6

Cuando me desperté, Ram y Derek estaban de pie a mi lado con las mochilas puestas.

—¿Estás preparado para salir? —me decía Derek.

Después de la interminable noche, lo único para lo que estaba preparado era una taza de café caliente, pero no teníamos café. Me puse la mochila y salí tambaleándome detrás de ellos, hacia la raya roja ancha de mitad del camino. Nos fue arrastrando sin detenerse hacia el sol naciente, hacia el desconocido este.

La carretera se movía más deprisa, puede que entre sesenta y noventa kilómetros por hora. Esa velocidad me hizo sentir escalofríos. A nuestras espaldas, la montaña iba haciéndose cada vez más pequeña hasta convertirse en un bulto negro y grueso. Derek dijo que era el núcleo de un volcán que se había extinguido hacía años. No parecían verse los trilitos que había dentro de él o más allá.

Me volví para mirarlo, nostálgico por estar otra vez en el este, en mi antiguo edificio de ladrillo marrón de la calle Primera y la biblioteca de literatura inglesa que me había llevado tantos años reunir. Ram se puso en cuclillas, frotándose la marca de nacimiento de la frente. Con inquietud, se sacó el colgante de esmeralda de la camisa y miró, entrecerrando los ojos, la corona de los mundos por encima de la escritura jeroglífica.

—¡Es raro! —masculló—. Desde que llegamos aquí, me ha estado picando la señal. —Frunció el ceño mirando a Derek—. ¿Qué podría significar?

Derek se encogió de hombros.

Quién sabe[1], como diría Lupe.

Se protegió los ojos de la luz mientras contemplaba el paisaje. Las llanuras estaban cubiertas de hierba alta. Los árboles verdes se amontonaban en las colinas y en los arroyos. Esto podría ser cualquier lugar en el este de Kansas antes de que los colonos llegaran con el hacha y el arado.

—No dejes que lo inesperado te deprima. —Se volvió para sonreír a Ram—. Piensa en Marco Polo en la ruta de la seda de China, hace novecientos años. Descubrió un enorme y antiguo imperio desconocido para Europa. Los chinos habían inventado el papel, la imprenta, la brújula magnética, la pólvora. Aprendió mucho y volvió rico.

—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

—Veinticuatro años —Derek miró otra vez las montañas—. Pero nosotros vamos más rápidos que sus barcos y caballos.

Levantó la cámara para hacer una foto de la montaña que teníamos detrás y se volvió para hacer otra de un abrevadero por el que estábamos pasando. En él había flamencos con patas zancudas bebiendo, y animales colocados en fila para beber. Pude distinguir jabalíes verrugosos, impalas y cebras. Media docena de elefantes iban amblando hacia él y pasaron por detrás de un toro con largos colmillos. Un león de melena oscura estaba tumbado mirando desde una pequeña loma. A lo lejos, una jirafa estaba comiéndose la parte alta de un árbol. Derek abrió su cuaderno y pidió a Ram que identificase unos pocos animales que no conocía: un ñu de buena alzada, un eland, una gacela Thomson con largos cuernos.

—Si viera el Kilimanjaro, podría tratarse de Kenia. —Se estremeció y guiñó el ojo a Derek—. ¿Estamos locos?

—No del todo —dijo Derek—. Somos exploradores y tenemos maravillas por explorar.

Ram se dio la vuelta para contemplar un árbol extraño que estaba aislado en una colina rocosa. Su tronco era enormemente grueso, tenía las ramas retorcidas y desnudas, y en una de ellas estaba posado un buitre.

—Un baobab —dijo entre dientes— como los que hay en casa. ¿Cómo ha llegado ahí?

—Me gustaría saberlo. —Derek hizo una foto del árbol—. Es solo que hemos topado con otra fuente de problemas y ahora tenemos grandes probabilidades de buscar respuestas.

Ram señaló el abrevadero y el árbol.

—Si esto no es la Tierra, ¿cómo te explicas eso?

—Sigamos mirando. —Derek se encogió de hombros y cogió su cuaderno—. La evolución crea formas similares en nichos parecidos, pero no se repite. No con esta exactitud. Sería posible… —Alzó los hombros—. Quizá ha venido desde la Tierra, igual que nosotros.

Ram le miró pestañeando.

—¿Traído desde la Tierra por los hombres?

—No es posible —negó con la cabeza—. Nadie procedente de la verdadera Tierra va por la galaxia saltando ni construyendo carreteras como estas.

Derek abrió el cuaderno y apuntó algo con rapidez. Ram se quedó de pie con el ceño fruncido mirando el baobab y a los animales que estaban junto al abrevadero hasta que desaparecieron detrás de él.

—¡Angalia!

