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La máquina se acercó lentamente. Derek saludó. Lupe estaba sentada en el asiento junto a él. Vestida con un equipo blanco como el de Ram y Kenleth, parecía una extraña. Su sombrero de campo había desaparecido. Llevaba el pelo detrás de los hombros recogido en una larga trenza negra. Derek se había dejado una espesa barba y el pelo de color bronce y largo estaba cogido con una cinta roja.

—¿Derek? —Ram se inclinó sobre los instrumentos y tiró de un botón que parecía un micrófono—. ¿Lupe? ¿Me oyes?

Derek volvió a saludar, pero no oímos ninguna respuesta. Lupe entornó los ojos para mirarnos. Ram negó con la cabeza y se acercó para vernos. Derek hizo una señal de que paráramos. Se echó hacia atrás y giró su vehículo para juntar las puertas traseras. Las cámaras estancas golpearon y silbaron. De repente Derek y Lupe estaban entrando, y detrás de ellos iba planeando un robot de metal y cristal brillante.

—Confiábamos en volver a veros —dijo Derek y me cogió la mano—, es estupendo.

Lupe nos abrazó. Le presenté a Kenleth. Lupe le dedicó una sonrisa y él rompió a llorar.

—Lo… lo siento —sollozó—. Te pareces a mi madre.

Ella le rodeó con sus brazos. Ram les hizo una seña para que sentaran. Él se arrimó a ella, mirándola a la cara con una adoración inmediata. Derek me observó detenidamente y me preguntó cómo estaba.

—Bien —dije—, ahora que os hemos encontrado.

—Ahora estaremos mejor —dijo Ram—. Creía que os habíamos perdido para siempre.

Les hicimos miles de preguntas. Les preguntamos dónde habían estado desde que los saltamontes los cogieron; qué era aquello; que cómo habían podido llegar allí; que cómo controlaban los robots; qué habían aprendido de los constructores de los trilitos, de la ciudad congelada, del imponente cono que estaba sobre nuestras cabezas.

—Son preguntas importantes —Derek evitó contestarlas—. Seguimos buscando respuestas y siempre encontramos más preguntas. La mayor parte de lo que sabemos son conjeturas. Habéis visto a los cibroides. Así es como llaman a los saltamontes y los robots. Habéis visto el cielo vacío. Debéis de haber venido a través de Omega. Ese es el nombre que Lupe le ha puesto a la ciudad. Sabéis tanto como nosotros.

—Llegamos aquí —dijo Ram—. Lo único que hemos hecho es seguir.

—Dinos cómo lo conseguisteis.

—Es una larga historia. —Ram tenía la cara triste—. No ha sido fácil.

Lupe sacó del dispensador un plato de pastelillos de sabor a limón y globos amarillos que sabían casi igual que los melocotones maduros. Derek abrió un armario y volvió con una bandeja cargada de jarras, vasos y un cuenco de hielo.

—No es como el güisqui de Kentucky que bebíamos en las noches de póquer —puso una botella del líquido ámbar a la luz—, pero los cibroides hacen un cóctel de güisqui con menta cuando consigues enseñarles a hacer lo que quieres. —Nos llenó los vasos—. ¡Por el planeta Alfa y los habitantes de Omega!

—¡Por los cuatro jinetes! —Lupe agitó su vaso—. ¡Otra vez juntos!

Di un sorbo con prudencia. No era güisqui, pero tenía un toque de menta y era bastante fuerte. Kenleth quería probarlo. Derek le dio un poco mezclado con agua. Sorbió y puso mala cara.

—¿Habéis venido por el Delta? —preguntó Lupe.

—¿El Delta? —Ram negó con la cabeza—. Nunca supimos el nombre.

—Nosotros les pusimos nombres en griego —dijo Derek—. En el orden en que pensamos que llegaron los habitantes de Omega. Deben haberse desarrollado aquí, lo que convierte a esto en Alpha. El octógono está en Beta.

Ram resumió nuestra historia. Cuando llegó a la parte de la rebelión de los esclavos, nuestra cautividad, su voz era ronca y hablaba lentamente, la podredumbre sanguinolenta, nuestra escapada con White Water subiendo por el río Sangriento. Se calló sin decir una palabra sobre los Crails.

—¿Celya? —dijo Kenleth—. No la olvides.

La cara de Ram se tornó seria. Tragó saliva y no dijo nada.

—Era bella —le dijo Kenleth a Lupe—. Vivimos en su casa.

—Era blanca —dijo por fin Ram, hablando con rapidez y de forma cortante—. Nos enamoramos. Ella está muerta. Ahora no puedo hablar de ella.

