Para aquellos hombres, el río Sangriento era como su hogar. Contentos de dejar que la canoa se moviese a la deriva con la corriente, bajaron los remos. Yo estaba temblando, hambriento, rascándome las picaduras de los mosquitos que se me habían hinchado, empapado por la llovizna, y no tan contento con el río como ellos.
Se desplazaba muy rápido y a gran altura y me lanzó a un abismo impresionante, demasiado grande y extraño. Las innumerables curvas continuaban hasta el infinito, retorciéndose desde una pared de la jungla a otra, como una serpiente monstruosa que avanza reptando. Se había abierto camino mucho antes de que se construyeran los trilitos y seguiría circulando cuando el último retazo de vida desapareciera. Éramos átomos indefensos, perdidos al albur de su corriente.
Ram estaba más contento o por lo menos era más estoico.
Intentó ayudar al prisionero quejumbroso, trayéndole agua cuando sollozaba para que se la dieran, ofreciéndole un trozo de pan que no podía comerse. Encontró un pañuelo en su mochila y se lo ató al brazo herido para que se fueran las moscas.
Por fin, dejó de llover. Por entre las nubes se filtraba un sol pálido. Sin embargo, una terrible soledad me embargaba. Mientras buscaba cualquier resquicio de comodidad, vi unos cuantos pájaros que volaban a una buena altura. De vez en cuando saltaba algún pez. En una ocasión, una mariposa de colores chillones se posaba un rato en la proa. Pero no vi nada que fuera humano, nada más que estuviera vivo.
Ram estaba aprendiendo más de aquel idioma e intentaba enseñarme lo que podía. Mirando su marca de nacimiento, los hombres susurraron entre ellos hasta que Toron les mandó callar. Ram se mantuvo en silencio, pero se mostraba inquieto con ellos y compartió sus incertidumbres conmigo.
—Creen que soy algo parecido a un Mesías que los sacerdotes han estado prediciendo. Un hijo de Anak, enviado para quitar las maldiciones que Sheko había echado sobre el mundo y para hacer que las cosas vuelvan a la realidad. —Mirando la curva en la que el agua caliente había erosionado la orilla y los grandes árboles habían caído al río, se detuvo y encogió un poco los hombros con aire irónico—. Algo que yo no he pedido.
El río nos llevó a través de grupos de palmeras y bambúes. Observé que tierra adentro había bosques más altos, pero no vi nada hecho por el hombre hasta que al final Toron señaló una pirámide de mármol blanco, a lo lejos en la jungla. Parecía tan enorme como las de Giza. Dijo que era la tumba de Anak.
Ram preguntó si había estado allí alguna vez.
—¿Quién iba a ir allí? —La pregunta pareció alarmarle—. Sheko sembraba la muerte a su alrededor. Los pocos tontos que lo intentaron murieron de fiebres que les pudrieron hasta los huesos.
Hizo que los hombres remaran para mantenernos apartados del canal. Estuvieron callados hasta que lo dejamos bien atrás. Me preguntaba lo que Lupe haría con las extrañas ruinas que habíamos visto y con este folklore y mito aún más extraños.
El pan duro y las pocas briznas de carne seca se habían acabado. Mi estómago rugía, me alegré cuando los hombres lanzaron ganchos al río y asaron lo que habían cogido sobre el carbón en un montón de tierra en el fondo del bote. Un grupo desembarcó y volvió con bolsas de fruta y frutos secos y una cesta de paja llena de panales silvestres.
Volvimos a comer y Ram se acurrucó con Toron en la proa, observando atentamente lo que podía sobre la geografía y la historia del planeta.
—No me enteraba de casi nada —me dijo—. Yo no tengo las palabras ni la formación que necesito, pero él es culto e inteligente. Ha ido al colegio en Periclaw, la capital, situada en la desembocadura del río. No sabe muy bien qué hacer con la marca de nacimiento, al menos no más que yo, pero quiere saber quiénes somos y le gusta hablar.
