Bajé a desayunar tambaleándome. El cocinero estaba sirviendo mangos maduros, huevos cocidos y rodajas de algo parecido a los plátanos machos. Parecían buenos, pero al probar un huevo me dieron náuseas. Cuando intenté levantarme me tambaleé por lo que Ram me ayudó a volver a subir por las escaleras.
Creí que me estaba muriendo.
—Todavía no. —Me sonrió con tristeza—. Eres lo suficientemente blanco, pero la Tierra tiene su propio árbol genealógico. Todavía tienes posibilidades.
No sé cuanto tiempo estuve malo. Mi reloj seguía funcionando, pero los días de la Tierra allí no servían de nada. En ocasiones estuve consciente. Recuerdo que Kenleth me cogía la mano, su tacto cálido fue un hilo de esperanza para salir de la oscuridad.
Recuerdo que Ram me levantaba la cabeza para darme agua que no podía tragar.
Algunas veces volvía a la Tierra. Una vez estábamos volando a Lubbock y no nos dejaban aterrizar porque tenía la fiebre sanguinolenta. Nos adentramos en una tormenta sin destino fijo. Cuando volvimos a casa, Lupe había llamado a los medios de comunicación para dar una conferencia de prensa en la que anunciábamos nuestra vuelta. Derek intentó poner unas diapositivas con imágenes de la puerta del Sáhara y los mundos extraños que habíamos visto. Los periodistas se rieron y se fueron, y llamaron a los policías del campus para que me arrestaran por haber llevado la fiebre hasta Portales.
En otras ocasiones estaba en el fondo de la lancha, escuchando el continuo resoplido del pequeño motor, mirando fijamente el toldo. Lo habían tejido con tiras ásperas de algún material parecido a los juncos de color paja, con rayas de espigas naranjas y color óxido. Algunas veces describían dibujos como los glifos del libro electrónico, pero nunca nada normal.
Al final, una mañana, un soplo de viento gratamente fresco me trajo el sonido de los que cantaban en alguna parte. En el cielo azul lucía un sol brillante que se elevaba por encima del toldo. Kenleth estaba en el timón y White Water le advertía que tuviese cuidado de no embarrancar. De nuevo pensaba con claridad. Podía respirar sin toser, sabía dónde estaba y quería vivir. Antes del mediodía pude levantarme y mirar a nuestro alrededor el río marrón y las murallas verdes del bosque. Periclaw ya estaba muy lejos. White Water nos conducía río arriba por el río Sangriento.
—Para buscar ese trilito, si lo recuerdas —dijo Ram—. Si es que está cerca de donde aparece en el viejo mapa.
Recuperé fuerzas. Pude tragar unos cuantos sorbos del té caliente de corath negro cuando Kenleth me lo ofreció y al final hasta me apetecía una taza entera. Kenleth pescó algo y Ram lo asó en la puerta de la caldera. Recogieron papayas maduras en los campos abandonados, y ñames que Ram podía cocinar. Una vez, Kenleth encontró abejas en un árbol hueco. Ram hizo un fuego para ahuyentarlas con el humo y trajo una cesta llena de exquisitos panales.
Devoraba toda la comida que me ofrecían. Podía ponerme de pie, salir del bote y andar por los bancos de arena cuando nos parábamos a recoger madera para la caldera. Mis recuerdos del sudor, el dolor y el miedo empezaron a desaparecer. Una vez más me sentí vivo, alerta a las cosas que me rodeaban. El nivel del agua del río estaba más bajo ahora que los vientos monzónicos habían cambiado. No había tráfico. Las orillas parecían vacías de gente.
—Sheko sembró la muerte en el río —dijo Ram— y han vuelto a la selva.
Al pensar en sus padres, a Kenleth se le llenaron los ojos de lágrimas y me enseñó un anillo que su madre le había dado la última vez que la vio, después de que siguieran a Toron adentrándose en la selva. El último recuerdo que le quedaba de su padre, creía que había salido de alguna tumba de la selva. Una cinta ancha de oro que tenía tres piedras negras pulidas colocadas formando un trilito minúsculo. Era demasiado grande para el dedo de Kenleth, y lo llevaba colgado del cuello en una cuerda.
