Que yo recordara, tía Rose siempre había hecho todo lo posible por evitar que Janice y yo viajásemos a Italia.
—¿Cuántas veces tengo que repetiros que no es lugar para chicas decentes? —solía decirnos.
Más adelante, consciente de que debía cambiar de estrategia, meneaba la cabeza siempre que alguien sacaba el tema y se llevaba la mano al pecho como si la sola idea la pusiera a las puertas de la muerte.
—Creedme —resollaba—, Italia no es más que una gran desilusión, ¡y los italianos, unos cerdos!
Siempre me habían fastidiado sus inexplicables prejuicios hacia mi país de origen, pero, tras mi experiencia en Roma, terminé coincidiendo más o menos con ella: Italia era una desilusión, y los cerdos eran bastante mejores que los italianos, al menos que los uniformados.
Del mismo modo, siempre que le preguntábamos por nuestros padres, tía Rose nos cortaba con la misma cantinela.
—¿Cuántas veces tengo que deciros que murieron en un accidente de coche en la Toscana cuando teníais tres años? —gruñía de frustración al ver interrumpida su lectura del periódico, enfundada en sus guantecitos de algodón para evitar que se le manchasen las manos de tinta.
Por suerte para Janice y para mí, o eso nos decía ella, tía Rose y tío Jim, que en paz descanse, habían podido adoptarnos inmediatamente después de la tragedia, porque, también por suerte para nosotras, no tenían hijos propios. Ya podíamos dar gracias de no haber terminado en un orfanato italiano, comiendo espaguetis todos los días. Y allí estábamos, viviendo como reinas en una mansión de Virginia; lo mínimo que podíamos hacer a cambio era dejar de mortificar a tía Rose con preguntas cuya respuesta desconocía. Por favor, que alguien le preparase otro julepe de menta, que le dolían una barbaridad las articulaciones de lo pesadas que nos poníamos.
En el avión a Europa, mientras contemplaba el Atlántico de noche y revivía conflictos pasados, me di cuenta de que echaba de menos a la tía Rose, y no sólo lo bueno de ella. Cuánto me habría gustado pasar una hora más en su compañía, aunque hubiera sido despotricando. Ahora que se había ido, me costaba creer que alguna vez me hubiera hecho dar un portazo o subir furibunda a mi cuarto, o que hubiera pasado tantas horas preciosas allí encerrada, empecinada en el silencio.
Con la servilleta de la compañía aérea, me sequé furiosa una lágrima que me corría por la mejilla y me dije que los remordimientos eran una pérdida de tiempo. Sí, debería haberle escrito más cartas, y sí, debería haberla llamado más a menudo y haberle dicho que la quería, pero ya era demasiado tarde para todo eso. No podía borrar los pecados del pasado.
Además de la tristeza, otra sensación me reconcomía por dentro. ¿Un mal presentimiento? No necesariamente. Un mal presentimiento implica que algo malo va a suceder; mi problema era que no sabía si sucedería algo o no. Era perfectamente posible que ese viaje terminara en decepción, pero sabía que sólo podía culpar a una persona de meterme en semejante lío, y esa persona era yo.
Había crecido creyendo que heredaría la mitad de la fortuna de tía Rose, por eso no me había molestado en conseguir una propia. Mientras otras chicas de mi edad trepaban por el escurridizo poste de la vida profesional con sus uñas de manicura perfecta, yo sólo aceptaba trabajos que me gustaban, como dar clases en un campamento de Shakespeare, convencida de que tarde o temprano la herencia de tía Rose se ocuparía del creciente saldo deudor de mi tarjeta de crédito. Por eso, de pronto me encontraba con poco más que una esquiva reliquia familiar que una madre a la que apenas recordaba me había dejado en una tierra lejana.
Desde que abandoné la facultad, no había tenido vivienda fija: dormía en el sofá de alguno de mis colegas del movimiento antibelicista y me marchaba cuando me salía un cursillo de Shakespeare. No sé muy bien por qué, las obras del Bardo eran lo único que podía retener y, aunque lo intentaba, nunca me cansaba de Romeo y Julieta.
