13

El saltamontes volvió a gruñir. Levanté la vista y el horror me dejó inmóvil. Bajó directo hacia Derek, el sol se reflejó en su enorme cabeza plateada, llevaba las patas extendidas para amortiguar su peso, y con sus crueles garras negras intentó cogerle. Se quedó quieto debajo, con la cámara levantada para hacer la última foto.

—¡Corre! —gritó Ram—. Ahora que podemos.

La bestia era demasiado rara, demasiado grande y estaba demasiado cerca. El terror me paralizó y sentí pánico por Derek, pero teníamos que correr. Respirábamos entrecortadamente y tropezamos al pasar por la bancada de asientos que había antes de las columnas. Miré hacia atrás. Derek estaba ahí, levantando la vista hacia el resplandor rojo de los ojos del monstruo. Él volvió la vista para mirarnos y le hizo señas.

—¡Idiota! —susurró Ram mientras me cogía el brazo. Espero que se lo lleve con Lupe.

Trató de agarrar su colgante y me hizo atravesar el trilito. El mundo se estremeció bajo mis pies. Me quedé sin respiración. Me sonaban los oídos. El sol matutino había desaparecido. Al perder el equilibrio, entré tambaleándome en la oscuridad de la medianoche, tropecé y di una patada a algo que vibraba en la oscuridad. Sentí el azote de un viento frío. Había un aroma penetrante a azufre quemado y un ligero olor a verduras podridas. Me traía recuerdos del sótano en el que mi abuelo solía almacenar la cosecha otoñal de patatas, varias clases de calabaza y tomates en rama hasta que casi estaban podridos.

Nos quedamos ahí hasta que se nos adaptaron los ojos a la oscuridad y salieron las estrellas. La Vía Láctea estaba más o menos igual, pero sabía que habíamos cruzado otra vez la galaxia. No encontré ninguna luna. Una estrella roja enorme brillaba cerca del horizonte. Era tan brillante que vi huesos en el suelo a nuestro alrededor, esqueletos de animales y hombres. Le había dado una patada a un cráneo humano.

Temblando, fuimos arrastrándonos por detrás de las grandes columnas para esquivar el viento y nos juntamos para darnos calor hasta que se ocultó la estrella roja y salió el sol blanco. La luz nos permitió ver un círculo de piedras alzadas que rodeaban las grandes columnas negras del trilito solitario y las cenizas de las hogueras apagadas dispersas por las zonas rocosas del nivel del suelo en el que estaba.

Estábamos en la cumbre rocosa de un cerro árido, puede que fuera el núcleo de otro volcán en estado latente. Solo medía un kilómetro y medio de lado a lado. Salimos por las piedras del muro hasta el borde. Una fuerte y brusca caída. Me arrastré todo lo cerca que pude. Abajo en el fondo, vi una jungla verde que se extendía como un tapiz por en medio de la cual circulaba un río ancho lleno de barro rojo. No vi ninguna señal de que hubiera presencia humana y ningún camino que partiera del cerro.

Ram asintió con la cabeza al ver otro cráneo amarillento que nos sonreía entre los demás huesos que había junto a un montón de cenizas.

—Un nativo desafortunado o loco trepó hasta aquí para atravesar la puerta. —Guiñó los ojos mientras me miraba—. ¿Qué crees tú?

—No me gusta esto. —Retrocedí desde el borde—. Volvamos al mundo de los robots y probemos otro trilito, si es que podemos.

Volvimos a entrar en el círculo. Sujetando la llave de esmeralda, me cogió la mano y retrocedió para situarse entre las columnas. No sentí ningún cambio en la gravedad ni oí nada. Las rocas desnudas que estaban a nuestro alrededor seguían llenas de huesos dispersos blanqueados por el tiempo.

—Una puerta de sentido único. —Ram se encogió de hombros—. Supongo que estamos aquí para quedarnos. —Me sonrió con tristeza—. Es posible que sea en el Infierno de mi Mamita.

Nuestros festines en la cabina espacial estaban ya bastante lejos. Me sentí un poco mareado por el hambre. La cantimplora todavía estaba llena, así que nos humedecimos la boca en la que teníamos un sabor amargo y volvimos hacia el borde. Ram había perdido su lanza de bambú. Le dio una patada a un montoncito de huesos y de piel reseca que en su momento debieron de ser botas y ropa, y recogí una espada oxidada.

—Todavía está bastante bien —tocó el borde con el pulgar— y podríamos necesitarla… —Echó un vistazo al frente y su tono de voz cambió—. Puede que en este mismo instante.