—Entérate de todo lo que puedas —le apremié—. Consigue que podamos volver a casa.
—Estamos a bastantes mundos de distancia, pero haré lo que pueda. —Se encogió de hombros y negó con la cabeza de forma inquieta—. Supongo que tenemos suerte de que nos respeten, pero no he venido aquí a dirigir una revolución. No me gustan los juegos en los que no sé lo que se está apostando.
Toron le estaba contando algo sobre el planeta. Tenía dos continentes principales, llamados según él Norlan y Hotlan. Norlan está en el polo, la mayor parte está bajo un casquete polar. En la península fértil que llegaba hasta regiones más cálidas, vivía una raza blanca. Toron los despreció.
—Dice que son la maldición que Sheko echó sobre el mundo —me dijo Ram—. Los llama tiranos arrogantes que piensan que el mundo les pertenece. Arañas hinchadas, que chupan sangre hasta que te dejan seco.
Hotlan se extendía por el ecuador, con una cadena de montañas elevadas por la costa occidental. El gran río Sangriento recogía la mayor parte del agua que estas vertían y se extendía en dirección este. Sus nativos eran negros. Su civilización ha tenido un papel preponderante durante el reinado de Anak; sin embargo, ahora viven como animales de la selva, según Toron, porque Sheko sembró la muerte en el mundo.
Dice que Norlan lo pidió e intentó gobernarlo.
—Es demasiado grande para ellos, pero lo intentan mediante una comisión suprema ubicada en Periclaw y con lanchas cañoneras en el río. —Su máscara se encogió esbozando una espantosa sonrisa—. Puede que los negreros tengan mucho dinero, pero al final la maldición de Sheko les pudrirá las entrañas.
Ram y yo estábamos sentados en la proa de la canoa para mantenernos lo más lejos posible del prisionero, cuyas heridas sin curar habían empezado a oler. Ram miró a Toron, a quien le había tocado ponerse a remar y conseguía mantenernos a flote en la corriente rápida.
—No sé qué hay de verdad en lo que nos cuenta, pero sabe cómo contar una historia llena de colorido. Dice que era un esclavo de una plantación de algodón del delta. Respetaba a su amo blanco, o al menos eso dice, y trabajaba duro para conseguir que le trataran bien. Ascendió a jefe de campo y consiguió que le trasladaran a un trabajo mejor en la limpiadora de algodón. Le estaba dejando aprender a leer y escribir, con lo que era capaz de gestionar la limpiadora de algodón, hasta que perdió los papeles y golpeó a un capataz mulato grosero, dejándole sin sentido. Escapó para salvarse y al final encontró la tribu de su madre en la jungla.
—Vivió con ellos y aprendió sus métodos. Era guía de una expedición de Norlan que buscaba en la selva las ruinas de la antigua civilización. No encontraron oro. El explorador blanco se negó a pagar a los porteadores de Hotlan. Le asesinaron. Las autoridades blancas los capturaron y los vendieron en una subasta en el mercado de Periclaw.
—No sé que creerme. —Ram volvió a mirar a Toron, que estaba inclinado remando, se veía cómo los impresionantes músculos se tensaban bajo las rayas de tigre—. Quiero admirarle por todo lo que ha hecho, pero la vida parece haberle convertido en un cínico, y ha hecho que no le sea leal a nadie. Ahora es un cazador de recompensas, que persigue a los esclavos fugitivos de Hotman.
Ram cabeceó mientras miraba al hombre herido que roncaba en la popa.
—La cabeza de ese pobre hombre tiene un precio por intentar organizar una revuelta de esclavos. Fue aplastada y él estuvo intentando escapar a través del trilito. Según Toron, confiaba en traer al libertador del que se habla en la profecía. Era una misión de tontos, pero los tontos normalmente creen en las leyendas.
