Volvimos conduciendo por las avenidas vacías de Periclaw hasta el campo de instrucción vacío de Fort Blood. No sé lo que hizo el robot, pero de repente, por el cielo salió el fantasma de un trilito. Pasamos a través de él, el cielo se puso negro. Me pitaron los oídos. El vehículo cayó empujado por una gravedad distinta a la de la Tierra y cayó rodando por la cúspide de esa gran duna marrón del Gran Erg oriental.
Descubrí que por encima de las dos partes superiores negras y cuadradas de los megalitos gemelos se elevaba una luna llena que todavía sobresalía de la arena cien metros por detrás de nosotros. Las tormentas de arena habían borrado todas las pistas de nuestro campamento del agujero, pero el antiguo lecho del lago todavía seguía vacío donde Lupe encontró ese antiguo abrevadero, con esos huesos enterrados procedentes de una vida anterior y esas astillas de silicona que debían de proceder de algún desdichado cibroide.
El vehículo había sido construido para adaptarse a todo tipo de terrenos, pero avanzaba lentamente. Tardamos dos noches y un día en salir del erg y llegar a la carretera de Gabès. Le ordené al robot que nos dejara allí, junto a la cuneta. Kenleth se agarró a mi mano, nervioso, y también temeroso, ambos estábamos temblando en aquel amanecer en el desierto. Mientras mirábamos cómo el vehículo daba la vuelta y retrocedía pesadamente hacia el erg, de repente, me sentí un extraño en la Tierra, no estaba preparado para lo que se avecinaba.
Kenleth parecía tener ganas de saber lo que era todo. Miró a su alrededor el paisaje yermo que había detrás de nosotros y las palmeras con dátiles que había en el horizonte; tenía miles de preguntas relativas a la Tierra y mi vida allí, sobre Túnez, sobre las estruendosas máquinas que pasaban por delante de nosotros más deprisa de lo que se movía el vehículo, dejando humo y un olor apestoso en el aire.
A pesar de tener los brazos levantados, ninguno paró. El calor del sol aumentó y empecé a sudar, pero mi suerte del póquer funcionó. Una camioneta de turistas paró en seco y retrocedió hasta donde estábamos. Se abrió una ventana. Oí un grito. ¡Mi nombre!
Un hombre calvo y pequeño salió de él, corriendo hacia mí sonriente.
—¡Profesor Stone! ¿Es usted el profesor Stone?
Su cabeza desnuda estaba rosa, quemada por el sol; llevaba gafas oscuras. No le reconocí hasta que se las quitó y me extendió la mano.
—¿Se acuerda de mí? Soy Ben Sanders. Hace doce años estuve haciendo el curso English 101. Alguien me dijo que me informara sobre su expedición al desierto.
Ahora daba clases de historia en una universidad de Arizona y en ese momento estaba realizando un estudio de campo con media docena de estudiantes. Se sorprendió al vernos, entornó los ojos para mirar a Kenleth, y preguntó si necesitábamos ayuda. Le dije que habíamos estado esperando a un taxi que no había ido a recogernos.
Le dije que habíamos estado en Túnez para contemplar el yacimiento de la antigua Cartago y recoger información para un seminario sobre el Salambó de Flaubert. Pareció aceptar aquello, aunque miró con perplejidad la rara vestimenta que habíamos encontrado a tantos años luz. Miraba sonriendo.
—¿Vestidos al estilo de Cartago?
Me encogí de hombros y le dejé que siguiera preguntándoselo solo. Se dio la vuelta para mirar a Kenleth, que estaba muy tranquilo, mientras fruncía el ceño. Le dije que era un huérfano sin hogar que había encontrado en una calle de Túnez. Al no tener papeles, una historia que teníamos que ocultar, y como sabía muy poco inglés, el asunto prometió convertirse en un problema que difícilmente sabría yo cómo resolver.
La camioneta tenía asientos vacíos. Estuve todo el día sentado junto a Sanders, escuchando las charlas que daba como guía sobre la historia de Túnez. Por sus evasiones a las preguntas de Sanders, sospeché que estaba inventando la mayor parte de lo que contaba sobre los fenicios y los griegos, sobre Roma y Cartago, los vándalos y Venecia, los árabes y el profeta, los franceses y el general Rommel. Los estudiantes, aplicados, tomaban apuntes y salían en tropel con las cámaras para fotografiar cada pedacito de mampostería antigua con la que nos topábamos.
Aunque estaba recuperando mi vínculo con la Tierra, notaba que había estado fuera toda una vida. La ciudad de Túnez al principio me sobresaltó, casi me parecía tan extraña como lo había sido Periclaw. Sin la ayuda de Sanders, habríamos quedado indefensos. Dije que me habían robado. De vuelta en su hotel, me pagó la cena y persuadió al empleado de que nos dejara registrarnos a pesar de que no teníamos ni dinero ni pasaporte.
A la mañana siguiente nos llevó a un peluquero y después visitamos algunas tiendas donde nos compró zapatos y ropa que pagó con su tarjeta. Los funcionarios de la embajada americana estaban hostigados con amenazas terroristas, preocupaciones por la seguridad, y con los problemas de un sinnúmero de turistas, pero me ayudaron a llamar a la universidad, a mi abogado y a mi banco.
Se restableció mi identidad y mis tarjetas perdidas, pero Kenleth seguía siendo un problema. Sanders esperaba que lo abandonara. Cuando me negué, él habló con su director del viaje. El director llamó a gente que tenía los contactos adecuados y ganas de conseguir dinero. Tardamos otro día más y unos cuantos miles de dólares, pero le dieron la documentación completa a Kenleth, con un visado de entrada americano.
