La mesa estaba en silencio, todos estaban conmocionados, y a alguien se le cayó un vaso. Se hizo trizas en el suelo, pero nadie se movió para quitar los trozos. La mujer de Crail abrió la boca para gritar y se la tapó con la mano. Me di cuenta de que Celya miró a Ram con curiosidad. Él negó con la cabeza con aspecto triste.
Vimos cómo el almirante se arrimó a Crail y Krel. Al final asintió, se aclaró la voz y habló a la mesa.
—Una pérdida terrible, —consiguió esbozar una débil sonrisa—, pero ocurrió a miles de kilómetros. El oficial Krel cree que aquí en Periclaw estamos seguros. Dice que la propia capacidad mortífera de la fiebre reduce el peligro que podamos correr. Las víctimas mueren antes de que puedan moverse.
—El oficial enfermo —dijo la mujer de Crail—, ¿dónde está?
El almirante se volvió hacia Krel.
—Aquí en el hospital de Blood Hill —dijo Krel—. Todavía está confinado en una sala de aislamiento, pero parece haberse recuperado casi por completo. Si fuera portador no estaríamos hablando aquí tan tranquilos.
—Después de todo, Tyba —le dijo el almirante—, no es nada nuevo. Fue descrito hace tiempo, pero nunca se ha extendido más allá de algunos enclaves lejanos. Los historiadores dicen que en origen, era un arma de guerra en los años finales del imperio perdido. Si eso es verdad, su alcance puede haber sido deliberadamente limitado. Parece haber sido endémico mientras los negros desarrollaban su inmunidad. —Negó con la cabeza—. Zorn fue sencillamente demasiado cabezota para aceptar las advertencias de su equipo médico.
En toda la mesa se oyeron susurros y se calló para dar un golpecito con el vaso.
—¿Podemos guardar un momento de silencio por él? —dijo, encogiéndose de hombros con un solemne pesar—. Le conozco desde la academia. Era un tipo fuerte, duro con sus hombres. Era muy exigente, pero se merecía un final mejor.
Hizo una reverencia durante un buen rato. Crail dio una palmada y por fin sirvieron la codorniz asada.
Avanzada la noche, un golpeteo sordo me despertó. Escuché el ruido de una cerradura. Las puertas de la terraza se abrieron. La luz inundó la habitación. Entraron Ram y Celya. Kenleth salió de la cama como una flecha para reunirse con ellos, y se detuvo mientras ahogaba un suspiro. La venda de la frente de Ram había desaparecido. La luz provenía de la marca de su frente, brillaba más que nunca, y ardía como el oro derretido.
Yo me levanté y me senté en el borde de la cama, mirándolos boquiabierto.
—Tranquilo —dijo con el dedo puesto sobre los labios. Ram movió la cabeza mirando la puerta del pasillo—, el guardia está ahí mismo.
Celya estaba cerca junto a él. Ya no vestía de forma atrevida. Llevaba una chaqueta sencilla y unos pantalones como de algodón gris. Parecía pálida y tensa, pero en la cara se percibía su decisión.
—¿Un milagro? —su voz se acalló, Kenleth miraba fijamente como brillaba la marca—. ¡Eres un Dios de verdad!
—No sé lo que soy. —Ram se tocó la marca, sonriendo con sobriedad—. Me la quitaron para desfigurarme. Pero me ha vuelto a salir. —Me miró encogiéndose de hombros—. Supongo que Derek tendría una explicación. Diría que los constructores de los trilitos también eran ingenieros genéticos. Aquí, los hombres de Hotlan creen que es una señal del destino y los blancos una garantía de muerte si nos cogen.
Deslizó su brazo rodeando a Celya.
—Ella ha tomado una elección difícil, el exilio o la muerte. Esta sonrió mirando la luz de su cara y se dio la vuelta para mirarme con seriedad.
—El consejo se ha reunido esta noche en sesión de urgencia. Han votado revocar mi custodia y colgarle. Vamos a escaparnos para salvarnos.
—¿Podemos? —Kenleth susurró las palabras—. ¿Podemos ir con vosotros?
Ram negó con la cabeza y me miró frunciendo el ceño.
—Aquí estáis más seguros. No tenemos tiempo ni planes, no tenemos ningún sitio al que ir. Bajaremos por la escalera de incendios. Celya conoce la ciudad. Podemos encontrar amigos si le enseñamos la marca a la persona adecuada. —Se encogió de hombros—. Y si no, pues mala suerte.