Ram mató un bicho que tenía en el brazo.
—Toron conoce la leyenda, pero solo está convencido a medias. Está dispuesto a tratarme como al legendario libertador, por si acaso lo soy, y a dejar que nos cuelguen si no lo soy. Yo no creo que lo sea —puso cara de ironía—. Su principal preocupación es entregar a su prisionero en una delegación del gobierno río abajo y recoger su recompensa.
A la mañana siguiente, el vacío de la soledad del río pesaba sobre mí hasta que Toron distinguió a lo lejos una pequeña bocanada de humo negro. Remamos hasta un matorral de juncos en las zonas poco profundas y nos escondimos allí mientras un pequeño barco de vapor subía a contracorriente. Vi un arma de cañón largo en la cubierta de proa y montones de fardos en la popa.
—Un paquete del Gobierno —Toron habló y Ram tradujo—. Hay un impuesto de aduana sobre el tráfico del río y un impuesto sobre los esclavos. Querían que les enseñáramos los permisos oficiales y registrar el barco para buscar semillas de corath de contrabando.
Toron se animó cuando Ram le preguntó por las semillas.
—El corath es un árbol sagrado. Dice que Anak plantó los primeros para mostrar a su gente el camino al paraíso. Crecieron a solo unos pasos en lo más profundo de la jungla donde el terreno es bueno. Dice que hay una hermandad secreta que venera el árbol. Beben un té hecho con los frutos que provoca alucinaciones sagradas.
—Supongo que será algo parecido a un narcótico. Dice que ahora hay un montón de blancos adictos a él y los que lo usan evaden los impuestos. Los precios de los frutos son tan altos que se han convertido en la principal moneda de cambio en el bosque. La cosecha es un negocio arriesgado, porque Sheko siembra la muerte en los lugares donde crecen los árboles.
Después de bajar tres días por el río, llegamos al embarcadero de Hake.
—Estamos ante un nuevo reto. —Estábamos llegando a una curva y Toron había señalado un punto rojo sombrío en la muralla verde de la jungla que estaba en la otra orilla. Ram me hizo una mueca—. Otro juego al que tenemos que jugar, probablemente arriesgando nuestras vidas y con unas normas que nunca conoceremos.
Había sido un ferviente jugador de póquer. Ahora, de mejor humor, parecía alegremente dispuesto a ver cómo caían nuestras nuevas cartas. Para Derek y Lupe, había merecido la pena arriesgarse por todo lo nuevo que iban a saber. Para mí, el juego se había convertido en algo muy raro. Mi objetivo era ahora la mera supervivencia y cuando llegamos al embarcadero no me pareció ver nada en lo que pudiera obtener ningún provecho.
Un pequeño fuerte de ladrillo rojo encima de una montaña de granito que se veía al pasar por la curva del río; un destello del sol reflejado en un cañón de acero en lo más alto del fuerte; un roble retorcido en un campo de instrucción; una empalizada que rodeaba unos pocos edificios; la oscura muralla de la jungla que había al fondo; con todos los secretos y el peligro que escondía: habían empezado a alimentar mi imaginación.
Toron nos había pedido que le enseñásemos la documentación. No teníamos documentación.
—Tendréis que ir a ver al agente —dijo—. Tendréis que registraros. Pero primero le pediré al comerciante Hake que os ayude si le es posible.
Toron amarró la canoa bajo un muelle de madera y nos dejó ahí con un guarda mientras llevaba a su prisionero, que iba cojeando, hacia el fuerte. Esperamos, sudando bajo el sol del trópico y matando los insectos que nos picaban, hasta que volvió y nos escoltó hasta un edificio con pajas de palma situado dentro de la empalizada.
