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El comerciante Hake nos ofreció alojamiento mientras el agente esperaba órdenes de la Comisión Suprema.

—No es que seamos invitados bienvenidos —dijo Ram—, Toron intentó convencerle de que hemos llegado aquí desde el cielo, atravesando el trilito para cambiar el mundo. Parece estar seguro de que somos presos cuyo destino es que les cuelguen. En cualquiera de los dos casos, nos considera un peligro para su forma de vida. Solo en el caso de que realmente seamos enviados divinos, quiere dejar abiertas sus posibilidades.

La mujer del comerciante, Lela Lu parecía más cordial. Era una rubia delgada con el pelo del color de la miel, lo llevaba suelto por debajo de los hombros. Tenía los ojos de color azul pálido y una mirada nostálgica que parecía tímidamente atractiva, pero en su cara se dibujaban arrugas marcadas por el tiempo, por la vida poco agradable que tenía que haber pasado.

Nos llevó por un largo vestíbulo hasta una habitación en esquina en la parte de atrás del edificio y llamó a una criada negra para que trajese agua caliente para la bañera. Nos bañamos y dejamos que un barbero negro nos afeitase. Trajo a su hijo para que le conociéramos. Un niño de ojos claros de siete u ocho años, cuya piel era casi tan oscura como la de Ram.

—Me llamo Kenleth Roynoc. —Extendió la mano abierta con la palma hacia arriba a Ram y pestañeó como asustado cuando Ram la estrechó—. ¿Y cómo os llamáis vosotros?

No nos tenía miedo, estaba fascinado. Quería examinar mi reloj y tocar la mágica marca de nacimiento de Ram, y nos hizo preguntas que no podíamos responder sobre el trilito encantado y cómo funcionaba. Esa noche, su madre le envió a llamarnos para reunirnos en el comedor familiar. Dos camareros negros sirvieron la comida. Había un excelente pan de corteza dura, pero la mayoría de los platos eran raros, con nombres que Ram no era capaz de traducir. Tenía demasiada hambre como para disfrutar degustándolos.

Kenleth estuvo haciendo preguntas hasta que su madre le mandó callar. Ella tenía poco que decir. El comerciante nos observaba con acritud, haciendo preguntas perspicaces que yo creo que eran para ver si cometíamos errores. Cuando a veces no le contestábamos, se ofrecía para que su mujer nos enseñase el idioma. Supongo que confiando en que nos delatáramos. Todo el tiempo que estuvimos allí, nos estuvo dando lecciones. Nunca pareció dudar de nosotros y nos contó una historia patética de su propio exilio de la sociedad civilizada.

—Nací en Periclaw —contó Lela Lu—. Mi padre era profesor de Historia. Le interesaba la cultura nativa y los restos de la civilización perdida. Me llevó a oír a Gauran Roynoc, un cantante negro. Le conocí en una cena después del concierto. —El recuerdo dejó plasmado el dolor que sentía en su cara—. Se convirtió en el padre de Kenleth.

Nos enseñó un pequeño busto suyo, realizado en azabache pulido, que llevaba colgado de un collar de oro.

—Era un ciudadano libre, un nativo de la tribu del Roy Roynoth, nómadas que habitan en el bosque tropical del noroeste. Un explorador le escuchó en una ceremonia tribal y volvió a traerle a la civilización. —La emoción suavizó su voz y empapó sus ojos—. Tenía una buena voz y cantaba las canciones sagradas de su pueblo, eran poemas orales basados en mitos del imperio perdido, puede que fueran compuestos antes de que se perdiera el arte de la escritura.

Se limpió los ojos.

—Le conocí hace algunos años. Sus canciones le hicieron muy famoso, pero también asistió a las clases de mi padre, hizo investigaciones arqueológicas y al final se convirtió en conservador de la galería de antigüedades del museo. Yo era su secretaria. Fuimos juntos río arriba, recogiendo objetos históricos que los nativos algunas veces traían de la jungla. Y…

Se le quebró la voz.

—Me quedé embarazada. Eso habría sido una sentencia de muerte para mí y para el niño. Mi padre quería que abortase, pero no podía matar al hijo de Gauran. Me encontré a Ty Hake en uno de nuestros viajes comerciales, y vine aquí para tener a Kenleth.

Al encogerse de hombros, parecía más resignada que feliz.

—Hake ha sido bueno conmigo, pero echo de menos la ciudad. —Volvió a limpiarse los ojos—. Gauran fue colgado antes de que naciera Kenleth.

