Hicieron falta las campanadas de la basílica del otro lado de la piazza para despertarme. Dos minutos después, el director Rossini llamó a mi puerta como si supiese que no podía seguir durmiendo con aquel alboroto.
—¡Con permiso! —Sin esperar una invitación, metió una enorme maleta en mi cuarto y la colocó en el reposamaletas vacío—. Anoche llegó esto para usted.
—¡Espere! —Solté la puerta y me cubrí lo mejor que pude con el albornoz del hotel—. Esa maleta no es mía.
—Lo sé. —Se sacó el pañuelo del bolsillo de la pechera y se secó el sudor de la frente—. Es de la contessa Salimbeni. Tome, le ha dejado una nota.
La cogí.
—¿Qué es una contessa?
—No acostumbro a llevar yo los equipajes —dijo el director Rossini muy digno—, pero, tratándose de la condesa…
—¿Me presta ropa? —espeté, mirando atónita la nota manuscrita de Eva María—. ¿Y zapatos?
—Hasta que llegue su equipaje. Ahora está en Frittoli.
Con su exquisita caligrafía, Eva María preveía que su ropa quizá no me quedase perfecta, pero concluía que era mejor que andar por ahí desnuda.
Según examinaba uno a uno los artículos de la maleta, me alegré de que Janice no pudiera verme. El hogar de nuestra infancia no era lo bastante grande para dos obsesas de la moda, así que yo —para exasperación de Umberto— me había propuesto ser todo lo contrario. En clase, Janice acaparaba los elogios de las compañeras cuyas vidas se regían por los nombres de los grandes diseñadores, mientras que cualquier admiración que yo pudiera despertar procedía de chicas que habían visitado las tiendas de saldos pero no habían tenido el talento suficiente para comprar lo que yo compraba, ni el valor para combinarlo. No es que me disgustara la ropa de moda, es que no quería darle a Janice la satisfacción de pensar que me preocupaba mi aspecto porque, hiciera lo que hiciese, ella siempre me superaba.
Cuando dejamos la universidad, yo ya tenía mi propia imagen: un diente de león en el arriate de la sociedad. Muy guay, pero no por ello menos hierbajo. Cuando tía Rose puso nuestras fotos de graduación sobre el piano de cola, sonrió con tristeza al observar que todas las clases que había recibido parecían haberme convertido en la perfecta antítesis de Janice.
En otras palabras, la ropa de diseño de Eva María no era en absoluto mi estilo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tras mi conversación con Umberto la noche anterior, había decidido jubilar mis chanclas y prestar más atención a mi bella figura. A fin de cuentas, sólo me faltaba que Francesco Maconi, el asesor financiero de mi madre, no me juzgara digna de confianza. Así que me probé las prendas de Eva María una por una, volviéndome de este lado y del otro delante del espejo del armario hasta que di con la menos escandalosa —un traje de minifalda ajustadísima y chaqueta en rojo chillón con unos grandes topos negros—, que me hacía parecer recién salida de un Jaguar cargada con cuatro maletas a juego y un perrito llamado Bijoux. Mejor aún, me daba el aspecto de una de esas mujeres que acostumbraban a desayunar reliquias familiares y asesores financieros.
Además, llevaba unos zapatos a juego.
Para llegar al palazzo Tolomei, según me había explicado el director Rossini, debía subir por la via del Paradiso o bajar por la via della Sapienza. Las dos calles estaban prácticamente cerradas al tráfico —como la mayoría de las del centro de Siena—, pero Sapienza, me había advertido, podía ser algo peligrosa y, en general, Paradiso era probablemente la ruta más segura.
Mientras bajaba por la via della Sapienza, las fachadas de las casas antiguas me iban cerrando el paso, y pronto me vi atrapada en un laberinto de siglos pasados, fruto de una forma de vida pretérita. Por encima de mí, una cinta de cielo azul cruzada de banderines de colores luminosos que contrastaban fuertemente con el ladrillo medieval, pero, aparte de eso —y de algún que otro par de vaqueros secándose en alguna ventana—, no había casi nada que vinculase aquel lugar a la modernidad.
El mundo se había desarrollado a su alrededor, pero a Siena no le importaba. El director Rossini me había dicho que la época dorada de los sieneses había sido el final de la Edad Media y, a medida que iba avanzando, pude ver que tenía razón; la ciudad se aferraba a su yo medieval con una terca indiferencia por los atractivos del progreso. Había toques del Renacimiento por aquí y por allá, pero, en general —me había dicho el director del hotel con una risita— Siena había sido demasiado astuta para dejarse seducir por los encantos de los playboys de la historia, los llamados «maestros», que convertían las casas en pasteles de varios pisos. En consecuencia, lo más hermoso de Siena era su integridad; incluso ahora, en un mundo al que le daba todo igual, seguía siendo Sena Vetus Civitas Virginis, o la antigua Siena, Ciudad de la Virgen. Sólo por esa razón, había concluido Rossini, con todos los dedos plantados en el mostrador de mármol verde, era el único lugar del planeta en el que merecía la pena vivir.
