20

—El Slabro-Slabroc… —Ram estaba sentado mirándome fijamente, negando con la cabeza, la luz de la marca de nacimiento centelleaba reflejándose por la pared—. Si los ancianos eran ingenieros genéticos, lo que crearon fue una pesadilla. Puede que para vigilar los lugares prohibidos. Ojalá nunca lo hubiera visto.

Se encogió de hombros y levantó la mano para tapar la luz mientras las botas del vigilante pasaban golpeando ruidosamente. La minúscula cabaña estaba en silencio, a excepción del murmullo de la corriente que daba en el casco y, a veces, el grito de alguna criatura en la lejana jungla.

—Es otro mundo —murmuró mientras las botas se alejaban—, que nos resulta familiar, pero al que todavía no pertenecemos. No creo que nunca pertenezcamos a él, aunque nos quedemos aquí hasta que muramos. Creo que ya formamos parte de él.

—Puede que no. —Intenté animarle—. Si alguna vez encontramos a Derek y a Lupe…

—No cuentes con ello. —Su voz era escasa—. No los espero… Se calló.

—Pero no podemos dejar que eso nos deprima. —Su cara triste se relajó y la corona se iluminó con algo parecido a una sonrisa—. Estamos aquí, puede que esto sea el Infierno de Mamita. Puede que en la puerta de entrada a su Cielo, si lo tenía. Tenemos que aprovechar al máximo cualquier descanso que se nos presente.

—¿Sobre la hermandad del corath? —le dije—. ¿Y tu iniciación?

Su voz se tornó más seria.

—Toron me advirtió de que, a partir de allí, Sheko había echado su maldición, pero yo le dejé que continuara dirigiéndonos. La exuberante jungla daba paso a un paisaje un poco más crudo. El camino se ensanchaba, serpenteando por entre árboles retorcidos y raquíticos. Algunas veces había un tramo de pavimento antiguo. Pasamos por delante de una losa de granito negro elevada, las inscripciones estaban borradas, y había un profundo barranco sobre un viaducto seco que en su momento llevaba agua a un campo lleno de montículos de piedra, que en su día fue una ciudad.

»Toron decía que eran las reliquias del Grand Dominion, que era una tierra rica y feliz hasta aquel aciago día en el que Sheko descubrió a Anak con una mujer humana. La rabia hizo que arrancara las estrellas del cielo para arrojárselas y sembró la muerte sobre él y sobre todas las mujeres que se atreviera a amar.

»Pero esa venganza no le hizo feliz a ella. Loca de pena por el amor que había perdido, reconstruyó las piedras de su palacio para hacer una tumba para él y sembró la semilla del Slabro-Slabroc para protegerlo de sus hijos bastardos medio humanos. Cuando acabó, construyó su propia tumba y se tumbó en ella, preparada para morir de pena.

Ram hizo un gesto de socarronería.

—La historia de Toron a mí me parece una auténtica tontería. Lupe dijo que esas leyendas casi siempre han surgido a partir de algún hecho real, pero es difícil de imaginar que haya una pizca de verdad en ella…

Se calló para escuchar un gemido débil y distante como de un alma en pena.

—Algunas veces me pregunto qué pasó con Sheko y su soplo de muerte. Mientras continuábamos, seguimos tropezándonos con señales de alguna plaga que nunca entendí. La maldita vegetación dio paso a una tremenda desolación. El sol parecía calentar más. Solo había unas cuantas nubes altas que no producían lluvia. Con esfuerzo, atravesamos la roca desnuda y las dunas de polvo amontonado.

»“El oscuro dominio de la muerte” —me miró con una sonrisa irónica—. Esa era mi frase predilecta para definirlo. Un rescoldo gris mortecino. No hay vida en ninguna parte. Me impactó. Piedra muerta. Arena muerta. Silencio muerto. No cantaba ningún pájaro. No se movía nada, ni una lagartija. Me quedé preguntándome qué fue lo que mató al Grand Dominion.

»Nosotros mismos estábamos cerca de la muerte, pero Toron siguió andando hasta que me enfadé. Me salieron ampollas en los pies. Nos quedamos sin comida, la última cantimplora de agua estaba medio vacía. Creí que deberíamos volver y le pregunté a Toron si estábamos demasiado lejos para volver. “No se puede volver”, estaba aprendiendo a hablar mi idioma “vamos hacia allá”. Le pregunté qué quería decir cuando decía “allá”. “Lugar de vida”, dijo. “Lugar de sabiduría. Cueva de nuestros mayores”.

