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Nos reuníamos todos los viernes por la tarde durante el semestre de otoño para estudiar minuciosamente los mapas y las imágenes de Derek, buscábamos información en Internet sobre el Sáhara, hablábamos con agentes de viaje y jugábamos muy poco al póquer. Todavía un poco escéptica, Lupe trajo monografías sobre la evolución de los homínidos.

—El tamaño del cerebro fue aumentando cada vez más y fueron aprendiendo a partir el sílex —dijo—, pero no creo que escondieran megalitos debajo del Sáhara.

Ram y Derek estaban deseando mirar.

—Si tuviera dinero —añadió Ram—, iría en un abrir y cerrar de ojos.

Derek consiguió que Ram le dejase micrografiar el colgante y hacer pruebas espectrográficas. No era una esmeralda, era silicona casi pura, con restos de níquel, platino y cobre. A pesar de no tener ni rastro de hierro, tenía una gran capacidad magnética. La cadena parecía de plata, pero era algo más dura que el acero.

Lupe envió los micrográficos a los expertos en escritura cuneiforme, jeroglíficos mayas y egipcios. Nadie fue capaz de descifrarlos.

—Vais por mal camino —nos sermoneó como si fuéramos sus alumnos—. Que yo sepa solo hay un fósil de Australopitecus en el Sáhara. Si estaban construyendo algo, desde luego no era nada parecido a Stonehenge. El Homo sapiens apareció en África hace más de cientos de miles de años. En la última era glacial, los artistas de Cromagnon pintaban las cuevas sagradas de España y Francia, pero no creo que debajo del erg exista una cultura avanzada.

Los agentes de viaje encontraron pilotos que habían viajado al Sáhara, pero nadie quería llevarnos al emplazamiento de Derek ni a ninguna zona cercana a él. Las rutas de caravana siempre habían evitado los ergs. Cualquier vehículo motorizado que fuera capaz de sortear las dunas costaba más de lo que podíamos permitirnos. Ningún avión aterrizaría en el erg ni volvería a sacarnos después. Un accidente en el que no muriésemos haría que nos quedáramos allí varados sin esperanza de ser rescatados.

Pero seguimos soñando. Una tarde, Lupe llegó pronto con enchiladas y una jarra con margaritas. Cuando nos comimos las enchiladas y limpiamos la mesa, le dijo a Derek que sacara los mapas y buscara sus imágenes por vía satélite del desierto oriental.

—Si estáis decididos, no seré yo quien os lo impida. —Pidió que llenaran de nuevo los vasos con margaritas—. No sé nada de la investigación por radar, pero podría merecer la pena echar un vistazo al semicírculo de piedras de Derek. El colgante de Ram sigue siendo un acertijo. Las perspectivas parecen muy malas, pero, si no nos arriesgamos, no conseguiremos nada.

—¿Entonces venís?

—Para echar un vistazo rápido… —Se encogió de hombros—. Podemos ir. Si encontramos algo que merezca la pena excavar, lo cual me sorprendería, podemos intentar volver el próximo verano con una beca de mayor cuantía y con más gente.

Antes del día de Acción de Gracias habíamos quedado en pasar las vacaciones de Navidad en el Sáhara. Lupe tenía becas que podía aprovechar. Derek vendió su coche. Yo conseguí un préstamo hipotecario que nos serviría a Ram y a mí.

Un día después de comenzar el otoño, salimos hacia Túnez desde Dallas, pasando por Heathrow y Roma. Totalmente adormilados después de pasar tantas horas en el aire, aterrizamos en el aeropuerto internacional de Djerba. Ram hablaba árabe con fluidez y francés bastante bien.

Pasamos tres días con agentes de viaje deseosos de mostrarnos todo. La medina, que era una herencia cultural de gran interés histórico. El zoco dorado, construido en el siglo XVII. La gran mezquita Ez-Zitouna, cuya construcción iniciaron los soberanos Omeyas en el año 732 y fue terminada por los Aghlabites en el 864. El zoco del Attarine, que estaba especializado en perfumes.

