El maestro Lippi no acababa de entender por qué no podía estarme quieta. Allí estábamos por fin, él detrás de un caballete y yo en todo mi esplendor, enmarcada por flores silvestres y bañada en la luz dorada del sol de final del verano. Apenas precisaba diez minutos para concluir su retrato.
—¡Por favor, no te muevas! —dijo, agitando la paleta.
—Pero, maestro —protesté—, ¡tengo que irme!
—¡Bah! —desapareció otra vez tras el lienzo—. Estas cosas nunca empiezan a tiempo.
Las campanas del monasterio que tenía a mi espalda, en lo alto del monte, habían dejado de repicar hacía un rato y, cuando me volví a mirar una vez más, vi que una figura con vestido de vuelo bajaba corriendo hacia nosotros por la loma forrada de césped.
—¡Pero Jules! —exclamó Janice, demasiado ahogada para desatar su furia conmigo—. ¡A alguien le va a dar algo como no vengas ahora mismo!
—Lo sé, pero… —miré a Lippi, reacia a interrumpir su trabajo. A fin de cuentas, Janice y yo le debíamos la vida.
No cabía ignorar que nuestra odisea en la cripta de la catedral habría acabado de forma muy distinta de no ser porque el maestro —en un momento de lucidez— nos había reconocido cuando cruzábamos la piazza del Duomo esa noche, rodeadas de músicos y envueltas en banderolas. Nos vio antes que nosotras a él, pero, al reparar en las banderolas del Unicornio —el gran rival de nuestra contrada, la de la Lechuza—, había sabido en seguida que algo horrible estaba pasando.
Volvió aprisa a su estudio y llamó a la policía. Alessandro ya estaba en comisaría, interrogando a dos imbéciles napolitanos que, al intentar matarlo, se habían roto los brazos.
Por eso, de no haber sido por Lippi, la policía no nos habría seguido a la cripta, Alessandro no me habría salvado del río Diana y yo no estaría en el monasterio de fray Lorenzo en Viterbo, en todo mi esplendor.
—Lo siento, maestro —dije, levantándome—, pero tendremos que dejarlo para luego.
Mientras subíamos a toda prisa, no puede evitar reírme. Janice llevaba uno de los vestidos a medida de Eva María y, como es natural, le quedaba perfecto.
—¿De qué te ríes? —espetó, aún enfadada conmigo por llegar tarde.
—De ti —le respondí risueña—. No sé cómo no me había dado cuenta antes de lo mucho que te pareces a Eva María. Incluso hablas como ella.
—¡Muchas gracias! —me respondió—. Supongo que será mejor que hablar como Umberto… —Pero, antes de pronunciar siquiera las palabras, su rostro se ensombreció—. Lo siento.
—No lo sientas. Seguro que está aquí en espíritu.
Lo cierto era que no teníamos ni idea de qué había sido de Umberto. Nadie lo había visto desde que había empezado el tiroteo en la cripta de la catedral. Quizá había desaparecido bajo tierra, pero eso tampoco lo había visto nadie. Todos andaban ocupados buscándome a mí.
Tampoco se habían encontrado las cuatro joyas. A mi juicio, se las había tragado la tierra: había acogido en su seno los ojos de los amantes, como había recuperado la daga del águila.
Janice, en cambio, estaba segura de que Umberto se las había apropiado y había huido por los bottini para vivir una vida de lujo en Buenos Aires…, o donde fuera que se retiraran los mañosos. También Eva María, tras unos cuantos martinis de chocolate en la piscina del castello Salimbeni, había empezado a coincidir con ella. Umberto —nos dijo, ajustándose las gafas bajo la pamela— tenía la mala costumbre de desaparecer, a veces durante años, y llamarla de pronto, como si nada. Además, estaba segura de que, aunque su hijo hubiera caído al Diana, se habría mantenido a flote y se habría dejado arrastrar por la corriente hasta algún lago. ¡No podía ser de otro modo!
Para llegar hasta el santuario, tuvimos que pasar por un olivar y un vivero con colmenas. Fray Lorenzo nos había paseado por las tierras esa misma mañana y, al final, habíamos terminado en una rosaleda escondida, dominada por una rotonda de mármol.