»Al día siguiente —continuó Ram—, vimos un reflejo oscuro en el horizonte oscuro y por debajo, una débil línea verde. Al acercarnos empezó a subir, era una gran escarpadura de arenisca roja. A la mañana siguiente, llegamos a otro acueducto. Estaba medio en ruinas, todavía llevaba un hilillo de agua desde un manantial a los pies de un acantilado.

»¡Agua! —Habíamos estado desesperados buscándolo. Toron y sus hombres se arrodillaron para besar el suelo y darle las gracias a Anak. Hundimos la cara en el arroyo para beber, nos salpicamos unos a otros para quitarnos todo el sudor y la mugre. Siguiendo el acueducto, llegamos a un campo de maíz que estaba creciendo, y después a una fila de melones amarillos maduros, tan dulces como los cantalupos.

—¡Cielos! —Se encogió de hombros y se rio de sí mismo—. Creía que habíamos cruzado el Infierno de Mamita y que habíamos llegado a su Cielo. Nos atiborramos de melones y continuamos hacia el pequeño paraíso. Escuché lo que parecía un gorrión cantando. Un hombre nos gritó desde un árbol de mango. Le llamé y bajó para reunirse con nosotros.

»Creí que era un ángel del Cielo de Mamita, o por lo menos un santo. Un hombre negro, alto, vestido con una hermosa túnica y un turbante. Su barba larga y suelta estaba blanca por la edad, aunque parecía lleno de vida como yo, llevaba su cesta llena de mangos maduros. Se abrazaron, saludándose el uno al otro en un idioma desconocido para mí. “Olec Ahn”, dijo Toron. “La voz de los miembros de la hermandad”.

»Compartió sus mangos y nos guio por los acantilados hasta un saliente que protegía la entrada a una cueva caliza. Hizo sonar un gong al que acudieron una docena de hombres procedentes de los campos y de la cueva. “Miembros del Consejo”. “Los líderes de la Hermandad”.

»Eran un grupo pequeño y raro: todos eran negros, de cierta edad, pero estaban en forma, todos estaban uniformados con la túnica verde y el turbante. Nos rodearon, mirándome fijamente y haciendo preguntas a Toron en ese idioma que nunca había oído hasta entonces. Todavía estábamos muertos de hambre. Al final, cuando respondieron las preguntas, prepararon una fiesta: carne seca, fruta seca, y pan duro seco.

»Mientras comíamos, yo también tenía preguntas para Toron. Tardó en responder. “El lugar de los secretos”, dijo. “Los secretos te matan”.

»Los miembros de la Hermandad tienen secretos que he jurado guardar, pero hay cosas que puedo decir con libertad. La hermandad no es un gobierno; los negros están dispersos agrupados en cientos de bandas nómadas aisladas. No quieren gobierno. El Consejo de Miembros es como una pequeña universidad, con cierto parecido a un monasterio, a un congreso, pero sin un poder palpable. Solo tiene trece miembros, elegidos entre trece células dispersas en la jungla.

»Los miembros de la hermandad se consideran el último vestigio del Grand Dominion. Han estado intentando encontrar y conservar recuerdos, confiando en que se pueda restaurar y recuperar. Toron considera que nuestra aparición es un buen augurio. Existe la leyenda sobre un semidiós, marcado por la corona de los mundos, que vuelve atravesando la puerta de Anak para restablecer el Grand Dominion. Toron nos vio aparecer por allí. Ha visto la marca. Quiere creer.

»Pero él es realista, duda de los milagros. Se sabe que ha habido presos tatuados con la corona que tienen sus propios planes. Primero me confundió con otro, pero no importaba. Confiaba en utilizarme como símbolo para que promoviese la rebelión de los esclavos.

»Me llevó a ver los archivos de la hermandad y las reliquias del imperio perdido almacenadas en la parte de atrás de la cueva. La hermandad no tiene un sistema de escritura como tal, pero me enseñó montones de pequeñas astillas de bambú colgadas de cuerdas y marcadas por los bordes para grabar nombres, fechas y acontecimientos.