Dijo jadeando y señaló. Al mirar encontré uno de esos saltamontes en el cielo sobre la montaña, con las alas rojas extendidas, que bajaba planeando hacia nosotros. La luz del sol se reflejaba en su gran cabeza dorada. Aterrizó sobre la carretera un kilómetro y medio por detrás de nosotros, se agachó y volvió a saltar. Para esconder el pánico que sentía, me aparté hacia el bordillo. Derek levantó su cámara. Ellos iban por la raya central, por delante de mí.

—Vamos —gritó Ram—, si quiere cogernos lo puede hacer.

Volví a meterme en la raya roja y corrí para ponerme a su altura. Nos quedamos mirando. El saltamontes saltaba sin parar. Aterrizó unos cientos de metros detrás de nosotros, se echó al suelo y se quedó ahí agachado.

Derek caminó un poco hacia él para hacer otra foto.

—Atrás —susurró Ram—, ¡por favor!

Hizo la foto y volvió hacia nosotros.

—Necesitamos pruebas —sonrió a Ram—. Todavía no nos ha herido.

Ahí estaba sentado, inmóvil. La calzada nos conducía por llanuras verdes y valles profundos con collados arbolados. En lo alto, la luna era una gran hoja plateada que disminuía hasta desaparecer.

—Un eclipse en el otro planeta —Derek frunció el ceño mirando su reloj y asintió con satisfacción— que queda tapado por la sombra del nuestro. La media luna creciente debería ser al revés.

Miró el cielo hasta que apareció.

—Es una observación útil —garabateó algunos cálculos rápidos—. La sombra muestra que los dos planetas son casi del mismo tamaño. Sabemos por la gravedad que son del mismo tamaño que la Tierra. Los constructores de trilitos deben haber pasado mucho tiempo contemplando hasta que encontraron este sistema.

Ayunamos hasta la puesta de sol para ahorrar comida y agua. El saltamontes se buscó la vida por su cuenta. Remontó el vuelo desde la raya y desapareció sobre una cresta boscosa, y volvió con un ñu adulto en las garras que iba pataleando. Al acercarse a nosotros, despedazó su presa con las fauces metálicas y la devoró, piel, huesos y tripas. Escuché cómo emitía un fuerte gemido que subía y bajaba de tono hasta que al final paró.

—Parece mitad máquina —dijo Derek— y mitad ser vivo.

—Vivo o muerto —farfulló Ram—, no me gusta que nos mire.

—Nosotros también le estamos mirando. —Derek buscó en su mochila un minúsculo tubo que era microscopio y telescopio a la vez. Lo enfocó para observar a la criatura durante medio minuto—. No es algo propio de la naturaleza. —Negó con la cabeza—. Quiero saber lo que es, cómo fue creado y lo que hizo con Lupe.

Volvió a estudiar a la criatura, mientras una fina cadena de trozos geométricos brillantes salía de su bajo vientre para limpiarle la sangre de la cara de metal brillante y volvía a meterse otra vez. Su mirada fija nos puso nerviosos, bebimos unos cuantos tragos de lo que nos quedaba en las cantimploras. Derek tenía más frío que yo. Partió su barrita de chocolate en tres trozos iguales y yo conté cinco dátiles secos para cada uno, pero comí con poco apetito, porque tenía la boca tan seca que necesitaba beber más.

Oscureció. El saltamontes se acercó más, pero volvió a detenerse. Sus enormes ojos negros se transformaron en faros rojos que nos miraban fijamente. A pesar de esa mirada cruel, Derek dijo que debíamos dormir, pero por turnos, para que quedara uno siempre despierto. La carretera parecía más suave y cálida que el suelo en el que estábamos. Me quedé dormido y me desperté por las pesadillas que tuve en las que el saltamontes nos arrancaba las extremidades.

Derek se quedó despierto gran parte de la noche, mirando cómo el sol iba luciendo por entre los mares y las masas de tierra de este otro mundo y añorando tener los prismáticos que habíamos dejado en la tienda, allá en el erg. La gran luna fue creciendo y su luz se hizo tan potente que los faros del saltamontes quedaron ensombrecidos. Volvieron a brillar cuando la sombra de nuestro verdadero mundo eclipsó la luna. Derek miró su reloj y dijo que el día del doble planeta, calculando de eclipse a eclipse, duraba un poco menos de veinte horas.

La última vez que me desperté, el sol ya había salido y el saltamontes había desaparecido. Derek estaba de pie con su telescopio de bolsillo, escudriñando la carretera que había al fondo.

—Algo raro. —Le dio a Ram el telescopio—. Veamos qué piensas tú.

Ram miró.

—Parece la parte superior de dos grandes mármoles negros, uno de ellos medio enterrado en ambos lados de la carretera. —Se encogió de hombros y me dio el telescopio—. Es un mundo absurdo.

