17

Kenleth entró como una flecha en la habitación.

—¡Ty, rápido! —Me cogió el brazo—. Mamá dice que tenemos que correr.

Me puse los pantalones y las botas, cogí mi mochila y le seguí a la puerta delantera. El comerciante y su mujer estaban allí; la mandíbula de él estaba cerrada con fuerza por el narcótico que masticaba, en la cadera llevaba colgando un revólver de cañón largo.

—¡Id al fuerte! —le gritó a ella—. Salvaré lo que pueda.

—¡Mish! —Pálido y temblando, le agarró el brazo—. No puedo… no te dejaré afrontar esto solo.

—Piensa en el niño. —Se la quitó de encima—. Te necesitará.

—¡Vente! ¡Por favor! Te matarán.

—Puede que no. Sé cómo manejarme en situaciones peligrosas. —Las lágrimas empaparon sus profundos ojos. Se los limpió e intentó coger el arma—. Sálvate y salva al niño.

Le abrazó un momento, le besó en la mejilla, y salimos corriendo. Detrás de nosotros, había grupos de nativos bailando alrededor del molino de corath que estaba ardiendo. Los cuerpos negros casi desnudos embadurnados con rayas amarillas como los tigres, chillaban una canción sin melodía.

Oí un tiro y miré de nuevo hacia atrás, pero no venía nadie. Encontramos grupos de nativos asustados dando vueltas alrededor de la entrada del fuerte, pidiendo seguridad. La mujer negra del agente estaba allí de pie, y dos guardias mulatos detrás de ella, intentando retener a la mayoría. Nos recibió con el ceño fruncido y los labios apretados, pero nuestras pieles eran blancas, así que tuvo que dejarnos pasar.

Dentro del muro de ladrillo alto, vimos una escena que podría ser fruto del pánico. Un mulato vestido con uniforme estaba intentando instruir a unos cuantos voluntarios negros que el agente había reclutado. Un pelotón de artillería estaba cargando el cañón de latón que había en el tejado. El agente estaba pálido y sudando, nervioso, gritaba órdenes. Dio una orden que no entendí y los guardias me llevaron a empujones a una celda de hormigón.

Estuve allí varios días, fue lo peor que me había pasado nunca, sin demasiada esperanza de conseguir nada mejor. Solo, no tenía contacto con nadie que quisiera hablar. Deseaba recibir noticias de Lupe, Derek y Ram y estaba muerto de miedo por ellos. Los tres estaban inmersos en peligros que no podía imaginar, quizá ya no estaban vivos.

Yo no sentía nada de la indiferencia de Derek ni de la capacidad ni la disposición de Ram, por lo que contaba con pocos recursos. La celda tenía solo una balda de hormigón que servía de cama y un agujero en el suelo que era la letrina. La comida era mala y tenía trozos de algo que no reconocí. Caminaba por la estrecha franja de suelo para hacer ejercicio y pasaba horas mirando fijamente unas lagartijas pequeñas que trepaban como una flecha por las paredes.

Hice una breve pausa cuando mis carceleros dejaron que el comerciante y su familia me visitaran. Hake cojeaba con una muleta, en la cabeza llevaba una venda que le tapaba un ojo. Su mujer parecía enferma y agotada. Kenleth me abrazó en silencio, su cuerpo pequeño temblaba entre sollozos. Los guardias se quedaron mirando la puerta como si estuvieran dispuestos a liberarme.

Les pregunté si tenían noticias de Ram, de algo.

—Nada… —La voz de Lela Lu tembló y se quebró—. Nada bueno. Los negros salvajes están locos. Apedrearon el resistente corath. Se llevaron todo lo que teníamos. Lo incendiaron todo. Nos arruinaron.

—Estamos hundidos. —Una larga cicatriz roja recorría la mejilla del comerciante, pero intentaba sonreír mientras la miraba—. Ya lo hemos estado en otras ocasiones. Conseguiré que nos recuperemos.

—Estaban a punto… —Lela Lu tembló y se apartó de los guardias—. Estuvieron a punto de cortarle la cabeza hasta que Toron les dijo que Ty Chenji había sido nuestro invitado. Creen que llegó aquí para salvar al mundo.

—Me temo que esperan demasiado.

—Le veneran. Es el hijo de Anak. Su tacto es pura magia.

Puede abrir los ojos de los ciegos, recuperar los miembros perdidos, hacer que los muertos respiren vida otra vez. Hizo un gesto sarcástico y burlón.