»Me enseñó un estante de libros electrónicos como el que me dio y un cofre de un material más brillante aún que el acero inoxidable. El borde era de oro y estaba lleno de pequeñas barras de cristal. Él los llamaba palos mágicos, pero hacía mucho que habían perdido la magia. Eran transparentes como el cristal, despedían destellos con luces de color y emitían notas musicales cuando los frotaba. Supongo que eran libros o datos por los que Lupe y Derek darían cualquier cosa.

—Mi iniciación empezó nada más llegar. Esa noche ayunamos. Al amanecer, me despertaron los tambores. Afuera había siete miembros en la cornisa bajo el saliente, moviéndose alrededor de una enorme caldera de cobre con corath hirviendo, cantando en falsetes con la voz quebrada. Los tambores se callaron al amanecer, pero el cántico continuó. Olec Ahn salió de la cueva para añadir una taza de polvo marrón que hizo que su brebaje se pusiera del color de la sangre.

»Sacó una taza llena y la sostuvo cara al sol naciente hasta que el cántico finalizó y se la dio a los danzantes quienes se la fueron pasando unos a otros y se la devolvieron. Llenó la taza para Toron y de nuevo para mí. El brebaje estaba abrasando y tenía un ligero sabor amargo. Tomé un trago y lo pasé.

Puso una cara rara.

—En la Tierra probé media docena de drogas distintas y ninguna me pareció tan fuerte ni me provocó adicción. Ese brebaje rojo era distinto. Actuaba lentamente, pero su efecto me aterroriza incluso ahora. Los ritos son secretos, pero hay una historia que si tuviera oportunidad, se la contaría a Lupe. Un mito de la creación que a ella le encantaría. Toron me lo tradujo.

»Todo tiene su origen en la más absoluta oscuridad. La primera estrella brillaba sola hasta que condujo a la aparición de las demás constelaciones. Cada estrella brillaba en solitario hasta que dio lugar a la aparición de sus planetas. No tenían vida hasta que el Primer Mundo extrajo lombrices del barro del mar Muerto. Esas lombrices subieron hacia la luz y se transformaron en Eternos, que eran inmortales.

»De los Eternos salieron Anak y Sheko, quienes enviaron robots a abrir las puertas y buscar otras mentes en el universo. Los robots encontraron vida en la Tierra y la transportaron a mundos estériles para sembrarla. Anak y Sheko llevaron allí a la especie humana y alimentaron la civilización que floreció en el Grand Dominion.

»Sin embargo, lamentablemente, ya no eran inmortales. Se pelearon. Sheko asesinó a Anak y ella misma murió de pena. Sin ellos, el Grand Dominion se sumió en miles de formas de perdición y muerte. Los pocos supervivientes de la hermandad están luchando por recuperar el mundo que perdieron.

Ram dejó de hablar, su cara negra parecía seria con el brillo de la marca de nacimiento, tenía la cabeza ligeramente inclinada como para escuchar esos ruidos lejanos de la jungla. Lo único que escuché fue un plaf lejano, como si un pez hubiera saltado en el río. Él se encogió de hombros. Vi su triste sonrisa burlona, y cuando comenzó otra vez a hablar, su tono de voz era más bajo.

—Esas palabras son las que pronunció Toron, según las recuerdo. Cuando ahora las pronuncio, parecen muertas, pero entonces, cuando se las oí cantar al ritmo de los tambores mientras los bailarines danzaban en torno al caldero de cobre estaban llenas de vida y fuego propio. Puede que fuera ese brebaje de color rojo sangre o que fuera producto de mi propia imaginación, pero sentía que la cabeza se me iba de formas indescriptibles.

»Compartí el sobrecogimiento de los danzantes cuando vieron aparecer aquellas primeras constelaciones de la oscuridad primigenia. Sentí el asombro de Olec Ahn mientras miraba los robots de Anak que acudían en enjambre a abrir las puertas y llevaban vida para sembrarla en otros planetas nuevos. Sentí un estremecimiento de terror en Toron cuando Sheko sembró la muerte en el mundo.

»Una experiencia inquietante. —Volvió a encogerse de hombros, y la marca dé nacimiento dejó ver su gesto con el ceño fruncido—. Siempre he ansiado la verdad. Primero aprendí de mi Mamita, que se ocupaba de mí antes de que yo fuera bastante mayor para ocuparme de ella. Me llenó la cabeza de lo que mi padre llamaba supersticiones.

