I. I

Me ha costado decidir por dónde empezar. Diréis que mi historia empezó hace seiscientos años, con un asalto en el camino, en la Toscana medieval, o quizá con un baile y un beso en el castello Salimbeni, cuando mis padres se conocieron, pero jamás me habría enterado de nada de esto de no haber sido por el acontecimiento que cambió mi vida de pronto y me obligó a viajar a Italia en busca del pasado. Ese acontecimiento fue la muerte de mi tía abuela Rose.

Umberto tardó tres días en encontrarme para comunicarme la triste noticia. Lo cierto es que, con lo bien que se me da desaparecer, me sorprende que lograra localizarme. Claro que él siempre fue muy hábil leyéndome el pensamiento y prediciendo mis movimientos; además, tampoco había tantos campamentos de verano de Shakespeare en Virginia.

Ignoro cuánto tiempo debió de pasar allí de pie, viendo la representación desde el fondo de la sala. Yo estaba entre bastidores, como siempre, demasiado centrada en los chicos, en sus papeles y su atrezo para percatarme de nada más hasta que cayó el telón. Tras el ensayo general de aquella tarde, alguien había extraviado el frasquito de veneno y, a falta de algo mejor, Romeo tendría que suicidarse con caramelitos de menta.

—¡Es que me dan acidez! —había protestado el chaval con un dramatismo propio de sus catorce años.

—¡Estupendo! —le había respondido yo, resistiendo la tentación maternal de recolocarle el sombrero de fieltro—. Así te metes más en el papel.

Hasta que se encendieron las luces y los chicos me arrastraron al escenario para bombardearme de gratitud no detecté aquella figura familiar de pronto visible junto a la salida, que me contemplaba misteriosa en medio de la ovación. Umberto, serio y escultural, con su traje de chaqueta y su corbata oscuros, sobresalía como un junco solitario de civilización en medio de un cenagal primigenio. Siempre había sido así. Desde que yo tenía uso de razón, jamás había llevado una sola prenda que pudiera considerarse informal. Para Umberto, las bermudas caqui y los polos eran prendas de hombres faltos de virtud, y de vergüenza.

Al poco, cuando remitió la avalancha de padres agradecidos y pude al fin bajar del escenario, me detuvo un instante el director del programa, que me cogió por los hombros y me zarandeó con vehemencia (me conocía demasiado bien para intentar abrazarme).

—¡Has hecho un trabajo estupendo con los chicos, Julie! —me felicitó efusivo—. Cuento contigo para el próximo verano, ¿verdad?

—Por supuesto —mentí, y seguí mi camino—. Por aquí estaré.

Al acercarme por fin a Umberto, busqué en vano aquella pizca de felicidad que solían albergar sus ojos cuando volvía a verme después de un tiempo. Pero no hallé sonrisa alguna, ni rastro de ella, y entonces entendí a qué había venido. Lanzándome en silencio a sus brazos, deseé poseer la facultad de dar la vuelta a la realidad como si fuese un reloj de arena, y que la vida no fuese un asunto finito sino el perpetuo paso por un orificio en el tiempo.

—No llores, Principessa —me dijo, pegado a mi pelo—, a ella no le habría gustado. Nadie vive eternamente. Ya tenía ochenta y dos años.

—Ya lo sé, pero… —Me aparté y me sequé las lágrimas—. ¿Estaba Janice allí?

Umberto frunció los ojos como hacía siempre que se mentaba a mi hermana gemela.

—¿Tú qué crees?

Sólo entonces, de cerca, lo noté agotado y dolido, como si hubiera pasado las últimas noches bebiendo para poder dormir. Aunque quizá era natural. ¿Qué iba a ser de Umberto sin tía Rose? En mi memoria, los dos habían formado siempre una unidad necesaria de capital y músculo (ella había sido la belleza marchita; él, el mayordomo paciente), y a pesar de sus diferencias, ninguno de los dos se había mostrado nunca dispuesto a prescindir del otro.

El Lincoln estaba discretamente aparcado junto a la boca de incendios, y nadie vio a Umberto guardar mi vieja mochila en el maletero antes de abrirme la puerta de atrás con calculada ceremonia.

—Quiero sentarme delante. Por favor…

Él negó con la cabeza en señal de desaprobación y abrió la puerta del acompañante.

—Sabía que esto no iba a durar.