Kenleth estaba jugando con su tetraedro de cristal mientras hablábamos. Las luces se encendieron en su interior, algunas veces era un jeroglífico el que brillaba y otras era una forma la que me impresionaba. De vez en cuando, un tetraedro idéntico salía de una de las caras y desaparecía, una segunda pirámide de luz dorada con alguna imagen fugaz en su interior. En una ocasión oí un acorde de música extraña, a un volumen tan alto que me sobresaltó, y vi la minúscula imagen de la cabeza de una mujer, de pelo claro y totalmente humana. Estaba cantando al ritmo de la música, el ritmo era raro, su voz alta y clara. Pulsó un punto que hizo que bajase el tono hasta convertirse en un susurro.

—Lo siento —dijo—, me sorprendió.

Ram contuvo el aliento, mientras miraba la pequeña imagen. Derek y Lupe se inclinaron para mirar. La mujer era joven y muy rubia. Se parecía mucho a Sheko, el gigante que habíamos visto en el Delta, casi como la propia Celya Crail.

—¡Sorprendente! —Lupe se volvió hacia Derek—. ¿Es habitante de Omega?

—Puede —negó con su cabeza despeinada—. Lo más probable es que sea una creación de Omega para vivir en los nuevos mundos. Puede que sea una prima lejana nuestra. Me gustaría saberlo.

Kenleth apretó otro punto y la imagen desapareció.

—¿Un proyector de jeroglíficos? —Derek lo cogió, lo miró entrecerrando los ojos e intentó tocar las puntas, pero no pasó nada—. Vimos un montón de cosas como estas en el octógono —sonrió a Kenleth—. Espero que aprendas cómo funciona.

—Hemos visto miles de objetos que no entendíamos —asintió Lupe—. Había bastantes para llenar un museo si pudiéramos llevárnoslos a la Tierra y para mantener ocupados a cien historiadores en los próximos cien años.

Me pregunto si alguna vez volveremos a la Tierra con algo.

Derek volvió a ofrecer su cóctel. Ram cogió uno y se sentó a tomárselo despacio, mirando fijamente a Kenleth y a su juguete; pensando en Celya supongo. Yo rechacé el cóctel y les pregunté más cosas sobre los habitantes de Omega y del planeta Alfa.

—Me impresiona. Ese cielo negro sin sol. El aire congelado. La ciudad muerta. La Tierra tan lejos. Siento… siento como si estuviera perdido en el infierno de Dante.

—Eso sentíamos nosotros. Perdidos en el infierno de Mamita.

Derek asintió, mirando al robot que estaba todavía en la puerta de la cámara estanca. Estaba allí rígido, inmóvil, pero los discos que tenía por ojos parecían seguir cuando se movió. Un ritmo lento de luz tenue verde y naranja latía desde la cabeza bajando por todos los trozos de cristal que componían su cuerpo.

—Los cibroides nos hicieron pasar tiempos difíciles. Vigilaban las puertas. Teníamos que pasar por pruebas para convencerles de que éramos humanos. Lupe fue la primera por supuesto. Me ayudó a pasar el trago.

—Fueron pruebas duras —dijo Lupe—. Pero los cibroides nunca fueron despiadados. Y yo tuve un poco de buena suerte. Me sirvió la mala suerte de un árabe que murió hace mil años, cuando iba llevando el islam por todo el norte de África. Iba dando tumbos por la puerta del Sáhara, y un saltamontes le recogió. Le suspendieron en las pruebas y nunca pasó de Beta, pero me dejó pistas útiles.

—Pobre hombre —Derek sonrió—. Debió de pensar que estaba en el Infierno musulmán.

—Encontré una gran cantidad de objetos útiles en el octógono —continuó Lupe—. Es difícil saber con certeza cómo llegaron allí. Supongo que sus discípulos podían haber convertido la puerta del Sáhara en algo parecido a un lugar santo para él y dejaron ofrendas que recogieron los saltamontes. Había armas, unas cuantas monedas de oro, un manuscrito antiguo del Corán por el que un verdadero creyente moriría por conseguir. Los cibroides aprendieron un poco de árabe en el transcurso de su interrogatorio, y ellos no olvidan. Tengo unas nociones de árabe, que me sirvieron para atravesar los obstáculos.

—Las suficientes para traernos a Alfa, hace unos meses. —Derek estaba totalmente sorprendido—. ¡El cielo es maravilloso! Ojalá tuviera un telescopio. La vista sería magnífica.

Me vio cómo temblaba.

—No es un paraíso tropical. —Sonrió como si le divirtiese—. Por esa razón, estamos fuera de la galaxia. Fuera de un grupo globular. Creo que nuestra Vía Láctea está escondida detrás. Probablemente sea más antigua y se formara antes que la galaxia. No es el mejor sitio para que comience la vida, porque las estrellas agrupadas son pobres en los elementos pesados que necesita, aunque la vida de Omega comenzara aquí.

—¿Aquí? —Ram se dio la vuelta para mirarle—. ¿En este planeta muerto?

