5

Algo me empujó. Me zumbaron los oídos. La tierra se estremeció bajo mis pies. Me tambaleé para mantener el equilibrio hasta que Ram me cogió del brazo. La luz del sol me cegó. Me froté los ojos y volví a tambalearme. A nuestro alrededor, esa marea negra de lava congelada no estaba, pero tampoco habían vuelto las dunas del Sáhara.

Estábamos encima de una ancha carretera que se extendía hasta el infinito.

Todo el círculo de trilitos había desaparecido. Ahora, un muro de piedra sólida se alzaba detrás de nosotros. Yo no veía ninguna abertura por ningún sitio. Todavía estaba balanceándome para mantener el equilibrio, abrumado por tantas cosas absurdas. Me sentía confuso, no estaba seguro de nada.

Estaba mareado, tenía el estómago revuelto. ¿Qué era esto? ¿Cómo había llegado allí? ¿Estaba enfermo? ¿Había tenido un accidente? Buscando a tientas algo que fuera real, algo que me resultara familiar, algo lógico, volví a sentir esa añoranza por la seguridad de la antigua casa de ladrillo de Portales, en la que había vivido con mi madre hasta que murió. Añoraba su sonrisa tranquila y su suave voz cuando me leía las obras de Shakespeare antes de empezar a ir al colegio. Necesitaba sentirme acomodado en la biblioteca legal de mi padre que mi madre conservó mientras vivió.

—¿Will? —La voz de Ram sonaba hueca y rara dentro de la máscara antigás, pero era real—. ¿Estás bien?

Tardé un poco en coger aliento para hablar.

—No… no lo sé.

La máscara antigás despedía un hedor caliente. Me sentí débil, estaba desorientado. Pero me invadió un sentimiento de gratitud. Gratitud hacia Ram y Derek, que estaban junto a mí, contemplando la carretera que se extendía hasta el infinito en la neblina. Eran mis compañeros jinetes, antiguos amigos y leales compañeros. Volví a la realidad, la imagen por radar, el erg y el antiguo abrevadero, los megalitos enterrados en la tierra. Inspiré profundamente y escuché el grito sobresaltado de Ram.

—¡Eh! —Se dio la vuelta para señalar—. ¡Esa pared! ¡Se mueve!

Había estado pegada a nosotros, por detrás. Ahora estaba a una docena de metros se movía constantemente.

—Volvamos.

Volvió. Yo no veía ninguna entrada, pero él se quitó el colgante de esmeralda del cuello y lo golpeó sin parar contra el lugar por el que habíamos salido. No se abría nada, pero siguió intentándolo durante un minuto, corriendo constantemente para poder mantenerse junto al lugar cuando la carretera iba saliendo de la pared.

Seguía intentando encontrar algo con cierta lógica, para lo cual estudiaba el suelo. Puede que tuviera treinta metros de ancho, estaba rayado con los colores pálidos de un arco iris doble, rojo en el centro y después el color se difuminaba adoptando todos los colores de la gama con rayas oscuras en los lados. No sentí ninguna vibración, no oí ningún ruido, pero la pared seguía alejándose sin parar.

Derek levantó un lado de su máscara antigás, aspiró y se la quitó, respirando profundamente. Yo me quité la mía. El aire era fresco y frío con un dulce aroma a vida. Al empezar a ver mejor, volví a mirar alrededor. La pared que había detrás de nosotros era la ladera de una montaña, tan suave como si un gigante hubiera cortado con un cuchillo lo que sobraba. Subía en vertical cientos de metros y por encima de ella se elevaban las laderas escarpadas de las montañas, que alcanzaban una altura todavía más elevada.

La calzada se deslizaba en silencio y nos conducía sin parar hacia lo que yo creía que debía de ser el Este, por un terreno vacío. La hierba verde y alta ondeaba movida por una suave brisa. Vi una bandada de pájaros como motas negras que revoloteaban a lo lejos, y un edificio como un nubarrón blanco que se veía sobre las montañas.

—Otro mundo. —Derek me cogió del brazo—. Vamos a esperar a Ram.

Se había caído más atrás. Fuimos corriendo, intentando mantener el equilibrio, mientras línea a línea, la carretera iba circulando más despacio al llegar al borde, una raya negra donde cesó el movimiento. Nos quedamos ahí de pie hasta que Ram bajó de la raya roja central para alcanzarnos.

