32

La luz del sol se atenuó y adoptó un tono rojo. Me pitaban los oídos por el cambio de presión. La tierra tembló y noté que había una gravedad distinta. Me falló el tobillo derecho. Me tambaleé y caí sin aliento. Me quedé tumbado jadeando para encontrar aire que, de repente, era tan caliente como el de un horno y áspero como el polvo.

—¿Will? —Ram y Kenleth me tenían agarrado por los brazos para levantarme—. ¿Te has hecho daño?

Intenté decir que estaba bien, pero no tenía voz. Traté de levantarme y me caí hacia atrás contra la columna de piedra negra. Sentado y apoyado en la columna, jadeaba para conseguir respirar y me agarré el tobillo para aliviar el dolor.

—¿Dónde…? —Kenleth estornudó y tosió a causa del polvo—. ¿Dónde estamos?

—Mi Mamita siempre decía que había escapado del Infierno —Ram se quedó mirando a nuestro alrededor—. Creo que estamos en él.

El trilito estaba apoyado en un banco de piedra plano. La tierra que lo rodeaba estaba llena de cráteres, pero casi estaba al mismo nivel que las lejanas y oscuras montañas. El polvo llevado por el viento estaba amontonado junto a las rocas de piedra roja de color óxido que estaban esparcidas por allí. El sol era enorme y estaba alto, del color del hierro al rojo vivo, era tan suave que no me hacía daño a los ojos.

—¿Marte? —Ram negó con la cabeza—. No podríamos respirar si estuviéramos en Marte.

—¿Qué es eso?

Kenleth señalaba el otro lado del trilito. El sendero pavimentado por el que habíamos llegado había desaparecido. A nuestro alrededor ese material compuesto por rocas y polvo exento de vida y los fosos de los cráteres se extendía hasta las lejanas y oscuras cumbres montañosas que ahora no tenían nieve. Una ráfaga de aire abrasador hizo que los ojos me escocieran por el polvo.

—¿Esa cosa? —Ram se dio la vuelta para mirarme—. ¿Qué podría ser?

Pestañeé, me froté los ojos y lo encontré. A lo lejos, entre los cráteres, había un grueso octógono de algún material oscuro, era algo que no podía haber sido modelado por ningún humano.

—¿Un edificio?

—Raro sí es que es —Ram negó con la cabeza—. No veo ni puerta ni ventanas. —Entornó los ojos para volver a mirarlo—. ¿Lo dejaron ahí los constructores de trilitos? ¿Puede que fuera la nave que los trajo?

Se sentó a la sombra de la elevada piedra del dintel y abrió su mochila para buscar el libro electrónico. Las páginas escritas parpadeaban por la pantalla. Se paró en la imagen de un planeta que podría haber sido otro Marte, sin agua, lleno de cráteres, del color del polvo.

—Ojalá estuviera Derek aquí con nosotros. —Frunció el ceño un buen rato mientras miraba la imagen y al final volvió a mirarme a mí—. Pero creo que el libro es una historia del Grand Dominion y de sus fundadores. No puedo leer el texto, pero los planetas que hemos visto están todos aquí, incluso el sistema gemelo. Creo que tuvieron que llegar hasta los planetas en naves en forma de cohete antes de construir los trilitos.

—Este planeta es el primero del libro. Podría ser el primero al que llegaron. No es adecuado para vivir. —Frunció el ceño al mirar la roja desolación que nos rodeaba—. Podrían haber continuado desde aquí. Encontraron mundos mejores, pero exentos de vida. Al final, la Tierra y la vida que pudieron trasplantar desde allí.

Pulsó una tecla. En la imagen brillaban las filas de jeroglíficos dorados. Señaló un símbolo minúsculo de un trilito negro sobre un amplio cráter en el centro.

—Eso podría ser el lugar en el que nos encontramos ahora —negó con la cabeza—. También podría estar equivocado. No hay forma de saberlo.

—Es un lugar horrible —Kenleth se estremeció a pesar del calor y entornó los ojos para volver a mirar a través del trilito los restos sin vida que había al fondo. Se volvió hacia Ram, nervioso—. ¿Podemos volver?

—Ojalá pudiéramos —Ram tocó el colgante—. Lo hemos intentado. La llave no nos deja.

—¿Y qué podemos hacer entonces?

—No demasiado. —Negó con la cabeza, echándome una mirada irónica—. No hasta que Will pueda andar.

