Llegó la medianoche. El trilito excavado en la roca había desaparecido, el sol estaba de color rojo apagado, el cielo refulgente, el muro al fondo. Ram paró la máquina. El brillo verde pálido de las luces del panel de mandos se apagó. La corona de los mundos brillaba de color oro en su frente, pero no veía nada más. Nos sentamos, perdidos en una asfixiante oscuridad.
—¿Qué ha pasado? —susurró Kenleth—. ¿Estamos muertos?
—Todavía no —dijo Ram.
Nos quedamos ahí sentados hasta que los ojos se nos adaptaron a la oscuridad. Mientras estábamos allí, esperando, reflexionando, las estrellas fueron saliendo una por una. Kenleth estaba cerca de mí, en silencio. Un destello de color azul pálido ardía en dirección este en el horizonte, a su derecha había uno blanco, y debajo un punto rojo tenue. Mientras estábamos sentados, fueron llegando más y más; salían tan despacio que pensé que no se movían en realidad, todos estaban en la zona baja del horizonte hacia el este, ninguno estaba encima de nuestra cabeza ni al norte, ni al sur ni al oeste.
—¡Raro! —Ram negó con la cabeza—. Hemos visto media docena de cielos en planetas que están a años luz, pero todos en cierta medida estaban en la galaxia. Todos tenían nuestra Vía Láctea. Pero ningún era como este.
Pasaron las horas. Mis piernas estaban entumecidas después de tanto tiempo sentado. Ram encendió las luces del interior. Kenleth puso en funcionamiento el dispositivo que suministraba tazas de una bebida ácida de color ámbar y una bandeja de galletas recién hechas con sabor a almendra. Sin luces y con los ojos adaptados otra vez, descubrimos una nube de estrellas en el este, miles de estrellas, brillantes y tenues detrás de las cuales había una neblina luminosa.
—¡Mira! —Kenleth agarró a Ram por el brazo—. ¡Tu marca de nacimiento!
Vi una constelación rara. Había una que era un grupo compacto que formaba una barra. Las estrellas más brillantes formaban un arco encima de ella. Formaban la corona de los mundos. Me di la vuelta para mirar fijamente el dibujo que brillaba en su frente.
—¡Es el mismo! —dije sin poder evitarlo—. ¿Qué significa?
—Nada —Ram se encogió de hombros—. Nada que me guste. Derek dijo que tenía que ser un artilugio genético creado por los constructores de trilitos. Puede que lo sea. No lo sé.
Nos sentamos en silencio hasta que oí el susurro de Kenleth que estaba atónito.
—Mi madre creía que habías nacido para ser un dios.
—¡No! —La palabra explotó en la oscuridad—. ¡No soy ningún Dios!
De repente, se movió para encender los faros. Al alumbrar al fondo, apareció un páramo llano, blanco como cubierto de nieve recién caída. No se veía empañado por nada, por lo menos hasta donde me alcanzaba la vista. Ni una roca, ni un edificio, ni un árbol, nada en absoluto.
—¿Dónde? —La voz de Kenleth era ronca y baja—. ¿Dónde está?
—Me gustaría saberlo.
Ram volvió a poner en marcha el vehículo y dio la vuelta para que los faros iluminaran todo lo que había a nuestro alrededor. No había trilito, nada, excepto esa inmensa llanura blanca. Me estremecí como si esa sensación de desolación hubiera penetrado en la máquina.
—Vamos a echar un vistazo al exterior —dijo.
Volvió a la cámara estanca. La puerta dio un golpe y se selló después de pasar él. Esperamos un buen rato hasta que al final volvió a silbar. Se tambaleó aturdido y movió la cabeza.
—Estamos atascados —murmuró—. La trampilla exterior no se abre. Supongo que es una cerradura de seguridad. No sé cómo interpretar el cuadro de mandos, pero creo que indica que la presión del aire es cero y afuera la temperatura es cercana a cero. Eso querría decir que el planeta no tiene sol.
La expresión de su cara se veía más seria con la luz de la marca.
—Si Derek y Lupe llegaron aquí antes que nosotros, me temo que están muertos.
Kenleth me miró con sus enormes ojos.
—¿Vamos a morir?