—¿En qué otros lugares ha vivido? —le había preguntado yo sin malicia.
—Estuve en Roma dos días —me había respondido muy digno—. ¿Quién quiere más? Si le da un bocado a una manzana podrida, ¿sigue usted comiendo?
Tras sumergirme en los callejones silenciosos, terminé apareciendo en una bulliciosa calle peatonal. Conforme a las indicaciones que había recibido, se trataba del Corso, y el director Rossini me había explicado que era famosa por los múltiples bancos antiguos que solían servir a los forasteros que hacían la vieja ruta de peregrinaje y que pasaban por la ciudad. A lo largo de los siglos, millones de personas habían viajado por Siena, y muchos tesoros y monedas extranjeros habían cambiado de manos allí. En otras palabras, que el constante flujo de turistas de nuestros días no era más que la continuación de una antigua tradición muy rentable.
Así había sido como mis antepasados, los Tolomei, se habían enriquecido, me había indicado Rossini, y como sus rivales, los Salimbeni, se habían enriquecido más aún. Eran comerciantes y banqueros, y sus palazzos fortificados habían flanqueado aquella misma carretera —la principal vía pública de Siena— con torres altísimas que habían ido creciendo más y más hasta que al final ambas habían caído.
Al pasar por el palazzo Salimbeni, busqué en vano restos de la antigua torre. Seguía siendo un edificio impresionante con una puerta principal propia del castillo del mismísimo Drácula, pero ya no era la fortificación que había sido en su día. En algún lugar de aquel edificio, pensé mientras lo dejaba atrás, tenía su despacho Alessandro, el estirado ahijado de Eva María. Con un poco de suerte, no estaría en ese mismo momento registrando algún archivo policial en busca del turbio secreto de Juliet Jacobs.
Algo más adelante, aunque no mucho, estaba el palazzo Tolomei, la antigua morada de mis antepasados. Levanté la vista hacia la espléndida fachada medieval y, de pronto, me sentí orgullosa de estar emparentada con las personas que en su día habían vivido en tan destacado edificio. Al parecer, no había cambiado mucho desde el siglo XIV; el único indicio de que los poderosos Tolomei se habían marchado y un banco moderno había ocupado su lugar eran los carteles publicitarios que colgaban de las ventanas interiores, con sus coloridas promesas fragmentadas por los barrotes de hierro.
El interior del edificio no era menos sobrio que el exterior. Un guardia de seguridad se acercó para sujetarme la puerta mientras entraba, con toda la gentileza que le permitía el rifle semiautomático que llevaba en brazos, pero yo estaba demasiado absorta en lo que me rodeaba para reparar en su uniformada delicadeza. Seis pilares titánicos de ladrillo rojo sostenían el altísimo techo, sobrehumanamente alto, y aunque había mostradores, sillas y personas moviéndose por el vasto suelo de piedra, éstos ocupaban tan poco espacio que las cabezas de león blancas que sobresalían de las antiguas paredes parecían ignorar por completo su presencia.
—¿Sí? —La cajera me miró por encima de la montura de sus modernas gafas, tan pequeñas que difícilmente podían transmitir más que una diminuta porción de la realidad.
Me incliné un poco hacia delante, por favorecer la intimidad.
—Me gustaría hablar con el signor Francesco Maconi.
La cajera logró enfocarme con sus gafas, pero lo que vio no pareció convencerla.
—Aquí no hay ningún signor Francesco —declaró con firmeza y con un fuerte acento.
—¿Ningún Francesco Maconi?
Llegadas a ese punto, la cajera consideró necesario quitarse las gafas, plegarlas con cuidado sobre el mostrador y mirarme con una de esas sonrisas extraordinariamente afables que suelen dedicarte justo antes de clavarte una jeringuilla en el cuello.
—No.
—Pero trabajaba aquí… —No seguí porque su compañera del cubículo contiguo se inmiscuyó en la conversación susurrándole algo en italiano.
Al principio, mi desagradable cajera la hizo callar con un gesto de enfado, pero después lo pensó mejor.
—Perdóneme —dijo al fin, inclinándose para captar mi atención—, ¿se refiere usted al presidente Maconi?