De vez en cuando daba clases a adultos, pero prefería a los niños, quizá porque estaba convencida de que yo les gustaba. Primero porque hablaban de los adultos como si yo no lo fuese. Me hacía feliz que me consideraran uno de ellos, aunque sabía que, en realidad, no era un piropo. Sólo significaba que sospechaban que tampoco yo había madurado y que, aun a mis veinticinco años, seguía siendo una adolescente que no sabía articular —o tal vez disimular— la poesía que le bullía en el alma.
El hecho de que fuese completamente incapaz de imaginar mi futuro no contribuía a mejorar mi trayectoria profesional. Cuando me preguntaban qué quería hacer con mi vida, no sabía qué contestar y, si intentaba verme al cabo de cinco años, lo único que visualizaba era un inmenso agujero negro. En los momentos de melancolía, interpretaba esa amenazadora oscuridad como una señal de que moriría joven y entendía que la razón por la que no lograba visualizar mi futuro era que no lo tenía. Mi madre había muerto joven, igual que mi abuela, la hermana de tía Rose. Por alguna razón, el destino se cebaba en nosotras y, siempre que me planteaba un compromiso a largo plazo, ya fuese una vivienda o un empleo, me echaba atrás en el último momento, atormentada por la idea de que no viviría para verlo materializarse.
Cada vez que volvía a casa por vacaciones de Navidad o de verano, tía Rose me rogaba discretamente que me quedara con ella en lugar de proseguir con mi existencia sin rumbo.
—¿Sabes, Julie? —me decía mientras recogía las hojas muertas de una planta de interior o colgaba del árbol de Navidad un ángel detrás de otro—, siempre podrías volver aquí una temporada, mientras decides lo que quieres hacer con tu vida.
Sin embargo, por mucho que me tentara, sabía que no podía hacerlo. Janice ya se había independizado, ganaba dinero emparejando gente y tenía alquilado un apartamento de dos habitaciones con vistas a un lago artificial; volver a casa sería como admitir que me había vencido.
Claro que ahora todo eso había cambiado: regresar a casa de tía Rose ya no era posible. El mundo tal y como yo lo conocía pertenecía a Janice, y a mí no me quedaba más que el contenido de un sobre de papel manila. Sentada en el avión, mientras releía la carta de tía Rose y me tomaba un vino agriado en vaso de plástico, caí en la cuenta de lo sola que estaba ahora que ella se había ido y sólo me quedaba Umberto.
De pequeña, nunca se me había dado bien hacer amigos. En cambio, las amigas más íntimas de Janice no habrían cabido, ni a presión, en un autobús de dos pisos. Siempre que salía de noche con aquella panda risueña, tía Rose daba vueltas a mi alrededor un rato, nerviosa, fingiendo buscar la lupa o su lápiz de hacer crucigramas. Al final, terminaba sentándose a mi lado en el sofá, aparentemente interesada en mi lectura, aunque yo sabía que no lo estaba.
—Oye, Juliet —me decía, quitándome hilachas de los botones del pijama—, yo me entretengo muy bien sola. Si quieres salir con tus amigas…
La propuesta quedaba suspendida en el aire un rato, hasta que yo urdía una respuesta apropiada. Lo cierto era que no me quedaba en casa porque me diese pena tía Rose, sino porque no tenía interés en salir. Siempre que me dejaba arrastrar a algún bar, terminaba rodeada de cachitas y empollones que parecían creer que representábamos algún cuento de hadas en el que yo tendría que elegir a uno de ellos antes de que acabase la noche.
El recuerdo de tía Rose sentada a mi lado, pidiéndome con su habitual dulzura que viviera la vida, me produjo una punzada en el corazón. Mientras contemplaba taciturna el vacío exterior a través de la pringosa ventanilla del avión, me sorprendí preguntándome si quizá aquel viaje sería una especie de castigo por cómo la había tratado. Tal vez Dios iba a hacer que el avión se estrellase para darme mi merecido. O puede que me dejara llegar a Siena para descubrir, acto seguido, que otro se había apoderado ya del tesoro de la familia.
