23

La cárcel estaba detrás de la larga fila de edificios de ladrillo rojo por la que habíamos pasado, su elevada pared de ladrillo estaba coronada con cuchillas de cristal roto. El guardián era un mulato grueso vestido con un uniforme marrón, con la piel de color chocolate con leche, y tenía su número de licencia marcado en la frente. Le pregunté por Ram.

—Un invitado especial. —Sonrió y extendió las manos para saludarnos, pero yo me preguntaba cuál era su intención—, incomunicado. Las órdenes son las mismas para ti y para el niño sin licencia.

Más amigable que Hawn, aunque no tan culto, nos tuvo una hora en su despacho escuchando mi historia con tanta atención que llegué a pensar que quería contrastarla con la de Ram. Me dio las gracias como si estuviera casi decidido a creerme, y nos puso en una celda en el sótano, un piso reservado para los blancos.

Estuvimos allí diecinueve días. La celda estaba limpia, la comida se podía comer, pero aquellos días fueron interminables por la inseguridad y el miedo que nos atenazaba. Los guardias eran negros que no hablaban nunca. Me dediqué a dar paseos por la celda para hacer ejercicio, pero nunca nos permitían salir de la celda. Kenleth quería aprender inglés. En la mañana del día número diecinueve, para aliviar el odioso tedio, estaba enseñándole a recitar unas líneas que conocía de la Tempestad de Shakespeare.

Sonaron las cerraduras. Los guardias nos llamaron, nos llevaron a una sala que parecía de juntas y nos dejaron allí sin más explicaciones. Nos sentamos a una larga mesa, esperando nerviosos, hasta que volví a oír a los guardias. Se abrió la puerta. Una mujer joven y atractiva estaba allí de pie, mirándonos con sus penetrantes ojos azules.

Nos levantamos y miramos hacia atrás. Su piel era delicada y muy blanca, tenía los pómulos altos, los ojos bastante separados. Llevaba el pelo liso de color platino cayéndole por la espalda. Su vestido blanco corto parecía de seda. De su cuello, pendía una delgada cadena de oro con un colgante grande en forma de lágrima que despedía un brillo grisáceo.

Aportó al aire rancio de la prisión un aroma fresco y dulce como las lilas que en primavera plantaba mi padre en el camino de grava de la entrada en la parte delantera de la casa. Era un rayo de luz en la habitación sombría de la prisión.

Habló con los guardias. Salieron y cerraron la puerta.

—Hola. —Estaba bien informada y sabía inglés—. ¿Ty Will Stone? —Esperando a que yo asintiera, volvió a mirarme. Sus ojos eran azules e intensos, su agradable cara ovalada demostraba valentía. Me recordaba al personaje de Miranda de Shakespeare.

Se volvió hacia Kenleth.

—¿Ty Kenleth Roynoc?

Él extendió las manos e hizo una leve reverencia para saludarla, sonriendo con una instantánea adoración.

—Soy Celya Crail, del Museo de Historia Antigua. —Nos hizo una señal para que nos sentáramos—. He leído el informe del oficial Hawn y he hablado con Ty Chenji. Cuenta una historia excepcional. Me gustaría confirmar algunos detalles si podemos hablar.

Su interés me hizo albergar una chispa de esperanza, aunque sus ojos dejaban vislumbrar algo de cautela.

—Ciertamente —dije—. Sé que la historia puede ser difícil de creer.

—Dice que vinisteis juntos de un mundo que él llama Tierra. ¿Viniste solo?

—Vinimos con otros dos. —Tenía que asumir que Ram había sido honesto con ella.

—¿Cómo se llamaban?

—El doctor Derek Ironcraft y la doctora Lupe Vargas.

—¿Dónde están ahora?

—No lo sé. Los perdimos en otros mundos antes de llegar aquí.

—¿Perdidos? ¿Cómo?

—Unas extrañas criaturas los capturaron y se los llevaron.

—¿Puedes describir esas criaturas?

—Eran enormes. Una parte de sus cuerpos parecía metálica. Saltaban sobre grandes piernas y volaban o planeaban sobre estrechas patas.