Pero no era tía Rose quien había insistido en esa formalidad. Aunque Umberto fuera su empleado, siempre lo había tratado como a un miembro más de la familia. Ella, no obstante, jamás se había visto correspondida. Siempre que tía Rose lo invitaba a cenar con nosotras, Umberto se limitaba a mirarla con resignado desconcierto, como si no dejara de sorprenderlo su insistencia y le costara digerirla. Comía en la cocina, así lo había hecho siempre y así seguiría haciéndolo, y ni la exaltada mención de Nuestro Señor Jesucristo lograba persuadirlo de que nos acompañara siquiera el día de Acción de Gracias.

Tía Rose solía achacar la peculiaridad de Umberto a su origen europeo, y enlazaba ese argumento con una charla sobre la tiranía, la libertad y la independencia que inevitablemente culminaba en un «por eso no vamos de vacaciones a Europa, y menos aún a Italia, ni hablar», que espetaba amenazándonos con el tenedor. Yo, en cambio, estaba convencida de que Umberto prefería comer solo porque encontraba su propia compañía bastante más estimulante que la nuestra. Allí estaba, tan tranquilo en la cocina, con su ópera, su vino y su trozo de parmesano curado, mientras nosotras —tía Rose, Janice y yo— discutíamos temblonas en el ventoso comedor. De haber podido, también yo habría ocupado aquella cocina a todas horas.

Mientras atravesábamos el oscuro valle de Shenandoah aquella noche, Umberto me habló de las últimas horas de tía Rose. Había muerto en paz, mientras dormía, después de pasar la noche escuchando uno tras otro sus temas favoritos de sus chisporroteantes discos de Fred Astaire. Extinto el último acorde de la última pieza, se había levantado para abrir las puertas del jardín, quizá por respirar una vez más el aroma de la madreselva. Allí de pie, con los ojos cerrados —me contó Umberto—, las largas cortinas de encaje habían envuelto en silencio su cuerpo delgado, como si ya fuera un fantasma.

—¿He hecho lo correcto? —le había preguntado ella, serena.

—Por supuesto —había sido la diplomática respuesta de él.

Era medianoche cuando el coche entró en la finca de tía Rose. Umberto ya me había advertido de que Janice había llegado de Florida esa tarde con una calculadora y una botella de champán. No obstante, eso no explicaba el segundo deportivo aparcado delante de la puerta.

—Confío en que eso no sea del de la funeraria —dije sacando mi mochila del maletero antes de que Umberto pudiera hacerlo.

Me arrepentí en seguida de mi frivolidad. No era propio de mí hablar así, y sólo lo hacía cuando mi hermana podía oírme.

Mirando de reojo el misterioso vehículo, Umberto se ajustó la chaqueta como el que se ajusta un chaleco antibalas antes del combate.

—Me temo que hay funerarias y funerarias.

En cuanto entramos por la puerta principal de la casa de tía Rose, entendí a qué se refería. Todos los grandes retratos del pasillo se habían descolgado y estaban vueltos hacia la pared, como delincuentes ante un pelotón de fusilamiento. Además, el jarrón veneciano que presidía la mesa redonda de debajo de la lámpara de araña ya había desaparecido.

—¿Hola? —saludé, presa de una rabia que no había vuelto a sentir desde mi última visita—. ¿Queda alguien vivo?

Mi voz resonó en la casa silenciosa; al extinguirse, oí unos pies a la carrera por la planta superior. Aun con la premura de la culpa, como de costumbre, Janice tuvo que aparecer parsimoniosa ante la espléndida escalera de caracol, dejando que el etéreo vestido estival resaltara sus magníficas curvas más que si hubiera ido desnuda. Tras hacer una pausa para la prensa mundial, se apartó del rostro la larga melena con una lánguida satisfacción personal, me dedicó una sonrisa arrogante e inició el descenso.

—Vaya, vaya…, pero si está aquí la virgetariana —observó en un tono ligeramente frío. Sólo entonces detecté al macho de la semana pegado a sus talones, tan desaliñado y congestionado como todo el que pasaba un rato con mi hermana.

—Lamento desilusionarte —contesté, dejando caer la mochila al suelo con gran estruendo—. ¿Te ayudo a desvalijar la casa o ya te las apañas tú sola?

La risa de Janice era como un móvil de campanillas colgado del porche de tu vecino única y exclusivamente para fastidiarte.

—Éste es Archie —me comunicó con su habitual tono entre serio e informal—. Nos va a dar veinte de los grandes por todos estos trastos.