—¡Este mundo es una locura! —Estaba temblando y respiraba con dificultad—. Mi Mamita lo llamaba Infierno —se estremeció—. Puede que lo sea.

—¿Un Infierno en el que brilla un sol que da calor? —Derek le sonrió—. ¿Con aire que podamos respirar? ¿Y qué más quieres?

—¿Qué te parece?

—Me parece que somos afortunados. —Derek parecía sorprendentemente eufórico—. ¡Somos los hombres más afortunados!

—¿Afortunados? —Ram movió la cabeza mientras contemplaba la montaña negra que había detrás de nosotros—. No sé en qué sentido.

—Mantengamos la cabeza fría y pensemos. —Derek se sentó en el bordillo y se quitó la mochila—. ¿Has oído hablar alguna vez de la serendipia?

Ram parecía perplejo.

—Acabamos de definirlo. Llegamos aquí buscando rocas bajo la arena y dimos en lo que aparentemente es un imperio interestelar de alta tecnología. Pensad en Cortés cuando llegó a México o en Galileo cuando vio las lunas de Júpiter. Creo que tenemos más suerte —añadió con seriedad—. Espero que podamos dejar un legado mejor.

—No lo pillo. —Ram se agachó, apartado de esa pared desnuda—. ¿Dónde creéis que estamos?

—En algún lugar fuera de la Tierra —Derek se calló para contemplar el verde paisaje que teníamos ante nosotros—. Tiene que serlo, aunque su aspecto es familiar. He visto hierba como esta en el rancho de mi tío del oeste de Texas. Pero cómo hemos llegado hasta aquí… —Movió la cabeza—. Si no podemos volver, tenemos que seguir. Si volvemos contando la historia de los trilitos, podría cambiar el mundo.

—Y ¿cómo esperas hacerlo?

—No tengo ni idea. —Derek se encogió de hombros—. Dejemos eso para más tarde. Ahora mismo tenemos una escalera de color. Acabemos el juego. Si ganamos el bote, podemos conseguir más que todo el oro que Pizarro encontró en Perú.

—Si nos imaginamos que esto es un juego, ¿cuál es la siguiente jugada?

—Subir a la calzada. —Derek se protegió los ojos para contemplar la neblina azul que se levantaba a lo lejos—. Ver hacia dónde nos lleva; enterarnos de lo que podamos; buscar a Lupe si encontramos alguna pista, y volver a casa con pruebas de dónde hemos estado. En definitiva, hacer lo mejor que podamos. El bote es demasiado grande para perderlo.

—¿Lupe? —Ram le miró pestañeando—. ¿Hay alguna posibilidad?

—Podemos confiar. —Derek negó con la cabeza—. No sé qué más podemos hacer aparte de confiar y hacer lo que esté en nuestras manos. —Abrió la mochila—. Veamos qué cartas tenemos.

Dejó su cuaderno, la cámara y un pequeño paquete de tarjetas de memoria en el bordillo plano de la carretera. Su cantimplora. Una barra de chocolate que había comprado cuando paró a repostar combustible en Gabès. Finalmente dejó el hacha de piedra de mano y la punta Clovis.

—Y hay un jersey, una muda de ropa interior y dos pares de calcetines —sonrió—. Es que fui miembro de los jóvenes exploradores.

Lo único que aporté yo fue una bolsa de dátiles secos de Gabès.

Ram nos enseñó las manos vacías.

—No importa. —Derek se encogió de hombros—. Compartiremos lo que tenemos. Y si nos es posible, nos alimentaremos de lo que nos dé la tierra.

Levantó la vista hacia la pared montañosa, y de repente señaló.

—¡Mirad esas rayas verdes!

Volvió a examinar una roca caída con su lupa de bolsillo y encontró su cámara para hacer una foto de cerca. Al volver con nosotros, abrió el cuaderno para apuntar una entrada con una abreviatura rápida.

—Nuestro rompecabezas está resuelto. —Asintió de satisfacción—. La fuente de esos megalitos del Sáhara. Esta montaña tiene la misma arena fina y las mismas vetas verdes. Deben haber sido extraídas de aquí y llevadas a la Tierra.

—Si realmente estamos en algún lugar fuera de la Tierra… —Ram le miró entrecerrando los ojos—. ¿Dónde podría ser?

—Esa es la gran pregunta —contestó Derek—. Pero hay cosas que sabemos. O cosas que creo que sabemos.

—¿Como por ejemplo?

—Lo primero de todo, los trilitos.

