33

Estuve allí una semana interminable, según mi reloj, que en aquel planeta eran quince días. Giraba con rapidez, allí el día tenía doce horas escasas, pero cada de ellas parecía durar eternamente. Miré el camino por el que se habían ido Ram y Kenleth y examiné el cielo rojo pálido en la dirección en la que se había ido volando el saltamontes. Comí cuando tenía hambre, acaparé agua hasta que desapareció la última gota. Dormí cuando pude y tuve sueños horribles.

—¿Ty Will? —Era la voz nerviosa de Kenleth. Noté que me tocaba el brazo con el dedo—. ¿Estás bien?

Por un momento, pensé que él también formaba parte del sueño, pero abrí los ojos que estaban pegajosos y vi que estaba inclinado sobre mí. Iba vestido con ropas nuevas. Ram estaba de pie junto a él, vestido con la misma chaqueta ajustada y los pantalones globo. Detrás de ellos vi la máquina que los había traído.

Era del tamaño de una camioneta, no tenía ruedas, sino que descansaba sobre un grueso colchón de algo que tenía la forma de un balón de goma negro para adaptarse al terreno. Estaba coronado por una cubierta ovoide negra que brillaba como el cristal. Al final había una puerta que se abría hacia abajo y se convertía en una rampa.

—¿Will? —Ram me ayudó a levantarme. Mi tobillo estaba rígido, pero podía ponerme de pie—. ¿Cómo estás?

Tenía la garganta tan seca que cuando intenté contestar solo pude emitir un ruido áspero y seco. Me balanceé sobre los pies y el trilito giró a mi alrededor. Intenté tragar cuando Kenleth me acercó una taza de agua fría a los labios, tosí y me atraganté, al final me enjuagué la boca, di un primer sorbo y después varios tragos sin parar.

—Mejor —conseguí susurrar— desde que estáis aquí.

—Intentamos venir más pronto —dijo Kenleth—. Los saltamontes hicieron que nos quedáramos en el octógono.

Ram me ayudó a entrar en un pequeño espacio pequeño al final de la máquina. La rampa se levantó para sellar la puerta que había detrás. Se oía el viento; de repente, no tenía polvo y era fresco. Por una segunda puerta se entraba en una zona más grande que tenía asientos más parecidos a los de un utilitario pequeño.

—Una cámara estanca —dijo Ram—, y nuestro propio sistema de ventilación.

Me dejé caer en un asiento. Kenleth plegó una pequeña mesa que había delante de mí, trajo un cuenco con agua y una esponja para que me pudiera quitar el polvo de los ojos, la suciedad pegada a las manos y la cara. Trajo una taza de sopa caliente y una bandeja de galletitas crujientes. Era el banquete con el que tanto soñaba. Respiré aquel aire puro, bebí y picoteé, y quedé sumido en sollozos.

—¿Qué ocurre, Ty Will?

Kenleth se acercó a mí, pero yo solo pude reclinarme en el asiento, temblando, sumido en un ataque de pánico pensando que esto solo era otro sueño, que volvería a despertarme solo. Me trajo otra vez la esponja para limpiarme los ojos. Me había armado de valor para morir y el alivio me había impresionado. Por fin me levanté, tomé aliento y encontré las fuerzas que necesitaba para hacer preguntas.

¿Habían encontrado humanos?

—Todavía no… —dijo Ram frunciendo el ceño—. Esta máquina parece diseñada para adoptar la forma humana, pero hemos encontrado pistas…

—¿De Derek y Lupe?

Asintió con la cabeza, encogiendo los hombros con ironía.

—Encontramos sus mochilas en algo parecido a un museo. Estaban expuestas, junto con su ropa y sus cosas. Todo estaba marcado con etiquetas que no podía leer. Nada más.

—¿Visteis un saltamontes?

—¡Un monstruo! —Kenleth se puso frenético—. ¡Tan grande como un barco! Bajó del cielo hasta donde estábamos. Tenía muchísimo miedo, pero era emocionante. Tenía brazos como serpientes resbaladizas y manos con una docena de dedos. Nos levantó y nos llevó de vuelta a la colmena. —Miró a Ram—. Si es que se puede llamar así.

—El lugar parece una colmena de verdad. —Ram asintió frunciendo el ceño—. O puede que una fábrica. Vimos lo que creo que era una cría de saltamontes. Una gran babosa gris pálido flotaba en un tanque de líquido. Parte de ella estaba arrugada como un cerebro. Algo se movía como un corazón. No tenía ojos ni miembros.

»A su lado había un gran taller, donde un grupo de aquellos robots multicelulares estaban reproduciendo algunas partes y sacándolas con metal y algún tipo de plástico. La capa externa corporal dura, esas largas piernas, las alas, el cráneo de color plata. Creo que el saltamontes era mitad máquina, mitad ser vivo.

—¿Son inteligentes?

—Seguro que sus creadores lo fueron.

