29

La noche de la cena de Crail, Krel llegó tarde, pasó rozando al mayordomo y le dio un trozo de papel amarillo. Crail se levantó para verlo, se quedó blanco y se dejó caer en la silla. Un silencio incómodo se extendió por la habitación hasta que volvió a levantarse.

—Informe de Inteligencia —leyó frases sueltas mientras miraba entreabriendo los ojos, y el papel le temblaba en los dedos—. Retrasado para su confirmación… no verificado… de color rojo sangre… contagio mortal… causa desconocida.

Todos los que se encontraban en la sala estaban conmocionados. Se oían gritos, susurros, maldiciones. Voces nerviosas que se alzaban con estruendo. La mujer de Crail salió corriendo de la habitación, con la servilleta sobre la cara. Otra mujer gritó y cayó al suelo. Un capitán de policía se bebió un vaso de licor e hizo gárgaras con él. La mayor parte de la comida se quedó sin probar. Los invitados apartaban sus platos, se despidieron con rapidez, y se dispersaron cada uno a merced de su propio destino. Los guardias me llevaron a toda prisa a nuestra habitación.

Allí, callado, con Kenleth, escuchaba y miraba por las ventanas cómo moría Periclaw. Las criadas todavía nos seguían llevando la comida y ahora sí que nos decían lo que sabían. La infección comenzó en una isla del delta. Krel creía que los rebeldes lo sacaron de la jungla como un arma de guerra. El almirante opinaba que lo más probable era que la muerte hubiera bajado por el río Negro en los esqueletos picoteados por los buitres en una canoa nativa que las mareas dejaron en una playa del delta.

La casa se quedó en un silencio extraño. Los Crails se habían ido de la ciudad para buscar refugio en su casa de verano en las montañas, llevándose a la mayoría de los criados y un pequeño ejército de vigilantes registrados. Mis propios guardas seguían de servicio, aunque nunca hablaban con nosotros, pero me miraban con tanta cautela como si hubiera contraído la infección.

La epidemia se extendió bastante y con rapidez. Los efectivos policiales se retiraron del delta y se instalaron en Blood Hill. El contagio llegó hasta la ciudad y el pánico se apoderó de todos. La gente huía cuando y como podía. Vimos embarcaciones de todo tipo que llevaban refugiados corriente arriba. Llevaban consigo la infección.

Escuchamos el ruido de un trasatlántico y vimos cómo los remolcadores lo apartaban del puerto comercial. Bajó por el canal, casi hasta la Torre de Sheko, comenzó a escorarse y al final volcó y se hundió. Los refugiados habían apostado fortunas por conseguir plazas a bordo, según nos dijeron las criadas. El consejo ordenó que lo hundieran, esperando salvar a Norlan de la plaga.

Como el agua de la ciudad estaba cortada, el fuego que se había originado en los muelles militares no estaba controlado. El humo produjo un olor cáustico que llegó a penetrar incluso en la habitación; en el exterior se hizo tan espeso que hasta ocultó el río. Una noche, un fuerte viento provocó que las brasas encendidas alcanzaran nuestras ventanas. Kenleth se puso en cuclillas a mi lado temblando.

—¿Arderá la casa? —susurró—. ¿Con nosotros dentro?

—Podemos confiar en la suerte —le dije—. En la Tierra solíamos jugar a un juego llamado póquer y siempre confiábamos en la buena suerte.

Se arrodilló junto a la cama para susurrar una oración a Anak.

—Mi madre creía —me dijo—, bueno, ella decía que no es de ningún color. Puede ser blanco o negro. Nos ama a todos, cuando nos amamos los unos a los otros. —Hizo una mueca—. Ty Hake se rio de ella. Le dijo que si tuviera un dios, no sería negro.

Nuestra suerte llegó con las lluvias monzónicas. Empezaron esa noche con relámpagos cegadores y granizo. El repentino aguacero apagó las llamas y limpió la ciudad. La mitad de los habitantes había escapado al desastre. El humo desapareció, en los tejados, las tejas estaban limpias y brillantes, las calles y los ríos vacíos, no había tráfico por ningún sitio.

Ese día, las criadas no volvieron. La calma me producía escalofríos. Había llegado a sentir el pulso de la ciudad en el murmullo de las voces que se oían a lo lejos, el ruido amortiguado de la gente trabajando, todos los ecos de la vida oculta. Ahora el silencio entrecortado se convirtió en su grito agonizante.