Al verme la cara, me preguntó más cosas sobre Derek y Lupe. ¿Cuántos años tenían? ¿Cuánto medían? ¿Cuánto tiempo hacía que los conocía? ¿Sus padres vivían o tenían niños? Si eran profesores, ¿qué enseñaban?

Me dijo que quería verme las gafas y las inspeccionó de cerca. Me preguntó por el reloj. Le dije que servía para medir el tiempo en la Tierra, y se lo di. Ella observó cómo se movía la manecilla del segundero, se lo acercó al oído y escuchó con seriedad mientras intentaba explicarle por qué los días en la Tierra eran distintos.

—Un reloj. —Asintió y me lo devolvió—. Nunca he visto uno tan pequeño.

Se calló para buscar otra vez mi cara, y asintió como con decisión.

—Gracias a los dos. —Sonrió a Kenleth, lo cual le agradó, y se volvió hacia mí—. Parece que corroboras la historia de Ty Chenji.

La sonrisa desapareció cuando pregunté si podía verle.

—Me temo que es imposible. —Se calló para después fruncir el ceño mientras miraba a Kenleth—. Me dejaron entrevistarle, pero le mantienen en un estricto aislamiento, con una seguridad extrema.

—¿Ty Ram? —La voz de Kenleth era un gemido nervioso—. ¿Le van a colgar?

—Espero que no —le dijo, y se dio la vuelta mirándome con seriedad—. Si ratificas su historia, puedes salvarle la vida.

Estuvo en la prisión una hora con nosotros, haciéndonos más preguntas. Quería saber más sobre la Tierra y cómo vivíamos allí. Preguntó cómo Ram había podido abrirse paso de un mundo a otro. ¿Qué tipo de magia había hecho que las carreteras móviles estuvieran desplazándose tanto tiempo después de que murieran sus constructores?

Yo no tenía ninguna explicación al respecto.

Mi intento de describir el mundo virtual y el campo de batalla oculto la desconcertaron. Abrió un cuaderno y me dijo que intentara dibujar un diagrama de los planetas gemelos y el cable espacial que los unía. Quería un dibujo de un robot multicelular. Me preguntó qué era lo que había matado a la civilización extinguida.

Parecía decepcionada cuando me limité a encogerme de hombros y mover la cabeza.

—Es un misterio que nos obsesiona a todos. —Frunció el ceño y negó con la cabeza—. Soy historiadora. Mi campo es la prehistoria, especialmente las pruebas de la cultura que dejó estas ruinas monumentales enterradas bajo la selva. No tenía ni idea de que su poder alcanzase otros mundos. Tú y Chenji habéis descubierto pistas fantásticas como respuestas. Os lo agradezco.

Una sonrisa fácil hizo que se le dibujaran hoyuelos en las mejillas. Parecía bastante más joven que la mayoría de los historiadores que conocía y su aire de erudito me sorprendía.

Cuando le pregunté más sobre esas pistas, suspiró y negó con la cabeza.

—Ya tenemos bastantes misterios y ninguna respuesta real. Los exploradores han descrito las ruinas y recogido cuentos populares nativos y mitos al respecto. En el museo estamos coleccionando artefactos del Grand Dominion para exponerlos en una sala. Los investigadores han intentado descifrar la escritura, pero hasta ahora no han encontrado ninguna pista.

Se sentó un momento, miró a Kenleth frunciendo el ceño y se dio la vuelta para mirarme.

—¿De todos esos mundos, no encontrasteis ninguna pista de lo que los destruyó?

—Quizá la guerra. Encontramos un cañón o lanzador de misiles enorme junto a una carretera que constituía todo un misterio. La carretera seguía desplazándose por entre un mundo muerto, aunque se habían destruido algunos tramos, cuya causa era, al parecer, unas fuertes explosiones. Encontramos armas y esqueletos humanos en el campo de batalla lleno de cráteres escondido bajo el mundo virtual.

—Esa debe de ser la respuesta. —Asintió—. Los nativos adoran a un dios negro que llegó del cielo con una consorte blanca para crear a la humanidad y gobernar en el Grand Dominion de la humanidad. Hubo una etapa dorada, hasta que se enamoró de una creación suya y yació con mujeres humanas.