Frunciendo el ceño mientras reflexionaba, abrió el cuaderno para escribir otra vez. Vi las palabras «Primer Día» escritas al principio de su escritura taquigráfica.

—Creo que son o eran algo parecido a un terminal. —Pronunciaba las palabras mientras escribía como si estuviera dictando—. Parece que conectan siete planetas. Un imperio interestelar sin rocas espaciales. El mundo terminal, bajo ese sol rojo, tiene que estar en algún lugar fuera de nuestro sistema solar. La ubicación es en sí misma un rompecabezas.

—¡Una trampa mortal! —farfulló Ram.

—La atravesamos —sonrió—. Si la habían elegido para limitar el acceso, hemos pasado la prueba. Y tu Mamita también. Los hombres que llevaban hachas de piedra y puntas Clovis no tuvieron tanta suerte. —Negó con la cabeza—. Me gustaría saber lo que les pasó a los constructores.

—¿Y Stonehenge en Salisbury? —le pregunté—. ¿Era otra puerta?

—Demasiado rudimentario —cerró el cuaderno—. Pero ese es otro problema para Lupe. Ella hablaba de difusión cultural y de que en toda Europa Occidental había yacimientos megalíticos parecidos. Fueran quienes fueran los constructores, deben de haber dejado influencias. Recuerdos, mitos, puede que incluso religiones.

Ram gritó:

—¡El gorro de Lupe!

Señaló la calzada deslizante. Vi su gorro de campo desplazándose por la raya roja central. Sus sandalias venían después una detrás de otra, y luego los cráneos y huesos que habíamos recogido, todavía envueltos en mi chaqueta de nailon. Ram echó a correr para recuperar la chaqueta y me la devolvió. Agachado en el bordillo, temblaba al mirar el gorro, las sandalias y los cráneos que iban bajando por la carretera hasta que finalmente dejaron de verse.

—¿Podría seguir viva? —susurró.

—Es posible. —Derek se encogió de hombros—. Nos enteraremos de lo que podamos y haremos lo que nos sea posible.

—«¿Nos enteraremos de lo que podamos?» —Ram estaba haciendo burla—. ¿Y no volveremos para contárselo a alguien?

—¡Confía en nuestra suerte del póquer! Cada vez tenemos más.

—¿Suerte del póquer? —La frase me impactó—. ¡Esto no es ningún juego!

Sabía de lo que hablaba, pero no dije cómo me sentía.

Ram no estaba tan amargado. Se sentó durante un rato en silencio, taciturno, y de repente empezó a hablar.

—No puedo evitar pensar en mi casa. —Se calló para suspirar—. El último verano volví para ver a mi familia en Mombasa y Nairobi. Sus condiciones de vida son pésimas: mal gobierno, pobreza y enfermedades. No pude hacer mucho por ellos, pero conocí a una mujer.

Vi como esbozaba una sonrisa.

—En el museo Leakey. Empezamos a hablar. Era blanca, aunque el color no le importaba. Me dejó que la invitara a una cerveza. Había nacido en Sudáfrica, se había formado como bióloga en Cambridge, y en ese momento estaba trabajando para una empresa farmacéutica de Suiza.

—Estaba allí con un grupo de turistas, deseando saber más de lo que las guías podían contarle. Su equipo estaba probando una vacuna para el SIDA y ella quería saber más cosas relativas a la importancia de esa vacuna. Me permitió que le enseñara la ciudad y que le sirviese de traductor. Nos llevamos bien. Dejó su grupo y pasamos dos semanas juntos.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Fueron semanas que no olvidaré. Hicimos un safari fotográfico por el Masai Mara. Subimos al Kilimanjaro; sobrevolamos el Serengeti en un globo de aire caliente. Fueron dos semanas maravillosas, que acabaron enseguida. —Irónicamente, se encogió de hombros—. Odiaba dejarla marchar, pero tenía que volver a trabajar en la nueva vacuna. Yo tuve que irme a casa y terminar el doctorado. Prometimos volver a vernos en cuanto pudiéramos. Quizá intentemos hacer algo en África.

»Pero ahora… —La nostálgica sonrisa desapareció—. Nunca volveré a verla.

—Podrías. —Derek sonrió y le dio una palmada en el hombro—. Piensa en la parte bonita. Si volvemos con todo lo que creo, ¿quién sabe lo que podemos hacer? Por África. Por todo el mundo. —Asintió mirando la carretera—. Pongámonos en movimiento.