Algunos viajeros deseaban ver el emplazamiento de la antigua Cartago. Si realmente teníamos muchas ganas de pasar incomodidades, podríamos hacer un safari que nos llevara al sur, hasta las ruinas romanas, hasta el borde del desierto, pero no hasta el erg. No tenía nada de interés. No había restos de nada antiguo. No había nada con vida. Nada que se pudiera filmar. Los que eran prudentes lo evitaban. Las tormentas de arena podían ser repentinas, cegadoras, asfixiantes.

El tercer día, Ram encontró un helicóptero para alquilar. El piloto era argelino y había aprendido a volar en el ejército francés. Tenía un GPS que podía guiarnos hacia donde quisiéramos. Ram contaba con un alquiler, pagando una fortuna por adelantado, y dejó otra en depósito hasta que volviéramos a Túnez.

La lluvia retrasó nuestra partida, pero al final salimos con nuestro equipo a bordo y nos dirigimos hacia el sur por las montañas. Paramos para repostar en Gabès, una ciudad con oasis cercana a la costa. A partir de ese punto, la verde vegetación dio paso a un mar infinito de dunas marrones desnudas, sin nada más, un paisaje tan raro y exento de vida como la Luna.

Derek observó el GPS y estudió sus imágenes por satélite hasta que al final hizo que el piloto se parase sobre la duna gigante que decía que era nuestro destino. A mí me parecía exactamente igual que las otras cientos de miles. Hizo que nos quedáramos bastante tiempo sobre ella, manejando el localizador GPS.

Por fin, el piloto nos dejó con nuestro equipo y una docena de botes de agua en el suelo de la cavidad excavada por el viento al abrigo de la duna. A pesar de tener gafas de cristales gruesos, el reflejo del sol en la arena era cegador y el calor sofocante. El piloto despegó inmediatamente y quedamos ahí solos, azotados por el viento que levantaban las aspas.

Vi que se elevaba en el cielo mientras guiñaba los ojos y me quitaba el polvo. Mis compañeros parecían eufóricos. Sin que el asfixiante calor hiciese mella en ellos, montaron una pequeña tienda y estiraron el toldo para conseguir un mínimo de sombra. Me sentí repentinamente perdido mientras sudaba bajo aquel sol implacable; estaba tan lejos de aquel edificio marrón que mi abuelo había construido en la calle Primera, la casa en la que nació mi madre y yo crecí. No dije nada, pero no podía evitar sentir un profundo pesar, un momento de añoranza por la seguridad y tranquilidad de la vida universitaria y todas las actividades del nuevo semestre que empezaría enseguida.

Teníamos una radio. El piloto había prometido que volvería y nos recogería tres días más tarde, a menos que le llamáramos antes, pero yo sentía un profundo malestar. Allí agachados, abrieron las cajas de comida que habíamos traído del hotel.

Derek desplegó una de sus fotos. Dijo que su círculo de piedras enterradas debería estar en dirección norte desde donde estábamos, bajo el extremo de la duna. El viento había hecho que la arena de la zona en la que habíamos aterrizado saliera volando y se hubiera convertido en arcilla marrón dura. Lupe salió y cruzó al otro lado, dio una patada a algo y volvió a donde estaba nuestro equipo con una pala y una paleta. Ram le ayudó a cavar, hasta que se levantó para mostrarnos un extraño palo marrón.

—¡Huesos! —gritó—. O estamos en el lecho de un lago seco o en un antiguo abrevadero. Algo con lo que nunca habría contado. Puede que solo por esto haya merecido la pena el viaje, si estamos siguiendo la pista de algún homínido.

Derek quería llegar al emplazamiento de su radar, pero los huesos tenían prioridad. Nos dio una lección rápida del trabajo de campo y pasamos allí el resto de la tarde. Identificó un cuerno de antílope y lo que creía que era la mandíbula de un jabalí verrugoso.

—¡Pero ni un fragmento de cerámica! —Se encogió de hombros en señal de disculpa hacia Derek—. Ni una piedra que nos pueda servir de herramienta.

Derek estaba inquieto y deseoso de continuar, pero, de repente, empezó a sacar algo. Una delgada astilla de un material vítreo que bajo las capas de arcilla era de color amarillo pálido. La sacó y volvió a cavar. Estuvimos allí otra hora más. Encontró otra astilla y después otra, así hasta conseguir una docena. La ayudamos a limpiarlas y encajamos algunas.

—¿Otro cuerno? —le preguntó Ram—. ¿O si no, qué otra cosa podría tener huesos como ese?

