3

Al ponerse el sol, se notó un repentino escalofrío. Ram pudo volver andando con nosotros a la tienda, negándose a que le ayudáramos. Lupe quería que hiciéramos una hoguera, pero no teníamos nada con lo que poder hacerla. A la pálida luz de una linterna eléctrica, comimos una cena fría en envases de cartón y unas latas mientras pensábamos lo que íbamos a hacer a continuación.

—Más vale que no contemos lo que le ha pasado a Ram —dijo Lupe—. Con los huesos y las fotos de los megalitos, ya tenemos bastante para conseguir otra beca. Podemos volver el próximo verano con una expedición para escribir nuestra propia página en la historia.

—¿El próximo verano? —contrapuso Derek—. No quiero esperar. Esto es demasiado para dejarlo.

—Ahora podemos hacer más —insistió ella—. Podemos cavar para encontrar más huesos. Me pregunto qué serán esas astillas de silicona.

Ella desvió la mirada hacia la oscuridad.

—Sea lo que sea lo que encuentres, no le des demasiada propaganda. —Ram negó con la cabeza mirándola a ella—. Al menos, si quieres volver, porque podrías perderlo.

—¿Qué? —Pestañeó Derek.

—Burócratas celosos. Aquí las fronteras no están marcadas en la arena. Si el yacimiento tiene alguna importancia, dos o tres naciones lo reclamarán como tesoro nacional. Os quedaréis fuera del juego.

—Lo cual significa que mientras podamos, tenemos que investigar más. —Se dio la vuelta para mirar a Ram—. He estado pensando. Has ido a algún sitio distinto. Has notado una gravedad y una presión distinta. Creo que has estado en algún sitio lejos de la Tierra. No sé para qué se construyó este lugar, pero tuvo que haber una razón.

Lupe le miró con el ceño fruncido.

—Si esas columnas enmarcaban alguna puerta, quiero atravesarla.

—¿Atravesarla? —se quedó asombrada—. ¿Cómo? Yo misma he dado la vuelta a estas dos piedras igual que tú. ¿Dónde está la puerta?

—Me pregunto… —Derek levantó la vista hacia los megalitos, que ahora estaban sumidos en la oscuridad—. Ram llevaba su colgante. Su Mamita lo llamaba la llave. Descubrimos que tenía poder magnético. Puede que active algún tipo de cerradura.

—La llave del Infierno —dijo Ram meneando la cabeza—. Así lo denominaba. No he visto a Satanás ni nada que estuviera vivo, pero aquel lugar tenía el aspecto y el olor apestoso a azufre del Infierno. —Se estremeció—. Allí es imposible respirar.

—Bueno, ya sabes… —Derek se sentó más erguido—. Tendríamos que coger el equipo de oxígeno, pero podemos intentar averiguar si realmente es una pista que conduce a algún sitio. Vamos a llamar al helicóptero para que vuelva.

—¿El equipo de oxígeno? —Ram negó con la cabeza, sus facciones negras se tornaron adustas—. Si hubieras estado allí, no estarías tan entusiasmado.

Había intentado allanar la arena que había debajo de mi saco de dormir, pero no encontraba la postura. Tenía demasiadas cosas en las que pensar y no podía dormir. Bastante antes de que saliera el sol, Ram hizo café y tortitas en una cocina de propano mientras Lupe etiquetaba los huesos que había recogido y los sellaba en bolsas de plástico. Cuando llamamos al piloto del helicóptero, Ram quería irse con él.

—Es un lugar en el que no encajamos. —Se quedó mirando los dos enormes megalitos que todavía estaban a oscuras ensombrecidos por la duna que era de mal agüero incluso para mí—. No me gusta estar aquí.

—Es tu oportunidad de saber quién era tu Mamita —le dijo Lupe—. Si realmente llegó aquí atravesando alguna puerta. —Miró la marca de nacimiento que tenía—. Puede que sea tu oportunidad para saber quién eres.

Se tocó la marca y negó con la cabeza.

—Puede que sea mejor no saberlo nunca.

Pero consintió en quedarse y la ayudó en la excavación mientras Derek y yo volvíamos a Túnez. Yo había pasado un año en París escribiendo una novela que nunca se vendió, antes de volver a casa a enseñar literatura inglesa. Mi escaso francés y el poco inglés que hablaba el piloto nos sirvió para entendernos. Le bastaba con saber que los megalitos eran griegos o romanos, por lo que nuestro interés en ellos le parecía desconcertante. No creo que le gustara el erg más que a Ram, pero la temporada de turismo había sido baja. Quería nuestro dinero.

Dejamos a Lupe y Ram trabajando en la excavación, sus figuras cada vez más diminutas junto a nuestra minúscula tienda, que dejamos de ver enseguida por el resplandor cegador de la arena. El infinito mar de dunas provocó en mí una sensación mezcla de fascinación e inquietud. Me sentí aliviado de poder escapar aunque solo fuera un día.

