8

Ram nos mantuvo con vida gracias a los trucos de la Edad de Piedra que aprendió en su trabajo con Lupe. Cortó un tallo de bambú seco y dividió el extremo en dos para colocar la punta Clovis. Arponeó una trucha moteada y después media docena más. Recogió vilanos de cardo, hizo chispas con un sílex, prendió ramas secas para hacer fuego. Nos dimos un festín con pescado asado y aquello me hizo encontrar parte del optimismo de Derek.

Al día siguiente, después de subir unos cuantos kilómetros por el río, encontramos mangos maduros en un árbol. Ram arponeó más peces y los secó en palos al fuego. Él y Derek recogieron tablas que flotaban y enredaderas para hacer una balsa de un tamaño que nos permitiera transportar flotando las mochilas y la ropa. Nadando con ella, llegamos a una ribera de maleza en la otra orilla.

La maleza había descendido por un cañón paralelo. Estaba lleno de rocas caídas y parecía extraordinariamente estrecho y empinado, pero Ram retorció unas enredaderas para conseguir una soga que nos mantuviera unidos a todos y trepamos hacia el borde. Antes de que llegáramos se oyó un trueno. El cielo se cubrió. De repente, un torrente de agua y rocas descendió hacia nosotros. Tuvimos que trepar para echarnos a un lado y esperar a que amainase. Antes de que llegáramos a la última ladera hasta un grupo de pinos que estaban en el borde, comenzó a anochecer.

Debilitado por el cansancio, me aparté y me di la vuelta para mirar atrás. El cañón ya era un abismo sin fondo de color púrpura y el terror hizo que me estremeciera.

Derek estaba eufórico.

—Hemos jugado otra baza —se regocijó— y hemos ganado otro bote. Mañana conseguiremos otra.

Nos metimos entre los pinos para evitar el azote del viento y amontonamos las acículas caídas para hacernos una cama. Al no tener nada con lo que taparme estuve temblando toda la noche. Cuando por fin salió el sol, preparamos un desayuno con mangos y pescado ahumado y volvimos a dirigirnos hacia la carretera. Las laderas eran empinadas por el borde del cañón, el bosque era denso. Tardamos toda la mañana en llegar a lo que quedaba de la antigua carretera.

Una gran parte estaba enterrada bajo rocas y cieno, y ya no se movía. Pero discurría a nivel y en dirección recta. Había tajos profundos por los que atravesaba colinas y crestas, terraplenes a través de los cuales se atravesaban depresiones. El agua, debido a la crecida, había pasado por los cortados de forma que solo se veían unos cuantos trozos. Tuvimos que subir pasando por encima de zonas de corrimientos de tierra que bloqueaban el camino, encontramos sendas que atravesaban matorrales, subimos por las rocas y rodeamos pinos altos.

El pescado, que solo estaba ahumado y no tenía sal, se estropeó y tuvimos que tirarlo. Estuvimos comiendo mangos hasta que se nos acabaron. Intentamos comer bellotas de roble tostadas en las brasas. Ram encontró setas que decía que eran colmenillas negras, pero eran pocas. No conseguíamos encontrar nada que nos diera fuerza. La lluvia helada nos dejó en un estado lamentable. Llegamos hasta una pared montañosa, ante nosotros se abrían acantilados impresionantes.

—El final del camino —Ram torció el gesto—. Hemos encontrado el Infierno de Mamita.

Yo estaba dispuesto a abandonar, pero Derek descubrió la boca de un túnel escondido detrás de un grupo de árboles, dentro del cual encontramos tablas secas. Ram pudo encender un fuego. Agradecidos por tener dónde refugiarnos, pudimos secarnos y dormir. A la mañana siguiente, mastiqué un pedacito de carbón de nuestro fuego apagado, que tenía un sabor dulce. Solo contábamos con las linternas para ver el camino, bajamos por el túnel dando tumbos, atravesando charcos de agua estancada, hasta volver de nuevo a ver la luz del sol. Ram iba delante, como si viera un camino de vuelta a Portales.