»Su pueblo estaba compuesto de brahmanes devotos hasta que el exilio y África convirtieron el dólar americano en su dios. Mi madre fue criada como musulmana. Yo aprendí a rezar en la escuela de una misión cristiana. Vine a América con poca fe. Fueron Lupe y Derek quienes me enseñaron cosas sobre las ciencias, el método de preguntar la verdad a la propia naturaleza. Pero ese ritual…

Se estremeció, y la marca de nacimiento resplandeció.

—El ritual continuó hasta el atardecer. Olec Ahn nos dio una taza detrás de otra de su amargo brebaje hasta que el caldero de cobre se vació. En mi cabeza sigo oyendo los tambores. Los bailarines continuaron moviéndose hasta que empezaron a tambalearse y se desplomaron, cantando cosas de las que no puedo hablar. Me encontré en medio de su círculo, uniéndome al cántico como si siempre me lo hubiera sabido. Entonces lo entendí, o al menos pensaba que lo entendía.

Se encogió de hombros, con una mueca sombría.

—Estábamos sudando, cojeando, no nos teníamos en pie. Olec Ahn siguió pasando la taza para reanimarnos, pero uno por uno los danzantes cayeron al suelo hasta que solo quedamos Toron y yo. El sol se estaba poniendo cuando cayó y me dejó solo. Los tambores pararon. Lo último que recuerdo es que el mundo había cambiado a mi alrededor.

»Yo estaba solo bajo un cielo negro, negro por el humo, teñido de rojo por el fuego de una gran ciudad que ardía en ese desierto vacío que habíamos cruzado. Oía cómo pasaban misiles por encima de mi cabeza, la vibración de los disparos, fuertes explosiones sordas. Del humo salían fuertes destellos. Iluminaron grandes torres que caían, impresionantes cúpulas que se convertían en ruinas. A lo lejos se oían voces humanas gritando de agonía y terror.

Suspiró y negó con la cabeza.

—Algo terrible. Me temo que ocurrió de verdad aunque no sé cuándo ni cómo lo vi. Eso fue el fin… de los efectos que tuvo esa bebida amarga en mí. Me desperté en un amanecer frío y gris, tumbado en el saliente junto al caldero vacío, mi cuerpo estaba rígido y entumecido. Los tambores y el cántico habían parado. Lo único que oía era algún pájaro extraño que trinaba. Lo primero que noté fue un fuerte hormigueo en la marca de nacimiento que se convirtió en un dolor punzante que me recorría todo el cuerpo.

»Me quedé ahí hasta que recibí el calor del sol naciente y el dolor desapareció. Antes de incorporarme, el sol ya había subido bastante. Los danzantes estaban a mi alrededor, parecían tan muertos como yo lo había estado. Un fuego restallaba bajo el caldero y Olec Ahn apareció con una taza de té normal, hecho con hojas de corath tostadas y secas. Me reanimó. Uno por uno, los demás empezaron a quejarse y moverse.

»Creo que todos estábamos clínicamente muertos. Todos los recuerdos habían sido borrados.

Pestañeó y se estremeció, mirándome mientras fruncía el ceño.

—Se me había quedado la memoria en blanco. Mamita allá en Mombasa, Lupe y sus excavaciones, los años pasados en el este, incluso nuestras noches de póquer de los viernes, toda mi vida quedó borrada. Estuve todo el día ahí tirado en el saliente, intentando recuperar tanto la memoria como el movimiento de los miembros. Al atardecer pude levantarme. Los demás estaban todos despiertos. Olec Ahn los reunió en torno a mí. Se pusieron en cuclillas, con las manos extendidas, y empezó a cantar algo en la lengua sagrada.

»¡Rezándome a mí!

Dudó, mirándome con expresión cautelosa.

—Al principio las palabras sonaban extrañas, pero cuando llegó el amanecer empecé a comprender todo.

Se tapó la marca de nacimiento con su mano y dejó que la oscuridad inundara la cabaña.

—Me habían tomado por un dios. Por el hijo semihumano de Anak, nacido para liberar la tierra y sacar al pueblo de la esclavitud.