El antiguo fuerte de ladrillo estaba abandonado, pero él quería ver su viejo hogar. Amarramos en el muelle vacío. Pude andar hasta la orilla con dificultad junto con él. Kenleth salió corriendo delante de mí hasta los restos de la empalizada de estacas, donde había ardido el complejo y en su interior solo encontró una nueva jungla de helechos y enredaderas. No quedaba nada que recordara. Volvió encerrando el anillo entre sus dedos.
Mientras seguíamos el viaje río arriba, pasamos por algunos afluentes, uno era tan ancho que White Water dudó por cual debíamos ir. Ram frunció el entrecejo mientras miraba su libro electrónico y no encontró ninguna pista útil.
—Confiaremos en nuestra suerte —dijo— o en el presentimiento de White Water.
Paramos cuando fue necesario, para coger madera o troncos caídos que pudiéramos cortar y continuamos cuando lo creímos conveniente. El canal se estrechaba, adentrándose a su paso entre montañas rocosas. La vegetación cambió, el bosque tropical fue reemplazado por árboles de hoja perenne. A lo lejos vimos montañas, que con la distancia parecían azules.
Cada día parecían más altas. Salimos de unas colinas yermas adentrándonos en un cañón de paredes altas de granito negro. Se estrechó tanto que el cielo solo era una estrecha franja brillante y para verlo teníamos que estirarnos. Se oía cómo rebotaban los truenos contra los acantilados. Al doblar una curva, vimos una cascada a lo lejos.
Yo había visto el Niágara. Esto tenía mayor anchura y altura y el estruendo era más fuerte. Kenleth se levantó en el bote, mirando boquiabierto cómo caía el agua y cómo las paredes del cañón se encajonaban más cada vez.
—¿Esto es el final?
Pensé que lo era. Todavía estaba débil. No veía ninguna salida. El agua caía sobre una enorme presa, rugiendo y formando una nube de agua pulverizada iluminada por un arco iris cuando un rayo de luz lo atravesó. White Water dirigió la lancha hacia una minúscula tira de playa de grava y allí nos dejó. Él y Ram saltaron y tiraron de la lancha hasta sacarla fuera del agua hasta la mitad.
Allí estuvimos en la playa, estirándonos para ver la presa que estaba construida con algún material suave y negro. Describía una curva desde una pared a otra del cañón. Me quedé mudo, atrapado por las mandíbulas de granito que se cerraban.
—¡Eran gigantes! —White Water movió la cabeza mientras lo contemplaba—. Los magos del Grand Dominion.
Ram estaba escudriñando la larga curva que describía la presa.
—En el mapa aparece —dijo— y encima hay un gran lago.
Debió de construirse para producir energía. Debe de haber habido túneles para llevar agua hasta las turbinas y los generadores de algún sitio. ¿O puede que no? —Se encogió de hombros y se dio la vuelta para mirar las paredes que había a nuestro alrededor—. Se ha olvidado tanto.
—¿Hemos llegado lo bastante lejos? —White Water le echó una mirada inquisidora—. ¿Volvemos a Periclaw?
—No podemos parar aquí. No, porque el trilito está al otro lado del lago.
—No podemos dejar el barco —dijo White Water—. Es lo único que tenemos.
Ram se quedó de pie un momento, mirándome con el ceño fruncido. Kenleth se arrimó a mí, buscándome la mano. Se sentía indefenso, y yo solo pude encogerme de hombros.
—Aquí no tenemos nada. —Ram se estremeció como si hubiera sentido una punzada de dolor—. Tenemos que continuar.
—No veo cómo. —White Water señaló los acantilados negros y la estrecha franja de cielo—. A partir de aquí, el terreno se hace más duro. Hemos estado viviendo de la tierra, pero hemos dejado atrás la comida fácil.
—¿Will? —Ram se volvió a mirarme—. ¿Estás en forma para trepar?
—Estoy más fuerte —le dije—. Haré lo que pueda.
—Si estás así de loco —dijo White Water—, yo te espero aquí.
—Gracias, amigo mío. —Ram le cogió la mano—. Pero no esperes demasiado tiempo. Si encontramos la puerta y podemos atravesarla, no volveremos.