—No es un cuerno —se limpió el polvo de la frente—. Son huesos de verdad. —Levantó dos fragmentos amarillos—. La parte anterior y el hueco de una articulación. Mira cómo encajan. Sin embargo, lo raro —se inclinó para mirarlo frunciendo el ceño— es que son quebradizos, aunque algo más duros que el calcio, puede que sea silicona. No pertenecen a ningún ser que yo conozca. Y estas…

Cogió una de las astillas amarillas y levantó las gafas de cristal oscuro para mirarla entrecerrando los ojos.

—Parecen conchas y están demasiado fragmentadas para poder reconstruirlas. Parecen el exoesqueleto de un insecto, pero es demasiado grande para que sea de un insecto conocido. Merece la pena cavar otro poco si podemos conseguir que nos den una beca.

Llevamos de vuelta a la tienda el pequeño montón de fragmentos, bebimos un poco de la preciada agua y nos dispusimos de nuevo a atravesar el banco de arena que había en dirección norte. Derek continuó observando su imagen conseguida por radar. Hizo que nos paráramos donde él decía que debía de estar su anillo de piedras enterradas. Lo único que vimos fue la arena movida por el viento, pero de repente comenzó a entrecerrar los ojos para mirar a lo lejos.

—¡Esas rocas! Veamos lo que son.

Eran enormes, sobresalían de la arena entre un metro y medio y un metro ochenta. Hizo que nos paráramos para hacer fotos y nos hizo correr para verlas de cerca.

Eran idénticas: dos columnas cuadradas de piedra negra suave, de aproximadamente un metro cuadrado de sección y separadas una de otra aproximadamente por la misma distancia.

—Son las piedras del centro que encontré en la imagen visual. —Derek volvió a mirar su mapa por radar—. Están sobre el lecho rocoso bajo la arena. ¿Veis esa sombra? Creo que es la piedra del dintel que está encima y enmarca la puerta.

—¿La puerta hacia dónde? —preguntó Lupe.

—Hacia el Infierno —dijo Ram encogiéndose de hombros—, si recuerdas lo que decía mi Mamita. Mi padre nunca creyó sus historias, pero yo sí. Lo que creo es que ella no sabía de qué tipo de Infierno se trataba. Tenía un miedo atroz de lo que ella creía que podía sucederle al atravesar esa puerta.

—No importa a lo que ella se refiriera —dijo Lupe—. Nunca he visto ningún trabajo de cantería de la prehistoria que pueda comparársele. Deberíamos conseguir una beca.

Derek ya se había puesto a andar para estudiar la piedra más cercana. Era un extraño granito negro, con vetas delgadas de color verde, una superficie resbaladiza pulida, perfectamente cuadriculada. Lo frotó con el dedo y le guiñó el ojo a Lupe.

—¿Qué crees?

—Es imposible. —Parecía aturdida—. No soy geóloga, pero nunca he visto una piedra parecida a esta. No se había extraído de ninguna cantera cercana. Ninguna cultura tan antigua había trabajado tan bien la piedra.

Derek empezó a dar vueltas alrededor de la columna, en busca de inscripciones. Ram le siguió. A solo uno o dos pasos detrás de él, me paré para buscar una marca verde extraña que pudiera ser un carácter de alguna escritura antigua. Oía como respiraba agitadamente Cuando me di la vuelta, había desaparecido.

—¡Ram! —Lupe estaba llamándole—. ¿Ram?

No oímos respuesta alguna. Seguimos corriendo alrededor de la columna y después alrededor de la otra. Nos dispersamos para buscar en la arena que había a nuestro alrededor, pero no encontramos ninguna huella, no había ninguna señal suya ni de dónde se había ido. Estábamos reuniéndonos otra vez a la sombra de la columna cuando salió de la nada tambaleándose y cayó de bruces, justo a mi lado.

Todos nos arrodillamos a su alrededor. No respiraba. Tenía la piel de color azul, excepto esa minúscula marca de nacimiento tremendamente blanca. Cuando la cogí, su mano colgaba sin fuerza, sin vida. Le dimos la vuelta. Yo llevaba una cantimplora. Lupe mojó una bandana y le limpió la arena de la boca y los senos nasales. Los ojos parecían vítreos cuando los abrió. Ella le tomó el pulso.