Estaba sentado con el ceño fruncido, mirando fijamente en dirección a los cráteres, esa masa negra lejana de lo que él llamaba el octógono. Una ráfaga de viento levantó una capa de polvo amarillo que impidió verlo. Estaba obsesionado con los creadores de aquello. La inmensa cantidad de tiempo que vivieron, sus obras, su ausencia. Me estremecí y sentí un escalofrío de pánico.

—Ingenieros —murmuró—, ingenieros maestros. Deben haber diseñado los saltamontes y los robots para explorar la galaxia. Para construir y hacer funcionar el sistema de trilitos. Puede que para traer vida de la Tierra y poblar los planetas en los que hemos estado. Pero después se fueron y nunca volvieron.

Encorvó los hombros como si compartiera mi miedo.

—No sé. Intenté hablar con el saltamontes. Lo único que conseguí fue un bramido que me hizo temblar. Los robots podrían asustar manos si conociéramos su idioma.

—¿Y qué pasa con nosotros? ¿Por qué te recogieron a ti?

—Querían estudiarnos —dijo Kenleth— como si fuéramos bichos en un microscopio.

—Nos examinaron —confirmó Ram—. Nos desnudaron. Nos pesaron y nos midieron. Nos comprobaron la vista y el oído. Nos metieron en una especie de laberinto, que supongo que era para probar nuestra inteligencia.

—Así me encontraron el anillo.

Kenleth nos lo enseñó, todavía lo llevaba colgado del cordel del cuello, la cinta dorada con el minúsculo trilito negro.

—El que su madre le dio —dijo Ram—. No sé dónde lo consiguió, pero debía de ser una reliquia del Grand Dominion. Los robots lo encontraron y se lo llevaron al saltamontes. Lo examinó con esos grandes ojos que brillaban como focos y dejó que los robots se lo devolvieran a Kenleth.

—¡Y me veneraron! —Se le iluminaron los ojos—. Me hicieron una reverencia y un regalo. Un juguete fantástico.

Me lo enseñó. Era un tetraedro de cristal, límpido, de entre cinco y siete centímetros y medio por cada lado.

—Fue una interrupción afortunada. —Ram se encogió de hombros frunciendo el ceño con la mirada confusa—. No sé cómo funciona el juguete, si es que lo es, pero el anillo es mágico. Debe de proceder de la época del Grand

Dominion; transmite autoridad. Nos dieron una máquina y nos dejaron ir.

—¿Derek y Lupe? —pregunté—. ¿Dices que viste sus mochilas?

—Debían de haber estado allí. No tenían ningún anillo mágico, pero debieron de dar una buena puntuación en el test de inteligencia. Me gustaría pensar que los saltamontes han venido para respetarlos. Los equiparon bien y los dejaron seguir.

—¿Y a dónde pudieron ir?

—De vuelta a la Tierra no, seguro, porque los conozco. Creo que querrían seguir buscando a los que lo hicieron.

Eso me impresionó.

—¿Dónde? —susurré—. ¿Dónde podrían estar?

—Está claro que aquí no. En este planeta nunca se produjo ninguna evolución. Es un misterio que a Lupe y a Derek les encantaría si tuvieran la oportunidad de estudiarlo. Una oportunidad para nosotros si podemos seguirlos. —Se calló y me miró frunciendo el ceño—. Si a ti te apetece, Will.

Contuve el aliento y pregunté lo que quería decir.

—Los saltamontes movieron el sistema de trilitos. Desde que vieron el anillo, reciben órdenes de Kenleth. Creo que podría conseguir que te llevaran de vuelta a la Tierra. Y a Kenleth también si quiere ir contigo.

Eso me impresionó como un puñetazo inesperado. La emoción me ahogaba. Me puse de nuevo a sollozar.

—¿No quieres que vaya contigo, Ty Will? —Kenleth me rodeó con sus brazos—. No tienes obligación de llevarme contigo.

Me trajo una taza de agua. Di un sorbo y recuperé la voz.

—Quiero que vengas conmigo cuando vayamos —le dije y me di la vuelta hacia Ram—. Ojalá estuviésemos en casa, pero no… no voy a abandonarte.

Con seriedad, Ram negó con la cabeza.

—Es mejor que te tomes tiempo para pensar en ello, Will. Si tenemos alguna oportunidad de encontrar a Derek y Lupe, tengo que seguir, pero no será un paseo. El mensaje decía que nos necesitaban, pero era probable que no los encontráramos nunca. —Volvió a observarme—. Has pasado por momentos difíciles. No creo que estés totalmente recuperado de la fiebre. Francamente, no parece que estés listo para irte.

—Somos los cuatro jinetes ¿te acuerdas? —Intenté sonreír—. No puedo volver solo a casa.

Nos quedamos en ese vehículo raro, allí a la sombra del trilito, durante dos de los días más de los ventosos de aquel planeta. Ram estuvo la mayor parte del tiempo en los controles de la parte delantera junto a una pantalla de navegación, con lo que, según él, era un manual de operario. Parecía mostrar rutas de toda la zona e imágenes de algunos destinos.

