27

Ram volvía todas las noches para la cena, junto con los guardias y Celya, se sentaba junto al final de la mesa. Todavía llevaba una venda blanca en la frente, pero los hematomas se habían curado. Ya no llevaba las rayas de la vestimenta de la cárcel, pero no parecía estar más contento con su atuendo formal almidonado y planchado.

Algunas veces guiñaba el ojo o me hacía un ligero movimiento de cabeza, pero no nos dejaban hablar. Los padres de ella le ignoraban con frialdad, pero ella se sentó junto a él, le sonreía, le presentaba a otros invitados como si fuera un amigo bienvenido. Los vigilantes estaban siempre cerca.

No supimos más de Zorn. Se había ido río arriba por el río Negro con su lancha cañonera, un batallón de infantería, una batería de misiles de largo alcance, tropas de apoyo y un cargamento de «cañones de vehículos lentos», decidido a matar a los rebeldes. Sus lanchas cañoneras, no encontraron ninguna resistencia y estaban ya cerca de las cascadas de Sheko, en primera línea.

Krel, el oficial de inteligencia, permanecía allí para compartir noticias de guerra con Crail. Una segunda flotilla subía por el río Sangriento para recoger refugiados y liberar los puestos de avanzada sitiados.

El almirante Kuch volvía a menudo. Era un hombre fuerte y reflexivo, con un tremendo apetito y unos ojos verdes y vivos en una cara anodina y suave; estaba siempre de buen humor y se deleitaba con su popularidad como ganador de la defensa de la nación. Cuidaba de sus barcos y sus hombres, habría sido jugador de póquer que ganaba siempre. Tenía la mitad de su flota en la reserva, todavía anclada en el puerto.

Había hablado en el consejo para oponerse a la aventura de Zorn.

—Conozco a Arkkie Zorn desde que éramos cadetes —le dijo a Crail—. Siempre le gustaba luchar y peleaba para ganar. Casi se mata, luchando para intentar mantenerse en lo más alto de su clase. Pero ahora estoy preocupado por él. Nunca ha sabido manejarse en la selva. Luchar con los negros de la selva es como boxear con humo. Son nómadas. No tienen ciudades, ni fuertes. Él puede disparar su cañón, puede que incluso le dé a algún salvaje en el sombrero, pero lo más probable es que no le dé a nadie. A la selva eso no le importa.

Celya estaba de vuelta con Ram todas las noches. Al principio, él estaba impasible y silencioso, y ella cautelosa y alerta. Vi cómo fueron cambiando. En mis clases de primero de carrera había visto surgir cientos de romances. Conocía las señales. Las miradas de ternura, los suaves toques, las sonrisas secretas. Se estaban enamorando como un Romeo que ha renacido y una Julieta extraña.

Sus padres no estaban más contentos que los Capuletos. Yo veía cómo miraban con hostilidad a Ram, la forma de fruncir el ceño mirándola a ella con frialdad. Sus ojos se llenaban de lágrimas cuando ella les devolvía la mirada. En ocasiones percibía alguna mueca de dolor. Debían de haber intentado razonar con ella. Ella habría dicho que era un agente secreto, que estaba encargada de inmiscuirse en cualquier cosa que ayudara a la causa. ¿Qué tenían que temer de un prisionero que estaba constantemente vigilado?

Ella debió de sentirse dividida entre dos lealtades en conflicto, pero ya no veía que le lanzara a Ram más sonrisas tiernas mientras el romance maduraba. La vi por primera vez ataviada con un vestido blanco sencillo, con el pelo liso largo y suelto. Enseguida se lo cortó, se lo rizó, algunas veces llevaba flores. Sus túnicas de encaje estaban diseñadas para que a través de ellas se viera su piel blanca y su cuerpo delgado, que a él le cautivó.

Él guardaba un silencio contenido, asintiendo impasible cuando los invitados curiosos querían conocerle y ella tenía que explicar que las condiciones de su liberación no le permitían hablar en público. Hablaban bastante el uno con el otro, murmuraban con suavidad, con las cabezas inclinadas al unísono. Sus hombros se tocaron. A menudo ella le cogía el brazo. Una vez vi su mano sobre el muslo de ella. Sentí miedo por él y un fuerte desasosiego por Kenleth y por mí.

Los días pasaban y no había noticias recientes sobre la guerra. Periclaw y el delta todavía estaban intactos, los puertos comerciales seguían funcionando. Los cargueros seguían desplazándose por el canal camino del mar, cargados con grano, azúcar y ron para Norlan. El general Zorn había llegado a las cascadas de Sheko, a la parte navegable más alta del río Negro. Según el último informe, había hecho subir a sus efectivos de infantería por los acantilados más allá, para atacar un bastión nativo.