Sentí una punzada de emoción.
—¿Trabajaba aquí hace veinte años?
Me miró horrorizada.
—¡El presidente Maconi siempre ha estado aquí!
—¿Podría hablar con él? —le sonreí con dulzura, aunque no se lo merecía—. Es un viejo amigo de mi madre, Diane Tolomei. Soy Giulietta Tolomei.
Las dos mujeres se me quedaron mirando como si fuese una aparición. Sin mediar palabra, la cajera que había querido despacharme volvió a ponerse las gafas torpemente sobre la nariz, hizo una llamada y mantuvo una conversación en un italiano sumiso y rastrero. Al terminar, colgó con aire reverente y se volvió hacia mí exhibiendo algo muy parecido a una sonrisa.
—La recibirá después de comer, a las tres en punto.
Comí por primera vez desde mí llegada a Siena en una bulliciosa pizzería llamada Cavallino Bianco. Mientras estaba allí sentada, fingiendo leer el diccionario de italiano que acababa de comprarme, empecé a darme cuenta de que iba a necesitar algo más que un traje prestado y unas cuantas frases útiles para ponerme a la altura de los sieneses. Las mujeres que me rodeaban, sospeché observando furtivamente sus sonrisas y sus gestos exuberantes mientras bromeaban con el apuesto camarero Giulio, poseían algo que yo nunca había tenido, una habilidad que no conseguía recordar, pero que debía de ser un componente esencial de ese esquivo estado de ánimo, la felicidad.
Sintiéndome más torpe y descolocada que nunca, proseguí mi paseo y me detuve a tomar un espresso de pie en un bar de la piazza Postierla. Allí le pregunté a la exuberante camarera si podía recomendarme una tienda de ropa barata en el barrio (en la maleta de Eva María, por suerte, no había ropa interior). Ignorando por completo a sus otros clientes, la camarera me miró de arriba abajo con escepticismo y espetó:
—Lo quieres todo nuevo, ¿verdad? ¿El peinado, la ropa…?
—Pues…
—Tranquila, mi primo es el mejor peluquero de Siena, puede que del mundo. Te pondrá guapa. ¡Ven!
Tras cogerme del brazo e insistir en que la llamase Malena, la camarera me llevó de inmediato a ver a su primo Luigi, a pesar de que era la hora del café y los clientes le gritaron desesperados al verla marchar. Ella se encogió de hombros y rio, consciente de que seguirían babeando todos por ella cuando volviera, quizá incluso más que antes, después de su ausencia.
Luigi estaba barriendo los pelos del suelo cuando entramos en su peluquería. No era mayor que yo, pero tenía la mirada penetrante de un Michelangelo. Sin embargo, al mirarme a mí, no se mostró impresionado. —Ciao, caro —dijo Malena pellizcándole ambas mejillas—, ésta es Giulietta. Necesita una transformación totale.
—Bueno, sólo las puntas —intervine—. Un par de dedos.
Fue precisa una acalorada discusión en italiano —que me alivió no entender— para que Malena persuadiera a Luigi de que aceptase mi penoso caso. Sin embargo, una vez lo hizo, se tomó muy en serio el desafío. En cuanto Malena salió de la peluquería, Luigi me sentó en un sillón y estudió mi imagen en el espejo, girándome a un lado y a otro para comprobar todos los ángulos. Luego me quitó las gomas de las trenzas y las tiró directamente a la papelera con cara de asco.
—Bene… —dijo al fin, ahuecándome el pelo y volviendo a mirarme en el espejo, algo menos crítico que antes—. No está mal, ¿no?
Cuando volví caminando al palazzo Tolomei dos horas más tarde, me había endeudado aún más, pero no me arrepentía ni de un sólo céntimo del crédito. El traje rojo y negro de Eva María iba bien doblado al fondo de la bolsa de compras, con los zapatos a juego encima, y yo llevaba uno de mis cinco conjuntos nuevos, todos ellos aprobados por Luigi y su tío Paolo, que casualmente tenía una tienda de ropa a la vuelta de la esquina. Tío Paolo, que no hablaba una palabra de inglés pero lo sabía todo de moda, me había hecho un treinta por ciento de descuento en toda la compra con la condición de que no volviera a ponerme el disfraz de mariquita.
Yo había protestado al principio, explicándole que mi equipaje llegaría en cualquier momento, pero al final la tentación había sido demasiado grande. ¿Qué más daba que las maletas me estuvieran esperando cuando regresara al hotel? De todas formas, no llevaba nada en ellas que pudiera ponerme en Siena, salvo quizá los zapatos que Umberto me había regalado por Navidad y que ni siquiera me había probado nunca.