—Volveréis. —White Water frunció el ceño al mirar a Ram a la cara y la marca de nacimiento dorada—. Vuestro destino está aquí.
—Ya he vivido mi destino. —Ram se estremeció como si hubiese sentido una puñalada real—. Y ha terminado.
Estrechamos la mano a White Water y le dejamos con la lancha. Ram cogió la fruta que habíamos secado, el pescado que habíamos ahumado, las raíces de algo parecido al ñame que pudiéramos cocinar. Kenleth llevaba mantas, yo tenía un recipiente con agua y un trozo del toldo con cuerdas para ponerlo en forma de tienda.
Los constructores de la presa nos habían dejado un camino que rodeaba la cascada, una rampa inclinada que nos llevaba por detrás del agua que caía hasta una grieta en la pared del muro. Anduvimos durante horas en fila india, subiendo y bajando, hasta que al final llegamos a un saliente expuesto al viento, ya en el crepúsculo el lago estaba a cientos de metros a nuestros pies, tan grande que la mayor parte estaba en la penumbra.
El viento era cortante. Nos metimos en la grieta y extendimos las mantas. Dormimos y soñé que Ram nos había dejado solos. Había vuelto con White Water para gobernar un nuevo Grand Dominion. Me sentí aliviado cuando vi que estaba todavía con nosotros, prendiendo una hoguera para hacer té caliente.
Con la luz del día, vimos una línea de cumbres cubiertas por la nieve más allá del lago, que en la distancia se veía azul. Ya estábamos bastante por encima del límite de la vegetación arbórea. Me preguntaba si llegaríamos al trilito, pero hicimos un desayuno frugal y retomamos el camino, que circulaba por crestas desiertas y atravesando gargantas rocosas.
Al mediodía, estábamos ya en la orilla del lago, el agua era tan cristalina que Kenleth quería nadar hasta que metió un pie y se dio cuenta de lo fría que estaba el agua. El camino continuaba adentrándose en los acantilados solo unos metros por encima del nivel del agua. Durante todo el día anduvimos por él hasta llegar a una zona estrecha en el lago con un puente que lo cruzaba, cinco arcos largos de algún tipo de piedra oscura, en la que el paso del tiempo casi no había dejado mella.
Acampamos en una cueva poco profunda en la que había un saliente prominente encima del sendero, y cruzamos el puente a la mañana siguiente. Más allá, el lago volvía a ensancharse, y llegaba más allá de esas cumbres cubiertas de nieve. Lo dejamos allí, y subimos por el camino hasta llegar a una altiplanicie sin árboles.
Al día siguiente vimos el trilito, que en la distancia era minúsculo, pero estaba tan lejos que no llegamos hasta el día siguiente, al mediodía. Estaba solo, y era lo único que había en una zona de llanura yerma. Cuando por fin nos acercamos era enorme, las dos columnas negras gemelas estaban muy por encima de una ancha carretera negra.
Ram abrió su libro electrónico y se estiró para estudiar los símbolos que había en el travesaño horizontal enorme que estaba a varios metros por encima de nosotros. Al final suspiró y cerró el libro. Kenleth se quedó mirando las columnas y el sombrío paisaje que estaba al fondo. El sendero había terminado y parecía que el camino no llevaba a ninguna parte. En una mezcla de sobrecogimiento e incredulidad, se volvió hacia Ram.
—¿Es una puerta? ¿Adónde conduce?
—¿Quién sabe[3]? —Se encogió de hombros—. Eso es lo que diría una amiga nuestra. Con suerte, podemos confiar en encontrar algo al otro lado. No tenemos forma de saberlo excepto intentarlo. —Se dio la vuelta hacia Kenleth—. ¿Estáis preparados?
Con los ojos brillantes, Kenleth me cogió la mano.
—Un nuevo baile, un nuevo trato. —Ram se encogió de hombros y me miró sonriendo—. Si tienes la llave mágica.
Había llevado el colgante de esmeralda desde la noche que me lo dio. Me quité la cadena de plata y se la devolví. La cogió con la mano derecha y con la izquierda me dio la mano a mí. Yo me puse derecho y contuve el aliento. Mientras sonreía a Kenleth, dijo los números en swahili. Su mano me agarró con más fuerza. Lo atravesamos juntos.