros de viaje a caballo —todos monjes como él—, el joven fraile ya había empezado a imaginar el chisporroteo de la carne asada y el efecto balsámico del vino que los esperaban en su destino cuando una docena de siniestros jinetes salieron al galope de un viñedo entre una nube de polvo y rodearon al pequeño grupo con las espadas en ristre, cortándoles el paso en todas las direcciones.
—¡Saludos, forasteros! —bramó el capitán, desdentado y mugriento pero espléndidamente vestido, sin duda con las ropas de víctimas anteriores—. ¿Quién osa invadir las tierras de los Salimbeni?
Fray Lorenzo tiró de las riendas para detener a los caballos, mientras que sus compañeros de viaje hacían lo posible por situarse entre la carreta y los bandidos.
—Como podéis ver, noble amigo, somos humildes hermanos de Florencia —contestó el monje de mayor edad, mostrando como prueba su cogulla de burdo paño.
—Ajá. —Frunciendo los ojos, el cabecilla de los bandoleros miró a los supuestos monjes hasta que su vista se posó en el rostro aterrado de fray Lorenzo—. ¿Qué tesoro ocultáis en la carreta?
—Nada de valor —respondió el mismo monje, haciendo recular un poco a su caballo para cerrar aún más el acceso del bandido a la carreta—. Dejadnos pasar, por favor. Somos hombres de Dios y no representamos amenaza alguna para los vuestros.
—Este camino pertenece a los Salimbeni —señaló el capitán, subrayando sus palabras con la espada, una señal para que sus compañeros se acercaran—. Si queréis usarlo, debéis pagar un peaje. Por vuestra seguridad.
—Ya hemos pagado cinco peajes a los Salimbeni.
El bandido se encogió de hombros.
—La protección sale cara.
—Pero ¿quién iba a atacar a un puñado de hombres santos camino de Roma? —arguyó el otro con persistente calma.
—¿Quién? ¡Los despreciables perros de los Tolomei! —Como refuerzo a sus palabras, el capitán escupió dos veces en el suelo, y sus hombres no tardaron en hacer lo mismo—. ¡Esos bastardos ladrones, violadores y asesinos!
—Por eso mismo, preferiríamos llegar a Siena antes de que anochezca —observó el monje.
—No está lejos —replicó el bandido señalando con la cabeza—, pero las puertas se cierran temprano ahora, por las graves intromisiones de los perros rabiosos de Tolomei en la vida tranquila de la gente buena e industriosa de Siena y en particular, debo añadir, de la distinguida y benevolente casa de Salimbeni, a la que representa mi noble señor.
La banda recibió con gruñidos de apoyo el discurso de su capitán.
—De modo que, como bien podéis apreciar —prosiguió—, gobernamos, con toda humildad, eso sí, éste y casi todos los caminos de las inmediaciones de esta digna república (la de Siena, claro está), por lo que os aconsejo encarecidamente, de amigo a amigo, que paguéis ya el peaje para poder continuar viaje y colaros en la ciudad antes de que ésta cierre sus puertas, momento a partir del cual los viajeros indefensos como vos son presa de las bandas de malandrines de los Tolomei, que, después de oscurecido, salen a asaltar y a otras cosas que está feo mentar en presencia de hombres santos.
Cuando el bandido concluyó su discurso se hizo el silencio. Agazapado en la carreta tras sus compañeros, sosteniendo apenas las riendas, fray Lorenzo notó que el corazón le daba botes en el pecho, como buscando un lugar donde esconderse y, por un instante, creyó que iba a desmayarse. Había sido uno de esos días de sol abrasador sin una brizna de aire que le recordaban a uno los horrores del infierno. Para colmo, se habían quedado sin agua hacía ya muchas horas. Si fray Lorenzo hubiese estado a cargo de la bolsa, habría pagado gustoso a los bandidos con tal de poder seguir adelante.
—Muy bien, ¿cuánto pedís a cambio de vuestra protección? —inquirió el monje superior, como si hubiera oído la súplica silenciosa de fray Lorenzo.
—Depende —sonrió el bandido—. ¿Qué lleváis en la carreta y qué valor tiene para vos?
—Llevamos un ataúd, noble amigo, con el cadáver de la víctima de una terrible plaga.
Al oírlo, los bandidos retrocedieron, pero su capitán no era tan fácil de disuadir.
—Bueno —dijo con una sonrisa aún mayor—, veámoslo entonces.
—¡No os lo aconsejo! —advirtió el monje—. La caja debe permanecer sellada; así nos lo han ordenado.
—¿Ordenado? —bramó el capitán—. ¿Desde cuándo reciben órdenes unos humildes monjes? ¿Y desde cuándo —hizo una pausa de efecto y esbozó una mueca de satisfacción— montan caballos criados en Lipica?
En el silencio que siguió a aquellas palabras, fray Lorenzo sintió que su fortaleza se desplomaba como un yunque hasta el fondo de su alma, amenazando con escapársele por el extremo opuesto.