Al salir de la tienda iba mirándome en todos los escaparates por los que pasaba. ¿Por qué no lo había hecho antes? Desde el instituto, me cortaba el pelo en casa —sólo las puntas— cada dos años o así con unas tijeras de cocina. Me llevaba unos cinco minutos y, la verdad —pensaba yo—, ¿quién iba a notar la diferencia? De pronto la veía yo. De algún modo, Luigi había logrado dar vida a mi aburrido pelo de siempre, que ya saboreaba su recién adquirida libertad ondeando al viento mientras caminaba y enmarcando mi rostro como si fuese digno de enmarcar.
De niña, tía Rose me llevaba al barbero del pueblo cuando le parecía y, por lo general, tenía la sensatez de no llevarnos a Janice y a mí a la vez. Sólo en una ocasión terminamos sentadas la una al lado de la otra y, mientras estábamos allí instaladas, haciéndonos muecas en los grandes espejos, el viejo barbero sostuvo en alto nuestras coletas y dijo:
—¡Vaya!, una tiene pelo de oso y la otra de princesa.
Tía Rose no le replicó. Se había sentado allí, en silencio, y esperaba a que terminase. Cuando terminó, le pagó y le dio las gracias con aquella voz entrecortada tan suya, luego nos sacó a rastras por la puerta como si hubiésemos sido nosotras, y no el barbero, las que se hubiesen portado mal. Desde ese día, Janice no había perdido una ocasión de piropear mi precioso pelo de oso.
El recuerdo casi me hizo llorar. Allí estaba yo, la mar de guapa, ahora que tía Rose se encontraba en un lugar desde el que no podía alegrarse de que por fin hubiese salido de mi capullo de macramé. La habría hecho muy feliz verme así —una sola vez—, pero yo estaba demasiado empeñada en que Janice no lo hiciera jamás.
El presidente Maconi era un hombre galante de sesenta y tantos años, vestido con un traje y una corbata de tonos suaves, y con una asombrosa habilidad para cubrirse la coronilla con los pelos largos de un solo lado de la cabeza. En consecuencia, su porte era de rígida dignidad, pero sus ojos albergaban una auténtica ternura que anulaba de inmediato lo ridículo.
—¿Señorita Tolomei? —Cruzó la sala principal del banco para estrecharme la mano cordialmente, como si fuéramos viejos amigos—. ¡Qué placer tan inesperado!
Mientras subíamos juntos la escalera, el presidente Maconi se disculpó en un inglés impecable por las irregularidades de las paredes y los desniveles de los suelos. Ni siquiera los diseñadores de interiores más modernos, me explicó con una sonrisa, podían con un edificio de casi ochocientos años de antigüedad.
Después de un día de constantes anomalías lingüísticas, era un alivio conocer por fin a alguien que dominara mi lengua materna. El ligero acento británico del presidente Maconi indicaba que había vivido algún tiempo en Inglaterra —quizá había estudiado allí—, lo que habría explicado que mi madre lo hubiera elegido a él como asesor financiero.
Su despacho estaba en la última planta y, desde las ventanas divididas por parteluces, tenía una vista perfecta de la iglesia de San Cristóbal y algunos otros edificios espectaculares del vecindario. Sin embargo, al avanzar tropecé con un cubo de plástico plantado en medio de una enorme alfombra persa; tras comprobar mi integridad física, el presidente Maconi volvió a colocarlo donde estaba exactamente antes de que yo me lo llevara por delante.
—Hay una gotera en el tejado —me explicó mirando al techo de escayola agrietado—, pero no la encontramos. Es muy raro…, aunque no llueva, sigue cayendo agua. —Se encogió de hombros y me indicó que me sentara en una de las sillas de caoba de exquisito tallado que miraban a su escritorio—. El anterior presidente solía decir que el edificio lloraba. Conocía a su padre, por cierto.
Sentado tras su mesa, el presidente Maconi se recostó todo lo que le permitía el sillón de cuero y juntó las yemas de los dedos.
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarla, señorita Tolomei?
No sé muy bien por qué, la pregunta me pilló por sorpresa. Me había centrado tanto en llegar hasta allí que apenas había pensado en el siguiente paso. Supongo que el Francesco Maconi que hasta entonces se había alojado cómodamente en mi imaginación sabía bien que yo iría a por el tesoro de mi madre, y había esperado impaciente todos aquellos años para entregárselo a su legítima heredera.