El ruido del motor hacía difícil mantener una conversación, pero teníamos tiempo de pensar.

—Es bonito ¿verdad? —Derek levantó la voz y señaló el enrevesado dibujo que describían las olas en el rojizo océano de tierra que estaba debajo de nosotros, alternándose hasta el infinito los agujeros excavados por el viento con puntos en los que esa arena se había acumulado. Exento de vida y movimiento, el erg me era tan ajeno como el paisaje que Ram había contemplado bajo los megalitos.

—Solo viento y arena. —Por un segundo, se quedó callado mirando por la ventana, y se volvió despacio hacia mí, sonriendo como extasiado—. Pero mira qué forma tienen las dunas. Un orden infinito nacido del caos. Es algo parecido a un arte natural si te das cuenta. Una armonía de la naturaleza; tan inesperado, pero tan completo como los movimientos de una sinfonía.

Se paró para mirarme.

—¿No lo entiendes? El gran enigma de nuestro universo. El juego de la ciencia, el poder de las matemáticas, la euforia del descubrimiento. —Volvió a mirar afuera, hablando medio entre dientes, pero deseoso de compartir lo que sentía—. Ese es el misterio de la creación natural. Las galaxias y los planetas, la vida y la mente que sale del fuego y el polvo del Big Bang. Ese es el atractivo de la ciencia. Cada avance conlleva nuevos aspectos maravillosos.

Intenté entenderlo, pero las dunas parecían más crueles que bellas. Me sentí aturdido por tanta maravilla, contento de salir del erg y cruzar las montañas, alegre de volver a ver carreteras y un tren de mercancías que pasaba por una curva, los círculos y cuadrados de las parcelas verdes cultivadas. Aquí había cosas hechas por el hombre que yo creía entender.

El piloto se paró en Gabès para hacer una revisión mecánica de algo del motor. Cuando quisimos llegar al hotel ya se nos había echado la noche encima. Ya limpios de sudor y arena, salimos a cenar. Derek encontró un cibercafé y estuvo una hora frente a un ordenador.

Yo estaba de pie detrás de él, observando los símbolos matemáticos que aparecían en la pantalla y mirando artículos sobre la materia y la energía oscuras, sobre la masa negativa y el tiempo negativo, sobre un falso vacío que podría generar una espuma infinita de universos. Nada de eso me decía nada a mí ni parecía satisfacerle a él.

—Nada —al final se encogió de hombros y lo dejó—. Si lo que le pasó a Ram es lo que creo, la mayor parte de lo que creemos que sabemos tendrá que reescribirse.

A la mañana siguiente nos encontramos con el piloto en un banco italiano. Derek recuperó la fianza para darle lo que quedaba por pagar de su tarifa y negoció nuestro contrato. Encontramos una tienda de provisiones y utilicé mi propia tarjeta de crédito para comprar unidades de respiración por oxígeno. Cuatro equipos completos de treinta y cinco litros con mascarillas, botellas, reguladores, válvulas, tubos y mascarillas antigás.

Cuando atravesamos las dunas camino del campamento ya era más del mediodía. Encontramos a Ram esperando solo junto a la tienda. Con las prisas por salir antes de que oscureciera, el piloto dejó caer nuestros paquetes y salió inmediatamente. No veía rastro de Lupe. Cuando Derek preguntó por ella, Ram movió la cabeza aturdido.

—No lo sé —miró los megalitos negros que estaban en la arena sin comprender nada, su cara dejaba traslucir la tensión—, no sé.

Derek lo apartó del sol, hacia la sombra del alero de la tienda. Le dimos una cerveza fría que habíamos traído de Gabès. Se agachó en la arena, dio unos cuantos tragos, dejó la botella y, como si estuviera ausente, se frotó la extraña y pequeña mancha de nacimiento que tenía en la frente.

—Me pica —masculló— desde que atravesé la puerta.

—Dinos —le instó Derek— lo que le ha pasado.

—Era pronto por la mañana. —Mirando con nerviosismo los megalitos, hablaba formando frases inconexas y de forma cortante—. Habíamos desayunado. Ella ya estaba en el emplazamiento. Yo me alejé más allá de la cadena montañosa para hacer mis necesidades. Oí gritar. Me levanté los pantalones y volví corriendo. Los vi venir.

Señalaba con la cabeza los megalitos. Su áspera voz se acalló y se quedó mirándolos hasta que Derek le pidió que siguiera.

—Allí —casi susurraba—. Tres monstruos gigantes saltando. Ella intentó correr. Ellos saltaban con demasiada rapidez.

—¿Monstruos? ¿Qué aspecto tenían?

—No se parecían a ninguna criatura terrestre. —Se estremeció y se quedó mirando los megalitos, con su delgado dedo índice sobre la señal—. Puede que fueran insectos. Puede que fueran como saltamontes, si es que hay saltamontes del tamaño de aviones. No se parecen a nada. Eran horrorosos. Con manchas amarillas y verdes. Eran brillantes como el cristal. Tenían los ojos rojos, que brillaban como el fuego, las patas traseras largas y las de delante con garras.