De hecho, cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que tía Rose jamás había mencionado el tema en vida porque todo aquello era una enorme chorrada. Puede que hubiera perdido la cabeza al final, en cuyo caso el supuesto tesoro podría no ser más que una quimera. Además, aunque, contra todo pronóstico, hubiera habido algo verdaderamente valioso tras nuestra partida hacía más de veinte años, ¿qué posibilidad había de que aún siguiera allí? Teniendo en cuenta la densidad de población de Europa y el ingenio de la humanidad en general, me sorprendería mucho que aún quedara algo de queso en la trampa cuando yo llegara, si es que llegaba.
Lo único que lograba animarme durante ese interminable vuelo nocturno era que cada botellita de alcohol que me daban las sonrientes azafatas me alejaba más de Janice. Allí estaba ella, bailando por una casa que le pertenecía, riéndose de mi mala suerte sin saber que yo me iba a Italia, que la pobre anciana tía Rose me había enviado a la caza de la gallina de los huevos de oro. Al menos podía alegrarme por eso, ya que, si mi viaje no resultaba en la recuperación de algo significativo, prefería no tenerla cerca para mofarse de mí.
Aterrizamos en Frankfurt en un día medio soleado, y yo me bajé del avión con mis chanclas, los ojos hinchados y un pedazo de strudel aún atascado en la garganta. Mi vuelo de enlace a Florencia aún tardaría un par de horas en salir, así que, en cuanto crucé la puerta, me tumbé sobre tres asientos y cerré los ojos, con la cabeza apoyada en mi bolso de macramé, demasiado cansada para preocuparme por si alguien se llevaba el resto.
En algún punto entre el sueño y la vigilia, noté que alguien me tocaba el brazo. —Ahí, ahí… —dijo una voz perfumada de café y tabaco—, mi scusi!
Al abrir los ojos, vi que la mujer sentada a mi lado se afanaba en sacudirme las migas de la manga. Mientras echaba una cabezadita, la zona de embarque se había llenado a mi alrededor, y la gente me miraba como se mira a un indigente, con una mezcla de desdén y compasión.
—No se preocupe —dije incorporándome—. Voy hecha un asco de todas formas.
—¡Toma! —Me ofreció medio cruasán, tal vez a modo de compensación—. Seguro que tienes hambre.
La miré, sorprendida de su amabilidad.
—Gracias.
Calificar a aquella mujer de elegante habría sido un burdo eufemismo. Todo lo llevaba a juego; no sólo el lápiz de labios y la laca de uñas, sino también los escarabajos dorados que adornaban sus zapatos, su bolso y el alegre sombrerito asentado en lo alto de su pelo impecablemente teñido. Sospechaba —y su sonrisa coqueta lo confirmaba— que aquella mujer tenía motivos de sobra para estar satisfecha de sí misma. Probablemente millonaria —o casada con uno—, parecía no tener una sola preocupación en la vida, salvo la de enmascarar su alma madura con un cuerpo cuidadosamente conservado.
—¿Vas a Florencia? —preguntó con un fuerte acento absolutamente encantador—. ¿A ver todas las llamadas obras de arte?
—A Siena, en realidad —respondí con la boca llena—. Nací allí, pero no he vuelto desde entonces.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Pero ¡qué raro! ¿Por qué no has vuelto?
—Es una larga historia.
—Cuéntamela. Cuéntamelo todo. —Al verme titubear, me tendió la mano—. Lo siento, qué cotilla soy. Me llamo Eva María Salimbeni.
—Julie…, Giulietta Tolomei.
Casi se cae de la silla.
—¿Tolomei? ¿Te apellidas Tolomei? No, ¡no me lo puedo creer! ¡Es imposible! Espera…, ¿en qué asiento estás? Sí, en el vuelo. Déjame verlo… —Le echó un vistazo a mi tarjeta de embarque, luego me la arrebató de la mano—. ¡Un momento! ¡Quédate ahí!