El agente cumplió con la ceremonia de dar a Toron su recompensa. Ram y yo, junto con la familia del comerciante, estábamos sentados en sillas plegables colocadas en el césped de la agencia, frente al viejo roble del campo de instrucción y su fruto maloliente. La mujer negra del agente escoltó a Toron hasta que se reunió con nosotros. El destacamento de guardia, seis hombres vestidos con uniformes rígidos blancos, salió del fuerte al ritmo de un tambor y esperaron una orden.

El agente salió con una chaqueta blanca para quedarse junto al premio, que esperaba en una mesa pequeña. Hizo una seña para que dieran otro redoble de tambor. Señalando la bandera que ondeaba encima del fuerte y los restos medio desechos colgados del árbol, leyó un discurso sobre la dignidad de la justicia y las bendiciones de la vida en la Unión Mundial.

Volvieron a oírse los tambores. Llamó a Toron para que diera un paso adelante. Su señora negra ofreció el premio. Cinco bolsas de arpillera en cada una de las cuales había símbolos dibujados que la esposa de Hake nos leyó:

CORATH

MIL GRANOS DE CALIDAD SUPERIOR

Después de irnos, nos enseñó un corath que estaba creciendo en un patio con vallas altas dentro del complejo, al cual estaba atado un perro que parecía salvaje. Las hojas tenían un aspecto áspero y había pequeñas flores rosas con un olor asqueroso. Las flores y los frutos salían directamente del tronco grueso, no de las ramas. Las vainas maduras ofrecían un color violeta, tenían la forma de pelotas de fútbol americano y casi el mismo tamaño.

—El agente lo plantó aquí para ver si se podía cultivar. —Miró ligeramente afligida—. Eso indignó a los nativos. El corath es sagrado. Los árboles salvajes crecen solo en los lugares llamados jardines de Anak, donde se cree que él los plantó. Los miembros de una hermandad sagrada beben el té para ver el camino al paraíso. Gauran dijo que el corath había sido la inspiración para sus canciones.

—Se considera una profanación que un no creyente toque el árbol, aunque muchos arriesgan sus vidas cosechando los granos. Aquí en el río eso significa dinero. Mi marido las aceptó como moneda de cambio y las muele para conseguir una pasta para venderla en Periclaw.

Hizo un gesto de tristeza.

—Es un negocio peligroso. Prohibido para los nativos, excepto en los ritos sagrados, e ilegales para la Comisión Suprema, a menos que se pague un impuesto interno. Pero mi marido dice que otros se llevarían el beneficio si él lo dejase.

Nos enseñó el edificio en el que se fermentaban, secaban, tostaban y envasaban los granos crudos para proceder a su transporte.

—Creo que es nuestro cacao —me dijo Ram cuando estábamos solos—. El origen de nuestro chocolate. He visto los árboles en África. Aparentemente, ha cambiado o se ha hecho algún cambio de ingeniería genética para que lleve algún tipo de narcótico fuerte.

Estuvimos juntos dos semanas en el embarcadero. Las autoridades de Periclaw deben de haber tenido tantas dudas sobre lo que debían hacer como el propio agente. El primer paquebote que apareció por el río no trajo ninguna orden para nosotros. Mientras esperábamos, sin que de momento hubiese ninguna perspectiva mejor, cada vez estaba más inquieto.

—Vamos a enterarnos de tantas cosas como podamos. —Ram estaba filosófico—. Se lo debemos a Lupe y Derek.

Le preguntó a la esposa de Hake sobre la historia del planeta.

—La mayor parte se ha perdido —declaró con añoranza—. La historia de Norlan se remonta a mil años atrás, pero los primeros pobladores estaban demasiado ocupados luchando con el hielo y entre sí mismos para preocuparse por otra cosa. No tuvieron contacto con el continente sur hasta que los exploradores blancos empezaron a desplazarse por la costa y a subir hasta el río Sangriento.

»Mi padre fue un estudiante de lo que él llamaba prehistoria, pero no tenía nada con qué probarlo excepto con utensilios sacados de las ruinas de la antigua civilización y los cuentos populares de los negros. Si os interesan esos mitos y leyendas, la historia del mundo empezó cuando Anak y Sheko atravesaron esa puerta en la montaña sagrada como lo hicisteis vosotros.

Ella esperó a que Ram asintiese.