Los miré asqueada mientras se acercaban a mí.

—¡Qué generoso! Está claro que le apasiona la basura.

Janice me lanzó una mirada asesina, pero en seguida se controló. Sabía bien lo poco que me importaba su opinión de mí y lo mucho que me divertía mosquearla.

Nací cuatro minutos antes que ella. Por mucho que hiciera o dijera, yo siempre sería cuatro minutos mayor. Aunque en su imaginación calenturienta ella fuese la liebre supersónica y yo la tortuga de andar plomizo, las dos sabíamos que, por mucho que se pavoneara a mí alrededor, jamás salvaría ese vacío diminuto que nos separaba.

—Bueno —dijo Archie mirando hacia la puerta—, yo me largo. Encantado de conocerte, Julie. Es Julie, ¿verdad? Janice me ha hablado mucho de ti. —Rio nervioso—. ¡Qué vaya bien! Como dicen por ahí, hagamos la paz, no el amor.

Janice lo despidió cariñosa con la mano mientras salía y cerraba de golpe la puerta de malla. Sin embargo, en cuanto hubo salido, su rostro angelical se tornó demoníaco, como un fantasma de Halloween.

—¡No me mires así! —espetó desdeñosa—. Intento sacar algo de esto, que es más de lo que estás haciendo tú, ¿no crees?

—Yo no tengo tus… gastos —repliqué señalando con la cabeza sus últimos arreglillos, resaltados por el vestido ceñido—. Dime, Janice, ¿cómo te meten todo eso ahí?, ¿por el ombligo?

—Dime, Julie, ¿qué tal sienta no tener nada ahí? —me imitó Janice.

—Si las señoras me permiten —dijo Umberto interponiéndose entre las dos como tantas otras veces—, ¿puedo sugerir que traslademos tan fascinante intercambio a la biblioteca?

Cuando le dimos alcance, Janice ya se había instalado cómodamente en el sillón favorito de tía Rose, con un gintonic apoyado en el cojín en el que yo había bordado una escena de caza durante mi último año de instituto mientras mi hermana andaba en busca de alguna presa bípeda.

—¿Qué? —espetó mirándonos con un desprecio mal disimulado—. ¿No crees que la mitad del alcohol me pertenece?

Era típico de Janice maquinar una disputa sobre un difunto de cuerpo presente, así que le di la espalda y me acerqué a la terraza. Las preciadas macetas de tía Rose la presidían como un puñado de dolientes, con sus flores marchitas de desconsuelo. Una vista inusual. Umberto siempre había tenido el jardín bajo control, aunque quizá ya no encontrase satisfacción en su trabajo ahora que su señora, público agradecido, ya no estaba.

—Me sorprende que aún sigas aquí, Birdie —comentó Janice agitando su copa—. Yo que tú ya me habría largado a Las Vegas con la plata.

Umberto no respondió. Hacía años que había dejado de hablar directamente con Janice. En su lugar, me miró a mí.

—El funeral es mañana.

—Me parece increíble que lo hayas planeado todo sin consultarnos —repuso Janice, balanceando la pierna que le colgaba del reposabrazos.

—Ella lo quiso así.

—¿Hay algo más que debamos saber? —Janice se liberó del abrazo del sillón y se estiró el vestido—. Supongo que a todos nos tocará lo nuestro, ¿no? No se enamoraría de alguna insólita protectora de animales o algo así, ¿verdad?

—¿Te importa acaso? —repliqué cortante, y, por un segundo, Janice pareció amansada. Luego recobró su usual indiferencia y volvió a echar mano de la botella de ginebra.

Ni me molesté en mirarla mientras, con fingida torpeza, arqueaba asombrada sus cejas perfectas como dando a entender que no pretendía servirse tanto. Cuando el sol se desparramaba sobre el horizonte, Janice lo hacía sobre el canapé y dejaba que otros resolvieran los grandes enigmas de la vida, mientras no la privasen de alcohol…

Desde que yo tenía uso de razón, había sido así: insaciable. De pequeñas, tía Rose solía exclamar divertida: «Esta niña podría fugarse a bocados de una prisión de pan de jengibre», como si la codicia de Janice fuese algo de lo que enorgullecerse. Claro que tía Rose estaba en la cima de la cadena alimentaria y, al contrario que yo, no tenía nada que temer. Que yo recuerde, Janice siempre encontraba mis chucherías por mucho que las escondiese, con lo que las mañanas de Pascua en nuestra familia eran siempre desagradables, brutales y breves. Culminaban inevitablemente en la reprimenda de Umberto a Janice por robarme mis huevos de Pascua y la réplica furiosa de ella, —escondida bajo la cama, con las comisuras de la boca chorreando chocolate— alegando que él no era su padre ni podía decirle lo que debía hacer.