En el centro del templo se hallaba la estatua de bronce de tamaño natural de un monje, con los brazos abiertos en señal de amistad. El fraile nos explicó que así era como a los hermanos les gustaba imaginar al fray Lorenzo original, y que sus restos estaban enterrados bajo la estatua. Era un lugar de paz y contemplación, nos dijo, pero, por ser quienes éramos, haría una excepción.
Cerca ya del santuario, con Janice a remolque, me detuve un instante para tomar aire. Estaban todos allí, esperándonos —Eva María, Malena, el primo Peppo con la pierna escayolada y una docena más de personas cuyos nombres empezaba a aprenderme— y, junto a fray Lorenzo, Alessandro, tenso e irresistible, mirando ceñudo el reloj.
Al ver que nos acercábamos, meneó la cabeza y me dedicó una sonrisa medio de reproche, medio de alivio. En cuanto pudo, me agarró, me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído:
—Me parece que tendré que encadenarte en la mazmorra.
—Qué medieval te pones —repliqué, zafándome de su abrazo con fingido pudor al ver que teníamos público.
—Lo que tú me inspiras.
—Scusi? —Fray Lorenzo nos miró con las cejas enarcadas, impaciente por dar comienzo a la ceremonia, y yo, dejando mi réplica para después, me volví obediente hacia el fraile.
No nos casábamos porque creyéramos que debíamos hacerlo. Esa ceremonia nupcial en el santuario de Lorenzo no era sólo por nosotros, sino también para demostrar a los demás que, en efecto, estábamos hechos el uno para el otro, algo que los dos sabíamos hacía mucho tiempo. Además, Eva María exigía una oportunidad de celebrar el regreso de sus nietas desaparecidas, y Janice se habría puesto muy triste si no le hubiéramos asignado un papel glamuroso en aquello. Así que se habían pasado la tarde repasando el guardarropa de Eva María en busca del vestido perfecto de dama de honor mientras nosotros retomábamos mis clases de natación en la piscina.
Sin embargo, aunque nuestra boda no fuese más que una confirmación de las promesas que ya nos habíamos hecho, me conmovió la espontaneidad de fray Lorenzo y ver a Alessandro a mi lado, escuchando con atención el sermón del fraile.
Allí de pie, cogida de su mano, comprendí de pronto por qué —toda la vida— me había atormentado el miedo a morir joven. Siempre que había intentado imaginar mi futuro más allá de la edad a la que había muerto mi madre, no había visto más que oscuridad. Por fin tenía sentido. Esa oscuridad no era la muerte, sino la ceguera; ¿cómo iba a saber que algún día despertaría —como de un sueño— a una vida cuya existencia desconocía?
La ceremonia prosiguió en italiano, con gran solemnidad, hasta que el padrino, Vincenzo —el marido de Malena—, le entregó los anillos a fray Lorenzo. Al reconocer el anillo del águila, el fraile hizo una mueca de exasperación y dijo algo que desató la carcajada general.
—¿Qué ha dicho? —le susurré a Alessandro.
Aprovechando la ocasión para besarme el cuello, Alessandro me respondió en voz baja:
—Ha dicho: «¡Santa Madre de Dios!, ¿cuántas veces voy a tener que hacer esto?».
Cenamos en el claustro del monasterio, al abrigo de un enrejado cubierto de enredadera. Cuando empezó a anochecer, los hermanos entraron a buscar lámparas de aceite y velas de cera de abeja recogidas en recipientes de cristal artesanales, y el resplandor dorado de las mesas pronto ahogó la fría luz trémula del firmamento estrellado.
Era gratificante estar sentada junto a Alessandro, rodeada de personas que, de otro modo, jamás se habrían reunido. Tras los reparos iniciales, Eva María, Pia y el primo Peppo habían logrado llevarse estupendamente y desprenderse al fin de los viejos malentendidos familiares. ¿Qué mejor ocasión para hacerlo? A fin de cuentas, eran nuestros padrinos.
No obstante, la mayoría de los invitados no eran ni Salimbeni ni Tolomei, sino amigos sieneses de Alessandro y miembros de la familia Marescotti. Yo ya había ido a cenar con sus tíos varias veces —por no hablar de sus primos, que vivían en la misma calle—, pero era la primera vez que veía a sus padres y a sus hermanos de Roma.
