25

Las calesas esperaron a la puerta del museo. Ella se metió en una y se puso la primera. Kenleth y yo la seguimos en otra, con dos guardias mulatos marcados que iban detrás, Llegamos a un tramo de calles anchas y mansiones impresionantes con parques y muros de piedra altos que las rodeaban. Nos paramos delante de una puerta con barras de hierro forjado.

—Te reunirás con mi pueblo —habló mientras esperábamos a que un guardia negro abriese la puerta—. Mi padre es presidente de la asamblea. Es dueño de una plantación del delta, en la que hay dos mil esclavos. Mi madre es una heredera Icecape. No te quería en mi casa, pero mi padre insistió y la gente es curiosa. Ha invitado a gente a cenar.

Con el ceño fruncido, como estudiándome, miró inquisitivamente mi barba desgreñada y mi pelo sin cortar, mi ropa sucia y harapienta.

—Hay que ir con ropa de etiqueta.

La puerta se abrió. En el interior, un ancho pasillo daba a un pórtico con columnas de mármol. Un mayordomo negro vestido de un blanco inmaculado nos recibió en la puerta y miró a Kenleth con desdén.

—Tendrás que dejar al muchacho —dijo—. No se le permite entrar en la casa. Dormirá en los cuartos para esclavos.

—No es un esclavo —le dije—. Se queda conmigo.

Ella frunció el ceño con seriedad.

—La residencia en Periclaw está limitada a los blancos. No se permite la entrada a nadie más.

—Su madre era blanca.

—Pero él no lo es. —Su voz cada vez era más cortante—. Quienes no son blancos y son residentes deben estar registrados y tener licencia y número. Normalmente están marcados.

Vi que Kenleth se estremecía como si pudiera notar ya el hierro candente.

—Su madre nació aquí en Periclaw. Su padre era un oficial de la autoridad. Ella tuvo que salir de la ciudad antes de que él naciera para salvar su vida y la de él. Él no escogió el color de su piel.

—Es una pena. —Se encogió de hombros—. La ley es la ley.

La costumbre es la costumbre. Nosotros tenemos una forma de hacer las cosas.

—Kenleth se queda conmigo —dijo—. O yo me quedo con él.

—Es incuestionable. —Se quedó parada—. Soy responsable de custodiaros y de vuestra seguridad.

—Me arriesgaré. —Lo rodeé con mi brazo—. Está conmigo. Pongamos que es mi hijo.

Ella negó con la cabeza, tremendamente impaciente:

—Eso podría costarte derechos que vas a necesitar.

Le acerqué todavía más. Ella me miró durante medio minuto con los ojos infectados de odio.

—Tú verás —al final se encogió de hombros—. Su registro puede retrasarse.

—Gracias, Tyba Crail. —Intentó sonreírle, pero ella ya se había ido.

Al oír una áspera palabra suya, el mayordomo negro se encogió de hombros y nos escoltó por una escalera de mármol hasta una habitación de esquina en la tercera planta.

Cerró la puerta y nos dejó allí solos. Kenleth me rodeó con los brazos. Notaba cómo el corazón le latía con fuerza.

—Gracias, Ty Will —susurró—. No me gusta estar aquí.

Miró a su alrededor, estaba intranquilo. Las paredes eran altas, la habitación parecía enorme. Había mosquiteras colgando de una monumental cama con dosel situada en el centro. Las puertas de cristal blanco, con cortinas de encaje, daban a una terraza con barandilla desde la que se divisaba un mar de cubiertas de tejas rojas que se extendía hasta el río marrón, de anchura considerable, más allá del cual se veía una fila de campos verdes.

—Mi madre tenía fotos —dijo—. Vivió en lugares como este. Lamentaba haber tenido que dejar a su hermano gemelo y a sus amigos. Creo que sentía haberme tenido, pero yo la echo muchísimo de menos.

Yo mismo echaba de menos tremendamente tener noticias de Ram, de Derek y Lupe, allá donde estuvieran. Añoraba incluso a mis estudiantes y mis amigos de la universidad y los pequeños problemas sobre los que hablábamos en nuestro claustro de profesores. La Tierra se había convertido en un sueño imposible.

Se oyó la cerradura cuando se marchó el mayordomo. Intenté abrirla, pero no cedió. Sentí una repentina sensación de ahogo. Habíamos estado presos demasiado tiempo. Deseábamos salir y andar, sol y espacio y aire que respirar. Di un golpe a la puerta. Al cabo de una interminable espera, apareció un guardia mulato enorme.

—¿Quieren salir? —Sus ojos se abrieron mostrando sorpresa—. Ty, no tiene permiso para hacerlo.

Cerró la puerta y se oyó de nuevo la cerradura.