Lo frustrante era su hermetismo. Su piel se negaba tercamente a revelar sus secretos; era suave como el glaseado satén de un pastel de bodas, sus rasgos tan delicados como pequeñas frutas y flores escarchadas en manos de un maestro confitero. Ni la ginebra, ni el café, ni la vergüenza, ni el remordimiento habían logrado resquebrajar aquella fachada glasé; era como si albergarse un manantial de vida perenne en su interior, como si amaneciese cada mañana rejuvenecida por el pozo de la eternidad, ni un día más vieja, ni un gramo más gorda, y aún presa de un imparable deseo de comerse el mundo.

Por desgracia, no éramos gemelas idénticas. Una vez, en el patio del colegio, oí que me llamaban «Bambi zancudo», y aunque Umberto rio y me aseguró que era un cumplido, a mí no me lo pareció. Aun superada mi edad más torpe, sabía que seguía pareciendo desgarbada y anémica al lado de Janice; fuera donde fuese e hiciera lo que hiciese, ella era siempre tan morena y efusiva como yo pálida y reservada.

Cada vez que entrábamos en una habitación, todas las miradas se volvían de inmediato hacia ella y, aunque yo estuviese allí mismo, a su lado, me convertía en otro de sus espectadores. Con el tiempo me acostumbré a mi papel. Jamás tenía que preocuparme por terminar las frases porque Janice las terminaba por mí y, en las raras ocasiones en que alguien se interesaba por mis sueños y mis esperanzas —normalmente ante una taza de té de cortesía con alguna de las vecinas de tía Rose—, mi hermana me arrastraba hasta el piano, donde intentaba tocar algo mientras yo le pasaba las páginas de la partitura. Aún hoy, a mis veinticinco años, tiemblo y enmudezco de pronto al hablar con desconocidos, esperando angustiada que me interrumpan antes de tener que manifestar mi opinión sobre algo.

Enterramos a tía Rose bajo una lluvia torrencial. Allí de pie, junto a la tumba, los goterones de agua que se me escurrían del pelo se fundían con las lágrimas que rodaban por mis mejillas, y los pañuelos de papel que había traído de casa hacía rato que formaban un amasijo húmedo en mi bolsillo.

Aunque había llorado toda la noche, no estaba preparada para la triste sensación de irreversibilidad que me embargó cuando el féretro entró torcido en el hoyo. Una caja tan grande para el cuerpecito de tía Rose… De pronto lamenté no haber querido ver el cadáver, por poco que le hubiera servido a ella. O quizá no. Tal vez nos observaba desde algún lugar lejano, ansiosa por comunicarnos que había llegado bien. La idea era un consuelo, una agradable distracción de la realidad, y deseé poder creerlo.

La única que no parecía una rata mojada al terminar el funeral era Janice, que vestía unas katiuskas con taconazo de doce centímetros y un gorro negro indicativo de cualquier cosa menos de luto. Yo, en cambio, llevaba lo que Umberto denominó en una ocasión «el atuendo de la monja Atila»; si las botas y el collar de Janice decían «acércate», mis zapatones y mi vestido completamente abotonado proclamaban «piérdete».

Medio puñado de personas se presentaron ante la tumba, pero sólo el señor Gallagher, el abogado de la familia, se quedó para hablar. Ni Janice ni yo lo conocíamos, pero tía Rose nos había hablado tanto de él y con tanto cariño que conocerlo en persona no podía sino decepcionarnos.

—Tengo entendido que es usted pacifista —me dijo mientras salíamos juntos del cementerio.

—A Jules le encanta pelear y tirarle cosas a la gente —observó Janice, colándose entre los dos sin reparar en que nos empapaba con el agua que caía del ala de su sombrero—. ¿Le han contado lo que le hizo a la Sirenita?…

—Ya vale —repliqué, buscándome un trozo de manga con el que secarme los ojos por última vez.

—¡Venga, no seas modesta! ¡Saliste en portada!