—En los últimos cien millones de años ha sido un cementerio —dijo Derek—. La tumba de los habitantes de Omega. Pero en algún momento hubo soles en el sistema que irradiaban el calor suficiente para calentarlo.

—¿Cómo salió de aquí?

—Debieron de lanzarlo. —Derek se calló para mirar a Kenleth, quien había dejado a un lado su juguete mágico y se había movido para acurrucarse junto a Lupe—. Las estrellas están juntas en un grupo. Sus fuerzas gravitacionales caóticas pueden hacer botar un planeta.

—¿Y congelar a sus habitantes?

—No a los habitantes de Omega. —Negó con la cabeza—. Mejor dicho, creo que deben de haber forzado su evolución, pero su historia podía haberse convertido en una epopeya. Tuvieron que adaptarse a los cambios de su mundo. Inventaron la ciencia y la alta tecnología que los mantuvo vivos… y al final les permitió enviar los cibroides a explorar la galaxia y construir los trilitos.

Suspiró y negó con la cabeza.

—Lamento que murieran.

—¿Qué fue lo que los mató? —Ram se quedó mirándole—. ¿Después de estar por ahí flotando tanto tiempo?

—Esperamos encontrar la respuesta aquí. O puede que fuera en la antigua ciudad si alguna vez volvemos a la Tierra y podemos regresar con un grupo de gente y el equipo necesario para comenzar la excavación.

—¡Ojalá! —la enjuta cara de Lupe se iluminó—. He pasado mi vida haciendo excavaciones en busca de nuestra propia prehistoria. En Asia, Chile, Kenia, Nuevo México. ¡Pero la ciudad de Omega! ¡Es un tesoro increíble! Edificios enteros allí bajo el aire congelado que parecen estar intactos. ¿Quién sabe lo que podemos descubrir?

—Un sueño desesperado. —Derek sonrió y negó con la cabeza mientras la miraba—. Imagina los problemas de trabajar aquí. Puede que a un billón de años luz de la Tierra, en un tremendo vacío, a un cero absoluto.

—Bastantes problemas —asintió Lupe—, pero creo que los Omegas nos dejaron soluciones, si es que podemos aprender un poco de lo que sabían.

—Es un gran juego. —Él se encogió de hombros, mientras la miraba riéndose—. Si lográramos enterarnos de las normas. Seríamos dioses. Podemos convertirnos en inmortales. Podríamos recuperar el Grand Dominion. Podríamos convertirnos en los reyes de la Tierra y convertirlo en una utopía real.

—Soñamos. —Le sonrió ella con cariño curvando levemente sus labios con ironía—. Chocamos con realidades raras, pero las esperanzas y las visiones hacen que continuemos. Y lo que estamos aprendiendo es maravilloso.

—Todavía tengo preguntas. —Ram frunció en ceño—. Si los omegas eran realmente inmortales, ¿cómo es que se murieron?

—Eso es una paradoja —asintió Derek con seriedad—. Pero mira la lógica. Los inmortales no pueden permitirse duplicarse a sí mismos. Su progenie los suplantaría. Tienen que parar la reproducción. Creo que los omegas conquistaron la muerte. Creo que eso los eliminó.

—Dime cómo.

—Si quieres una conjetura, quizá vivieran hasta que quisieron. El frío no los había dañado. Sus cibroides habían encontrado mundos más calientes a los cuales podrían haber ido. Incluso en la Tierra si les parecía adecuada. Eligieron quedarse, eligieron morir. Eso es solo lo que yo creo. Si dejaron alguna prueba de las razones, no hemos dado con ellas.

Se encogió de hombros y sonrió a Lupe.

—Si habían aprendido y hecho todo, quizá sencillamente estaban aburridos de todo y no encontraron ninguna razón para continuar. O quizá… —se calló para estudiar a Kenleth, quien estaba absorto otra vez en las imágenes y los símbolos que parpadeaban en su pirámide de cristal—. O puede que todavía estén vivos en nosotros.

Ram pestañeó y arqueó las cejas.

—Somos sus hijos —dijo—. Sabemos que recibieron formación en ingeniería genética. Sabemos que los cibroides eligieron homínidos prehumanos y llevaron de vuelta a la Tierra al Homo sapiens. Habéis podido echar un vistazo a las nuevas llegadas, allí a la sombra del Kilimanjaro. Creo que los omegas dejaron sus propios genes en nosotros.

Ram se quedó mirando fijamente, negando con la cabeza.

—La respuesta a una antigua pregunta de la civilización humana —Lupe asintió—. Los primeros homínidos tenían el cráneo pequeño. El repentino aumento del cerebro ha sido un misterio. Puede que los ingenieros genéticos omegas aumentaran el cráneo humano para que cupiesen los dones que nuestros primeros antepasados no necesitaban. El idioma, el arte, el pensamiento abstracto. Puede que seamos los nuevos habitantes de Omega.