Ya bien avanzada la noche, la cerradura de la puerta interior se abrió. No entró nadie. La habitación estaba como boca de lobo. Teníamos una vela apagada, pero no teníamos con qué encenderla. Yo estuve a oscuras, escuchando la respiración tranquila de Kenleth, hasta que por fin llegó el día y me levanté para intentar abrir la puerta.

Se abrió. Los guardias habían desaparecido. Nos vestimos y bajamos por la escalera andando por la casa en silencio. Un cocinero tullido, de edad avanzada, estaba todavía desempeñando su trabajo en la cocina, quizá por lealtad a los Crails, quizá sencillamente porque no podía irse. Iba cojeando por la cocina, mientras preparaba el desayuno para Ram y Celya Crail.

Los encontramos sentados en la mesa, comiéndose una papaya madura. Ram estaba vestido con el uniforme de faena de la policía, manchado de barro; en un lado de la cara, tenía un hematoma rodeado de sangre seca. Incluso con la luz del día, la corona de los mundos despedía un brillo dorado. Celya llevaba la misma ropa de faena amarilla, ahora rasgada y manchada de sangre, y el pelo cogido con una cinta roja. Tenía la cara delgada y pálida, pero a mí me parecía que estaba más encantadora que nunca.

Ram gritó cuando nos vio y fue sonriendo a recibirnos.

—¿Will? —me miró la cara—. ¿Estás bien?

—Hasta ahora sí —le dije—. Nos han encerrado solos. No estoy seguro de haber estado expuesto.

—Lo estarás —dijo—. Se ha extendido por todas partes. Es letal para los blancos, pero creo que tienes una posibilidad. Si Lupe tenía razón, desde que nuestros antepasados volvieron a la Tierra, ha pasado ya una etapa geológica. Nuestra raza es la misma, pero puede que nuestros sistemas inmunológicos sean distintos.

—Eso espero.

Cogió su mano y miró a Celya. Todavía estaba en la mesa, mirando como si fuéramos extraños. Me acerqué para saludarla y ella se echó hacia atrás, negando con la cabeza.

—Mantente alejado. —Su voz era un mero susurro—. Si tienes miedo.

Me di la vuelta para mirar a Ram. Él asintió en silencio. Ella era blanca, y el germen patógeno estaba azotando por todas partes. Me di la vuelta para ofrecerle mi mano. Ella se levantó para rodearme con sus brazos. Sentí que su delgado cuerpo temblaba y oí un sollozo apagado. Sin embargo, consiguió esbozar una lánguida sonrisa y me besó en la mejilla. Ram miró hacia la mesa y llamó al cocinero para que le pidiéramos lo que quisiéramos.

Las papayas estaban frescas y riquísimas. El beicon y los huevos podían pasar perfectamente por los de Wagon Wheel en Portales. Antes de prepararnos para hablar de algo distinto, ya se había acabado la comida.

—Mientras duró, fue maravilloso —Ram hablaba lentamente, mientras miraba a Celya con una sonrisa penetrante—. Estábamos enamorados. La corona de los mundos era mágica y el triunfo estaba a la vista. Los policías negros se quitaban los números tatuados, preparados para seguirnos hasta el Infierno. Soñábamos con la libertad, la paz, incluso con la posibilidad de comenzar a reconstruir algo parecido al Grand Dominion. Pero entonces…

Tragó saliva y la abrazó.

El cocinero había traído tazas enormes de té de corath negro amargo. Se miraron el uno al otro sonriendo y brindaron entre ellos antes de que Ram se diera la vuelta para mirarme.

—White Water, el piloto del río, que es un viejo amigo, nos trajo de vuelta. ¿Recuerdas cómo era? Toda su vida ha estado sin licencia, pero los genes de su abuela negra le salvaron. Tiene un magnífico barco de vapor. Los propietarios le contrataron para llevarlos río arriba. El barco fue para él cuando ellos murieron.

Cuando terminaron de comer, Celya les enseñó la casa. Su propia habitación era casi un museo, las paredes altas estaban llenas de objetos de colección. Esteras y sombreros y cestas, cuchillos y cazos con arpones de pesca, bastones para rezar y varitas de zahorí, cuerdas de contar y máscaras funerarias, minúsculas imágenes de Anak y Sheko talladas en azabache y alabastro.