—No tan rápido. —Ram negó con la cabeza—. Eres un soñador, pero hay que volver a la realidad. Puede que los seres que construyeran los trilitos y la carretera fueran grandes ingenieros, pero tienen que estar muertos. No quiero encontrarme con lo que los mató. Antes de que vayamos más lejos, quiero buscar billetes para volver a casa.

Miramos.

A cada lado de la carretera, la montaña dividida se erguía en vertical desde la hierba. Nos quitamos el equipo de oxígeno y dejamos las pesadas botellas sobre la acera, todo amontonado en el bordillo y tapamos las máscaras antigás. Fuimos hacia el norte. Ram recorrió el muro buscando alguna abertura. Derek estudió las rocas, las plantas y todo el paisaje. No encontramos ninguna abertura en la piedra negra resbaladiza.

Entre tres y cinco kilómetros más allá, llegamos al final del muro y el camino estaba obstruido por grandes montones de pedregales con laderas llenas de rocas ásperas. La hierba dio paso a matorrales espinosos, sin atisbo de abertura alguna. El sol ya se había puesto detrás de la montaña antes de que pudiéramos volver a la carretera.

Tenía hambre y estaba cansado, pero Ram nos condujo con tenacidad atravesando la carretera para buscar en la otra dirección. Lo único que encontramos fue esa barrera desnuda de piedra oscura con vetas de color esmeralda cuya inmaculada superficie estaba escasamente deteriorada a pesar de los años que llevaba allí.

—¿Diez mil años? —Derek entrecerró los ojos mientras reflexionaba—. ¿O cien mil? Me gustaría saber.

Llegó la noche. Volvimos a la carretera con la linterna e intentamos dormir en la hierba del borde. Para mí era una noche de misterio que parecía durar eternamente. Tenía escalofríos y me dolía todo. Las espinillas me picaban por el roce con la maleza. Los insectos se me subían encima y algunas veces me picaban.

Me sentía avergonzado de quejarme.

Derek estaba tumbado boca arriba, satisfecho con lo que veía en el cielo. Las estrellas parecían más brillantes de lo que yo recordaba, la constelación era rara. Encontró algo que creyó que podían ser las Pléyades, aunque más pequeñas y situadas más al sur.

—Estamos a muchos miles de años luz de la Tierra. —Eso parecía alegrarle—. Más allá de donde podría llegar cualquier nave espacial.

—Demasiado lejos. —La voz de Ram sonó ronca en la oscuridad—. Y sin poder volver.

En el horizonte había una media luna extraña, más brillante y tres o cuatro veces más grande que cualquier luna de la Tierra. Nunca se movía ni crecía. A medianoche era un disco enorme tan brillante que Derek tenía bastante luz para apuntar en su cuaderno lo que veía. Era blanca como el hielo en los polos, azulada en su mayor parte, con algunos trozos de color marrón y verde, con algunas briznas dispersas de blanco borroso que él decía que eran nubes.

—¡En realidad no es una Luna! —Estaba nervioso con el descubrimiento—. Creo que estamos en un planeta doble, ambos miembros se parecen a la Tierra. ¿Ves los casquetes polares? Pues el azul sería agua y el verde, vegetación. Esa gran mancha marrón podría ser otro Sáhara.

—Si es un planeta —preguntó Ram—, ¿por qué no se mueve?

—Las rotaciones de ambos están regidas por un sistema de mareas, igual que nuestra Luna. Rotan como una sola, las mismas caras se mantienen siempre juntas. Ahora, cuando aquí es medianoche, más allá brilla el sol y en el planeta hermano es mediodía. Si estoy en lo cierto, veremos cómo se eclipsa cuando la sombra del nuestro se desplace por delante de él.

Vimos el eclipse. La sombra fue tapando ese enorme disco y poco a poco lo absorbió. Cuando la luz comenzó a disminuir, Derek hizo otra anotación y guardó el librito en su mochila. Yo tiritaba intentando encontrar una postura en el duro suelo sobre el que me encontraba.

—Estoy helado —farfulló Ram en la oscuridad—. Ojalá no hubiéramos visto nunca los malditos trilitos.

—El sol saldrá y nos calentará —le prometió Derek—. Estamos vivos, tenemos una escalera de color con la que jugar. Me siento como Marco Polo cuando llegó a China.

—De acuerdo —susurró—, iremos por la carretera. Yo creo que es nuestra única posibilidad.