—También he oído decir que su negocio va muy bien —le dijo el señor Gallagher a Janice forzando una sonrisa—. Debe de ser complicado hacer feliz a todo el mundo.

—¿Feliz? ¡Uf! —Janice estuvo a punto de meter el pie en un charco—. Para mi negocio, la felicidad es la peor de las amenazas. El dinero está en los sueños. En las frustraciones. En las fantasías que nunca se hacen realidad. En los hombres que no existen. En las mujeres que no se pueden tener. Ahí es donde está el dinero, en una cita que sigue a otra, y a otra…

Janice siguió hablando, pero yo dejé de escuchar. El hecho de que mi hermana, posiblemente la persona menos romántica que había conocido jamás, fuese una casamentera profesional se me antojaba una gigantesca contradicción. A pesar de su imperiosa necesidad de coquetear con todos y cada uno de ellos, los hombres eran para ella poco más que ruidosos electrodomésticos que una enchufaba cuando los necesitaba y desenchufaba cuando había terminado con ellos.

Curiosamente, ya de niñas, Janice tenía la obsesión de emparejar las cosas: dos ositos de peluche, dos cojines, dos cepillos del pelo… De hecho, aunque ese día hubiésemos discutido, por la noche sentaba a nuestras muñecas juntas en la estantería, a veces incluso abrazadas. En ese sentido, quizá no fuese extraño que se dedicara a formar parejas, dado que lo hacía tan bien como el mismísimo Noé. El único problema era que, a diferencia del anciano patriarca, ella hacía tiempo que había olvidado por qué lo hacía.

Resultaba difícil saber cuándo habían cambiado las cosas. En algún momento de nuestra adolescencia se había propuesto reventar cualquier ilusión que yo pudiera tener respecto al amor. Janice, que tenía más chicos en su haber que carreras unas medias baratas, disfrutaba espantándome con el detallado relato de sus relaciones en un lenguaje tan despectivo que me hacía preguntarme por qué las mujeres nos relacionábamos con los hombres a cualquier nivel.

—Bueno, ésta es nuestra última oportunidad —me dijo enroscándome el pelo en los rulos rosa la víspera de nuestro baile de graduación.

Yo estudié su imagen en el espejo, aturdida por el ultimátum pero incapaz de responder porque una de sus mascarillas verdes me había acartonado el rostro.

—Ya sabes… —añadió con una mueca de impaciencia—, nuestra última oportunidad de desflorarnos. Para eso es el baile de graduación. ¿Por qué crees que los tíos se arreglan tanto? ¿Porque les gusta bailar? ¡Venga ya! —Miró al espejo para comprobar sus progresos—. Si no lo haces en el baile, ya sabes lo que dicen. Que eres una estrecha. Y a nadie le gustan las estrechas.

A la mañana siguiente me inventé un dolor de estómago, que se agravó a medida que se acercaba el baile. Al final, tía Rose tuvo que llamar a los vecinos y pedirles que su hijo se buscase otra pareja para esa noche; entretanto, a Janice la recogió un atleta llamado Troy, y desapareció en medio de una polvareda de neumáticos rechinantes.

Tras oírme protestar toda la tarde, tía Rose empezó a insistir en que fuésemos a urgencias por si era apendicitis, pero Umberto la tranquilizó diciéndole que no tenía fiebre y que estaba convencido de que no era nada grave. Cuando se acercó después a mi cama y se me quedó mirando mientras yo asomaba tímidamente bajo la manta, vi que estaba al tanto de lo que sucedía y que, por alguna extraña razón, le complacía mi engaño. Los dos sabíamos que el hijo de los vecinos no era el problema, sólo que no encajaba en la descripción del hombre al que yo había imaginado como amante. Si no podía conseguir lo que quería, prefería perderme el baile.

—Dick —le dijo Janice al señor Gallagher, dedicándole una dulce sonrisa—, ¿por qué no nos dejamos de historias? ¿Cuánto?

Ni siquiera me molesté en intervenir. Al fin y al cabo, en cuanto Janice tuviera su dinero, volvería a su vida de ambiciosa avispada, y yo no tendría que verle la cara nunca más.

—Bueno —respondió el señor Gallagher, deteniéndose incómodo en el aparcamiento, junto a Umberto y el Lincoln—, me temo que la fortuna se reduce casi enteramente a la finca.