Lo único que pude hacer fue rodearle con mi brazo.
Ram estaba observando el rayo de luz que se proyectaba delante del vehículo.
—¡Ves eso! —De repente, señaló algo, vi un débil rastro gris que lo cruzaba—. Derek y Lupe llegaron hasta aquí. Dejaron una pista en ese material blanco, que supongo que es aire congelado. Creo que es una huella que podemos seguir.
Nos colocamos a su lado, la máquina se desplazaba a una velocidad algo mayor que la de un hombre andando. Ram me dejó ocupar el asiento del conductor porque me tocaba, pero la débil huella gris continuaba hasta el infinito, sin girar o interrumpirse en ningún momento, y la máquina se dirigía sola.
—Un mundo congelado. —Ram encorvó los hombros como si sintiera un fuerte escalofrío—. Congelado casi para siempre, aunque debe de haber albergado vida. Debe de haber habido aire hasta que se congeló. El agua y el tiempo, que hicieron que la superficie esté pulida. Lo que no puedo precisar… —dijo haciendo un movimiento de negación— es el tiempo.
Kenleth sirvió la comida del dispensador de comida y bebida, lo cual le fascinó. Las extrañas texturas y sabores me daban asco al principio, pero el hambre era un buen estimulante.
—Todo es sintético. —Con una sonrisa que demostraba el placer, Ram acabó de comerse su barra de color chocolate—. Pero he tomado cosas peores. Esos viejos ingenieros conocen los sabores humanos.
Muy lentamente, la corona de los mundos iba subiendo por lo que para nosotros era el Este. Detrás de ella iban otras constelaciones enteras. Estrellas ardientes. Gigantes de color azul frío. Eran estrellas blanco amarillentas como nuestro sol. Se juntaron cada vez más hasta que la mitad del cielo resplandeció como el fuego de diamante.
—¡Lo que disfrutaría Derek con esto! —Ram movió la cabeza mirando el cielo y las huellas apenas visibles—. Si está bien. Daba un curso de astronomía allá en el este, con un pequeño telescopio que era suyo. Este cielo le volvería loco.
Según mi reloj, hasta ese momento habían pasado veinte horas según el tiempo de la Tierra.
—Es un planeta perezoso —dijo Ram—. Puede que el día tenga ochenta horas. El paso de los años debe de haber hecho que vaya más despacio.
La máquina seguía avanzando lentamente. Dormimos, nos estiramos en los asientos, que se desplegaban. Comimos cuando tuvimos hambre. Observamos con atención el gran grupo de estrellas que salía por el este, hasta que cubrió el cielo e inundó ese infinito blanco vacío con una luz estelar más brillante que la que irradiaba nuestra propia Luna.
Todo siguió igual hasta que Kenleth que estaba sentado junto a la palanca de mando, gritó.
—¡Allí! ¡Mira!
Para mí era difícil ver, pero al final encontré una interrupción con forma de dientes de tierra en el horizonte. Hora tras hora, seguía extendiéndose cada vez más. Los minúsculos dientes se convirtieron en torres, que cada vez se elevaban más en el brillante mosaico de estrellas multicolor.
—¿Una ciudad? —Kenleth estaba encantado—. ¿Hemos encontrado una ciudad?
Fue una ciudad. Un muro la rodeaba, y en ese momento la mitad estaba llena de huecos que nos permitían ver los edificios. A medida que nos acercábamos, parecían más altos, hasta que se convirtieron en algo impresionante y extraño. Las esbeltas pirámides se alzaban como lanzas hacia el punto más alto lleno de estrellas. Las columnas hexagonales se agrupaban entre cúpulas, agujas y formas que sobresalían, cuyos nombres no conocía. Su esplendor nos sobrecogió dejándonos en silencio.
Ram paró la máquina.
—¡Unas ruinas! —susurró—. Ojalá pudiéramos haberla visto cuando estaba en pie.
La mitad había desaparecido, estaba reducida a tocones, montones de rocas y cimientos. Se abrían profundos cañones entre montañas de escombro. Todo estaba envuelto en montañas de polvo congelado.
—¡Muerta! —Ram se estremeció—. Estaba muerta antes de que nuestro mundo hubiera nacido.
—¿Eran personas? —susurró Kenleth.