La vi acercarse garbosa al mostrador y me pregunté si ése sería un día normal en la vida de Eva María Salimbeni. Me figuré que intentaba cambiar las plazas para que pudiéramos sentarnos juntas durante el vuelo y, a juzgar por su sonrisa al volver, lo había conseguido.
—E voilá! —Me entregó una nueva tarjeta de embarque y, en cuanto la vi, tuve que contener una sonrisa de satisfacción. Lógicamente, para que pudiéramos seguir hablando, yo tendría que pasar a preferente.
Ya en el aire, a Eva María no le costó mucho sonsacarme la historia. Los únicos detalles que omití fueron mi doble identidad y el posible tesoro de mi madre.
—¿Así que vas a Siena a ver… el Palio? —dijo al fin, ladeando la cabeza.
—¿El qué?
Mi pregunta le provocó un aspaviento.
—¡El Palio! La carrera de caballos. Siena es famosa por la carrera de caballos del Palio. ¿El mayordomo de tu tía, el astuto Alberto, no te habló nunca de ella?
—Umberto —la corregí—. Sí, supongo que sí, pero no sabía que aún se celebrara. Cuando me habló de ello, me sonó a algo medieval, con caballeros de resplandeciente armadura y todo eso.
—La historia del Palio —asintió Eva María— se remonta a la mismísima… —tuvo que buscar la palabra adecuada en inglés— oscuridad de la Edad Media. Ahora la carrera se hace en el Campo, delante del ayuntamiento, y los jinetes son profesionales. Sin embargo, en los primeros tiempos, se cree que los jinetes eran nobles en sus caballos de batalla, y que cabalgaban desde el campo hasta la ciudad para terminar delante de la catedral de Siena.
—Suena dramático —dije, aún perpleja ante su efusiva amabilidad, aunque quizá se creyera en la obligación de educar a los desconocidos sobre Siena.
—¡Ah! —Eva María puso los ojos en blanco—. Es el mayor drama de nuestras vidas. Durante meses y meses, el pueblo de Siena no habla de otra cosa más que de caballos, rivales y tratos con tal o cual jinete. —Meneó la cabeza de un modo encantador—. Es lo que llamamos una dolce pazzia…, una dulce locura. En cuanto lo vivas, no querrás marcharte.
—Umberto siempre dice que lo de Siena no se puede explicar —señalé, deseando de pronto que estuviese conmigo, escuchando a aquella fascinante mujer—. Hay que estar allí y oír los tambores para entenderlo.
Eva María sonrió benigna, como una reina piropeada.
—Umberto dice bien. Tienes que sentirlo… —alargó una mano y me la llevó al pecho— aquí. —Si hubiera venido de cualquier otra persona, el gesto me habría parecido de lo más improcedente, pero Eva María era de esas personas que podían hacer lo que se les antojara.
Mientras la azafata nos servía otra copa de champán, mi nueva amiga siguió hablándome de Siena.
—… así que no te metas en líos. —Me guiñó un ojo—. Los turistas siempre se meten en líos. No se dan cuenta de que Siena no es sólo Siena, sino que la ciudad contiene diecisiete distritos diferentes (las contradas), con su propio territorio, sus magistrados y su escudo. —Eva María brindó conmigo, conspiradora—. Si dudas, echa un vistazo a las esquinas de las casas. Los pequeños letreros de porcelana te dirán en qué contrada estás. Tu familia, los Tolomei, pertenece a la de la Lechuza y vuestros aliados son la del Águila, la del Erizo y… las otras se me olvidan. Para la gente de Siena, todo gira en torno a esas contradas, a esos barrios; son tus amigos, tus vecinos, tus aliados y también tus rivales. Todos los días del año.
—Entonces, mi contrada es la de la Lechuza —dije, divertida, porque Umberto alguna vez me había llamado «lechuza gruñona» cuando estaba de mal humor—. ¿Cuál es la suya?
Por primera vez desde el comienzo de nuestra conversación, Eva María miró hacia otro lado, incomodada por mi pregunta.