—Nunca le han visto hacerlo.

—Lo siento por ti. —Kenleth me cogió la mano—. Le supliqué al agente, pero dice que no puede hacer nada.

—No puede ofrecerte nada bueno. —Hake se encogió de hombros—. Va a abandonar la zona conflictiva y le van a trasladar a un puesto fronterizo río arriba, cerca de las tribus libres. Está esperando a que llegue su sustituto. Y le alegra perderte de vista.

—Te van a llevar río abajo —dijo Kenleth—. No sé lo que harán contigo allí. Ojalá pudiera ir contigo.

Miró a su madre llamándola en silencio.

—Ya te he dicho por qué no podemos. —Negó con la cabeza, era como una sombra en su cara hundida—. Periclaw sería peor para nosotros que la jungla.

Los carceleros hicieron ruido con los barrotes y tuvieron que irse. Hake me aconsejó de forma cortante que tuviese cuidado. Lela Lu me dio un beso en la mejilla. Kenleth cogió mi mano entre las dos suyas e intentó no sollozar.

—Me temo, Ty Will… —tragó saliva y negó con la cabeza—. Me temo que no volveré a verte.

Así era, le di un abrazo, apretando con fuerza, hasta que el carcelero le gritó para que se fuera.

El nuevo agente, un fornido veterano de la patrulla del río, que no tenía pelos en la lengua, llegó con un pequeño destacamento de tropas nativas. Hizo que me sacaran de la celda para llevarme a su despacho. Su despacho, una vez desprovisto de todos esos artilugios nativos, estaba tremendamente vacío, el escritorio estaba vacío a excepción de un fajo de órdenes. Me miró y después desvió la vista hacia un portapapeles de pizarra. Delante de la mesa había una silla vacía, pero no me dejó sentarme, mirándome de forma inquisidora con el ceño fruncido.

—¿Te haces llamar Will Stone?

—¿Ty Wilston? —Sonrió como si el nombre le hiciera gracia—. Si realmente naciste como norlander blanco, ¿qué haces con este médico brujo negro?

—Ram Chenji es mi amigo.

—Te has hecho amigo de alguien que no debes.

Intenté contarle nuestra historia, pero él estaba impaciente por conocer mi titubeante idioma.

—Ya está bien. —Me interrumpió y le hizo una seña al guardia de que me hiciera salir—. Vas camino de Periclaw. Puedes intentar contarle tu historia a la Comisión Suprema.

Pero el agente no volvió a mandarme a la cárcel. Quizá la mujer de Hake le persuadió para que escuchase nuestra historia. Quizá quería tener una mejor reputación en los informes que mandase a Periclaw. Pero sin ninguna muestra de confianza, se mostró de repente dispuesto a escuchar nuestras aventuras sobre esos otros mundos que había más allá del trilito del monte Anak. Me instalaron en una habitación aceptable y me permitieron comer decentemente junto con su personal.

El anterior agente se dirigía río arriba y dejaba atrás a su mujer negra. Yo estaba en el muelle cuando atracó un paquebote para recogerle. Indignada y gritándole, le lanzó al niño berreando a la cara. Él se fue y ella le siguió suplicando. Él lanzó una daga y forcejeó con los guardias hasta que se los llevaron a ella y al niño para meterlos en la cárcel.

Aunque el nuevo agente solo tenía una docena de hombres, los puso en fila para hacer la inspección como si fueran una compañía entera y aseguró a los refugiados acampados en el muelle que no tenían nada que temer de los rebeldes.

—No hay organización —me dijo—, ni disciplina, ni autoridad. —Se encogió de hombros de forma contundente—. Tu amigo negro, hijo de un dios o un artista timador, lleva a los tontos al matadero.

Nació en Periclaw, hijo de un propietario adinerado de una plantación, tenía el mismo desprecio por los norlanders de la Comisión Suprema gobernante.

—¡Arañas de abdomen blanco, gordas por la sangre que nos sacaban! Impuestos internos astronómicos sobre el tráfico fluvial; impuestos astronómicos sobre cada bala de algodón que enviábamos hacia el norte y sobre cada gramo de lo que tenemos que comprar. Nos están desangrando.