Para poder soportar tanto tiempo sin hacer nada, nos dimos clase de idiomas mutuamente. Yo recité lo que me sabía de Shakespeare e intentamos traducirlo. Kenleth escuchó con avidez cuando yo intenté contestar sus preguntas sobre la Inglaterra isabelina. La Tierra debía de ser tan extraña y maravillosa para él como el universo de los trilitos lo había sido para mí.

Avanzada ya la tarde, se abrió la puerta y entraron unos criados negros, en silencio, a prepararme para la cena. Un barbero silencioso me afeitó y me cortó el pelo. Un mozo negro me tomó medidas con tanto esmero como si fuera un sastre de los que había en mi pueblo natal y volvió con el equivalente a un esmoquin en Norlan. Una chaqueta blanca ajustada, unos pantalones blancos apretados que me llegaban por encima de las rodillas, un fajín de seda verde bordado con el monograma de Crail.

El mayordomo me condujo por las escaleras de espiral hasta una sala espaciosa y me llevó al sitio que iba a ocupar en una larga mesa de comedor, en la que había una vajilla de fina porcelana pintada a mano, minuciosamente dispuesta y una cubertería reluciente procedente de Icecape. En el candelabro dorado ardían ya velas perfumadas.

Los invitados todavía no habían llegado. Yo me quedé de pie detrás de la silla hasta que apareció Celya Crail. Iba vestida con una túnica de seda blanca, su aspecto era tan lozano y elegante como una joven actriz de cine que vuelve a casa. Me examinó con tono de desaprobación, me ciñó el fajín y recorrió el salón conmigo.

Las paredes alcanzaban una altura considerable y en ellas había retratos tristes de la dinastía Crail. En un gesto de orgullo familiar, señaló unos cuadros de un carguero de vapor, del molino de azúcar Crail y una locomotora de vapor del ferrocarril Crail, que salía del delta camino de los campos de carbón y las minas de plata situados en dirección norte, a 160 kilómetros.

Entró su familia. Su padre era un hombre austero de barba blanca que miraba con seriedad a través de un monóculo de borde dorado que llevaba colgando de una cadena. Me hizo una reverencia formal bastante forzada y se dio la vuelta para susurrarle algo. Ella murmuró algo que hizo que él sonriera.

Su madre era una mujer delgada con mirada de halcón que iba maquillada de blanco color tiza y llevaba una corona de pelo naranja brillante. Se limitó a saludarme con un ligero movimiento de cabeza como distraída, y se volvió enfadada para regañar al mayordomo por algo que no fui capaz de percibir.

Celya presentó a los invitados a medida que entraban. Un comandante de la policía uniformado. Un oficial de inteligencia y su mujer. El secretario de la Autoridad del Río. Dos delegados del Consejo Supremo. Un viejo magnate del río que era propietario de un establo con esclavos de carreras. El banquero de Crail, un cuarterón cuyos gruesos dedos refulgían llenos de diamantes y oro. Me saludaron con leves movimientos de cabeza o con miraditas inquisidoras, reverencias formales o miradas de indiferente descrédito, pero nunca con la mano abierta en señal de amistad.

Ram todavía estaba ofreciendo su testimonio ante el Consejo. Algunos invitados tenían sus propias preguntas. El oficial de inteligencia preguntó si era verdad que ambos veníamos del planeta mágico del cielo. ¿Había visto alguna prueba real de que la bisabuela de Chenji era una esclava del delta que se había fugado? ¿Llevaba consigo armas mágicas?

Clavó sus astutos ojos en mí y me preguntó por los compañeros nuestros que faltaban, el mago Ironsmith y su ayudante femenina. ¿Conocían de verdad los secretos del trueno y del relámpago? ¿Habían sido capaces de hablar uno con otro de un lado a otro del mundo? ¿Dónde estaban ahora? ¿Escondidos en la jungla quizá, lanzando conjuros malignos para los rebeldes? Al final se encogió de hombros y se fue.

Un ingeniero me preguntó con desdén por las puertas mágicas. Me preguntó cómo habíamos podido saltar entre esos mundos suspendidos en el cielo sin alas que nos levantasen ni puentes que cruzar. El comandante tenía preguntas perspicaces relativas a los miembros de la hermandad. ¿Eran guerreros? ¿O sacerdotes de Anak y Sheko? ¿Dirigían a los rebeldes?

Era una pequeña comedia macabra. Ninguno se creía nada de lo que les dije. Estaban intentando engañarme para que contradijese el testimonio de Ram. Si la situación no hubiera sido tan espantosa, podía haberme reído del retraso tecnológico que hacía que todo lo que intentaba contarles sobre la Tierra y todas las maravillas que había visto desde que salimos de ella parecieran cuentos de hadas.

Un artista cuarterón pelirrojo me hizo posar para hacer un dibujo en carboncillo. Trabajaba para el periódico de Crail. Parecía un poco más abierto que la mayoría, quería hacerme una entrevista sobre la Tierra y mi vida allí cuando le dieran permiso, pero nunca llegó a hacerlo.