Sin embargo, el verdadero Francesco Maconi no era tan complaciente. Empecé a explicarle a qué había venido y me escuchó en silencio, asintiendo con la cabeza alguna que otra vez. Cuando al fin dejé de hablar, se me quedó mirando pensativo, sin que su rostro revelara conclusión alguna.
—Así que me preguntaba si podría conducirme a la caja de seguridad —proseguí, percatándome de que había olvidado lo más importante.
Saqué la llave de mi bolso y la puse sobre su mesa, pero el presidente Maconi se limitó a mirarla. Tras un breve e incómodo silencio, se levantó, se acercó a una ventana con las manos a la espalda y contempló ceñudo los tejados de Siena.
—Su madre era una mujer sabia —dijo al fin—. Y, cuando Dios se lleva a los sabios al cielo, nos deja su sabiduría a los que seguimos en la tierra. Sus espíritus perviven, revolotean silenciosos a nuestro alrededor, como lechuzas, con ojos que ven por la noche, cuando usted y yo sólo vemos oscuridad. —Se detuvo para comprobar el cristal emplomado, que empezaba a soltarse—. Lo cierto es que la lechuza sería un símbolo perfecto para toda Siena, no sólo para nuestra contrada.
—Porque… ¿todos los sieneses son sabios? —propuse, no del todo segura de adonde quería llegar.
—Porque la lechuza tiene una predecesora antiquísima. Para los griegos, era la diosa Atenea. Virgen, pero también guerrera. Los romanos la llamaban Minerva. En tiempos de los romanos, había un templo dedicado a ella en Siena. Por eso siempre hemos amado a la Virgen María, incluso en la antigüedad, antes del nacimiento de Cristo. Para nosotros, ella siempre ha estado aquí.
—Presidente Maconi…
—Señorita Tolomei —dijo mirándome al fin—, trato de imaginar lo que su madre habría querido que hiciese. Me pide que le entregue algo que a ella le causó mucho dolor. ¿Querría ella que se lo diera? —Intentó en vano sonreír—. Claro que no soy yo quien debe decidir, ¿verdad? Ella lo dejó aquí, no lo destruyó, así que posiblemente quería que se lo entregase a usted, o a alguien. La pregunta es: ¿seguro que quiere tenerlo?
En el silencio que siguió a sus palabras, los dos lo oímos con nitidez: una gota de agua que caía al cubo de plástico en un día soleado. Tras llamar a un segundo llavero, el lúgubre signor Virgilio, el presidente Maconi me condujo a las grutas más profundas del banco por una escalera independiente, una espiral de piedra centenaria que debía de llevar allí desde la construcción del palazzo. Fue entonces cuando entendí que había todo un mundo bajo Siena, un mundo de pasadizos y sombras que contrastaba fuertemente con el mundo de luz de la superficie.
—Bienvenida a los Bottini —dijo el presidente Maconi mientras atravesábamos una especie de gruta—. Éste es el antiguo acueducto subterráneo construido hace mil años para llevar el agua a la ciudad de Siena. Todo esto es arenisca y, aun con las herramientas primitivas de entonces, los ingenieros sieneses fueron capaces de cavar una vasta red de túneles que llevaban el agua dulce a las fuentes públicas e incluso a los sótanos de algunos domicilios particulares. Ahora, como es lógico, ya no se usa.
—Pero ¿la gente sigue bajando aquí de todas formas? —pregunté, tocando el áspero muro de arenisca.
—¡Ah, no! —Al presidente Maconi le divirtió mi ingenuidad—. Es un lugar peligroso. Uno puede perderse fácilmente. Nadie conoce bien los Bottini. Se cuentan muchas historias de túneles secretos, pero no queremos que nadie ande explorándolos. La arenisca es porosa, ¿ve? Se deshace. Y toda Siena se asienta en ella.
Retiré la mano.
—Pero este muro… está reforzado, ¿no?
El presidente Maconi me miró, algo avergonzado.
—No.
—Pero ¡si esto es un banco! ¿No resulta… peligroso?
—Una vez intentaron asaltarlo —respondió arqueando las cejas, ofendido—. Una vez. Cavaron un túnel. Les llevó meses.
—¿Lo consiguieron?
El presidente Maconi señaló la cámara que colgaba de un oscuro rincón.
—Cuando saltó la alarma, escaparon por el túnel, pero al menos no robaron nada.
—¿Quiénes eran? —quise saber—. ¿Lo averiguaron?
Se encogió de hombros.
—Unos gángsters de Nápoles. No han vuelto.
Cuando por fin llegamos a la cámara acorazada, el presidente Maconi y el signor Virgilio tuvieron que pasar simultáneamente sus tarjetas para que se abriese la colosal puerta.