—¡Fijaos en eso! —prosiguió el bandido, sobre todo por divertir a los suyos—. ¿Cuándo se ha visto a un humilde monje con tan espléndido calzado? Eso… —señaló con la espada las ajadas sandalias de fray Lorenzo— es lo que deberíais haber llevado todos, mis descuidados amigos, para evitar el gravamen. Por lo que veo, aquí el único hermano humilde es el mudo de la carreta; en cuanto a los demás, me apuesto las pelotas a que servís a algún generoso patrón, no a Dios, y estoy seguro de que el valor de ese ataúd, para él, supera con creces los cinco miserables florines que voy a cobraros por dejaros pasar.
—Os equivocáis si nos creéis capaces de semejante gasto —replicó el monje superior—. Dos florines es todo cuanto podemos pagar. No dice mucho de vuestro patrón querer desvalijar a la Iglesia con tan desproporcionada codicia.
El bandido saboreó el insulto.
—¿Codicia lo llamáis? No, mi pecado es la curiosidad. Si no me pagáis los cinco florines, sabré lo que hacer. La carreta y el ataúd se quedan aquí, bajo mi protección, hasta que vuestro patrón los reclame personalmente. Me muero de ganas de ver al rico bastardo que os ha enviado.
—No protegeréis más que el hedor de la muerte.
El capitán rio con desdén.
—El olor del oro, amigo mío, sobrepasa cualquier hedor.
—Ni una montaña de oro lograría eclipsar el vuestro —replicó el monje, dejando por fin a un lado su humildad.
Al oír el insulto, fray Lorenzo se mordió el labio y empezó a buscar una vía de escape. Conocía lo bastante bien a sus compañeros de viaje para predecir el resultado de aquella disputa, y no quería verse envuelto en ella.
Al cabecilla de la banda no le impresionó la audacia de su víctima. —¿Estáis decidido, pues, a morir bajo mi espada? —dijo ladeando la cabeza.
—Estoy decidido a cumplir mi misión —replicó el monje—, y ningún acero oxidado me apartará de mi objetivo.
—¿Vuestra misión? —graznó el bandido—. Mirad, primos, ¡este monje cree que Dios lo ha armado caballero!
Todos los bandoleros rieron, más o menos conscientes del motivo. Su capitán señaló con la cabeza la carreta.
—Deshaceos de estos imbéciles y llevad los caballos y la carreta a Salimbeni…
—Tengo una idea mejor —dijo, sonriendo satisfecho, el monje, y se arrancó el hábito dejando al descubierto el uniforme que llevaba debajo—: ¿Por qué no vamos a ver a mi señor Tolomei con vuestra cabeza en una pica?
Fray Lorenzo gimió por lo bajo al ver sus temores hechos realidad. Sin más disimulo, sus compañeros de viaje —todos ellos caballeros de Tolomei disfrazados— sacaron espadas y dagas de debajo de los hábitos y las alforjas. El solo sonido del acero al aire hizo que los bandoleros se replegaran atónitos, aunque sólo para iniciar de inmediato, a lomos de sus caballos, un furioso ataque frontal.
El repentino clamor hizo que los caballos de fray Lorenzo se encabritaran y emprendieran el galope, llevándose consigo la carreta; el fraile poco pudo hacer salvo tirar de las inútiles riendas e implorar sensatez y moderación de dos animales que jamás habían estudiado filosofía. Para llevar tres días de camino, tiraban de la carga con notable vigor, alejándose del tumulto rumbo a Siena por el accidentado camino, mientras hacían gemir las ruedas y bambolearse al ataúd, que amenazaba con caerse del carro y hacerse añicos.
Viéndose incapaz de dialogar con las bestias, fray Lorenzo buscó en el féretro un rival más fácil. Con ambas manos y ambos pies, quiso mantenerlo firme, pero mientras se afanaba por hallar un modo de viajar tranquilo en aquel vehículo indómito, un movimiento a su espalda le hizo alzar la vista y percatarse de que la integridad del ataúd debía ser la menor de sus preocupaciones.
Lo seguían al galope dos de los bandidos, empecinados en recuperar su botín. A gatas, fray Lorenzo se dispuso a preparar su defensa, pero sólo encontró un látigo y su rosario. Entonces vio con inquietud que uno de los bandoleros daba alcance a la carreta —con el cuchillo entre las encías desdentadas— y alargaba la mano para asirse al canto de madera. Buscando en su interior misericordioso la rudeza necesaria, fray Lorenzo descargó el látigo sobre aquel pirata al abordaje, y lo oyó aullar cuando el rabo de buey le abrió las carnes. Sin embargo, el malandrín tuvo bastante con un corte y, cuando fray Lorenzo fue a atizarle de nuevo, el otro se apoderó del látigo y le arrebató el mango de la mano. El fraile, que ya sólo podía protegerse con su rosario y el crucifijo que llevaba al cuello, decidió arrojarle los restos del almuerzo a su adversario, pero, a pesar de la dureza del pan, no pudo impedir que terminara abordando el vehículo.