Por el borde iba trepando un hombre. Se puso de pie, miró hacia abajo detrás de él y se acercó hacia nosotros cojeando, pero a la carrera, llevando algo parecido a un machete. Estaba desnudo hasta la cintura y era negro como Ram. Tenía un ojo cerrado por la inflamación, media cara cubierta de sangre coagulada. Se limitó a echarnos un vistazo y corrió atravesando los trilitos, volvió de nuevo atravesándolos y tropezó con una columna y después con la otra.

—No es el primero. —Ram hizo un pequeño gesto de asentimiento mirando el montón de huesos—. Llegan hasta aquí sin llaves mágicas.

El fugitivo miró hacia atrás y avanzó con dificultad para agacharse detrás del trilito. Uno de los que le perseguían se dejó ver y se paró para mirarnos. Igual de negro, llevaba botas altas y un calzón rojo sucio. Llevaba una mochila de cuero rudimentario y una espada larga que colgaba del cinturón.

Venía hacia nosotros gritando. Era tan alto y musculoso como Ram, parecía un salvaje. En su torso negro desnudo llevaba rayas amarillas pintadas como un tigre y su cara era una máscara blanca y roja. Ram cogió su hoja oxidada. Yo me escondí detrás de él.

—¡Vaya bienvenida! —murmuró—. ¿Eres uno de los demonios de Mamita?

Al instante, el hombre miró hacia atrás al borde por el que apareció otro guerrero, y después otro hasta que conté seis. Todos tenían pintadas esas rayas de tigre y llevaban grandes espadas. Nos miraron y se pusieron en marcha pasando por delante de nosotros y atravesaron el trilito.

Miré a Ram.

—¿Qué podemos hacer?

—Esperar a que paren —se encogió de hombros—. Es todo lo que podemos hacer.

El fugitivo volvió a atravesar el trilito cojeando, y los lanceros detrás de él. Había perdido su machete, y de su brazo goteaba sangre de una herida reciente. El líder de la máscara dio una orden. Se puso en cuclillas en el suelo, agachando la cabeza con el mayor de los sufrimientos, mientras la sangre seguía cayendo.

Dejaron un guerrero con lanza para que le vigilase, el líder hizo que los otros nos rodearan y me inspeccionó como si fuese algo fuera de lo normal. Me miró la cara, luego levantó y me dio la vuelta a la mano para mirarme la piel. Notaba el tejido de mi chaqueta cuando uno de mis seguidores gritó y señaló a Ram. La corona de los mundos parecía haberles asustado. Se susurraron entre ellos, gritaron al líder y cayeron de rodillas.

El líder hizo una reverencia a Ram y entonó algo parecido a una oración. Ram parecía sorprendido y le dijo algo. Contestó. Hablaron, las palabras de Ram eran titubeantes y lentas y con frecuencia se repetían. El líder estudió su marca de nacimiento, señaló el trilito, se alegró e hizo otra reverencia. Uno de sus hombres cogió la hoja de Ram y se la devolvió. Volvió a inclinarse, ordenó a sus hombres que se levantaran y que rodeasen al preso otra vez.

—¿Conoces su idioma?

—¡Parece imposible! —Ram negó con la cabeza mientras me miraba—. Pero lo sé. Por lo menos lo suficiente para preguntarle cómo se llama. Se hace llamar Ty Toron. Quería llamarme a mí Ty Chenji. El Ty debe ser algo honorífico. La corona de los mundos parece impresionarle. Parece dispuesto a creerse que llegamos aquí a través del trilito. Eso parece sobrecogerle o atemorizarle.

Me quedé mirando a Ram, casi sin creérmelo.

—¿Cómo has podido saberlo?

—¿El idioma? Se recuerda. —Se dio la vuelta para escuchar al líder y a los hombres cómo hablaban y por un momento se quedó mirando el abismo cubierto de neblina que había por debajo del borde—. Fue el primero que aprendí. Mi madre murió cuando yo nací. Mi abuela estaba ocupada con mi padre, haciendo el curri y llenando los cuencos que luego él vendía en la calle.

—Mi Mamita se ocupó de mí. Mi padre intentó regañarla, pero ella solía cantarme canciones suaves en su idioma nativo cuando me acunaba para que me durmiera. Eran canciones sobre Anak, el rey negro noble, y Sheko, la bruja blanca que lo asesinó. Casi lo había olvidado, pero estoy recordándolo.

Uno de los hombres le dio un golpe al nativo con la punta de la espada para que se pusiera de pie. Toron habló a Ram y nos sacó de la montaña. Le pregunté adónde íbamos.