—Está vivo —susurró ella—, pero de milagro.

Se le movía el pecho. Jadeó, intentando respirar, tosió e intentó sentarse. Lo levantamos para sentarle apoyado en la columna. Lupe le puso la cantimplora en los labios. Bebió, se atragantó y se quedó ahí sentado respirando con fuerza, cerrando de nuevo los ojos. Debió de pasar una hora hasta que se levantó para mirarnos.

—Algo pasó, algo, pero no sé el qué.

Le costaba hablar, y antes de recuperar el aliento con el que poder seguir hablando, tuvo otro ataque de tos.

—La tierra se desmoronó bajo mis pies. Caí a un lugar oscuro, no sé lo que era. La caída me dejó sin respiración. No podía recuperar el aliento. El aire, el aire hacía que me dolieran los pulmones como si fuera azufre ardiendo. Tuve que trepar para subir por la ladera llena de escombros. Casi me muero en el intento.

Quería agua. Lupe le ofreció la cantimplora. Temblaba en sus manos hasta que ella la cogió y se la puso en la boca. Dio unos cuantos tragos, tosió y esbozó una débil sonrisa.

—¿Dónde era? —le preguntó ella—. ¿Qué has visto?

—No… no mucho. —Tuvo otro ataque de tos—. Estaba demasiado oscuro. Los gases me quemaron los ojos. El cielo era rojo oscuro. Como si hubiera nubes bajas detrás de las cuales hubiera un fuego. Recuerdo que había columnas cuadradas a mi alrededor. Cada par de columnas tenía un dintel en lo alto.

—¿Trilitos? —susurró—. ¿Como Stonehenge?

—Como puertas —asintió y se paró para poder respirar profundamente—, como esta —tocó el colgante que tenía bajo su fina camiseta—. No he visto Stonehenge, pero creo que este círculo era más grande, bastante más grande. Siete puertas y todas abiertas. Nada, excepto cielo rojo y roca oscura bajo ellas.

Respiraba con dificultad y tuvo que toser otra vez.

—Estas dos piedras. —Levantó la mano hacia la otra columna y también la vista para mirar a Derek—. He visto el dintel que encontraste bajo la arena. —Estaba respirando otra vez con dificultad—. Estaba allí, detrás, cruzando de lado a lado en la parte superior.

Tenía los ojos inflamados y llorosos. Los limpió y se recostó contra la columna. Lupe le dejó que descansara unos minutos.

—¿Eso fue todo? —preguntó—. ¿No te acuerdas de nada más?

—En realidad, no. —Cogió aire y pestañeó mirándola a ella—. Me costó una eternidad volver aquí. Eso era lo único en lo que pensaba. Recuerdo que noté un pequeño estallido en los oídos, como cuando vas en un avión y cambias rápidamente de altitud. Y algo parecido a lo que sientes cuando un ascensor rápido se pone en marcha. Pero en esto, nada tiene sentido.

—O puede que sí lo tenga —con el ceño fruncido, Derek miró hacia la duna—, si lo que notaste era real.

—Era real ¡demasiado real! Casi me mata.

—Me pregunto —susurró Derek— si podría tratarse de algún lugar que no fuera la Tierra. Nunca me he creído que una nave pueda atravesar las distancias entre las estrellas, pero ese cambio de presión y gravedad…

El sobrecogimiento hizo acallar su voz.

—Puede que alguien encontrara otra forma de atravesar el espacio.

—¿Qué forma? —Lupe le miró—. ¿Cómo es posible?

—Las matemáticas del espacio y del tiempo han sido un campo de arenas movedizas desde que Einstein y los demás encontraron los límites de las leyes de Newton. Hay teorías que afirman que entre las estrellas hay agujeros, pero no hay pruebas. Es posible que estemos a punto de averiguarlo.

—Desapareció —asintió Lupe lentamente—. Casi se asfixia. ¿Pero qué tiene eso que ver con las estrellas?

—Quiero saberlo. —Derek se paró para mirar las dos piedras enormes y las dunas que había a lo lejos—. Quiero saber lo que es, quién estuvo allí, qué hicieron y por qué se fueron.

—No me importa —intervino Ram—. Es un lugar feo. He tenido pesadillas, pero ninguna como esta. Este asunto no nos interesa.