Al ver que el monje se quedaba sin munición, el bandolero se irguió con aire triunfante, cogió el cuchillo que llevaba en la boca y le mostró la longitud del acero a su tembloroso blanco.
—¡Deteneos, en nombre de Cristo! —exclamó fray Lorenzo, anteponiendo su rosario—. ¡Tengo amigos en el cielo que os harán caer muerto al instante!
—¿Ah, sí? ¡No los veo por ninguna parte!
Justo entonces se levantó la tapa del ataúd y su ocupante —una joven de cabello alborotado y ojos llameantes con aspecto de ángel vengador— se incorporó en su interior, visiblemente consternada. Sólo verla bastó para que el bandido soltara el cuchillo, horrorizado, y se volviera, pálido como un muerto. Sin dudarlo un instante, el ángel se incorporó en la caja, cogió el cuchillo y lo retornó de inmediato al cuerpo de su propietario, tan cerca de la ingle como su rabia le permitió acertar.
Entre alaridos de dolor, el hombre herido perdió el equilibrio y cayó de la carreta, haciéndose aún más daño. Con las mejillas encendidas de emoción, la muchacha se volvió y sonrió a fray Lorenzo, y habría salido del ataúd si él no se lo hubiese impedido.
—¡No, Giulietta! —le insistió, empujándola hacia adentro—. ¡Por los clavos de Cristo, quedaos dónde estáis y guardad silencio!
Fray Lorenzo bajó la tapa sobre el rostro indignado de la joven y miró alrededor, intentando averiguar qué había sido del otro jinete. Por desgracia, ése, más juicioso que su compañero, no tenía intención de abordar la carreta en marcha a semejante velocidad. En cambio, se adelantó para sujetar los arneses y detener así a los caballos, y, para angustia de fray Lorenzo, la artimaña funcionó. Medio kilómetro más allá, los caballos fueron reduciendo a medio galope, luego al trote y finalmente se detuvieron por completo.
Sólo entonces se acercó el bandido a la carreta y, cuando lo hizo, fray Lorenzo pudo ver que se trataba nada menos que del capitán espléndidamente vestido, que aún sonreía satisfecho y parecía haber salido indemne de la pendencia. El sol poniente lo dotaba de un halo dorado completamente inmerecido, y a fray Lorenzo le sorprendió el contraste entre la luminosa belleza del campo y la absoluta brutalidad de sus moradores.
—A ver qué os parece esto, fraile —empezó el bandido con sorprendente delicadeza—: Os perdono la vida, de hecho, podéis incluso llevaros esta estupenda carreta y estos nobles caballos, sin peajes, a cambio de la muchacha.
—Aprecio vuestra generosa oferta —replicó fray Lorenzo frunciendo los ojos al sol—, pero he jurado proteger a esta noble dama y no puedo permitir que os la llevéis. Si lo hiciera, ambos arderíamos en el infierno.
—¡Bah! —El bandolero conocía bien la excusa—. Esa joven es tan dama como vos o como yo. De hecho, ¡tengo la fuerte sospecha de que no es más que una furcia Tolomei!
Se oyó un alarido de indignación procedente del interior del ataúd y fray Lorenzo puso en seguida el pie sobre la tapa para impedir que se abriera.
—La dama es de gran importancia para mi señor Tolomei, eso es cierto, como también lo es que cualquier hombre que le ponga la mano encima llevará la guerra a los suyos —declaró el fraile—. Dudo que vuestro señor, Salimbeni, desee un conflicto así.
—¡Ah, sermones de monje! —El bandido se aproximó a la carreta, y sólo entonces se extinguió su halo—. No me amenacéis con la guerra, frailecillo, que es lo que mejor se me da.
—¡Os suplico que nos dejéis marchar —lo instó fray Lorenzo, alzando trémulo el rosario con la esperanza de que atrapase los últimos rayos de sol—, o juro por estas cuentas sagradas y por las heridas de Nuestro Señor Jesucristo que los ángeles del cielo bajarán a robarles el aliento a vuestros hijos mientras duermen!
—¡Serán bienvenidos! —El bandido desenvainó la espada de nuevo—. Tengo muchos, no puedo alimentarlos a todos. —Pasó la pierna por encima de la cabeza del caballo y saltó a bordo de la carreta con la agilidad de un bailarín. Al ver que el otro retrocedía aterrado, rio—. ¿Qué os sorprende tanto? ¿De veras pensabais que os iba a dejar vivir?
El bandolero alzó la espada para atacar y fray Lorenzo cayó rendido de rodillas, aferrado al rosario en espera del espadazo que pondría fin a sus plegarias. Era cruel morir a los diecinueve, sobre todo sin testigo alguno de su martirio, salvo su Padre celestial, no conocido precisamente por correr al auxilio de sus hijos moribundos.