Tardé un poco en enfocar el pequeño instrumento. La carretera se dirigía hacia la cresta de una montaña que había al fondo. Vi acantilados erosionados y laderas rocosas empinadas salpicadas de zonas con árboles de hoja perenne parecidos a los pinos, pero sin mármoles negros.

—Más abajo —dijo Derek—, mira el agujero.

Descubrí dos cúpulas marrones, cada una de las cuales estaba surcada por una estrecha marca negra desde el suelo hasta la parte superior. Eran idénticas y enormes, y la carretera formaba una estrecha línea entre ellas. Moví la cabeza y le devolví el telescopio. Se lo guardó en el bolsillo y buscó la cámara.

A medida que nos deslizábamos, los objetos se hacían más grandes, tan altos como las colinas que había al fondo. Sus escarpadas paredes oscuras nos rodeaban, impidiendo que nos llegara la luz del sol matutino. La carretera nos transportaba por el sombrío cañón que se abría paso entre ellas. Derek recogió su mochila cuando el sol volvió a iluminarnos.

—Bajémonos. Tenemos que echar un vistazo.

Ram y yo cogimos nuestras mochilas y salimos de la carretera para ir detrás de él, hasta una ladera rocosa que había al lado, y nos quedamos allí de pie con él, estirándonos para contemplar las imponentes cúpulas. Seguían cubriendo la mitad del cielo. Un terraplén rocoso de residuos procedentes de las colinas que había más allá había sido arrastrado hasta ellos.

—¡Allí! —señaló Ram—. ¿Es un túnel?

La pared era como el hierro expuesto a la erosión durante mucho tiempo. Trepamos para ver lo que él había visto, un pasadizo abovedado lleno de escombros. Yo no veía ningún camino entre las malas hierbas y la tierra que lo atascaba. Nos había parecido que los saltamontes estaban medio vivos y la carretera seguía moviéndose, pero las cúpulas me transmitían una sensación de muerte y desolación.

—Continuemos —dijo Ram—, ya he visto demasiado.

Pero Derek trepó por las rocas y atravesó la maleza. Se quedó un momento mirando el pasadizo abovedado, encontró su linterna y se encaramó adentro. Desapareció tanto rato que Ram miró su reloj.

—Vamos a darle otros treinta minutos de margen. Si no vuelve, tendremos que ir a buscarle.

Pero al final volvió, con expresión adusta y respirando con dificultad.

—Es una fortaleza. —Pestañeando por la luz del sol, se limpió la cara llena de polvo y se sentó en una roca para recuperar el aliento—. Una gran parte está bajo tierra. Continué por algo parecido a una galería que rodeaba la bóveda. Debajo de ella hay un foso oscuro, tan profundo que no pude ver el fondo. Ahí abajo oí como corría el agua, y el eco de mi voz cuando grité.

—En el foso hay un arma. Con esta luz no pude ver mucho, pero es enorme. Un cañón o un arma láser o, lo que es más probable, algo inaudito hasta ahora. Las cúpulas son torretas. Disparaban a través de los agujeros que vimos por el otro lado. Supongo que lo construyeron para defender la carretera o proteger la puerta por la que entramos. ¿Puede que para lanzar misiles al planeta hermano? Me gustaría saberlo.

—Continuemos. —Volvió a instar Ram—. No me gusta este sitio. Es un lugar muerto, muerto hace demasiado tiempo. Hay algo que hace que la marca de nacimiento me queme. Salgamos.

—Sé lo que sientes. —Derek encorvó sus hombros y se sentó donde estaba—. Estoy descubriendo este misterio. Los constructores de los trilitos y de la carretera eran genios de la alta tecnología, pero sus habilidades no les sirvieron para salvarse. He estado pensando en cómo murieron. Puede que fueran demasiado expertos en el arte de la guerra.

Se encogió de hombros y abrió su cuaderno.

Una vez en la carretera, me sentí aliviado por haber escapado al hechizo inquietante de aquellas máquinas muertas. Derek estaba de pie con la cámara, haciendo fotos a las cúpulas negras por la parte de atrás. Vi cómo Ram pestañeaba mirándolas, moviendo la cabeza y frotándose la marca pálida de la frente.

Las colinas del fondo eran más altas. Entramos en un valle que había entre ambas. Por encima de nosotros había un bosque de árboles perennes que daba paso a una garganta rocosa y después un tajo estrecho con paredes tan altas que no llegaba el sol a ellas. Derek fotografiaba los estratos de caliza blanca y lava volcánica negra de las paredes.

—¡Baja! —gritó Ram—. ¡Ahora!

De repente, volvimos a ver la luz del sol. La garganta se abría. Por ambos lados subían las laderas pedregosas de las colinas. La carretera nos llevaba a toda velocidad hacia el borde de un enorme abismo. Algunos kilómetros más allá, vi que había una neblina gris, y una cresta montañosa. El camino había llegado al final.