—Mire —dijo Janice—, todos sabemos que es al cincuenta por ciento hasta el último centavo, ¿vale?, así que corte el rollo. ¿Qué quiere, que pintemos una línea blanca por la mitad de la casa? Perfecto, pues la pintamos. O la vendemos y nos repartimos el dinero —añadió encogiéndose de hombros como si le diera igual—. ¿Cuánto?

—Lo cierto es que, al final… —el señor Gallagher me miró algo triste—, la señora Jacobs cambió de opinión y decidió dejárselo todo a la señorita Janice.

—¡¿Qué?! —Miré a Janice, luego al señor Gallagher y después a Umberto, pero no encontré apoyo alguno.

—¡La leche! —Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de mi hermana—. ¡Al final va a resultar que la anciana tenía sentido del humor y todo!

—Como es lógico —prosiguió el señor Gallagher, más serio—, también se le ha asignado una suma al señor…, a Umberto, y se habla de ciertas fotos enmarcadas que su tía abuela quería que tuviese la señorita Julie.

—Eh, me siento generosa —proclamó Janice abriendo los brazos.

—Un momento… —retrocedí un paso, esforzándome por digerir la noticia—, esto no tiene sentido.

Desde que tenía uso de razón, tía Rose siempre había hecho todo lo posible por tratarnos igual; por todos los santos, si incluso la había sorprendido contando el número de frutos secos del muesli del desayuno para asegurarse de que ninguna de las dos tenía más que la otra. Además, siempre había hablado de la casa como algo que algún día —en el futuro— sería de las dos.

—Tenéis que aprender a llevaros bien, chicas —solía decirnos—. Yo no viviré siempre y, cuando me vaya, compartiréis esta casa.

—Entiendo su desilusión —señaló el señor Gallagher.

¿«Desilusión»? Me dieron ganas de cogerlo por el cuello de la camisa, pero me metí las manos en los bolsillos, tan al fondo como pude.

—¿No creerá que me lo voy a tragar? Quiero ver el testamento. —Lo miré fijamente a los ojos y lo vi estremecerse bajo mi mirada—. Aquí hay gato encerrado…

—Siempre has tenido muy mal perder, eso es lo que pasa —me interrumpió Janice, saboreando mi rabia con una sonrisa maliciosa.

—Tenga. —El señor Gallagher abrió su maletín con manos temblorosas y me entregó un documento—. Ésta es su copia del testamento. Me temo que no hay lugar para la disputa.

Umberto me encontró en el jardín, agazapada bajo la pérgola que él mismo nos había construido cuando tía Rose estuvo en cama con neumonía. Se sentó a mi lado en el banco húmedo y, sin comentar mi mutis infantil, me tendió un pañuelo perfectamente planchado y se quedó mirando cómo me sonaba.

—No es por el dinero —espeté a la defensiva—. ¿Has visto su sonrisa de satisfacción? ¿Has oído lo que ha dicho? Tía Rose le da igual. Siempre ha sido así. ¡No es justo!

—¿Quién te ha dicho que la vida es justa? —Umberto me miró arqueando las cejas—. Yo no.

—¡Ya lo sé! Es que no lo entiendo… Pero es culpa mía. Siempre creía que de verdad quería tratarnos de un modo igualitario. He pedido dinero prestado… —Me tapé la cara para evitar su mirada—. ¡No lo digas!

—¿Has acabado?

Negué con la cabeza.

—No tienes ni idea de lo acabada que estoy.

—Bien. —Se abrió la chaqueta y sacó un sobre de papel manila, seco pero algo doblado—. Porque ella quería que tuvieses esto. Es un gran secreto. Gallagher no lo sabe. Janice tampoco. Es sólo para ti.

Sospeché de inmediato. No era propio de tía Rose darme algo a espaldas de Janice, claro que tampoco era propio de ella excluirme de su testamento. Obviamente no conocía a la tía de mi madre tan bien como pensaba, ni me había conocido a mí misma del todo hasta ese momento. Mira que sentarme allí, precisamente ese día, a llorar por dinero. Aunque ya rondaba los sesenta cuando nos adoptó, tía Rose había sido como una madre para nosotras, y tendría que haberme avergonzado de querer más de lo que me daba.

Cuando al fin abrí el sobre, descubrí que contenía tres cosas: una carta, un pasaporte y una llave.