—Yo no tengo —contestó con desdén—. Mi familia fue desterrada de Siena hace cientos de años.
Mucho antes de que aterrizásemos en Florencia, Eva María empezó a insistir en llevarme en coche a Siena. Le pillaba de camino a su casa en Val d’Orcia, me explicó, y no le suponía ningún trastorno. Le dije que no me importaba coger el autobús, pero obviamente ella no era de las que confían en el transporte público. —Dio santo! —exclamó al ver que me obstinaba en rechazar su amable oferta—. ¿Por qué te empeñas en esperar un autobús que aparece cuando quiere si puedes venir conmigo y disfrutar de un agradable viaje en el coche nuevo de mi ahijado? —Consciente de que ya casi me había convencido, sonrió de un modo encantador y remató la faena—. Giulietta, me entristecería mucho que no pudiésemos seguir hablando un poco más. —Así que pasamos la aduana cogidas del brazo. El agente, que apenas miró mi pasaporte, le echó el ojo un par de veces al escote de Eva María. Luego, mientras yo rellenaba un puñado de formularios de colores para reclamar mi equipaje extraviado, Eva María, de pie a mi lado, estuvo golpeteando el suelo con sus Gucci de salón hasta que el encargado del equipaje le juró que él mismo recuperaría mis dos maletas de cualquier parte del mundo adonde hubieran ido a parar y, a la hora que fuese, las llevaría a Siena para dejarlas en el hotel Chiusarelli. Sólo le faltó anotarle la dirección con su lápiz de labios y metérsela en el bolsillo.
—¿Ves, Giulietta? —me dijo mientras salíamos juntas del aeropuerto, tirando únicamente de su minúsculo trolley—, un cincuenta por ciento es lo que ven y otro cincuenta lo que creen ver. ¡Ah…! —Saludó emocionada al conductor de un sedán negro estacionado en doble fila—. ¡Allí está! Bonito coche, ¿verdad? —Me dio un codazo al tiempo que me guiñaba un ojo—. Es un modelo nuevo.
—¿Ah, sí? —comenté por cortesía.
Los coches nunca me habían apasionado, más que nada porque siempre venían con un tío dentro. Janice, en cambio, podría haberme dicho la marca y el modelo del vehículo en cuestión, y seguro que habría añadido que tenía pendiente hacérselo con el dueño de uno, aparcados en un paraje inolvidable de la costa de Amalfi. Huelga decir que su lista de tareas pendientes nada tenía que ver con la mía.
Sin ofenderse mucho por mi falta de entusiasmo, Eva María se arrimó aún más a mí para susurrarme al oído:
—No digas nada, ¡quiero darle una sorpresa! Mira…, ¿a que es guapísimo? —Rio encantada y se dirigió, conmigo del brazo, hacia el hombre que salía del coche—. Ciao, Sandro!
Él rodeó el vehículo para saludarnos.
—Ciao, madrina! —La besó en ambas mejillas y no le importó que ella le pasara orgullosa la zarpa por el pelo oscuro—. Bentornata.
Eva María tenía razón. Su ahijado no sólo era pecaminosamente agradable de ver, sino que además iba vestido para matar y, aunque yo no era experta en el comportamiento femenino, sospechaba que no le faltaban víctimas bien dispuestas.
—Alessandro, quiero presentarte a alguien. —A Eva María le costaba ocultar su entusiasmo—. Ésta es mi nueva amiga, nos hemos conocido en el avión. Se llama Giulietta Tolomei. ¿Te lo puedes creer?
Alessandro se volvió para mirarme con sus ojos del color del romero seco, unos ojos que habrían hecho a Janice bailotear por la casa en ropa interior, canturreándole a un cepillo reconvertido en micrófono. —Ciao! —dije, al tiempo que me preguntaba si me besaría a mí también.
Pero no. Alessandro me miró las trenzas, los bermudas sueltos y las chanclas, luego forzó una sonrisa y dijo algo en italiano que no entendí.