Crail era optimista.

—Nos guste o no —le dijo al almirante—, los rebeldes llegarán a saber lo tontos que son. Si quieren, pueden incendiar unos cuantos edificios y dejar que se pudran las buenas cosechas, pero olvidan que volverán a la Edad de Piedra sin nosotros. Necesitan nuestros metales para todas las herramientas y cacharros que utilizan, nuestras medicinas para salvarles de las fiebres de la selva, nuestra fe para alejarlos del Infierno.

Levantó la voz, mirando a Ram y a su hija.

—Si quieres ver el peligro real que corremos, mira a esos pocos que se engañan cuando dicen que quieren terminar con la esclavitud. Dicen que es cruel. Están equivocados. No se dan cuenta de lo que ocurre. Los trabajadores de mis plantaciones viven mejor que sus familiares de la jungla. Consiguen comida, casa, atención médica, protección frente a sus hermanos de la selva que les darían caza por conseguir calaveras como trofeo.

Celya enrojeció y se mordió el labio. Ram se quedó mirándola fijamente con frialdad. Los gritos de la hermana moribunda de Sherleth resonaban en mi mente.

Kenleth estaba confinado en su habitación, tan impaciente como un mono enjaulado. Intentaba hablar con la criada que le llevaba las bandejas y limpiaba la habitación. Ella se limitaba a ponerse la mano en los labios y negar con la cabeza. Nosotros jugábamos a tirarnos manzanas verdes sin que se cayeran. Él aprendió a hacer malabarismos con ellas. Continuamos con nuestras lecciones de idiomas. Me hizo un millar de preguntas sobre los trilitos y los mundos que habíamos visto y sobre la Tierra.

Si alguna vez volvía, ¿podría venir conmigo?

Le dije que sí, si es que podía escapar de los Crails. Si Ram viniera con nosotros. Si pudiéramos encontrar a Derek y Lupe. Si ellos hubieran encontrado el camino a casa. Si Ram todavía tenía su llave esmeralda. Si podíamos hallar un trilito intacto, programado para llevarnos en la dirección correcta.

Aquello parecía un sueño absurdo, pero hizo que su cara de preocupación se iluminase. Algunas veces, en las largas noches de nervios, casi me lo creía. Después de todo, los milagros ocurren alguna vez. Nada era lo que parecía. La misma puerta del Sáhara era la mejor prueba de ello.

El clima de guerra sufrió un repentino cambio. Una tarde, Krel y el almirante llegaron tarde a cenar. Irrumpieron juntos, empujando al mayordomo y corrieron a susurrarle algo a Crail al oído. Se levantó para apiñarse con ellos. Nos sentamos a esperar hasta que dio un golpe al vaso y bajó la vista a la mesa.

—Malas noticias. —Su vieja voz era demasiado débil para poderle oír—. Malas noticias.

Volvió a sentarse como si sus rodillas estuvieran demasiado débiles y dejó que hablase el almirante.

—Hasta hoy, no se ha sabido nada del general Zorn, desde que dejó sus barcos debajo de las cascadas de Sheko.

Hablaba despacio y con cautela, quizá repitiendo el testimonio que había prestado ante el consejo. Se paraba de vez en cuando, se volvió hacia Krel para escuchar de su boca una palabra o una señal de apoyo.

—Enviamos tres embarcaciones río arriba para conseguir información. Las dos primeras nunca llegaron. La tercera acaba de volver, con un hombre que se encontraron en el río en un bote pequeño. Cuentan una historia que no quería creerme hasta que el servicio de inteligencia lo confirmó con detalle.

—El detalle más convincente proviene de las fuentes nativas —dijo Krel—. Las tribus salvajes siguen en contacto con el ruido de los tambores. Por la noche se escucha el ruido de los tambores.

—Este hombre había sido oficial de Zorn —continuó el almirante—. Había continuado con Zorn más allá de las cascadas. Habían escuchado historias sobre un templo de Anak que estaba en ruinas y un centro de dominio nativo en una zona que nunca había sido explorada. El oficial cuenta que sus guías nativos los sacaron de la jungla y avanzaron a través de una llanura yerma donde la vegetación era escasa y rara. Describe una planta que los negros llaman la lombriz intestinal.

—También llamada la flor de Sheko —dijo Krel—, o la flor de la muerte. Sheko es su diosa de la muerte.

