La cabina espacial nos dejó a los pies del cable espacial. Vimos cómo trepaba y retrocedía hasta convertirse en un insecto negro y desaparecía. Una gaviota remontó el vuelo pasando por el cable espacial, pero no oí ningún sonido, ni vi ningún movimiento humano.
—Si este es el Cielo de alguien —farfulló Ram—, no es que hayan subido muchos.
—Esté vacío o no, es algo nuevo. —Derek frunció el ceño al ver la marca de nacimiento de Ram—. Tu Mamita vino de algún otro sitio en donde debe de haber quedado gente viva. Tenemos la oportunidad de encontrarles aquí.
—Si supiéramos por dónde ir —dijo Ram, encogiéndose de hombros—, o lo que nos encontraremos por el camino.
Nos quedamos mirando con inseguridad a nuestro alrededor. Los grandes trilitos negros estaban bastante lejos. A través de los huecos que había entre ellos vi amplias avenidas llenas de edificaciones de magnífica construcción. Había edificios majestuosos de varios pisos, la mayoría de los cuales eran de piedra. Esbeltos minaretes, una cúpula dorada, un obelisco blanco altísimo, y un arco magnífico.
Levanté la vista hacia el cable espacial que había detrás de la cabina, añoraba las comidas y el baño, nos preguntábamos si deberíamos habernos quedado a bordo. Derek colocó su mochila más alto y movió la cabeza por el reflejo del sol matutino.
—Ya sabemos cómo es el océano. Vamos a ver la ciudad.
Rodeamos el trilito hasta la amplia avenida. Derek se detuvo y movió la cabeza mientras miraba la carretera. Tenía franjas de colores como la que nos había llevado allí, iba en dos direcciones, y en el medio había una raya estática. Nos detuvimos en el borde mirando hacia arriba y hacia abajo. Hasta donde nos alcanzaba la vista veíamos que no había nadie.
Intenté imaginar cómo habría sido la ciudad con la gente andando por la carretera, yendo y viniendo a hacer sus cosas, viviendo en sus hogares. ¿Quiénes eran? ¿Cuáles eran sus ocupaciones o de qué habían tenido miedo, qué habían adorado o en qué habían creído? ¿Qué hacían para ganarse la vida? No lo conseguí. El mundo era demasiado raro.
Ram, inquieto, se había vuelto hacia Derek.
—¿Eran humanos?
—Deben de haberlo sido —Derek asintió y frunció el ceño—. La gente que vimos en el mundo virtual parecía tan humana como nosotros. Los cráneos del campo de batalla eran humanos. Los hombres de tu Mamita eran Homo sapiens, si no, no estarías aquí.
—No lo entiendo. —Ram pestañeó mirando la avenida vacía—. Las máquinas todavía están funcionando. No veo ningún destrozo causado por la guerra. ¿Qué pasó con todo el mundo?
—La gran pregunta. —Derek se encogió de hombros—. Estamos buscando la respuesta.
Ram agarró su lanza y se colocó el primero.
Seguimos por la carretera móvil. Dos manzanas más abajo, se dividía para rodear una isla que tenía un monumento enorme. Había dos figuras desnudas, una al lado de la otra de un hombre negro y una mujer blanca sobre un trono dorado, dándose la mano y sonriendo uno al otro. Sobre sus frentes llevaban la corona de los mundos.
—¡Ese eres tú! —Derek sonrió con socarronería a Ram—. Has venido a casa.
Ram volvió a mirar al gigante negro. Algo pellizcó su cara. Cogió aliento como para hablar, pero se limitó a gruñir y miró al frente. Más adelante, salimos de la carretera para contemplar un templo de mármol blanco. Era otra Acrópolis, a una escala algo más grande, las columnas blancas eran perfectas, la estructura y el tejado estaban intactos.
—¿Estamos locos? —Ram negó con la cabeza a Derek—. ¿Llegó a Grecia el antiguo imperio?
Derek encontró su telescopio de bolsillo para echarle un vistazo.