—¿Ve?, ni siquiera el presidente puede abrir esta cámara solo —dijo Maconi, orgulloso del dispositivo—. Como suele decirse, el poder absoluto corrompe absolutamente.
En el interior de la cámara, las paredes estaban forradas de arriba abajo con cajas de seguridad. La mayoría eran pequeñas, pero algunas habrían servido de taquilla en la consigna de cualquier aeropuerto. La de mi madre resultó ser de un tamaño intermedio y, en cuanto el presidente Maconi me la señaló y me ayudó a introducir la llave, él y el signor Virgilio tuvieron la delicadeza de salir de la cámara. Al poco, oí encenderse un par de cerillas y supe que aprovechaban para fumarse un cigarrillo en el corredor.
Desde que había leído la carta de tía Rose por primera vez, había barajado diversas suposiciones sobre el contenido del tesoro de mi madre, y había procurado moderar mis expectativas con el fin de evitar una desilusión. Sin embargo, en mis fantasías más secretas, imaginaba un magnífico cofre de oro, sellado y prometedor, como los que los piratas encontraban en islas desiertas.
Mi madre me había dejado algo parecido. Era un cofre de madera con ornamentos dorados y, aunque no estaba cerrado con llave —no tenía cerradura—, el óxido del cierre impedía abrirlo, y no me permitía hacer otra cosa más que agitarlo con suavidad para intentar adivinar su contenido. Era del tamaño de una tostadora, aunque asombrosamente ligero, lo que descartaba la posibilidad de que contuviera oro y joyas. Claro que había fortunas y fortunas, y no iba a ser yo quien rechazase unos fajos de billetes de tres cifras.
Cuando nos despedíamos, Maconi insistió en llamarme un taxi, pero le dije que no lo necesitaba: el cofre cabía perfectamente en una de mis bolsas de compras, y mi hotel estaba cerca.
—Yo no andaría por ahí con eso —me advirtió—. Su madre siempre tuvo cuidado.
—Pero ¿quién sabe que estoy aquí? ¿Y que tengo esto?
Se encogió de hombros.
—Los Salimbeni…
Me lo quedé mirando sin saber si hablaba o no en serio.
—¡No me diga que perdura la vieja enemistad entre familias! Maconi miró hacia otro lado, incomodado por el tema.
—Un Salimbeni siempre es un Salimbeni.
Mientras me alejaba del palazzo Tolomei, me repetí aquella frase varias veces, preguntándome qué significaría exactamente. Al final decidí que era lo único que podía esperarse de aquel lugar; a juzgar por los relatos de Eva María sobre la intensa rivalidad entre contradas en el Palio moderno, las viejas inquinas familiares de la Edad Media seguían vivas, aunque las armas hubiesen cambiado.
Consciente de mi propia herencia Tolomei, imprimí algo de brío a mis andares al pasar delante del palazzo Salimbeni por segunda vez ese día, para que Alessandro supiera —en caso de que estuviese asomado a la ventana en ese preciso instante— que había un nuevo sheriff en la ciudad.
Justo entonces, al mirar por encima del hombro para ver si había quedado bien claro, reparé en un hombre que me seguía. Por alguna razón, no encajaba en la escena; la calle rebosaba de alegres turistas, madres con cochecitos y ejecutivos con traje que hablaban a gritos por el móvil. Aquel hombre, en cambio, llevaba un chándal barato y unas gafas de sol de espejo con las que no ocultaba, sin embargo, que no les quitaba ojo a mis bolsas.
¿O tal vez fueran imaginaciones mías? ¿Me habrían alterado los nervios las últimas palabras de Maconi? Me detuve delante de un escaparate con la esperanza de que el hombre pasara de largo y siguiese su camino. No fue así. Cuando paré, él hizo lo mismo y fingió leer un cartel de la pared.
Sentí por primera vez el cosquilleo del miedo, como solía llamarlo Janice, y analicé mis opciones en un par de hondas respiraciones. Sólo podía hacer una cosa. Si proseguía mi camino, posiblemente se acercara con sigilo y me arrebatara la bolsa, o aún peor, me siguiera para ver dónde me alojaba y hacerme una visita luego.
Canturreando por lo bajo, entré en la tienda y, una vez dentro, corrí hacia el dependiente y le pregunté si podía salir por la puerta trasera. Sin levantar apenas la mirada de su revista de motos, se limitó a señalarme una puerta al otro lado de la sala.
Diez segundos después salía disparada al callejón de atrás, casi tumbando un montón de Vespas aparcadas en batería. No tenía ni idea de dónde estaba, pero me daba igual. Lo importante era que aún tenía mis bolsas.