—Plantaron árboles y colocaron peces en el mar y soltaron a los pájaros para que volasen antes de traer a los primeros hombres. Anak gobernó el mundo en paz y compartió sus poderes para dejar que los hombres construyeran puentes hacia el cielo, así como las ciudades y los templos que las junglas enterraron después de que Sheko le matara.

—¿Mitos? —le preguntó Ram—. ¿Qué crees?

—Mi padre buscó algo de verdad detrás de ellos. —Frunció el ceño—. Trabajaba con Gauran, recogiendo cosas para el museo. Todavía quedan ruinas enormes. Hay tumbas llenas de artefactos tentadores. Los muros están cubiertos de cosas escritas que nadie es capaz de leer. Está la pirámide de Anak, con la maldición de Sheko planeando sobre ella. Y la puerta al Cielo que te lleva a ningún sitio.

Su cara estaba marcada por su agobio por las preocupaciones.

—Los negros creen que Sheko sembró la muerte en el mundo y dejaron que su fantasma la persiguiera. Puede que lo hiciera, aunque es difícil de creer. Quizá el mito refleje algún desastre natural de relieve. Mi padre nunca supo qué pensar. Al final denominó a la maldición de Sheko la metáfora del mal que todos llevamos en nuestro interior. —Suspiró—. Es difícil augurar un buen futuro para mi pequeño.

A mí ya me era difícil ver un buen futuro para nosotros.

Para hacer algo de ejercicio mientras estábamos allí, caminaba con Ram por un sendero de gravilla que rodeaba el claro, el pequeño fuerte y la empalizada de Hake por un lado y una jungla densa en el otro. Los árboles gigantes con raíces grotescamente engrosadas se elevaban formando una cubierta verde que protegía el sendero. A través de algunos agujeros que había en la maleza, pude ver algunos pájaros brillantes, orquídeas enormes que resplandecían con su colorido y despedían aromas que me tentaban a ir más allá de donde quería. De vez en cuando, escuchaba un grito extraño de algún ser que nunca había visto.

Una mañana, mientras estábamos en el sendero, oí una llamada cautelosa desde la jungla. Toron salió de la maleza para hacer señas y volvió a entrar otra vez. Ya no tenía la máscara, pero todavía parecía bastante salvaje aun sin ella, con un turbante rojo brillante y un chaleco de piel bordado de brillantes cuentas moradas y naranjas. Una impresionante espada envainada en una funda cubierta de cuentas azules colgaba de su cintura.

Le seguimos hasta un lugar apartado. Habló con Ram, en voz tan baja y tan rápidamente que solo pude entender un poco. Ram seguía repitiendo Mish, la palabra que significaba «no». Las facciones enjutas y negras estaban aún más marcadas por el enfado hasta que por fin sacó la espada y asestó un golpe a una enredadera para apartarla del camino, y volvió a introducirse en la penumbra de la jungla.

—¡No me gusta! —murmuró Ram—. Creo que pertenece a la cultura del corath aunque nunca lo ha dicho. Dice que yo fui bendecido por Anak antes de nacer, marcado con la corona de los mundos, y enviado a atravesar el trilito para liberar a su pueblo.

Negó con la cabeza, sus facciones eran tan duras y tristes como las de Toron.

—Es un destino que nunca pedí y un problema que no necesitamos.

Esa noche soñé que el fantasma de Sheko se había metido en nuestra habitación. Estaba esquelético y su cabeza era un cráneo sonriente, sus ojos hundidos brillaban de color rojo como los faros de los saltamontes. Su mano esquelética agarraba una hoja como la de Toron, y goteaba sangre de Anak.

Como una leve neblina azul, brillando en la oscuridad, ella llegaba para apoyarse en mí. Su aliento despedía el hedor de la flor del corath. El resplandor de los ojos daba calor, aunque yo temblaba por su frío mortal. Sus dientes se movían como si hablase, pero no oía nada. Enseguida me dejó y fue hacia Ram.

En el azul de su cuerpo, vi cómo se levantaba en su cama, guiñándole el ojo a ella. Sus brazos de esqueleto intentaban abrazarle. Le oí gritar:

—¡Mish! ¡Mish! —él la rechazó hasta que ella le ofreció una taza de té de corath humeante. Él lo engulló. Escuché un grito desgarrador. Ella pestañeó y desapareció, pero su mal olor perduró en el aire con tanta fuerza que me despertó.

Estaba solo en la habitación.