—¡Éste es mi pasaporte! —exclamé—. ¿Cómo lo…? —Volví a mirar la página de la foto. Era mi foto, sí, y mi fecha de nacimiento, pero yo no me llamaba así—. ¿Giulietta? ¿Giulietta Tolomei?

—Ése es tu verdadero nombre. Tu tía te lo cambió cuando te trajo de Italia. También se lo cambió a Janice.

Yo estaba boquiabierta.

—Pero ¿por qué…? ¿Cuánto hace que lo sabes?

Bajó la mirada.

—¿Por qué no lees la carta?

Desplegué las dos cuartillas.

—¿La has escrito tú?

—Me la dictó ella —contestó con una sonrisa triste—. Quería asegurarse de que pudieras leerla.

La carta decía lo siguiente:

Mi querida Julie:

Le he pedido a Umberto que te entregue esta carta después de mi funeral, así que supongo que ya estoy muerta. Bueno…, sé que aún estás enfadada porque nunca os llevé a Italia, pero te aseguro que fue por vuestro bien. Si os hubiese ocurrido algo, jamás me lo habría perdonado. Sin embargo, ahora ya eres mayor, y hay algo allí, en Siena, que tu madre dejó para ti. Para ti sola. Ignoro por qué, pero Diane, bendita sea, te lo dejó a ti. Encontró algo y, en teoría, aún está ahí. Al parecer, era mucho más valioso que cualquiera de mis pertenencias, por eso decidí hacerlo así y darle la casa a Janice. Confiaba en que pudiéramos evitar todo esto y olvidarnos de Italia, pero empiezo a pensar que haría mal si no te lo contara.

Esto es lo que debes hacer. Toma esta llave y ve al banco del palazzo Tolomei, en Siena. Creo que es la llave de una caja de seguridad. Tu madre la llevaba en el bolso cuando murió. Allí tenía un asesor financiero, un hombre llamado Francesco Maconi. Búscalo y dile que eres la hija de Diane Tolomei. Ah, y otra cosa: os cambié el nombre. En realidad te llamas Giulietta Tolomei, pero, como esto es América, Juliet Jacobs me pareció más apropiado, aunque nadie sepa escribirlo tampoco. ¿Adónde iremos a parar? No, yo he vivido bien. Gracias a ti. Ah, una cosa más: Umberto te conseguirá un pasaporte con tu nombre real. Yo no tengo ni idea de cómo se hacen esas cosas, pero no importa, él se encargará de todo.

Me despido ya. Nos vemos en el cielo, Dios mediante. Sólo quería asegurarme de que tenías lo que es tuyo por derecho. Cuídate mucho. Mira lo que le pasó a tu madre. Italia puede ser un lugar muy extraño. Tu bisabuela nació allí, claro, pero no habría vuelto a su tierra natal ni por todo el oro del mundo. Bueno, no comentes con nadie lo que te he contado. Y procura sonreír más. Tienes una sonrisa preciosa, cuando la usas.

Con mucho cariño y mis bendiciones,

Tu TÍA

Tardé un rato en recuperarme de la carta. Al leerla, casi pude oír a tía Rose dictándola, tan maravillosamente alocada una vez muerta como lo había sido en vida. Cuando terminé con el pañuelo de Umberto, no quiso que se lo devolviera. Me dijo que me lo llevara a Italia, para que me acordase de él cuando encontrara mi gran tesoro.

—¡Venga ya! —Me soné por última vez—. ¡Los dos sabemos que no hay tesoro!

Cogió la llave.

—¿No sientes curiosidad? Tu tía estaba convencida de que tu madre había encontrado algo de inmenso valor.

—Entonces, ¿por qué no me lo dijo antes? ¿Por qué esperó a estar…? —dije levantando los brazos—. No tiene sentido.

Umberto frunció los ojos.

—Quiso hacerlo, pero no te tenía cerca.

Me froté la cara, más que nada para evitar su mirada acusadora.

—Aunque la tía estuviera en lo cierto, sabes que no puedo volver a Italia. Me encerrarían en el acto. Sabes que me dijeron…

De hecho, la policía italiana me había dicho bastante más de lo que yo le había contado a Umberto, pero él estaba al tanto de lo esencial. Sabía que una vez me habían arrestado en Roma por participar en una manifestación antibelicista, que había pasado la noche en un calabozo de mala muerte y que al alba me habían echado del país con la advertencia de que no volviese jamás. También sabía que no había sido culpa mía. Yo tenía dieciocho años, y lo único que quería era viajar a mi lugar de nacimiento.