Cuando el taxi me dejó de vuelta en el hotel Chiusarelli, habría pagado lo que fuera por el trayecto, pero el conductor rechazó la propina meneando la cabeza y me la devolvió casi entera.
—¡Señorita Tolomei! —Rossini vino a mí algo alarmado en cuanto entré en el vestíbulo—. ¿Dónde se había metido? El capitán Santini ha estado aquí hace un momento. ¡De uniforme! ¿Qué ha ocurrido?
—¡Ah! —me esforcé por sonreír—. ¿Habrá venido a invitarme a un café?
El director Rossini me lanzó una mirada asesina, arqueando mucho las cejas en señal de desaprobación.
—No creo que el capitán haya venido con la intención de seducirla, señorita Tolomei. Le ruego encarecidamente que lo llame. Tome. —Me entregó su tarjeta de visita como si fuese una hostia consagrada—. Ése es su número de teléfono, el que está escrito por detrás, ¿lo ve? Le ruego… —al ver que yo seguía mi camino, Rossini elevó la voz—, ¡qué lo llame inmediatamente!
Me llevó casi una hora —y varias excursiones a recepción— abrir el cofre de mi madre. Tras probar con todo lo que tenía a mano, como la llave de la habitación, el cepillo de dientes y el auricular del teléfono, bajé corriendo a pedir prestadas unas pinzas, luego un cortaúñas, después una aguja y, por último, un destornillador, perfectamente consciente de que Rossini se mostraba menos afable cada vez que me veía.
Al final lo conseguí, no abriendo el oxidado cierre, sino desatornillando la tapa entera, lo que me llevó un rato, porque el destornillador que me habían prestado era demasiado pequeño, pero estaba convencida de que el director reventaría si volvía a verme aparecer por la recepción.
Con tanto esfuerzo, mis expectativas con respecto al contenido del cofre se habían disparado tanto que, cuando por fin levanté la tapa, apenas podía respirar de la emoción. Como era tan ligero, estaba convencida de que en el cofre encontraría algo frágil —y caro—, pero, al mirar en el interior, supe que me había equivocado.
No había nada frágil en el cofre; de hecho, prácticamente no había nada, salvo papeles. Papeles aburridos, para ser exactos. Ni dinero, ni acciones, ni escrituras, ni ninguna otra clase de valores, sino cartas en sobres y diversos textos mecanografiados en folios, grapados o enrollados y sujetos con gomas elásticas medio podridas. Los únicos objetos que albergaba el cofre eran un cuaderno lleno de garabatos, un ejemplar de bolsillo de Romeo y Julieta de Shakespeare y un viejo crucifijo con una cadena de plata.
Inspeccioné el crucifijo un rato, preguntándome si sería antiquísimo y por ello valioso. Lo dudaba. Aunque fuese una antigüedad, sólo era plata y, a mi juicio, no tenía nada de especial.
Lo mismo me sucedió con la edición de bolsillo de Romeo y Julieta. La hojeé varias veces, decidida a encontrarle algún valor, pero no había nada en ella que prometiese, ni siquiera alguna anotación a lápiz en el margen.
En el cuaderno, sin embargo, había unos dibujos que —con un poco de buena voluntad— podían interpretarse como pistas para la búsqueda de algún tesoro oculto. O quizá no fueran más que bocetos de excursiones a museos y jardines escultóricos. A mi madre —si aquel cuaderno era suyo y aquéllos eran sus dibujos— le había llamado la atención una escultura en particular, y no me extrañaba. Representaba a un hombre y a una mujer; el hombre estaba arrodillado y sostenía en brazos a la mujer, que, de no haber tenido los ojos abiertos, habría parecido dormida o incluso muerta. El cuaderno contenía al menos veinte dibujos distintos de aquella escultura, pero muchos eran detalles de los rasgos faciales, por ejemplo, y, sinceramente, ninguno de ellos me daba una pista de por qué a mi madre la había obsesionado tanto.
Al fondo del cofre había también dieciséis cartas privadas. Cinco eran de tía Rose, que le suplicaba a mi madre que olvidase «aquella locura» y volviera a casa; otras cuatro, también de tía Rose, eran posteriores, y mi madre no había llegado a abrirlas. Las demás estaban en italiano y las remitían personas a las que yo no conocía.