A la mañana siguiente, tomamos un desayuno de despedida con Sanders y sus estudiantes. Ellos iban camino de Egipto a ver las pirámides, la presa de Asuán y Luxor. Le di las gracias, le pagué y compré billetes para Lubbock.
De vuelta en Portales sin mis compañeros, tuve que improvisar historias para los periódicos, los amigos de la facultad, los funcionarios de la universidad y los policías del campus, la policía estatal y el fiscal del distrito, y todos los familiares que estaban nerviosos. Me ceñí a los hechos reales hasta que llegamos a Túnez y alquilamos el helicóptero que nos sacó de allí sobrevolando el erg.
Dije que el helicóptero aterrizó en el lugar en el que el radar de Derek había localizado lo que él creía que eran megalitos medio enterrados. Les conté que no habíamos encontrado ningún rastro de ellos. Una tormenta de arena nos pilló antes de que el piloto volviera a recogernos. Cuando amainaron los vientos y recuperamos la visión, salimos camino de una duna lejana en la que creíamos que estaba esperando el helicóptero.
Dije que no le encontramos. Nunca volvimos al campamento en el que habíamos dejado la comida y el agua. Vagábamos por entre las dunas durante el día, con el sol abrasador e intentábamos dormir por las noches. Cuando me desperté, estaba solo, fui dando tumbos hasta que el calor y la sed me vencieron. Dije que no recordaba nada más hasta que me desperté tumbado en la cuneta junto a la carretera de Gabès y subí a una furgoneta de vuelta a Túnez.
La mayor parte de la gente parecía decidida a aceptar la historia de la amnesia. Algunos eran un poco más críticos. El tío de Derek, Daniel, fue el más duro. Había apostado una pequeña fortuna en recompensas para conseguir información y había ido dos veces a Túnez para realizar sus propias investigaciones. Había buscado a nuestro piloto y le contrató para volver al erg. No encontraron ninguna señal de nuestro campamento, ni de ningún otro Stonehenge.
Le tenía mucho cariño a Derek y sospechaba que había indicios de juego sucio. Dado que era abogado y ayudante del fiscal del distrito, siguió investigando como un fiscal todo lo que yo decía que se me había olvidado. Nada le satisfizo. Intentó interrogar a Kenleth, quien se mantuvo inexpresivo y dijo que no entendía las preguntas. Se enfadó y al final creo que llegó a pensar que las drogas me habían afectado al cerebro.
Kenleth y yo estamos ya de vuelta en la vieja casa que construyó mi abuelo, a solo unas manzanas del campus. Mis antiguos amigos de la facultad dieron una fiesta de bienvenida, con bastantes bebidas y sin preguntas incómodas. La universidad ha cubierto mi plaza con un joven y brillante alumno victoriano. Yo me he retirado a un trabajo a tiempo parcial que me deja tiempo para escribir. El próximo semestre daré un seminario de posgrado sobre las obras históricas de Shakespeare.
Mis buenos vecinos habían cuidado de la casa y me habían podado el césped. Mi banco pagó las facturas. El antiguo edificio de ladrillo marrón es bastante menos imponente que la mansión de Crail, pero Kenleth está contento en la habitación que ocupaba mi madre. Ha aprendido más inglés, a montar en bici y se ha hecho amigos en el barrio.
Algunos intentaron martirizarle al principio, por el color de su piel, por su extraño acento, por el silencio que guardaba respecto a su procedencia. Un día vino a casa con un ojo morado. Decía que no había hecho daño a nadie porque no quería causarme problemas. Le dije que se defendiera. Dijo que los chicos de la comisaría de Hake le habían enseñado cómo hacerlo.
Al día siguiente, estuve mirándole desde el coche cuanto salió a jugar un partido de baloncesto en un solar. Tres fanfarrones dejaron de jugar para pelearse con él. No oí lo que dijeron, pero el breve encuentro dejó a uno de ellos tirado de espaldas y a los otros por los aires. Desde entonces, se han hecho amigos y siempre tiene un hueco en el equipo.
Por su bien y por el mío, sigo intentando mantener el secreto de la puerta y los mundos que hay más allá. Los medios de comunicación y los científicos escépticos le machacarían si intentáramos decir la verdad. Voy a adoptarlo. Quiero que tenga una niñez verdadera y la oportunidad de vivir una vida normal.
Me alegro de tenerle conmigo aquí, como el niño que nunca tuve. Pero nuestras antiguas noches de póquer me han dejado un doloroso vacío. A veces, en las noches sin luna, salgo al patio y busco en el cielo, e intento imaginarme a Ram y Delya trabajando para recuperar el Grand Dominion, y a Derek y Lupe ocupados en ese planeta fugitivo más allá del polvo estelar de la Vía Láctea, recuperando la historia de Omega.
En mi memoria, guardo un recuerdo vívido de esa aventura y eso me reconforta en cierta medida. Cuando estoy deprimido por las malas noticias aquí en la Tierra y por el temor de que haya una corriente oscura que aplaste la civilización, me pongo contento al recordar que somos los nuevos omegas, con ese magnífico legado que nos espera. Hemos sobrevivido a la muerte de nuestro primer sol. Puede que vengan malos tiempos, pero seguramente seguiremos ahí.
Ojalá me hubiera traído algún recuerdo. Una de esas monedas omegas, o quizá un tetraedro mágico como el de Kenleth. Pasaba las noches intranquilo, soñando que Derek y Lupe habían vuelto, que a veces traían un robot de forma celular brillante como el diamante para impresionar a los no creyentes. Ram va a verlos de vez en cuando. Juntos de nuevo, los Cuatro Jinetes podríamos reorganizar el planeta.
Eso podría ocurrir, pero no sé cuándo.