—Imagina un chimpancé en un coche, sin profesor y con un libro que no puede leer —se burló de sí mismo—. Los robots no dan lecciones de conducción.

Kenleth pasó las horas absorto en su nuevo juguete, el tetraedro de cristal. Empecé a darme cuenta de lo que hacía que fuera maravilloso. Cuando tocaba los puntos, había colores que cambiaban al centellear. Alcancé a ver las fugaces imágenes de caras parecidas a los humanos, criaturas extrañas, símbolos de esa escritura que nunca habíamos sido capaces de leer, que desaparecieron antes de que pudiera verlos realmente.

—Es un juego —dije—. Tengo que aprender su funcionamiento.

Pregunté cómo se movía el vehículo si no tenía ruedas.

—Se arrastra. —Ram movió la cabeza—. No me preguntes cómo. Nunca va muy deprisa, pero está adaptado a un paisaje accidentado. No tiene neumáticos que se puedan pinchar. No podrías hacerlo colisionar con nada ni darlo la vuelta. Creo que también es un barco y si tuviéramos agua flotaría. Hay algo parecido a un piloto automático. Y algo que se parece a nuestros sistemas de navegación por satélite.

»No soy capaz de leer los signos, pero la pantalla muestra un mapa del cráter, con un punto rojo en el disco grande y una señal de trilito que marca el punto en el que estamos. Las rutas que cruzan el área están marcadas en amarillo. Una va en dirección sudoeste hacia las montañas. Puede que a unos trescientos veinte kilómetros.

Se paró y me miró frunciendo el ceño.

—Sudoeste. Ese podría ser el camino por el que se fueron Derek y Lupe. Un juego más, si te apetece arriesgarte.

Comí, bebí, dormí, salí a dar unos cuantos paseos con ese calor y el polvo omnipresente, y al final convencí a Ram de que me encontraba bien para viajar. Nos llevó por el octógono. Era más grande de lo que me imaginaba, puede que tuviera un kilómetro y medio de un lado a otro, el gran muro negro que se elevaba cientos de metros por encima de nosotros.

A medida que nos acercábamos, a nivel del suelo había una puerta que parecía minúscula. Salió un robot, y en la corona de su cabeza de plástico, brillaba una luz de color naranja. Ram contestó encendiendo una luz en la parte delantera de la máquina. Cambió radicalmente de postura y emitió un destello verde. Su brazo de plástico señaló y se quedó inmóvil. Ram seguía llevándonos.

—Despacio —dijo—, pero seguro que llega antes andando.

Había una especie de palanca de mando, pero dejó que la máquina funcionase sola con el piloto automático. Al apartarse del octógono, encontró un camino que iba en la misma dirección en la que había señalado el robot. El polvo llevado por el viento cubría todas las carreteras que pudiera haber, pero estaba llano y era lo bastante suave, se veía frenado de vez en cuando por filas irregulares de rocas que se habían quitado para allanarlo. Atravesaba el desierto dominado por la luz roja que se extendía hasta donde me alcanzaba la vista.

—¿Adónde vamos? —Kenleth estaba poniéndose rojo de los nervios—. ¿Adónde crees que vamos?

Ram estaba tocando las teclas de su libro electrónico y entrecerraba los ojos cuando las letras y la imagen centelleaban.

—Ya veremos. —Frunció el ceño mirando el largo camino que quedaba—. El libro me sigue pareciendo incomprensible, pero las imágenes empiezan a cobrar algo de sentido. Creo que estamos en una enorme depresión que se produjo a principios de la historia del planeta por el impacto de algo grande. Es profunda. Puede que tenga unos trescientos kilómetros de lado a lado. Estamos en un camino que va en dirección a las montañas que la rodean.

Él y Kenleth se turnaban el asiento del conductor, pero la máquina no les dejaba hacer nada. Yo estaba sentado contemplando cómo pasaban las rocas y los cráteres. La máquina se movía sin estremecimientos ni vibraciones, pero tenía un balanceo suave que al final me acunó hasta que me dormí.

Se había parado cuando Kenleth me despertó. Habíamos llegado a un precipicio imponente. La carretera acababa allí frente a un gran trilito excavado en el acantilado, y al fondo había roca sólida. Los fosos de los cráteres se habían alisado para allanar una zona por debajo de ellos. No veía ningún otro camino a partir de ahí.

—¡Ya estamos aquí! —gritaba—. ¡Primero a desayunar y después vamos a la montaña!

Él y Ram estaban ocupados con un pequeño mecanismo que dispensaba té caliente y pastelillos recientes. Comimos. Ram estudió su libro electrónico y volvió a sentarse en los controles, su marca de nacimiento brillaba. Buscó a tientas el colgante de esmeralda bajo la chaqueta blanca y lo levantó en alto.

—¿Listos? —Miró alrededor, a Kenleth y a mí.

—¡Listos! —gritó Kenleth—. ¡Vamos!

Tocó algo y la máquina dio un bandazo hacia delante.