Volvió a estremecerse.

—Garras terribles. Todas eran de metal brillante de color plateado. Grandes garras de metal. Y tenían alas. Alas pequeñas y gruesas que parecían demasiado cortas. Extendidas cuando planeaban. Llegaron demasiado rápido para que pudiera reaccionar. No pude hacer nada.

Dejó caer los hombros en señal de un profundo pesar.

—Uno de ellos la cogió. La enganchó con esas garras brillantes. Desapareció cuando volví a la tienda. Se la llevó de vuelta a los monumentos. Se arrastró entre ellos y ya no salió. Se la llevó al infierno al que yo fui.

Se limpió los ojos.

—Allí no hay aire. No hay aire que pueda respirar. Me temo que ha muerto.

—Puede que no. —Derek le cogió por el hombro—. Hemos traído máscaras de oxígeno. Podemos ir a por ella. Podemos intentar encontrarla y ayudarla. Si tu llave nos lleva.

Volvió a encogerse.

—Por supuesto. —Cogió la cerveza y se quedó rígido de pie—. Si podemos.

Se quedó de pie un momento mirando fijamente al antiguo abrevadero.

—Si podernos. —Volvió a hablar entre dientes y sacudiendo la cabeza—. Si está viva. —Se estremeció—. Yo… la quería. Me vio por primera vez cuando sacaba tierra en Koobi Fora. Me ayudó a ir a la universidad con una beca. Volvió a traerme a África para que trabajara con ella en dos excavaciones de verano. Ella… me proporcionó una forma de vivir.

Volvió la cabeza para que no se le viera llorar.

El sol del atardecer ya estaba bajo y el día había sido agotador. Podíamos haber descansado y habernos preparado para salir por la mañana, pero nadie contemplaba esa posibilidad. Desembalamos tres equipos de oxígeno y encontramos los manuales. Estaban escritos en francés y árabe, eran breves y crípticos, pero Ram los descifró. Enganchamos los equipos y nos los probamos. Las máscaras antigás tenían un fuerte hedor a plástico y dificultaban la visión.

—No importa —la voz apagada de Derek era difícil de escuchar—, si nos mantienen con vida.

Ram preguntó cuanto duraría el oxígeno.

—Depende del tiempo que tengamos que usarlos —le dijo Derek—. Espero que duren lo suficiente.

—¿Para adelantar a esos bichos saltadores? —Ram se quitó la mascarilla, se limpió el sudor de la frente y movió la cabeza—. No encontraremos a Lupe con vida. No, si es en el mismo sitio al que fui yo.

—Podemos ver —dijo Derek—, si estos trilitos son puertas. —Su voz se fue apagando, pero cogió aliento y continuó—: Iremos hasta donde podamos. Descubriremos lo que podamos y ayudaremos a Lupe si nos es posible. Vamos a ello. Yo deseaba haber tenido un arma, pero la seguridad del aeropuerto nos impidió llevar cuchillos o armas de fuego. Íbamos con las manos vacías, aunque cargados con el peso de las botellas de oxígeno. Llevábamos cantimploras con agua atadas a los cinturones. Yo llevaba una pequeña mochila con una linterna, pilas de repuesto, una chaqueta y poco más.

Hicimos una pausa rápida para la comida y salimos hacia los megalitos. Ram iba el primero, tristemente callado bajo la mascarilla antigás. Yo caminaba lenta y pesadamente, medio mareado por la peste de la mascarilla, pensando con ilusión en matricularme en el semestre de primavera de la universidad para la que solo quedaban dos semanas.

Derek estaba exuberante.

—No pienses en las probabilidades. Ganar o perder, este es el juego de mayor envergadura que nunca ha jugado el ser humano.

Ram avanzó con la mirada fija en las huellas de los saltamontes. Parecían las huellas de dos pájaros gigantes de dos dedos, que habían quedado fuertemente marcadas en la arena y estaban separadas puede que unos cuarenta metros una de otra. Nos hizo pararnos cerca de los megalitos, siguió adelante para inspeccionar la arena que había a su alrededor.

—Los bichos salieron por el oeste —dijo— y volvieron por el este. No hay huellas de que hayan ido por ningún otro lado. Se la llevaron.

Él se quedó entre nosotros al final del camino por el que se fueron los saltamontes, y el sol, que se estaba poniendo, se reflejaba en las gafas y despedía un brillo cegador. El corazón me latía a toda velocidad. Me agarró el brazo.

Moja. —Nos había estado dando clases de swahili. Con voz ronca, susurró los números—: Mbili. Tatu.

Me cogió el brazo con tanta fuerza que me dolía.

—¡Nenda! ¡Vamos!

Juntos, dimos un paso adelante. El sol ya se había puesto. Los oídos me pitaron. La arena se desmoronó bajo mis pies. La repentina aparición de la gravedad tiró de mí hacia la oscuridad.