Tocó un botón para cerrar el libro. Se quedó abierto. Se oyó como una campanada. La pantalla sin vida parpadeó de color rojo y verde dos veces. Se congeló la imagen y adoptó un color ámbar. Las letras en inglés se movían haciendo garabatos de un lado a otro de forma inconstante como si escribieran con prisas.

Ram y Will, si alguna vez podéis leer esto, habréis alcanzado el trilito central beta, continuamos hacia el planeta alfa, necesitamos que estéis con nosotros, si nos podéis seguir, id por la ruta sudoeste hacia la puerta de la montaña.

Lupe y Derek

Se lo leí a Kenleth.

—¿Podemos seguir?

—Si pudiéramos… —Ram hizo una mueca irónica—. Si tuviéramos un taxi y supiéramos hacia dónde hay que ir.

Kenleth pestañeó con tristeza mirando el rojo desierto que teníamos delante.

—¿Existe aquí el sudoeste?

—Derek explicó cómo ir —le dijo Ram—. El este es por donde sale el sol. El polo norte está a vuestra izquierda y el sur a vuestra derecha. Pero no veo ninguna carretera ni ninguna señal que nos dirija hacia el camino del sudoeste.

Ram cerró el libro electrónico y se dio la vuelta para mirar frunciendo el ceño el gran octógono negro.

—Podría salir para mirar más de cerca. No sé lo que nos encontraremos. Probablemente nada, pero me pregunto si podría ser el taller utilizado y abandonado por los constructores de trilitos. Puede que sea interesante si llegamos a entrar —se encogió de hombros—. No creo que podamos hacer nada más.

Volvía intentar levantarme. De nuevo una punzada de dolor me hizo agacharme. El tobillo se me estaba hinchando, se estaba poniendo morado y me dolía cuando lo tocaba. Miré a mi alrededor para buscar algo que me pudiera servir de bastón o muleta, pero lo único que vi fue piedra y polvo que no servían para nada. El esfuerzo que hice para moverme provocó que me costara respirar.

—Oxígeno. —Ram hizo una mueca—. Aquí hay poco y no hay nada verde que lo libere. —Me sonrió con ironía—. Esperad aquí.

—¿Puedo ir contigo? —Kenleth se dio la vuelta para mirarme—. ¿O quieres que me quede contigo?

—Ve —le dije—. Ram podría necesitarte más que yo.

Kenleth me rodeó con sus brazos. Ram sonrió y me dijo que llamara a una ambulancia si necesitaba ayuda. Intenté sonreír y noté que por las mejillas me caían las lágrimas. Indefenso sin poder hacer nada más, me senté apoyado en la columna, sudando por el calor y tosiendo por el polvo acre.

—Volveremos cuando se ponga el sol —dijo Ram—. O enciende una linterna si llegamos tarde.

Vi cómo se alejaban, por un camino que se abría paso entre las rocas y los fosos de los cráteres, levantando ráfagas de polvo naranja que el viento agitaba alrededor de sus pies. Avanzaban lentamente. En una ocasión, Kenleth se tropezó y cayó. Ram le recogió e hizo un gesto como si estuviera intentando que volviera, pero continuaron juntos.

El octógono negro era más grande y estaba más lejos de lo que parecía. Tardaron bastante tiempo en llegar. El enorme y pálido sol se alzaba en el cielo polvoriento. La sombra del dintel se movió. Yo gateé para mover nuestro equipo y ponerlo a la sombra que se había desplazado.

En la distancia se veía cómo se hacían más pequeños. Las ráfagas de polvo amarillo los golpeaban una y otra vez. Parecían minúsculas figuras bailando al resplandor del calor en el horizonte entre el rojo y oscuro desierto y el cielo iluminado de rojo. Los perdí a los dos. El sol, grande y apagado, se metió por lo que yo creía que debía de ser el oeste.

Tenía un dolor punzante en el tobillo. El polvo hacía que me picara más la garganta y di un sorbo de agua. Me quedé dormido y el sol de repente bajó. Pensaba que habían ido demasiado lejos como para poder volver antes de la puesta de sol. Me preguntaba con pesimismo si llegarían a volver alguna vez cuando vi un destello brillante encima del octógono y después un saltamontes negro minúsculo cuya silueta se elevaba frente a la gran cara del sol.

El saltamontes se extendió y batió sus alas pequeñas y gruesas, subiendo más arriba, planeando mientras bajaba por el enorme disco rojo. La criatura era pequeña y estaba lejos, yo conocía la forma: el largo y estrecho cuerpo y la contundente cabeza dorada, las alas cortas, las patas negras en forma de palanca. Era como el que cogió a Lupe del círculo de trilitos en aquel primer planeta, e igual al que cogió a Derek en el planeta de los robots.