El comerciante Hake era un hombre alto y delgado con los ojos juntos en una cara larga y estrecha, y una mata pequeña y afilada de barba de color gris. Le encontramos allí detrás de un mostrador abarrotado de cosas, regateando con tres hombres negros que querían venderle una escultura negra pequeña que decían que era un sello sagrado de Anak que habían encontrado en una tumba oculta. La estudió con una lupa y los echó.
—La hicieron ayer —le dijo a Toron— en Periclaw. Conozco las marcas de las herramientas.
Escuchó nuestra historia y frunció el ceño, lleno de dudas. Quería conocer más detalles, intentó preguntarnos a Ram y a mí, miró con su lupa la marca de nacimiento y al final nos remitió al agente encargado que vivía en el fuerte.
Un hombre negro con un uniforme rígido azul vigilaba con un gran mosquetón a las puertas de la agencia. Gritó por una ventana abierta y el agente salió y se quedó boquiabierto mirándonos, enfadado y sorprendido. Estaba desnudo hasta la cintura, era bajo y calvo; en su gruesa cara roja tenía una mata de barba y unos ojos pálidos que pestañeaban mientras nos miraba a través de sus gruesas gafas. El fuerte perfume no ocultaba el olor que despedía por no lavarse.
Negó con un gesto hacia el comerciante, entrecerró los ojos mientras miraba su marca de nacimiento, frunció el ceño mirando mi reloj, estudió mi piel con atención y al final movió la cabeza y llamó a alguien por la ventana. Una enjuta mujer negra salió para unirse a él, con un niño de piel morena en los brazos. Él le ordenó que abriéramos nuestras mochilas y que inspeccionara todo lo que teníamos y al final la cogió a un lado para escuchar lo que le decía.
Ram apartó a un lado a Toron.
—Estamos en un apuro y esto me da mala espina. —Volvió para echarme una mirada socarrona—. Lo que les preocupa es la corona de espinas. Tiene miedo de ella y de mí, miedo de que desencadene otra rebelión de esclavos. Hake no quiere nada que pueda arruinar su negocio. El agente no quiere problemas con sus jefes de Periclaw. No se atreven, pero les encantaría colgarnos a los dos ahí arriba con ese estúpido desgraciado que cogieron.
Asintió con tristeza mirando el árbol solitario.
—Toron está intentando convencerles de que atravesamos el trilito igual que los dioses. Los ha estado advirtiendo de que podría ser más peligroso como mártir que vivo. Creen que la marca de nacimiento podría ser un tatuaje, un truco que ya han visto. Tú complicas el problema con tu piel blanca, tu reloj y tu ropa. No saben qué hacer con nosotros.
El agente y su mujer volvieron para hablar otra vez con el comerciante y ambos hablaron con Toron y Ram.
—Han llegado a algún tipo de veredicto —me dijo Ram—. El agente nos castiga con arresto domiciliario. Nuestros movimientos quedan restringidos a este asentamiento hasta que podamos informar del caso y conseguir órdenes de las autoridades que se encuentran río abajo en la capital.
Le pregunté por lo que pensaba él.
—No tenemos tiempo de dejarnos llevar por el pánico —me dio una palmada en el hombro—. Hasta ahora hemos tenido bastante suerte. Confiemos en que continúe.
—Eso es difícil.
Se encogió de hombros y me miró esbozando una débil sonrisa.
—Piensa en ello, Will. Si alguna vez volvemos para contarlo, tenemos una historia impresionante. Derek y Lupe nunca se lamentarán de haber venido, pase lo que pase. Todavía podemos encontrar una forma de ayudarlos. Por su bien, tenemos que aguantar.
Extendió su mano y estrechó con fuerza la mía.
Decidí aguantar, confiar en nuestra suerte, aceptar cada día como venía. Sin embargo, al día siguiente, encontramos al esclavo rebelde colgado de un roble en el campo de instrucción, y en sus costillas había un gancho de hierro. Las aves carroñeras ya estaban encima de él, pero todavía estaba vivo, gimiendo sin energía. Me pareció difícil ignorarle.