—Lo siento —me disculpé—, pero no…
Tan pronto como se percató de que, además de mi descuidado aspecto, ni siquiera hablaba italiano, el ahijado de Eva María perdió todo interés en mi persona. En vez de traducir lo que había dicho, se limitó a preguntar:
—¿No hay equipaje?
—Un montón, pero, por lo visto, se lo han llevado a Verona.
Al poco iba sentada en el asiento trasero de su coche, al lado de Eva María, visualizando a toda velocidad el esplendor florentino. En cuanto me convencí de que el lúgubre silencio de Alessandro no era más que una consecuencia de su escaso conocimiento de mi idioma —¿por qué me preocupaba?—, noté que bullía en mí un renovado entusiasmo. Allí andaba yo, de vuelta en el país que me había vomitado dos veces, infiltrándome con éxito en la clase más chic. Estaba deseando llamar a Umberto para contárselo todo.
—Entonces, Giulietta —dijo Eva María, recostándose al fin en el asiento—, tendré cuidado de no decirle a muchas personas quién eres.
—¿Yo? —Casi me eché a reír—. ¡Si yo no soy nadie!
—¿Nadie? ¡Eres una Tolomei!
—Si acaba de decirme que los Tolomei vivieron hace mucho tiempo.
Eva María me puso el dedo índice en la nariz.
—No subestimes el poder de lo sucedido hace mucho tiempo. Ésa es la tragedia del hombre moderno. Te aconsejo que, dado que procedes del Nuevo Mundo, escuches más y hables menos. Aquí es donde nació tu alma. Créeme, Giulietta, habrá personas para las que sí serás alguien.
Miré al espejo retrovisor y descubrí que Alessandro me observaba con los ojos fruncidos. Por el idioma o lo que fuera, obviamente no compartía la fascinación de su madrina hacia mí, pero era demasiado educado para manifestar su opinión, de modo que toleraba mi presencia en su coche siempre y cuando no sobrepasara los límites de la humildad y la gratitud.
—Tus antepasados, los Tolomei —prosiguió Eva María, ajena a las malas vibraciones—, fueron una de las familias más ricas y poderosas de la historia de Siena. Eran banqueros, ¿sabes?, y siempre estaban en guerra con nosotros, los Salimbeni, por demostrar quién tenía mayor influencia en la ciudad. Su enemistad era tal que, en la Edad Media, se quemaron las casas unos a otros, y se mataron a los hijos mientras los pequeños dormían.
—¿Eran enemigos? —pregunté como una estúpida.
—¡Ah, sí! ¡De la peor clase! ¿Crees en el destino? —Eva María me cubrió una mano con la suya y me la apretó—. Yo sí. Entre nuestras casas, la de los Tolomei y la de los Salimbeni, hubo una rivalidad ancestral, sangrienta… Si estuviésemos en la Edad Media, no nos soportaríamos. Como los Capuleto y los Montesco de Romeo y Julieta. —Me miró de forma significativa—. Dos casas de igual dignidad, en la hermosa Siena, donde se sitúa la acción… ¿Conoces la obra? —Me limité a asentir con la cabeza, demasiado aturdida para más. Ella me dio una palmadita tranquilizadora en la mano—. No te preocupes, estoy convencida de que tú y yo, con nuestra nueva amistad, enterraremos por fin esa rivalidad. Por eso… —Se volvió bruscamente en el asiento—. ¡Sandro!, cuento contigo para que te asegures de que Giulietta está a salvo en Siena. ¿Me oyes?
—La señorita Tolomei jamás estará a salvo en ninguna parte —respondió Alessandro sin apartar la vista de la carretera—. De nadie.
—¿Qué forma de hablar es ésa? —lo reprendió Eva María—. Es una Tolomei, y es nuestro deber protegerla.
Alessandro me miró por el retrovisor y me dio la impresión de que veía más de mí que yo de él.
—Tal vez no quiere que la protejamos. —Por el modo en que lo dijo, supe que era un desafío, y supe también que, a pesar de su acento, se defendía muy bien en mi idioma, con lo que debía de tener otros motivos para dedicarme únicamente monosílabos.