—Es una planta peculiar —dijo el almirante—, rastrera. Las hojas son negras y enormes. Un tallo central corto tiene una única y enorme flor que emana un fuerte olor. Los miembros de la hermandad dicen que es repugnante, pero embriagadora. Los nativos querían que Zorn se mantuviese alejado, pero él se sentía seguro en su vehículo blindado. Hizo que su conductor le acercase.

»El oficial dice que la peste hizo que todos se quedaran atontados y que no está seguro de lo que pasó, pero la flor escupió algo que alcanzó a Zorn y se le pegó en la cara. Puede que fuera algún tipo de semilla o fruto. Parecía como una ciruela madura, pero dice que intoxicó a Zorn. Lo olió, lo probó y se lo tragó entero.

»El hombre dice que pareció que mejoraba. Consiguió continuar hasta las ruinas, que el oficial describe como una montaña de piedras rotas. Dice que eran grandes bloques negros, como de los que se usaron para construir la comisaría central. Cree que el lugar había sido una fortaleza más que un templo.

»Allí, Zorn se mareó. Había perdido la cabeza y estaba débil así que lo llevaban en una camilla. La última noche gritaba de dolor. El oficial llamó a un cirujano del ejército, pero Zorn mandó a los dos que salieran de la tienda. A la mañana siguiente había desaparecido.

»El oficial omitió los detalles de su informe escrito, pero bajo juramento, asegura que encontró una enorme serpiente de escamas negras enrollada en la cama de Zorn. Dice que no estaba drogado ni bebido, sino que la serpiente le echó una maldición hablando con la voz de Zorn antes de que saliera reptando de la tienda y desapareciera entre las ruinas. No quedó nada de Zorn excepto su piel vacía.

El almirante dudó y se dio la vuelta hacia Krel.

—El cirujano no pudo salvar la piel —dice Krel—, pero el oficial volvió con su diario. La enfermedad está diagnosticada como un parásito intestinal. No vio en ningún momento una serpiente. Hay un párrafo en el que hace algunas especulaciones que interrumpió y está sin terminar. Los últimos apuntes del diario están dedicados a otra enfermedad de la jungla que casi mata al propio oficial.

El almirante le hizo una seña con la cabeza mirando a Crail. Se quedó sin voz cuando intentó hablar. Cogió un vaso y tragó algo que no era agua. Se atragantó, tosió y, casi sin aliento, intentó respirar.

—Era algo horrible. —Su voz era un chillido ronco—. Espero que nunca llegue aquí. La traducción del término nativo es color rojo sangre. Les sobrevino en las ruinas. Los primeros síntomas fueron fiebre alta y una erupción cutánea abrasadora. Según cuenta el cirujano, las víctimas morían pronto. Sangraban con profusión en sus últimas horas por todos los orificios corporales. Todos los cuerpos…

El almirante volvió a quedarse sin voz y se agarró a la mesa para mantener el equilibrio debido a otro ataque de tos.

—Todos los cuerpos se deshacían en sangre. El mayordomo jura que era horrible para todos los blancos que la contrajeron. Dice que los negros eran inmunes. Los que tenían mezcla de ambos normalmente caían enfermos. Los cuarterones y ochavones tuvieron fiebres altas y sudaron sangre, pero casi todos se recuperaron. El cirujano esperaba utilizar la sangre negra para desarrollar una vacuna, pero murió antes de poder intentarlo.

—¿Muerto? —Temblando, Crail agarró el brazo del almirante—. ¿Muerto de qué?

El almirante tuvo que toser de nuevo.

—La fiebre de la jungla. Se retiraron y se llevaron la infección consigo. El oficial es un ochavón. Cayó enfermo cuando volvió a las cascadas, pero sobrevivió. Dice que se extendió a las tripulaciones y las tropas que estaban esperando allí. Contó que estaba fuera de sí, pero recuerda el pánico, con motín y lucha, antes de que lo llevaran en un barco hospital.

»Cuando se estaba recuperando, se dio cuenta de que era el último hombre que quedaba a bordo. El barco estaba encallado en el canal. Dice que todos los barcos habían quedado vacíos y la mayor parte de ellos embarrancados o quemados. Los demás supervivientes debían de haber desaparecido en la jungla. Cuando tuvo suficiente fuerza, encontró un barco y continuó bajando por el río.

Crail tragó algo que le afectó a la voz y le dejó doblado sobre la mesa.

—¿Supervivientes? —dijo entrecortadamente al almirante—. ¿Dónde están los supervivientes?

El almirante se volvió hacia Krel y esperó a que se encogiera de hombros, asintiendo.

—Ty, no hay supervivientes.