Mientras babeaba delante del tablón de mi facultad, con sus llamativos anuncios de viajes de estudios y carísimos cursos de idiomas en Florencia, me topé con un pequeño cartel que denunciaba la guerra de Iraq y a todos los países que tomaban parte en ella. Descubrí entusiasmada que uno de esos países era Italia. Al final de la página había una lista de fechas y destinos, y se animaba a participar a cualquiera interesado en la causa. Una semana en Roma, viaje incluido, no me costaría más de cuatrocientos dólares, que era precisamente lo que me quedaba en la cuenta. ¿Cómo iba a saber yo que el viaje era tan barato porque no nos quedaríamos toda la semana y porque el viaje de vuelta y el alojamiento de la última noche —si todo salía según lo previsto— correrían a cargo de las autoridades italianas, o más bien de los contribuyentes italianos?

Así, sin llegar a entender la finalidad del viaje, rondé aquel cartel varias veces antes de decidir apuntarme. Esa misma noche, mientras daba vueltas en la cama, supe que había cometido un error, y que tendría que enmendarlo cuanto antes. Sin embargo, cuando se lo conté a Janice a la mañana siguiente, puso los ojos en blanco y me soltó:

—Aquí yace Jules, que tuvo una vida aburrida pero una vez casi fue a Italia.

Obviamente, tenía que ir.

Al ver volar las primeras piedras ante el Parlamento italiano, arrojadas por dos de mis compañeros de viaje, Sam y Greg, deseé poder estar en mi habitación del colegio mayor, tapándome la cabeza con la almohada. Pero me vi atrapada en la multitud como todos los demás y, cuando la policía romana se hartó de nuestras pedradas y de nuestros cócteles molotov, nos roció con gas lacrimógeno.

Fue la primera vez en mi vida que me sorprendí pensando que podría morir allí mismo. Al caer sobre el asfalto y ver el mundo —piernas, brazos, vómitos— a través de una nebulosa de dolor e incredulidad, olvidé por completo quién era y qué estaba haciendo con mi vida. Quizá como los mártires de antaño, descubrí otro lugar, una especie de limbo entre la vida y la muerte. Entonces volvió el dolor, y también el pánico, y al poco dejó de parecerme una experiencia religiosa.

Meses después aún seguía preguntándome si había llegado a recuperarme por completo de los acontecimientos de Roma. Cuando me obligaba a pensar en ello, tenía la incómoda sensación de que pasaba por alto una parte esencial de mi identidad, algo que se había derramado en el asfalto italiano y jamás había vuelto a mí.

—Cierto. —Umberto abrió el pasaporte y escudriñó mi foto—. Le prohibieron volver a Juliet Jacobs, pero ¿a Giulietta Tolomei?

Lo miré perpleja. Allí estaba Umberto, que aún me regañaba por vestir como una hippy, instándome a infringir la ley.

—¿Me estás pidiendo que…?

—¿Para qué crees que he hecho este pasaporte? La última voluntad de tu tía fue que viajaras a Italia. No me partas el corazón, Principessa.

Ante la sinceridad de su mirada, tuve que contener las lágrimas una vez más.

—Pero ¿y tú? —pregunté ceñuda—. ¿Por qué no vienes conmigo? Podríamos encontrar el tesoro juntos. Y si no, ¡qué le den! Nos haremos piratas. Surcaremos los mares…

Umberto alargó la mano y me acarició la mejilla con ternura, como si supiese que, si me iba, ya no volvería y, si volvíamos a vernos, no sería de esa manera, sentados juntos en un escondite infantil, de espaldas al mundo.

—Hay ciertas cosas que una princesa debe hacer sola —me susurró—. ¿Recuerdas lo que te dije? Algún día encontrarás tu reino.

—Eso era sólo un cuento. La vida no es así.

—Todo lo que contamos son cuentos, pero nada de lo que contamos es sólo un cuento.

Lo abracé, resistiéndome a dejarlo.

—¿Y tú? No te quedarás aquí, ¿verdad?

Umberto levantó los ojos al techo de madera chorreante.

—Creo que Janice tiene razón: es hora de que el viejo Birdie se jubile. Debería robar la plata y largarme a Las Vegas. Con mi suerte, me durará una semana, así que acuérdate de llamarme cuando encuentres tu tesoro.

Apoyé la cabeza en su hombro.

—Serás el primero en saberlo.