—¡Chicos! —le oí gritar—. ¡Gente viva!

Más allá de donde estaba él, vi un paisaje agradable de pequeños campos verdes y amplios pastos con setos bien recortados y separados entre sí por muros bajos de piedra. A lo lejos se veía una fila de molinos de viento que movían las aspas. Más cerca de nosotros, había algunas cabañas pintadas de blanco dispersas por las suaves pendientes de las montañas. Una vaca moteada y un ternero estaban pastando por la zona. En el campo contiguo había un hombre real montado en un arado silencioso que abría un surco marrón recto en la hierba verde.

Ya no se veía carretera.

—¡Melocotones! —volvió a gritar Ram—. Melocotones maduros.

Bajamos por la ladera hasta una huerta de fruta madura. De los árboles colgaban brillantes y tentadoras cerezas rojas, manzanas que todavía estaban verdes, melocotones dorados con su delicada piel. Casi podía percibir su aroma, su jugosa dulzura. Ram intentó coger uno y retrocedió apenado.

—¡Loco! —Le temblaba la voz—. ¿Estoy loco?

Alcancé un melocotón. Mi mano lo atravesó. Volví a intentarlo. El árbol no estaba, en realidad. Ram lo atravesó y desapareció volviendo a aparecer por el otro lado.

—¿Estamos muertos? —Hablaba ronco y temblaba—. ¿Estamos atrapados en el Infierno?

—Escucha —Derek levantó la mano en alto—. ¿Qué oís?

Escuchamos. Los pájaros estaban arremolinados en torno a las cerezas, pero no emitían ningún ruido. Las hojas temblaban, pero no oí el viento. A lo lejos, un perro que había en la carretera movía la cabeza mientras miraba a un gato con el pelo erizado, pero no escuché ladridos.

—Los hombres muertos no tienen tanta hambre —sonrió a Ram—. Lo más probable es que hayamos caído en algún tipo de simulación de un ordenador enorme. Un mundo virtual. Una reliquia más de la tecnología que construyó los trilitos y ese puente.

Ram preguntó.

—¿Para qué?

—Puede que con fines educativos —Derek se puso la mano en la oreja y volvió a negar con la cabeza—. Pero sin efectos sonoros. Puede que tengamos los oídos tapados.

Más allá de la huerta, un camino de gravilla lleno de piedras conducía a una cabaña de ladrillo rojo y un gran establo de madera. Entramos en el establo atravesando las paredes. Estaba bien cuidado, tenía heno en el pajar y utensilios de granja colgados en una de las paredes. Una cerda marrón estaba tumbada de lado, y una decena de cochinillos se peleaban por llegar a mamar. Las gallinas blancas corrían sueltas. Vi un gallo que se pavoneaba y cacareaba, pero seguía sin oír nada, sin percibir el aroma del estiércol ni del heno enmohecido.

—Nada real —murmuró Ram—. Todos estamos inmersos en el mismo sueño absurdo.

—O en un sueño absolutamente perfecto —Derek asintió mirando los molinos de viento que había en la colina y un depósito pintado de amarillo situado detrás del establo—. Parece muy sencillo, pero todo es de alta tecnología. Todo es respetuoso con el medio ambiente. La energía es eólica. Un acumulador que extrae gas metano de la basura.

—¡El sueño de un diablo! —Ram encorvó los hombros para soportar el viento el escalofrío que solo él sentía—. No es extraño que Mamita saliera corriendo.

Continuamos hacia la cabaña que había al fondo. Un gran pastor alemán estaba dormido sobre el felpudo. No se despertó, ni siquiera cuando Ram pasó por encima de él. Tocó el timbre y su mano atravesó la pared. Le seguí a través de la puerta que parecía tener un aspecto sólido. En la cocina, vimos una escena que me recordaba mi niñez en aquella casa de ladrillo marrón de Portales.