La Comisión Suprema actuó al final. Llegó una lancha cañonera con provisiones para la delegación y con órdenes de que bajara rápidamente hacia el río. Media docena de familias de refugiados estaban esperando en el muelle, con la esperanza de escapar con lo que habían podido salvar de sus hogares abandonados, pero el pequeño bote no tenía espacio para ellos.

La tripulación era minúscula. El ingeniero mulato y los bomberos negros tenían un trabajo doble como cañoneros en el gran cañón en la cubierta de proa. El capitán era blanco, un hombre desmañado y enérgico con un espeso bigote negro. Acababa de salir del entrenamiento militar, se creía muy importante con su nueva autoridad y estaba orgulloso de ser blanco en un mundo de negros.

No tenía tiempo para mí, no tenía interés en mi historia. El piloto era mejor compañero, un hombre pequeño y afable que se hacía llamar White Water Kel, eran tan negro que creo que su sangre era también negra. Escuchó todo lo que tenía que decir sobre la Tierra y los trilitos y le gustaba hablar sobre el río y sobre sí mismo.

—El nivel del agua está alto —me dijo— debido a las lluvias monzónicas río arriba.

Las aguas del río fluían con rapidez donde estábamos, era una gran corriente de agua marrón que iba de una orilla a la otra, ambas estaban flanqueadas por una muralla de árboles. A las pocas horas, adelantamos a un tronco que iba flotando. Una figura humana iba montada en él guardando el equilibrio, agitando una rama rota. Al acercarnos, reconocí a Kenleth, y le supliqué al piloto que le recogiese. Aunque él quería, el capitán lo evitó.

—Deja que el mendigo nade. Hay diez mil como él esperando en las orillas.

Me quité las sandalias cuando pasamos por donde estaba, me lancé por la borda y nadé hasta el tronco. No fue ningún acto de heroísmo. El agua estaba caliente y yo había pasado los veranos del instituto como socorrista en la piscina municipal. Kenleth sonrió, tiró la rama y me ayudó a subirme al tronco.

El capitán vociferó escabrosas maldiciones, palabras que no había aprendido, pero paró el motor y lanzó un bote pequeño para recogernos. Kenleth me dio las gracias con timidez y me dijo que se moría de hambre. Le pedí al cocinero que le trajera un plátano y pescado asado que había sobrado del desayuno. Él los devoró y habló.

—Corren malos tiempos —dijo—. Los asaltantes rompieron la valla y entraron en la casa. Se llevaron todo. La comida de la mesa. Los libros de mi madre y los cuadros. Las armas de mi padre. Tenía miedo. Me escondí en el sótano. Quemaron la casa conmigo dentro.

—El aire se calentó y el humo se hizo más espeso. Estuve allí mucho tiempo, temiendo que se cayera el tejado. No se cayó, pero seguí allí en la oscuridad. Intenté salir cuando las cosas se calmaron, pero algo había caído sobre la puerta. No pude salir hasta que encontré un túnel que me llevó al pozo.

»Los asaltantes y mi gente se habían ido cuando salí. No llegaron a tomar el fuerte. La bandera todavía estaba allí y escuché el estallido del cañón, pero el nuevo agente me llamó perro mestizo cuando le supliqué que me ayudara. Lo único que pude hacer fue seguir a los asaltantes e intentar buscar a mi madre otra vez.

»Los asaltantes se fueron por un camino de vuelta al bosque donde solían buscar frutos secos y fruta. Ese día y el siguiente no comí nada. Tenía miedo de las serpientes y los cocodrilos y las fiebres de la jungla, pero continué hasta que no supe por dónde continuar. Me sentía perdido y hambriento.

»Lo único que pude hacer fue deambular y dormir por las noches en el suelo. Al final llegué al río y bebí agua. Ese tronco pasó flotando. Nadé y me subí a él. —Me cogió la mano—. Te lo agradezco Ty Will. Me salvaste la vida.

Tragué saliva y lo rodeé con el brazo.

—He perdido a mi madre y a Ty Hake. —Nervioso, me miró a la cara—. Por favor, ¿me puedo quedar contigo?

Tardé un minuto en responder. Algo en él me hizo recordar cosas de mi pasado que estaban lejanas. Mis compañeros y estudiantes se habían convertido en mi familia. Allí, perdido, desesperado y solo, no estaba en situación de ocuparme de nadie. Tenía que recuperar el aliento.

—Vale —le dije—. Si quieres probar a quedarte conmigo. Me miró con lágrimas en los ojos.

—¡Gracias Ty Will!