—Hemos venido para daros esto.
Se quitó el colgante de esmeralda que llevaba en su delgada cadena.
—Los agentes de inteligencia me lo arrancaron y Celya lo tenía en el museo.
Se lo dio a Kenleth, quien lo miró con los ojos desorbitados y me lo dio.
—No puedes —protesté—. Era un regalo de tu Mamita. En cierta medida es mágico, y significa mucho para ti.
—¿Mágico? —Encogiéndose de hombros con ironía, tocó la marca—. Es una llave para los trilitos. No voy a volver a necesitarla. Hay una posibilidad de que os salve la vida. O puede que os lleve de vuelta a la Tierra. Las cartas se están convirtiendo en comodines, como diría Derek.
Atravesó la habitación para estrecharme la mano. Kenleth estaba mirando a Celya, las lágrimas le caían por la cara. Ella le abrazó, le dio un beso en la mejilla y siguió a Ram de nuevo a través de la puerta de la terraza. La cerró en silencio y desaparecieron.
A la mañana siguiente, pronto, vimos oficiales uniformados en la terraza, agachados inspeccionando el suelo, inclinados para mirar por encima del pasamanos, mirando por la cerradura con una lupa, guiñando el ojo. Abrieron la cerradura de las puertas y entraron. Al principio, nos ignoraron, buscaron en la habitación, miraron dentro de los armarios y debajo de la cama.
No encontraron nada, así que el encargado nos miró con desafío y cogió a Kenleth por los hombros. Le preguntó si había visto algo raro, a alguien en la terraza, si había oído algo raro, si había visto a Ram Chenji o a Celya Crail, si habían estado en la habitación, si sabía adónde habían ido.
Con valentía, se hizo el inocente. No sabía nada. El oficial se encogió de hombros y se dio la vuelta para mirarme con seriedad. Tenía el pulso disparado. Intenté parecer tan inocente como Kenleth. ¿Qué estaban buscando? ¿Les había pasado algo a Ty Chenji o a Tyba Crail? Habían cerrado la puerta con llave y estaba vigilada. ¿Quién podía haber entrado?
No estaba convencido.
—Volveré. Si escondéis algo, os arrepentiréis.
No volvieron. Pasamos el resto del día nerviosos y solos. El mozo no vino a vestirme para la cena. En su lugar, una bella criada cuarterona nos trajo una bandeja. Con un aspecto tan tenso y desesperado como el de Celya, negó con la cabeza cuando Kenleth le suplicó que le contara algo nuevo.
—Tengo miedo —oí decir al guardia—. Tengo miedo del aliento de la muerte de Sheko.
Al día siguiente, el mozo sí que vino a vestirme, tan callado y nervioso como si estuviera preparando a algún predador peligroso. Los sitios de Ram y de Celya estaban vacíos; yo estaba sentado solo en un extremo de la mesa. El almirante y Krel estaban allí, expresando su más sentido pésame por la pérdida de su hija. La mujer de Crail, vestida de luto, parecía enferma y agotada, como si de repente se hubiera hecho muy mayor.
Crail presionó a Krel para que le contara algo de Celya.
—Ni idea, señor —le dijo Krel—. Solo que falta un bote de remos de su embarcadero de la playa. Suponemos que se fueron río abajo a favor de la corriente. La policía tiene quinientos hombres peinando la zona del delta. Estamos ofreciendo recompensas. Cien esclavos por su hija y mil por ese demonio negro, muerto o vivo.
A mí me mantuvieron a la expectativa. Quizá la inteligencia me había dejado como cebo para Ram, por si volvía a rescatarme. O quizá se olvidaron de mí. No tenía ninguna forma de saberlo. Era una forma rara de vida. El mozo me vestía todos los días. El guardia me bajaba para cenar y se quedaba junto a mi silla. No me permitían hablar con nadie, los invitados solo podían mirarme. Sentado en silencio, intenté escuchar lo que podía.
Un día, Krel estaba eufórico. Los cazadores habían cogido a Ram y a Celya, estaban escondidos en un campo de caña del delta. Al día siguiente estaba triste. Los llevaron a la comisaría y escaparon cuando cayeron en manos de los comandos de rebeldes. Un esclavo capturado decía haber visto al Señor de los Mundos en un campo de rebeldes, cuya corona le brillaba en la cara, e instruía un ejército de rebeldes.