—Las puertas parecen hechas a la medida de los humanos —dijo Ram—. Esa es una buena señal.
—¿Qué los mató?
—¿La caída de un meteorito? —Ram negó con la cabeza—. ¿El ataque de un misil? O puede que simplemente se cansaran de vivir. Puede que nunca lo sepamos.
Nos quedamos ahí sentados mucho rato antes de que volviera a poner en marcha la máquina.
—¡Un día de campo para Lupe! —Ram movió los faros para ver el camino que se abría al frente—. Estaba ansiosa por encontrar algo prehistórico. ¡Imagínate que estuviera aquí!
La huella era difícil de seguir. Se habían ido por un agujero en el muro hacia una magnífica avenida. Un cúmulo de piedras derruidas los había hecho retroceder. Nuestras propias huellas quedaron sobre las suyas hasta que se confundieron y nosotros también nos perdimos.
Pasaron una docena de horas antes de encontrar un hueco que nos llevara de nuevo a salir de la muralla. Con las constelaciones como brújula y la luz de las estrellas que daba en las ruinas volvimos a retomar la huella. De nuevo, la pista gris iba directa a un mundo muerto para siempre. Los cristales de la escarcha brillaron y desaparecieron a la luz de nuestros faros, pero no vimos ningún otro cambio.
Las nubes de las estrellas taparon el cielo por completo con diamantes y fueron subiendo lentamente hasta que poco a poco bajaron por lo que llamábamos el Oeste. Una vez afuera, continuamos avanzando lentamente en una noche más oscura de lo que nunca me habría imaginado, solo con la ayuda de los faros para mantenernos en la pista. Nos turnamos para dirigirlo, para vigilar en la oscuridad y para dormir. Comimos una y otra vez. Le preguntó a Ram cuanto tiempo creía él que nos duraría la comida y la bebida. No lo sabía.
Por fin, llegó otro día de luz estelar, la corona de los mundos salía de nuevo por el este.
—¡Allí! —Kenleth señaló a lo lejos—. ¿Qué es eso?
Veía mejor que yo porque yo, no vi nada hasta que pasó una hora, cuando las estrellas brillaban lo suficiente para que pudiera ver una minúscula pirámide en el horizonte. Ram se despertó para contemplarla con nosotros. Fue haciéndose cada vez más grande hasta que nos dimos cuenta de que en realidad no era una pirámide, sino algo enorme en forma de cono, que se elevaba solitario en medio de la infinita llanura.
—¿Una montaña? —preguntó Kenleth—. ¿Es una montaña?
—Aquí no —Ram negó con la cabeza—. No es probable aunque es lo suficientemente alta.
Supuse que medía unos tres mil metros de altura y unos ochocientos metros de ancho y la superficie era una pendiente tendida. Kenleth fue subiendo en espiral desde el suelo hasta una plataforma con barandilla que había en lo más alto.
—Es algo que se construyó —dijo Ram— probablemente cuando la ciudad existía como tal.
Igual que la ciudad, estaba rodeada de una fuerte escarcha y polvo.
—¿Podemos subir? —Kenleth tenía ganas—. ¿Hasta lo más alto?
—Si Derek y Lupe lo hicieron —dijo Ram—. Seguiremos hasta que los encontremos.
Descubrimos que no habían subido, sino que habían bajado. Las huellas nos llevaron a pasar por delante de una larga cadena de aire congelado que había sido derribada para despejar un amplio anillo abierto alrededor del cono. Vi un pasadizo abovedado oscuro a los pies. La luz centelleaba allí y había un gran robot de cristal que avanzó lentamente para recibirnos.
Se levantó delante de nosotros. Los pequeños cubos, discos, pirámides, conos y masas sin forma se transformaban en una parodia brillante de Lupe con sus pantalones vaqueros y chaqueta de trabajo e incluso de algo parecido a su sombrero de trabajo de ala ancha. Los ojos parpadeaban de color rojo y nos hizo una señal de que nos paráramos.
—¡Lupe Vargas! —Ram paró el vehículo y se sentó mirándola—. ¡Los hemos encontrado!
—¿Qué hemos encontrado? —Kenleth miró con los ojos desorbitados.