—Agradezco de verdad ese favor —dije exhibiendo mi mejor sonrisa—, pero estoy convencida de que Siena es un lugar muy seguro.
Alessandro aceptó el cumplido con un leve cabeceo.
—¿Qué la trae por aquí? ¿Negocios o placer?
—Pues… placer, supongo.
Eva María batió palmas emocionada.
—¡Entonces nos encargaremos de que Siena no te desilusione! Alessandro conoce todos los secretos de la ciudad, ¿verdad, caro? Él te llevará a sitios, a lugares maravillosos que jamás encontrarías tú sola. ¡Ay, qué bien lo vas a pasar!
Abrí la boca para hablar, pero no se me ocurrió qué decir, así que volví a cerrarla. A juzgar por lo ceñudo de su gesto, resultaba bastante obvio que pasearme por Siena era lo último que a Alessandro le apetecía hacer esa semana. —¡Sandro! —prosiguió Eva María con mayor severidad—. Te vas a encargar de que Giulietta se divierta, ¿no?
—No puedo imaginar una dicha mayor —respondió Alessandro encendiendo la radio.
—¿Ves? —espetó Eva María pellizcando mí sonrosada mejilla—. ¿Qué sabría Shakespeare? Ahora somos amigos.
Fuera, el mundo era un viñedo, y el cielo se suspendía sobre el paisaje a modo de azulado manto protector. Yo había nacido allí y, sin embargo, me sentía como una extraña, una intrusa que se había colado por la puerta de atrás para reclamar algo que jamás le había pertenecido.
Cuando al fin nos detuvimos a la puerta del hotel Chiusarelli, me sentí aliviada. Eva María había sido muy amable durante todo el viaje, contándome esto y aquello de Siena, pero me costaba mantener una conversación civilizada después de haber pasado la noche en vela y haber perdido el equipaje.
Todo cuanto tenía estaba en esas maletas. Básicamente había empaquetado mi infancia entera tras el funeral de tía Rose y había dejado la casa a medianoche, en un taxi, con la risa triunfante de Janice resonándome aún en los oídos. En ellas había toda clase de ropa, libros y trastos, pero ahora todo eso estaba en Verona, y yo estaba atrapada en Siena con poco más que un cepillo de dientes, media barrita de cereales y un par de tapones para los oídos.
Tras aparcar sobre la acera a la entrada del hotel y abrirme la puerta del coche, Alessandro me acompañó hasta el vestíbulo. Obviamente no le apetecía hacerlo, y a mí no me hizo gracia, pero Eva María nos observaba desde el asiento trasero del coche, y yo ya había descubierto que era de esas mujeres a las que les gusta salirse con la suya.
—Pase, por favor —dijo Alessandro, sujetándome la puerta.
No podía hacer otra cosa más que entrar en el hotel Chiusarelli. El edificio me recibió con una fría serenidad, con su techo alto sostenido por columnas de mármol y, muy tenuemente, desde algún lugar bajo nuestros pies, el sonido de alguien que cantaba y el entrechocar de cazuelas y sartenes.
—Buongiorno! —Un hombre egregio, vestido con un traje de tres piezas, se alzó tras el mostrador de recepción, con una plaquita de bronce en la que decía que era el direttore Rossini—. Benvenu…, ¡ah! —se interrumpió al ver a Alessandro—. Benvenuto, capitano.
Apoyé las manos en el mármol verde y esbocé una sonrisa cautivadora, o eso esperaba.
—Hola. Me llamo Giulietta Tolomei. Tengo una reserva. Perdone un segundo… —Me volví hacia Alessandro—. Ya está. Aquí estoy a salvo.
—Lo lamento mucho, signorina —señaló el director Rossini—, pero no tengo ninguna reserva con ese nombre.
—Oh, pero si estoy segura de… ¿Es eso un problema?