—Propaganda —se burló el almirante—. Cuando le cojamos, le vamos a colgar bien alto.
Pero nunca llegaron a coger a Ram.
—Los nativos creen que es el Mesías que habían profetizado que vendría. —Kerl frunció el ceño con frustración—. Creen que ha venido para borrarnos del mapa y construir un imperio negro. Darían su vida solo por tocarle.
Los esclavos rompieron sus cadenas y acudieron en masa para seguirle. La rebelión se extendió por el delta. Los rebeldes quemaron el almarrá de Crail, la central azucarera, y un almacén en el que habían almacenado balas de algodón con un valor equivalente a quinientos esclavos. Normalmente, aceptaba sus pérdidas encogiéndose de hombros, impasible, pero la tensión le estaba empezando a afectar.
Cuando una tarde, a una camarera se le cayó un plato, estalló de rabia, maldiciéndola y ordenó que la azotaran hasta que sangrara. La chica cayó a sus pies, suplicando clemencia. Transigió cuando su esposa protestó, susurró una disculpa y le dejó que se quedara junto a él, sollozando en silencio, hasta que terminó la comida.
Kenleth escuchaba con avidez todas las noticias que le traía.
—Ty Chenji debe de estar orgulloso y feliz.
Por el momento, Kenleth estaba contento. Sus ojos oscuros brillaban, dejó de mirarme a mí y desvió su mirada a las ventanas, mirando fijamente al otro lado del río hacia la enorme curva verde del delta. Parecía no ver las columnas que se elevaban de los campos o el casco negro de un carguero cargado de grano, encallado en las rocas del antiguo paso elevado.
—La gente le idolatra como a un dios. Los guerreros le siguen. Celya es la chica más bonita que he visto nunca. Le ama. Renunció a todo por escaparse con él. Él es un hombre muy afortunado.
Yo no sabía con certeza lo feliz que Ram se sentiría, pero los tambores de guerra parecían haber vuelto para él. El almirante informó de que sus lanchas cañoneras estaban trabajando en los canales y el cauce del río, cazando a los rebeldes, pero Crail le hizo admitir que era casi imposible coger a los hombres escondidos en los campos de caña de azúcar.
El general Gurnash había asumido el mando. Desembarcó con una brigada de policía para dar caza a los rebeldes, recorriendo campo por campo. Recién llegados de Icecape, no sabía que la mitad del delta era terreno ganado al mar que se encontraba por debajo del nivel de este. Los rebeldes cortaron los diques, inundaron los caminos, dejaron inundadas las unidades blindadas. Atrapado, indefenso, rodeado, Gurnash renunció a rendirse.
—¡Un héroe! —dijo Krel—. Los esclavos quieren sus armas. Nunca los abandonará.
En un asalto a media noche, los rebeldes acabaron con la brigada y tomaron el cuartel del general. En un ataque de venganza, el consejo ordenó que el comandante del campamento de la isla del río colgara a la mitad de sus prisioneros, y cortara las manos a la otra mitad, y los soltara para que vieran el precio de la libertad.
Desesperado, el consejo empezó a liberar esclavos para conseguir batallones de negros. A todo hombre sano que quisiera unirse se le ofrecía un certificado de registro y la promesa de entregarle toda la tierra que pudiera labrar.
Según las amargas palabras del almirante, esas medidas se colocaron en las paredes. Los nuevos reclutas desertaron con la misma rapidez con la que les habían formado y armado. Los comandos negros llevaron pólvora robada para derribar las columnas de piedra de un viaducto por el que llegaba el agua. Una noche prendieron fuego a una barcaza amarrada en los puertos comerciales. El fuego consumió casas y almacenes y se extendió hasta la ciudad. Desde la ventana de la terraza vimos que durante el día, el cielo estaba oscuro por el humo y por la noche de color amarillo por las llamas.
Una tarde, Krel llevó un invitado especial a la cena, un teniente de policía que los rebeldes habían capturado y liberado. Había visto a Ram, y trajo otra petición de tregua.
—Siguen ofreciendo paz y comercio libre —dijo—, si los liberamos.
—¡Nunca! —La cara enferma de Crail se tornó sombría—. Todo nuestro mundo está basado en ese sistema. Sin él, nos podemos dar por muertos.