Un niño con pecas vestido con un uniforme de colegial azul estaba sentado a la mesa jugando con un rompecabezas de madera, delante del cual había un cuenco de cereales sin comer. Una niña delgada, un poco mayor, estaba atando un lazo rojo en su cola de caballo rubia. Pensé que era guapa, demasiado lozana y encantadora para ser parte de una simulación por ordenador.

La madre con el delantal blanco, de piel dorada por el sol y el pelo negro liso podía pasar por Lupe cuando era joven. Estaba llenando dos fiambreras, una azul y una verde. Se me hacía la boca agua, casi podía saborear la comida que estaba guardando: dos huevos duros, dos muslos de pollo frito, dos panecillos y dos manzanas rojas.

La madre puso las fiambreras sobre la mesa, regañándolos en silencio. El chico se metió el rompecabezas en el bolsillo y engulló los cereales. La chica deshizo el lazo y volvió a atarlo. La madre dio un beso a los dos y les dio una orden silenciosa. Los seguimos hasta el colegio.

El perro silencioso fue detrás. El colegio era un bonito edificio de ladrillo de una planta, con césped verde en la parte delantera y un patio pavimentado en la parte trasera. Los chicos salieron corriendo para reunirse con sus amigos en el patio. Atravesamos la puerta delantera y llegamos a un vestíbulo silencioso lleno de estudiantes que parecían contentos y profesores sonrientes.

Sobre nuestras cabezas flotaban dos enormes globos.

—El planeta doble. —Derek se paró a estudiarlos—. Deben haber recibido lecciones sobre su funcionamiento cuando todavía estaban vivos. Ojalá pudiera oírlos.

Los globos daban vueltas lentamente, pero al parecer no había nada que los hiciera moverse y mantenerse alejados del suelo. Eran como la Tierra, con mayor proporción de océano azul que de tierra. Ninguno tenía casquete polar. Vi una encrucijada de franjas de color que debían de ser carreteras, puntos y círculos para los pueblos y las ciudades, símbolos como letras que me desconcertaron.

—¡Escritura! —señaló Ram—. Se parece al tipo de escritura que había en la llave de Mamita —suspiró—. Necesitamos un diccionario.

Derek esperó para estudiar uno de ellos cuando se acercó a nuestras cabezas y levantó la vista para ver el otro.

—¡Es raro! —Señaló un hilo de plata dorado que había entre ellos—. ¿Un alambre celestial?

—¿Qué es eso?

—Una unión por cable espacial entre los planetas. Es posible. Están fijos rotando sin parar, siempre uno frente al otro. Son de un material duro, pero en la Tierra ya hay nanotubos de carbono que son cien veces más fuertes que el acero.

—Si todos fueron así de listos… —Ram miró los globos, entrecerrando los ojos, y negó con la cabeza—. ¿Cómo no han podido salvarse ellos mismos?

—Esa es la pregunta. —Se encogió de hombros Derek—. Estamos buscando la respuesta.

Lo que más nos acuciaba a Ram y a mí era encontrar algo que comer. En un mundo en el que no podíamos comer nada, ni saborear nada, íbamos detrás de Derek pasando por delante de unos chavales, que estaban sentados en pupitres y junto a paredes formadas por planchas, que podían pasar por los que había en los colegios de Portales. Nadie nos vio.

Continuamos hasta un pueblo que podía haber estado en América Central si no fuera porque las señales de los nombres de las calles estaban escritas en jeroglíficos. En una plaza abierta en el centro, los agricultores ofrecían fruta madura y verdura fresca. El humo de la carne que se estaba asando al carbón parecía tan real que tuve que apartarme de allí. Derek cogió una foto y Ram nos metió prisa.