—¡Es el Palio! —exclamó alzando los brazos desesperado—. ¡El hotel está completo! Pero… —dio unos golpecitos en la pantalla del ordenador— aquí tengo anotada una reserva con tarjeta de crédito a nombre de Juliet Jacobs. Una semana para una persona. Con llegada hoy de Estados Unidos. ¿Podría ser usted?
Miré a Alessandro. Él me devolvió la mirada con absoluta indiferencia.
—Sí, soy yo —contesté.
El director Rossini se mostró sorprendido.
—¿Es usted Juliet Jacobs y Giulietta Tolomei?
—Bueno… sí.
—Pero… —El director Rossini se hizo a un lado para ver mejor a Alessandro, arqueando las cejas a modo de cortés interrogante—. Ce un problema?
—Nessun problema —respondió Alessandro, mirándonos a los dos con lo que sólo podía ser un gesto deliberadamente inexpresivo—. Señorita Jacobs, disfrute de su estancia en Siena.
El ahijado de Eva María desapareció en un pispas y de pronto me vi a solas con el director Rossini y un incómodo silencio. Hasta que no hube rellenado todos y cada uno de los formularios que me puso delante, el director del hotel no se dignó sonreír.
—¿Así que es usted amiga del capitán Santini?
Miré a mi espalda.
—¿Se refiere al hombre que acaba de irse? No, no somos amigos. ¿Es así como se llama? ¿Santini?
El director Rossini sin duda me consideraba lerda.
—Se llama capitán Santini. Es el…, ¿cómo se dice?… El jefe de seguridad de Monte del Paschi, en el palazzo Salimbeni.
Debí de parecerle angustiada, porque el director Rossini se apresuró a tranquilizarme.
—No se preocupe, no hay delincuencia en Siena. Es una ciudad muy tranquila. Una vez tuvimos un delincuente… —rio para sí mientras tocaba el timbre del botones—, ¡pero ya nos ocupamos de él!
Llevaba horas deseando tirarme en la cama pero, cuando por fin pude hacerlo, en lugar de tumbarme, me sorprendí paseando nerviosa por la habitación, rumiando la posibilidad de que Alessandro Santini hiciera una búsqueda de mi nombre y destapara mi turbio pasado. Lo último que necesitaba era que alguien de Siena sacara a relucir el viejo expediente de Juliet Jacobs, descubriese mi debacle romana y pusiera fin a mi búsqueda del tesoro.
Poco después, cuando llamé a Umberto para decirle que había llegado bien, debió de notármelo en la voz, porque supo en seguida que algo había ido mal.
—No es nada —lo tranquilicé—. Sólo que un tipo estirado vestido de Armani ha descubierto que tengo dos nombres.
—Pero es italiano —fue la respuesta sensata de Umberto—. A ellos les da igual que incumplas un poco la ley mientras lleves unos zapatos bonitos. ¿Llevas unos zapatos bonitos? ¿Los que te regalé? ¿Principessa…?
Me miré las chanclas.
—Creo que la he cagado.
Al meterme en la cama esa noche me asaltó un sueño recurrente que no tenía desde hacía meses pero que había formado parte de mi vida desde mi infancia. En el sueño, caminaba por un espléndido castillo con los suelos de mosaico y unos techos catedralicios sostenidos por inmensos pilares de mármol, abría una puerta dorada tras otra y me preguntaba dónde estaba. La única luz procedía de unas estrechas vidrieras situadas muy por encima de mi cabeza, y los rayos de luz coloreados apenas iluminaban los oscuros rincones a mí alrededor.
Mientras recorría las vastas estancias, me sentía como una niña perdida en el bosque, y me frustraba que, aunque percibía la presencia de otros, éstos nunca se me mostraran. Si me paraba, los oía susurrar y pulular como fantasmas, pero, si de verdad eran seres etéreos, estaban tan atrapados como yo, buscando una salida.
Hasta que no leí la obra en el instituto, no descubrí que aquellos demonios invisibles susurraban fragmentos del Romeo y Julieta de Shakespeare, no como los recitaría un actor, sino mascullándolos con serena intensidad, como si se tratase de un ensalmo. O una maldición.