Los camareros ofrecían vasos llenos de una bebida muy fuerte procedente de la destilería de Crail. Cuando Celya intentó presentarme, no hubo respuesta alguna, el jefe de la Autoridad del Río fue a por un vaso y se dio la vuelta para preguntar al comandante por la seguridad en el puerto.

—No se preocupe. —El comandante se encogió de hombros—. La flota llegará pronto con tropas para recuperar el río y zanjar el problema.

Crail estaba cerca y lo había oído.

—Claro que necesitamos apoyo de Norlan, pero tenga en cuenta lo que le digo. —Levantó el monóculo para mirarme y se dio la vuelta para hacerle una seña al comandante—. He oído hablar mucho de ese mirlo raro y de sus marionetas. No tendremos paz en el río mientras le dejemos que siga cantando.

—Es verdad, señor. —El comandante levantó su vaso e hizo un brindis—. ¡Que muera ese demonio negro y todas las brujas que están con él! ¡Que mueran todos los matones y traidores que pretenden ayudarles o darles armas!

La gente se dio la vuelta para mirar fijamente. Cuando entró un grupo de músicos negros, me sentí aliviado. Celya dijo que eran nativos, que el museo había querido mostrar la cultura de una tribu aislada de las montañas noroccidentales. A mí, me parecía que sus canciones sonaban fatal, pero debían de expresar su lealtad a Periclaw. Consiguieron un aplauso de cortesía.

El mayordomo sostenía en su mano un gong para que lo tocara Crail. Con su voz alta y débil por la edad, nos pidió que nos levantáramos y empezó la comida dando las gracias al Creador desconocido de todas esas abundantes bendiciones y rogando una oración por Él para que limpiase de pecado con el dolor del fuego sagrado las almas errantes de todos los traidores.

—Por favor, continúen en pie —dijo—, para guardar un momento de silencio en recuerdo de Benkair Var, atrevido explorador y gran amigo mío. Puede que hayan visto su colección de antigüedades prehistóricas en una sala de arte antiguo. Nunca volvió de su última expedición a una zona al norte del río Sangriento que no se encuentra en los mapas.

Acabo de enterarme de que está muerto.

—Lo mataron los Slabro-Slabroc —me dijo Celya—. Un parásito de la selva. También llamado la lombriz intestinal.

Detrás de cada silla había una camarera joven, de pie y en silencio, vestida con un uniforme almidonado blanco. Yo estaba colocado en una esquina, entre el oficial de inteligencia y el ingeniero. El ingeniero se estremeció y le pregunté si la fiesta de Var podía haber ocasionado el retorno de la infección.

—No hay peligro —dijo Celya— porque no volvió ninguno.

Acaba de llegar una expedición de rescate con esa trágica noticia. Encontraron los apuntes y las cámaras de Var en su último campamento. Afortunadamente, escaparon de la infección.

—¡Un bicho malo! —murmuró el oficial—. El propio Chenji no supone ninguna amenaza, pero sugiere que los rebeldes podrían intentar utilizar la enfermedad como arma. El equipo médico está considerando esa posibilidad.

Se volvió hacia mí como si esperase una respuesta. Yo tenía miedo de que cualquier cosa que dijera perjudicara a Ram, por lo que me mantuve en silencio. Como no podía decir nada que él pudiera creerse, me sentí aliviado cuando comenzó la comida. La camarera que estaba a mi lado era joven y encantadora, probablemente fuera una ochavona, tenía el número de licencia tatuado en la frente de color crema pálido. Hizo una leve reverencia, sonrió y dijo que se llamaba Sherleth.

—Os sirvo a vos señor —me susurró en el oído—. Decidme lo que deseáis.

Lo que en ese momento deseaba era saber cuál era el protocolo en Norlan. En mi sitio había un plato de oro enorme rodeado por un número desconcertante de servilletas de seda, cuencos, tazas y vasos, cuchillos de plata y tenedores y cucharas. No sabía cómo utilizarlos así que observé cómo lo hacía el ingeniero.

Parecía divertirse al verme cómo le imitaba y yo me relajé un poco cuando me sorprendió que en realidad no tuviera que preocuparme por aquello. Si hubiese sabido cómo era la etiqueta, me podría haber delatado como un Norlander nativo, un traidor a mi raza.

Sirvieron muchos platos, elaborados, acompañados por una serie de bebidas alcohólicas. Sherleth me sirvió con una absoluta entrega, volviendo a llenar cada vaso o plato que tocaba, preguntándome lo que no me gustaba cuando probaba los licores y jugueteaba con la comida.

Una depresión incurable me había quitado el apetito. No importaba si el consejo colgaba a Ram o le dejaba libre, era consciente de que él no podía acabar con la esclavitud porque este mundo funcionaba gracias a ella. Se podía decir que esta gente era buena o mala, o ni lo uno ni lo otro, pero lucharían a muerte para defenderlo.