Una vez examinado todo aquello, no quedaban en el cofre más que los múltiples textos mecanografiados. Algunos estaban arrugados y descoloridos, otros eran más recientes y más nítidos; la mayoría estaban en inglés, pero había uno en italiano. Ninguno parecía un original; todos —salvo el que estaba en italiano— eran traducciones mecanografiadas en algún momento de los últimos cien años más o menos. Mientras repasaba el montón, me fue quedando claro que, en realidad, había orden y concierto en aquel aparente caos y, descubierto esto, no me costó extender los textos sobre la cama en cierto orden cronológico:
Diario del maestro Ambrogio (1340).
Cartas de Giulietta a Giannozza (1340).
Confesiones de Fray Lorenzo (1340).
La maledizione sul muro (1370).
La trigésima tercera historia de Masuccio Salernitano (1476).
Romeo y Julieta de Luigi da Porto (1530).
Romeo y Julieta de Matteo Bandello (1554).
Romeo y Julieta de Arthur Brooke (1562).
Romeo y Julieta de William Shakespeare (1597).
Árbol genealógico de Giulietta y Giannozza.
Sin embargo, una vez esparcidos ante mí, me costó aún más encontrarle sentido a la colección. Los cuatro primeros textos —todos del siglo XIV— eran misteriosos y a menudo estaban fragmentados, mientras que los más recientes eran más claros, pero, sobre todo, tenían algo en común: todos eran versiones de la historia de Romeo y Julieta, que culminaban en la que casi todo el mundo conocía, La muy excelente y lamentable tragedia de Romeo y Julieta de Shakespeare. Aunque siempre me había considerado una buena conocedora de la obra, me sorprendió mucho descubrir que el Bardo no había inventado la historia, sino que había plagiado a otros autores. Claro que Shakespeare era un genio de las palabras y, si él no hubiera pasado aquella historia por su máquina de versificar, posiblemente jamás se habría hecho tan famosa. Aun así, en mi modesta opinión, ya tenía pinta de ser una historia condenadamente buena cuando aterrizó en su escritorio. Además, curiosamente, la versión más antigua —la escrita por Masuccio Salernitano en 1476— no estaba ambientada en Verona, sino allí mismo, en Siena.
Ese descubrimiento literario estuvo a punto de hacerme olvidar que, en el fondo, me sentía inmensamente decepcionada. No había nada en el cofre de mi madre que tuviese valor monetario, ni tampoco el más mínimo indicio de que entre todos los papeles revisados se ocultaran bienes familiares de algún valor.
Quizá tendría que haberme avergonzado de pensar así; tal vez debería haber valorado más el hecho de que al fin tenía entre mis manos algo que había pertenecido a mi madre.
Sin embargo, me sentía demasiado confundida para racionalizar. ¿Qué demonios había hecho creer a tía Rose que había algo valiosísimo en juego, algo digno de un viaje al que, a su juicio, era el más peligroso de los lugares: Italia? ¿Y por qué había guardado mi madre aquel cofre lleno de documentos en la cámara acorazada de un banco? De pronto me sentía estúpida, sobre todo al recordar al tipo del chándal. Obviamente, no me seguía. También eso debía de haber sido fruto de mi calenturienta imaginación.
Empecé a repasar sin ganas los primeros textos. Dos de ellos, las «Confesiones de fray Lorenzo» y las «Cartas de Giulietta a Giannozza» no eran más que recopilaciones de frases sueltas, del tipo «juro por la Virgen que he obrado conforme a la voluntad del cielo» y «todo el viaje a Siena en un ataúd por miedo a los bandidos de los Salimbeni».
El «Diario del maestro Ambrogio» era más legible, pero, cuando empecé a hojearlo, casi deseé que no lo hubiera sido. Quienquiera que fuese el tal maestro, tenía un serio problema de verborrea y había escrito un diario sobre todas y cada una de las minucias que le habían ocurrido —a él y, por lo visto, también a sus amigos— en el año 1340. A simple vista no tenía nada que ver conmigo, ni con ninguna otra de las cosas del cofre de mi madre.
Fue entonces cuando mis ojos repararon de pronto en un nombre escrito en el centro del texto del maestro. Giulietta Tolomei.
Escudriñé histérica la página a la luz de la lámpara de noche. Pero no, no me había equivocado: tras algunas divagaciones iniciales sobre la dificultad de pintar la rosa perfecta, el prolijo maestro Ambrogio había escrito páginas y páginas sobre una joven que casualmente se llamaba igual que yo. ¿Coincidencia?
Me recosté en la cama y empecé a leer el diario desde el principio, consultando de vez en cuando los textos sueltos en busca de referencias cruzadas. Así dio comienzo mi viaje a la Siena de 1340, y mi acercamiento a aquella mujer que había llevado mi nombre.