Sus ojos volvieron a brillar. Ram se movió con brusquedad para contestar con sus faros. Sus ojos eran brillantes de color verde y se hizo a un lado para hacernos una seña de que pasáramos por el arco. Ram nos hizo pasar, llevándonos hacia un túnel ancho que descendía lentamente. Las paredes eran altas y nuestros faros destellaban de color rojo y oro sobre los azulejos que formaban dibujos complicados de rosetones que se entrelazaban.
—¡Un paraíso para Lupe! —susurró Ram—. Continuamos varios kilómetros, y al final llegamos a una caverna con el suelo circular. Una cúpula azul la cruzaba en forma de arco, con escasa luminosidad. No veíamos ninguna salida. Ram paró la máquina. Nos quedamos sentados allí esperando, confiando en ver a Derek y Lupe.
Kenleth estaba mirando inquieto e incómodo a su alrededor la cúpula, que no presentaba ninguna característica especial.
—¿Qué es esto…?
Parpadeó antes de que pudiera terminar, y se convirtió en un cielo de color azul brillante con un sol cálido que salía por el este. El vehículo nos dejó en una llanura llena de hierba con grupos de árboles a nuestro alrededor. Hacia el Norte, por un cono de lava marrón salía humo. Un pequeño arroyo pasaba por delante de nosotros camino de un lejano abrevadero. A lo lejos, al Sur, cubierto por la neblina de la distancia, un cono más alto estaba cubierto de blanco.
—¡Kenia! —dijo Ram jadeando—. Estamos al borde del Rift —negó con la cabeza y señaló el Sur—. Es el Kilimanjaro.
—¿Dónde está esto? —Kenleth se quedó mirándome boquiabierto—. ¿Qué nos ha pasado?
—Es una imagen —le dijo Ram—. Es una imagen viva del mundo en el que crecimos. —Contuvo el aliento y se dio la vuelta para mirarme fijamente—. ¿Cómo ha llegado aquí esto desde la Tierra?
No tenía ni idea. Nos quedamos allí empapándonos de ese lugar. Un pequeño rebaño de cebras estaba pastando junto a nosotros, entre los que había unos cuantos impalas. Un par de jirafas pacían junto a unas copas de árboles que había al fondo. Un gran elefante de colmillos blancos amblaba junto a un grupo de árboles, y detrás de ellos había media docena más. Sin hacernos ningún caso, se pararon para beber del arroyo. Un león de melena oscura estaba en una colina rocosa, con su enorme cabeza levantada mirando medio dormido.
—¡Gente!
Kenleth señaló. Vinieron hacia nosotros, vadeando el arroyo en fila india. Desnudos y peludos, pero erguidos, eran humanos. En cabeza iban tres o cuatro hombres de barba negra, que llevaban lanzas largas y hachas de piedra en petacas de cuero sin curtir que les colgaban de los hombros. Uno llevaba el cuarto delantero de un impala a la espalda, todavía con la piel. Otro llevaba un niño pequeño al que le faltaba un pie subido al cuello.
De las mujeres, dos llevaban bebés, y una de ellas transportaba un pellejo con agua. Una niña alta llevaba fruta dorada en una bolsa de fibra. Una joven llevaba a su hermana pequeña de la mano. Una brizna de humo salía de unas cenizas en un montón de barro y hierba entrelazada del tamaño de un nido de pájaro que una mujer mayor llevaba en la cabeza. Era la que se encargaba de cuidar del fuego. Dos chavales tenían hondas y bolsas de guijarros. Uno avanzó corriendo, movió una piedra alrededor de su cabeza y la soltó. El otro se apresuró a mirar dónde podía haber golpeado.
Kenleth pestañeó mirando a Ram.
—¿Quiénes son?
—Nosotros —dijo Ram—. Según Lupe estábamos doscientos años atrás cuando alguien nos transportó a la Tierra desde donde evolucionáramos o nos crearan.
Desaparecieron. La bóveda que nos rodeaba era lisa y azul. Una puerta se abrió en la parte delantera del vehículo y dejó entrever al fondo otra entrada ancha a un túnel. Un vehículo como el nuestro, o quizá más grande, salió planeando. Pude ver al hombre que iba al mando.
Derek Ironcraft.