Alessandro me había advertido que su padre, el coronel Santini, no era un gran entusiasta de la metafísica, y que su madre sólo le contaba lo estrictamente necesario de la herencia Marescotti. No pudo alegrarme más que ninguno de los dos quisiera conocer la historia de nuestro noviazgo y, aliviada, ya le había apretado la mano a Alessandro bajo la mesa cuando su madre se inclinó para susurrarme con un guiño de complicidad:
—Cuando vengáis a vernos, me cuentas lo que ocurrió de verdad, ¿eh?
—¿Has estado alguna vez en Roma, Giulietta? —inquirió el coronel Santini, extinguiendo por un momento el resto de las conversiones con su potente voz.
—Eh…, no —dije, clavándole las uñas en el muslo a Alessandro—. Pero me encantaría ir.
—Qué raro…, tengo la sensación de haberte visto antes —añadió el coronel, algo ceñudo.
—Eso me pasó a mí cuando nos conocimos —dijo su hijo, rodeándome con el brazo. Entonces me besó con descaro en la boca, hasta que todos empezaron a reír y a golpetear la mesa, y la conversación, por suerte, se desvió al Palio.
Dos días después del drama de la cripta, la contrada dell’Aquila había logrado ganar al fin la carrera, tras casi veinte años de decepciones. A pesar de que el médico me había aconsejado que me tomara las cosas con calma durante un tiempo, Alessandro y yo habíamos estado allí, presenciando la disputa y celebrando el renacer de nuestros destinos. Luego, junto con Malena, Vincenzo y todos los demás aguiluchos, nos habíamos dirigido a la catedral para asistir a la misa en honor a la Virgen y agradecerle el cencío con que había obsequiado a la contrada dell’Aquila aun estando Alessandro en la ciudad.
Mientras estaba en la iglesia, cantando un himno que no sabía, pensé en la cripta que se hallaba en algún lugar bajo nuestros pies, y en la estatua dorada que sólo nosotros conocíamos. Quizá algún día la cripta podría volver a visitarse, y tal vez el maestro Lippi restaurara la estatua y le diera unos ojos nuevos, pero, hasta entonces, sería nuestro secreto. Quizá fuera preferible así. La Virgen nos había permitido encontrar su santuario, pero todos los que se habían acercado a él con malas intenciones habían muerto. Ciertamente no era un gran atractivo para grupos turísticos.
En cuanto al viejo cencío, se lo devolvimos a la Virgen, como había prometido hacer Romeo Marescotti. Lo llevamos a Florencia para que lo restaurara un profesional, y se encuentra en una vitrina de la pequeña capilla del museo del Águila, impecable a pesar de lo sufrido últimamente. Como es lógico, todos los miembros de la contrada se mostraron entusiasmados de que hubiéramos localizado tan valiosa pieza histórica, y a nadie le extrañó que cada vez que se hablara del tema yo me ruborizase.
Durante el postre —una espectacular tarta diseñada personalmente por Eva María— Janice se inclinó para dejarme en la mesa un viejo pergamino amarillento. Lo reconocí en seguida: era la carta de Giannozza a Giulietta que fray Lorenzo me había enseñado en el castello Salimbeni. La única diferencia era que, esta vez, el sello ya estaba roto.
—Un regalito —dijo Janice, entregándome un folio doblado—. Ésta es la traducción. Fray Lorenzo me dio la carta y Eva María me ha ayudado a traducirla.
Noté que estaba impaciente por que la leyera en seguida, y eso hice. Decía lo siguiente:
Mi querida hermana:
No te imaginas lo feliz que me hizo recibir una carta tuya después de este largo silencio, ni te imaginas lo mucho que me duelen estas noticias. Madre y padre muertos, y Mino y Jacopo y el pequeño Benni… No encuentro palabras para expresar mi pesar. Me ha costado muchos días poder escribirte una respuesta.
Si fray Lorenzo estuviera aquí, me diría que forma parte de los designios del cielo y que no debería llorar por los seres queridos que ya están a salvo en el paraíso, pero él no está aquí, y tú tampoco. Estoy completamente sola en una tierra bárbara.