Salimos del pueblo por una carretera pavimentada con cemento gris que no se movía nunca, estaba llena de camiones y de vehículos normales de aspecto antiguo que en ningún momento tuvieron que virar para evitar atropellarnos. Por ella, llegamos a una ciudad de un tamaño medio, las calles estaban llenas de gente que no nos veía. En los escaparates había ropa que me resultaba peculiar. Nuestras cantimploras estaban secas, pero los panes y los pasteles que estaban en una pastelería hacían que mi estómago empezara a segregar jugos.

—¡Mirad eso!

Ram hizo que nos paráramos para señalar un callejón que daba a una plaza abierta. Un círculo de megalitos elevados rodeaba un trilito más alto que había en el centro. A ambos lados había bancadas de asientos, preparados para que sentaran los espectadores a presenciar algún acontecimiento en un escenario sobreelevado situado entre las columnas.

—¿Podría ser? —susurró—. ¿Una forma de salir?

Le seguimos y atravesamos el trilito todos juntos. Pero todos seguíamos estando en la misma ciudad fantasma muda. Al apretar el colgante de esmeralda, su mano atravesó la piedra de aspecto sólido.

—Si todo esto es una simulación… —Negó con la cabeza mirando a Derek—. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Para qué sirve?

Derek frunció el ceño mientras miraba el escenario.

—Si quieres que te diga mi opinión, creo que el objetivo de este lugar es educativo. Es ingeniería social para mostrar a la gente lo que deben ser en lugar de lo que eran. Puede que sea para enseñar a la gente formas de conseguir la paz.

—Y no funcionó —murmuró Ram—. Se estrellaron igual que en ese puente del cañón. —Se apartó de los trilitos—. Estamos atrapados en un mundo fantasma que en cierta medida se extinguió a sí mismo. Y no podemos salir de ninguna forma.

—Tiene que haber una forma. —Pensativo, Derek se rascó la barba—. Esa carretera iba en línea recta desde donde veníamos. Si tuviéramos alguna brújula…

—No necesitamos ninguna brújula. —Ram asintió con la cabeza mirando a la calle—. Nací con el sentido de la orientación. Nunca me he perdido, al menos en la Tierra nunca me ha ocurrido. —Señaló—. Si la carretera siguiera, iría por ahí.

Continuamos por la calle hasta que se convirtió en una carretera que nos sacó de la ciudad que pasaba por algunas zonas de campo dispersas, y después una pradera llena de hierba en la que pastaban ovejas y vacas. A lo lejos, vi laderas montañosas escarpadas y me preguntaba si la carretera subía realmente por ellas.

El sol calentaba más. Noté que la lengua se me hinchaba y tenía un fuerte sabor a polvo. El hambre me roía las entrañas. Me sentí débil y a veces tropezaba con cosas que no veía. Otras veces la propia simulación traspasaba la frontera de la irrealidad. Caminaba pesadamente detrás de Ram, y fijé los ojos en la punta de sílex de su lanza de bambú e intenté no pensar en nada más. Me puse contento cuando llegó el mediodía, y con él, la sombra fresca del eclipse. Con cuidado, Derek anotó la hora en su cuaderno. Puse en tela de juicio su cordura, allí en medio de toda aquella sinrazón.

Volvió a lucir el sol, y enseguida se escondió detrás de una nube negra que salió por el oeste y pasó por encima de nuestras cabezas. A nuestro alrededor brilló un relámpago, aunque no oímos ningún trueno. De repente, empezaron a caer gotas de lluvia, pero no sentí escalofríos. Alrededor de mis pies caían rebotando los granizos silenciosos. La lluvia paró, pero no había enfriado el aire.

El sol volvió y de repente empezó a hacer calor. La sed me ahogaba y el hambre hacía que me doliera la tripa. Temblando por la fatiga, me tropecé con algo que había en la carretera y no había visto. Recuperé el equilibrio, pero Ram cayó hacia delante y dio un grito en su swahili nativo.

Angalia ¡Cuidado!

Cayó sobre lo que parecía un suelo sólido y desapareció filtrándose a través de él. Derek y yo nos quedamos solos.