—La cultura negra —dijo, señalando las paredes— es más rica de lo que crees. Es ritual y muy diversificada. Hay multitud de cultos a las divinidades y los héroes humanos míticos. Estaba intentando comprenderlos y conservar lo que pudiera.

Por un momento, parecía triste, pero sonrió mirando a Ram cuando la rodeó con el brazo.

Señaló la mesa de la biblioteca con la cabeza.

—Tenemos algo que enseñarte.

Vi el portátil que había traído de donde estaban los Ancianos.

—¿De Derek y Lupe?

Negó con la cabeza.

—Es otra cosa.

Celya levantó la pantalla y lo giró para que lo viéramos.

—Krel lo cogió —dijo— y se lo dio al museo cuando los expertos quedaron desconcertados. Celya lo tenía aquí en casa cuando la conocí.

Pulsó algunas teclas para abrir páginas de jeroglíficos.

—El texto sigue siendo un enigma, pero ha encontrado un mapa interesante.

Volvió a tocar las teclas para mostrar el preludio que ya habíamos visto: el espacio negro y constelaciones nuevas, los pioneros del cohete y una Vía Láctea sorprendentemente inclinada, las delgadas líneas verdes que yo pensaba que debían de haber sido caminos espaciales, nuestro nuevo sistema solar y sus planetas. Se detuvo en África.

—Mira las líneas costeras. Así eran cuando volvió el Homo sapiens del Grand Dominion hace doscientos mil años. Los océanos estaban más bajos. Debe de haber sido una era glacial. En la Tierra había un montón de agua helada, y la zona del Sáhara tenía la humedad suficiente para los constructores de trilitos. —Me miró sonriendo—. Es tu oportunidad de ganar la apuesta.

Se dio la vuelta para mirar a Celya.

—Veamos este mundo.

Ella estaba mirándole con la cara impasible y seria. Parecía no escuchar hasta que él volvió a preguntarle. Lo puso en marcha y nos enseñó una imagen del planeta que rotaba lentamente en el espacio oscuro.

—Los dos continentes —señaló—. Norlan se extendía hasta el polo. Aquí están Icecape, Southpoint, Glacier Gulf. Y Hotlan, y el ecuador que lo cruza. El río Hierro, el Sangriento. Y aquí en el delta, Periclaw.

Pidió a Celya que presentase una proyección en plano.

—Esto es lo que quería que vierais.

Hotlan se extiende a lo ancho. Las leyendas sobre ella eran un misterio, pero encontré los ríos, el delta, una cordillera montañosa en la costa oeste.

—El monte Anak, a través del cual llegamos aquí. —Señaló un símbolo de un minúsculo trilito negro al norte del río Sangriento—. Y mira esto.

Él señaló con un dedo otro parecido, ubicado en la cadena montañosa que bajaba por la costa occidental.

—¿Una forma de salir? —me quedé sin respiración—. ¿De volver a la Tierra?

—Puede —Ram se encogió de hombros como si no importara—. Si pudieras llegar hasta allí. Celya dice que el lugar no se conoce. Está en la alta montaña, bastante alejado del comienzo de la zona navegable del el río Sangriento. —Frunció el ceño—. Podría ser una posibilidad si queréis aprovecharla.

Miró a Celya y vi como sus labios se curvaban.

—Tenemos otros planes.

—Quiero ver a mis padres —tenía la cara demacrada por el dolor, inspiró profundamente—, si es que están vivos.

—El ferrocarril no funciona —dijo Ram—. Los rebeldes quemaron el puente. White Water nos puede llevar río arriba. Ella se agarró a su brazo como si necesitase apoyo.

—No pudieron… no quisieron entender lo mucho que amo a Ram. Fueron cortantes. Me dolió hacerles daño. Y ahora… —su gesto de encogerse de hombros casi se transformó en una disculpa—. Tengo que verles si me es posible —Kenleth había estado mirando fijamente un expositor con armas nativas, pero en ese momento se dio la vuelta para mirarlos con entusiasmo.

—¿Podemos ir río arriba con vosotros?

—Ojalá pudierais —Ram negó con la cabeza y se volvió hacia mí—. No os querrían.