Cuánto me gustaría ir a verte, querida mía, o que vinieras tú, que pudiéramos consolamos la una a la otra en estos momentos de tristeza. Pero sigo aquí, prisionera en la casa de mi esposo, y aunque él pasa en la cama casi todo el tiempo, más débil con cada día que pasa, temo que vaya a vivir eternamente. A veces salgo por la noche y me tumbo en la hierba a mirar las estrellas, pero, a partir de mañana, unos desconocidos advenedizos de Roma llenarán la casa —relaciones comerciales de alguna oscura familia de Gambacorta— y mi preciada libertad volverá a limitarse al alféizar de la ventana. Pero no quiero angustiarte con mis penas, hermana, que no son nada comparadas con las tuyas.
Me duele saber que nuestro tío te tiene prisionera, y que te consume el deseo de vengarte de ese hombre, S… Queridísima hermana, sé que es casi imposible, pero te suplico que te libres de esos pensamientos destructivos. Ten fe en que Dios castigará a ese hombre en su momento. Por mi parte, he pasado muchas horas en la capilla, agradeciendo que te libraras de los malos. Por tu descripción de ese joven, Romeo, sé bien que es el auténtico caballero que has estado esperando pacientemente.
Me alegro de nuevo de haber sido yo quien se embarcara en este aciago matrimonio. Escríbeme más a menudo, querida hermana, y no escatimes detalles, para que así, a través de ti, pueda yo vivir el amor que me fue negado.
Confío en que, al recibo de esta carta, te encuentres bien y feliz, libre de los demonios que te atormentan. Dios mediante, volveré a verte pronto, y nos tenderemos sobre las margaritas y nos reiremos de las penas pasadas como si jamás hubieran existido. En ese futuro dichoso que nos espera, tú estarás casada con tu Romeo y yo libre al fin de mis ataduras. Reza conmigo, querida, para que así sea.
Tuya afectísima,
G.
Cuando dejé de leer, las dos llorábamos. Consciente de la perplejidad de los comensales ante nuestro arrebato, la abracé y le agradecí aquel regalo perfecto. Dudo que los invitados entendieran la importancia de esa carta; ni siquiera los que conocían la triste historia de las hermanas medievales habrían comprendido lo que significaba para mi hermana y para mí.
Era casi medianoche cuando al fin pude volver al jardín con un renuente Alessandro. Todos se habían acostado ya, y era el momento de hacer algo que llevaba tiempo queriendo hacer. Abrí la puerta chirriante del santuario de Lorenzo y, mirando a mi acompañante protesten, le puse un dedo en los labios.
—En teoría, no deberíamos estar aquí.
—Exacto —respondió él, tratando de estrecharme en sus brazos—. Deja que te cuente dónde deberíamos estar…
—¡Chis! —Le tapé la boca con la mano—. En serio, tengo que hacer esto.
—¿Por qué no mañana? —Me zafé y lo besé rápidamente—. No tenía pensado escaparme de la cama mañana.
A regañadientes, Alessandro accedió a entrar en el santuario y a la rotonda de mármol donde se hallaba la estatua de bronce de fray Lorenzo. A la luz de la luna incipiente, la estatua casi parecía una persona de verdad, esperándonos de pie con los brazos abiertos. Huelga decir que las posibilidades de que los rasgos de la estatua se asemejaran a los del original eran escasas, pero eso daba igual. Lo importante era que algunas personas habían tenido el detalle de reconocer el sacrificio de aquel hombre y, gracias a ellas, habíamos podido agradecérselo.
Me quité el crucifijo, que llevaba desde que Alessandro me lo había devuelto, y me estiré para colgarlo del cuello de la estatua, donde debía estar.
—La señora Mina lo guardaba como símbolo de su conexión —dije, más que nada para mí—. Yo no lo necesito para recordar lo que hizo por Romeo y Giulietta. —Callé un momento—. Quién sabe, quizá nunca hubo ninguna maldición. Tal vez éramos nosotros, todos nosotros, quienes creíamos que merecíamos una.
Alessandro no dijo nada. Alargó la mano y me acarició la mejilla como lo había hecho aquel día en Fontebranda, y esta vez supe bien lo que implicaba. Tanto si habíamos estado malditos como si no, si habíamos pagado por ello como si no, él era mi bendición, y yo la suya, y eso bastaba para desarmar cualquier proyectil que el destino —o Shakespeare— tuviera la torpeza de enviarnos.