Estuve observando hasta que se elevó otra vez, atravesando la cara apagada del sol y bajó planeando hacia mí. Conté cinco planeos antes de que bajara hasta el punto en el que había visto por última vez a Kenleth y Ram. Enseguida remontó el vuelo, alejándose de mí, subiendo cada vez más, hasta que lo perdí en el cielo por encima de esa extraña estructura negra.

Esperé, pero no vi nada más antes de ponerse el sol. El atardecer de color púrpura fue perdiendo intensidad hasta quedar sumidos en una oscuridad absoluta, sin estrellas. Me quedé ahí sobre el suelo de piedra duro, con un dolor punzante en el tobillo. El cálido viento nocturno me dejó sin aliento e hizo que me picara la garganta por el polvo. Añoraba la risa de Kenleth, el valor de Ram, a Lupe y Derek, toda chispa de esperanza.

Pero a pesar de eso conseguí dormir. Soñé que había conseguido volver a la universidad y estaba dando una conferencia de prensa en la asociación de estudiantes del campus de la universidad. Los periodistas me abucheaban. Los científicos de la NASA decían que mi historia era un engaño. Nuestro salto instantáneo de planeta en planeta era algo prohibido según las leyes de Einstein del espacio y del tiempo. Un avión alquilado con radar había sobrevolado el Sáhara y no había encontrado ninguna pista de que hubiera ningún trilito enterrado bajo la arena.

Los escépticos exigían pruebas, pero yo no tenía ninguna prueba escrita, no tenía fotos del cable espacial celestial ni de los robots ni de los saltamontes ni de los artilugios del extinto Grand Dominion. El rector de la universidad quería saber lo que había sido de los miembros de la facultad que faltaban.

Se negaba a creer nada de lo que yo decía por lo que llamó a la policía del campus y después a la policía del estado. Me arrestaron y me juzgaron en los tribunales de distrito. El juez era un hombre alto vestido de negro que tenía la misma cara de enfado y angustia de Crail. Con voz fúnebre, expuso los cargos de los que se me acusaba: «William Martin Stone, el estado de Nueva York le acusa del asesinato del doctor Derek Ironcraft, la doctora Lupe Vargas y el doctor Ram Chenji. Está acusado de destrucción de pruebas, obstrucción de la justicia y perjurio en cuarto grado. ¿Qué tiene que decir en su defensa?».

Mi abogado se levantó para decir que era inocente por el atenuante de demencia. Mi único testigo era Kenleth, quien todavía iba vestido con los harapos embarrados que llevaba cuando le recogí en la jungla. El fiscal se burló de él ¿Qué tribunal podía aceptar las mentiras de un niño negro escuálido, un menor y un extraño procedente de ninguna parte? Su testimonio fue borrado del acta.

El fiscal llamó a un inteligente oficial moreno de la Interpol, quien ganó el caso contra mí. Ram había sido el cerebro de una trama para derrocar el gobierno de su Kenia natal. Derek y Lupe fueron sus aliados. Habían infiltrado un grupo terrorista para obtener explosivos fuertes, y estaban volando hacia Nairobi para asesinar al presidente.

Los oficiales de inteligencia de Kenia me habían sobornado para que cambiase mi declaración. Yo coloqué una bomba robada en el maletín de Ram. Su avión se estrelló en las dunas del Gran Erg oriental, donde los equipos de rescate nunca llegarían. Los tres estaban muertos de verdad. El fiscal me llamó estúpido criminal, y me dijo que si esperaba que un cuento de hadas de trilitos mágicos iba a evitar que me aplicasen el castigo que me merecía.

Mi abogado defensor terminó su alegato. El jurado entró, eran seis serpientes brillantes con forma de diamantes brillantes. Subieron a la tribuna del jurado, miraron con sus ojos rojos centelleantes a los abogados y adoptaron formas semihumanas. La cabeza del presidente del jurado se convirtió en la de White Water, y leyó el veredicto del libro electrónico de Ram.

Muerte por inyección letal.

Me desperté empapado de sudor y muerto de sed. El sol gigante estaba saliendo, cubierto por el polvo que había levantado el viento que lo ensombrecía transformándolo en un gran disco de cobre y hacía que me ardiesen los ojos. La sala del tribunal y los robots celulares habían desaparecido, pero esa sentencia de muerte todavía me perseguía.

Se cumpliría cuando hubieran desaparecido la comida y el agua.