»En un ataque de rabia, su consorte transformó a su prole blanca en demonios y levantó un ejército de ellos para que se rebelaran contra él, matándole al final y destrozando toda su obra. El mito puede reflejar acontecimientos reales aunque la lógica parece un poco retorcida. Hay muchas pruebas de que hubo un conflicto violento: muros rotos, torres caídas, ruinas enigmáticas enterradas hace años.

—Yo creo que hubo una guerra entre razas.

En su cara se reflejaban los problemas, miró a Kenleth y negó con la cabeza. Se removió incómoda y me lanzó una mirada nerviosa. Volvió a mirarme a mí con seriedad.

—Gracias a Ty Chenji, me temo que está volviendo a ocurrir.

—No le culpes —le supliqué—. Nació con la marca de nacimiento, pero no vinimos aquí para causar ningún problema. Las puertas eran una trampa que nos atrapó. Nos hemos perdido vagando por ahí, buscando una forma de volver a casa.

—Eso es lo que dice. —Se encogió de hombros—. No importa. Tiene en la frente esa corona brillante. Los nativos creen que él es el hijo de Anak que esperábamos, que ha sido enviado desde el cielo para liberar a los esclavos y llevarlos a conquistar el mundo.

—¿La rebelión de los esclavos? —Esperaba que asintiera—. Supongo que es una amenaza real para Periclaw, pero Ram Chenji salió de la selva, arriesgando su vida, para llevar una oferta que pusiera fin a los problemas. ¿No hay ninguna posibilidad de algún tipo de tregua?

—¡Es idiota! —Su voz se tornó violenta—. Un tonto al dejar su guarida en la selva. Los esclavos nunca serán liberados. Está pidiendo que le cuelguen por las costillas como a los demás rebeldes.

Dio una palmada y se levantó. Los guardias abrieron la puerta.

—Gracias, Ty Stone. —Abrió las manos e hizo una reverencia—. Tú y Ty Chenji me habéis dado respuestas. El Grand Dominion debió de ser más grande de lo que imaginé. Me habéis dado pistas tentadoras sobre cuál fue la causa de su hundimiento.

—¿Una guerra? ¿Cuál podría haber sido la causa?

—Una rebelión negra. —Su cara se le volvió sombría—. Mató el Grand Dominion. La civilización que dejó sus ruinas aquí en la selva. Casi borra a la humanidad de un plumazo. A pesar de los mitos, el Dominion nunca ha sido negro. Era un imperio blanco, basado en la esclavitud. Ningún otro podría ser responsable de las maravillas de la ingeniería que creó. Las mentes embotadas por el trabajo manual nunca podrían haber alcanzado los otros mundos que describes.

La idea me sobrecogió.

—Es difícil de creer —se calló para dejarme continuar—. No vimos ningún rastro de esclavitud humana en esos otros mundos. No hay prueba de ningún trabajo humano. Esas extrañas carreteras se movían solas. En el cable espacial no había ningún humano. La gente como nosotros debió de vivir en el último planeta que vimos, pero no necesitaban esclavos. En su lugar, encontramos esos robots, esperando trabajar para quien sepa cómo dirigirles.

—De eso se trata. —Me señaló con su delgado dedo—. Como te dije, Ty Chenji, los robots deben haber dejado a los negros sin nada que hacer, sin trabajo, sin un sitio en el que quedarse. Como niños ociosos, se pusieron a hacer travesuras. Creo que intentaron quedarse con el poder de los blancos, sin tener la capacidad para utilizarlo. Fue su estupidez animal la que destruyó el Grand Dominion.

Se encogió de hombros y se levantó para irse.

—¿Tyba Crail? —Kenleth se levantó nervioso—. ¿Estamos en peligro?

—Quizá. —Cabeceó con seriedad, pero le miró sonriendo—. Te ayudaré si puedo.

Su mirada le seguía con cariño cuando salió de la habitación, y el aire se llenó de su aroma a lila.