—Ha intentado decírmelo. —Ram se encogió de hombros—. Algo sobre el río Sangriento, sobre esclavos. No he entendido nada.

Bajamos trepando por una escalera peligrosa que los constructores de trilitos habían excavado en los acantilados. Toron iba el primero y Ram y yo delante de los lanceros y del preso. Los escalones no suponían ningún problema ni para él ni para Ram, pero yo tenía que aferrarme cerca de la pared, avergonzado de tener miedo.

Me puse a contar escalones para mantener los ojos y la cabeza apartados del abismo escalofriante que había abajo. Mil escalones. No pude evitar mirar. Se me revolvió el estómago. Dos mil escalones. Estaba temblando y empapado en sudor. Dos mil ciento ochenta y ocho hasta alcanzar la verde penumbra del bosque tropical, ya seguros sobre suelo firme. Me inspiraban pena los gemidos y temblores del preso que venía detrás de mí.

El sendero que se adentraba en el bosque estuvo en su momento pavimentado con guijarros, la mayor parte de los cuales habían sido arrastrados o enterrados bajo el barro. En dos ocasiones, Toron envió a algunos hombres para que se adelantaran y se abrieran camino entre la densa maleza. Nos paramos a descansar una vez. Los hombres abrieron las mochilas y encontraron pan que compartieron. Eran panes de maíz tostados que parecían los bollos de maíz que mi abuela solía hacer. Estaban duros y secos, pero el mío me pareció dulce al mordisquearlo. Aquella noche dormimos en una cama de hojas caídas junto al camino. La puesta de sol estaba llegando al día siguiente antes de que llegáramos a un río pequeño y a una piragua larga que estaba en la orilla.

El hombre que habían dejado para que vigilase el bote había matado un cerdo salvaje y lo estaba asando sobre una capa de carbón. Me sentí hambriento, estaba delicioso. Toron dejó que Ram y yo durmiéramos esa noche en la canoa, hecha ahuecando un enorme tronco. A la mañana siguiente, la arrastraron dentro del agua y bajamos por el arroyo remando.

Llegamos a una zona poco profunda en la que los hombres tuvieron que vadear y tirar de la embarcación y en varias ocasiones nos paramos para que los hombres buscaran algo o cazaran. Toron nos hizo detenernos en un santuario en ruinas y ordenó a sus hombres que despejaran la vegetación que cubría dos grandes figuras, una al lado de la otra en un trono, el gigante negro con la corona de los mundos en la frente, y su compañera blanca, y delante de ellos había un altar.

—Anak —murmuró Ram— y Sheko. Ahora lo recuerdo. Él era el hombre que llevó a los hombres a habitar el mundo. Ella era su reina. Ella se puso celosa cuando él se enamoró de una mujer humana y los mató a los dos.

Los hombres prepararon un fuego en el altar. Toron colocó a Ram detrás de él mientras hacía que sus hombres le siguieran cantando una letanía y después azotó la muñeca del preso, puso sangre en un trozo de pan y lo tiró al fuego. Ram se quedó ahí de pie junto al humo, con gesto adusto, con la mirada perdida en la jungla. Su asombroso parecido con la figura de Anak hizo que me corriera un escalofrío por la espalda.

A última hora del día, llegamos a lo que debía de haber sido una ciudad. El río la atravesaba formando un canal de paredes de piedra cubiertas de árboles. Pude ver grandes columnas de piedra entre la mampostería caída, pero Toron hizo que sus hombres se inclinaran sobre los remos. No querían parar.

El séptimo día llegamos al río Sangriento. Era un mar interior teñido de rojo y marrón por el cieno que había corriente arriba, que se extendía un kilómetro y medio o más hasta la pared que formaba la jungla que se veía al fondo. Los hombres soltaron los remos cuando entramos, hicieron una reverencia a Ram, metieron las manos formando un cuenco en el agua negra para beber a su salud.

Parecía incómodo, pero respondió con una reverencia y dio las gracias murmurando.

—Me alegro de que no nos hayan matado —frunció el ceño manifestando su inquietud—, pero no me gusta que me tomen por un dios. No quiero sufrir las consecuencias derivadas de ello.

No podía evitar pensar en lo lejos que estábamos de nuestras clases en el este, ni preguntarme si alguna vez volveríamos.

El preso estaba sentado en el suelo de la canoa. Creo que tenía fiebre. Durante un día o dos pareció que sufría alucinaciones, gritaba, chillaba y cantaba de forma extraña e inquietante, pero en ese momento estaba sumido en un letargo y no se movía excepto para pedir agua gimiendo. Las moscas zumbaban en sus heridas sin curar.