—Lupe estaba asombrada al pensar en los constructores del trilito del Sáhara —dijo—, en otras pruebas de su presencia en la Tierra. Si estuviera todavía con nosotros se moriría por hacer una monografía sobre las posibles influencias culturales.
Frunció el ceño de nuevo mirando al templo.
—Parece casi idéntico, pero el arquitrabe es distinto. En lugar de la mitología griega, las imágenes contarían una historia muy distinta si supiéramos interpretarla —sonrió a Ram—. Ahí está la sagrada familia en el centro, con tu corona de los mundos encima de ellos.
—Y mira eso —levantó la voz—: ¡Una nave espacial en movimiento! Una pista sobre su historia perdida. Ojalá la conociéramos, debe de ser sorprendente. Los constructores tuvieron que estar aquí antes de que colocaran los trilitos. Estaban explorando el espacio, sembrando vida en los planetas muertos, construyendo ciudades magníficas, hasta que algo terrible ocurrió. Me gustaría saber…
Ram le dio en el codo señalando la avenida que había detrás de nosotros. Vi una figura que venía planeando hacia nosotros con rapidez. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, vi que era otro robot multicelular, empujando una carreta cargada con ramas de árbol rotas y trozos de chatarra encima de la cual había una gaviota muerta.
—Esa es la razón. —Asintió y levantó la cámara—. Por eso no encontramos esqueletos, ni ninguna pista de lo que pasó con la gente. Los robots todavía están trabajando y mantienen la ciudad limpia. Pasara lo que pasara, borraron las pruebas.
Continuamos deambulando por lo que probablemente fuera un centro comercial. No había rascacielos, pero las inmensas fachadas se elevaban varios pisos. Parecían extrañamente familiares. El granito pulido, el metal brillante, el cristal inmaculado, podrían pasar perfectamente por edificios de Nueva York o Hong Kong.
Los amplios escaparates nos dejaron fascinados. Había hermosos modelos de piel bronceada lo suficientemente desnudos como para que parecieran realmente humanos. Ofrecían gemas que parecían preciosas, estaban vestidos con estilos que en nuestro lejano hogar podían haber parecidos exóticos, tenían utensilios que Lupe difícilmente podría haber explicado. Ram intentó abrir las puertas, pero estaban cerradas con llave. Lo intentó con su colgante de esmeralda. No se abrían. Derek hizo fotos y caminamos hacia un trilito de columnas blancas que sobresalía por encima de los tejados que teníamos delante.
Se alzaba en el centro de un gran parque verde, en el que la hierba estaba perfectamente podada. Un camino móvil nos llevó hacia unas filas de asientos que se elevaban por cada lado. Los asientos estaban vacíos, el suelo de alrededor de las columnas estaba desnudo. No vi ningún movimiento hasta que Ram señaló una línea de jeroglíficos verdes enormes que avanzaba lentamente por el gran dintel negro.
—¿Qué crees? —Miró a Derek—. ¿Era otra puerta? ¿Algún tipo de teatro?
—¿O un templo? —Derek se encogió de hombros y sonrió—. Deben de haberse reunido aquí. Puede que para adorar a sus dioses ancestrales.
Ram se estremeció por su tono irónico, pero no dijo nada.
—¿Cansado? —Derek me miró—. Sentémonos y decidamos qué hacemos.
—Vale —me sentí agradecido—. Hemos caminado demasiado.
Seguimos avanzando hasta los asientos que daban al suelo vacío entre amplias columnas negras. En cuanto nos sentamos, el silencio se rompió. Sonaron extraños acordes procedentes de alguna parte, y poco a poco dejaron de oírse. Las columnas y los asientos que había al fondo parpadearon y desaparecieron. En la fila de delante, estábamos sentados al borde de un vacío negro y absoluto. Demasiado cerca. Sentí náuseas. Mareado, me agarré al brazo de Ram. Él estaba inmóvil, mirando los jeroglíficos dorados y brillantes que flotaban en la oscuridad. Se disiparon. Salieron las estrellas, pero no eran las estrellas extrañas que habíamos visto desde la cabina espacial.
—¡Orión! —escuché la voz entrecortada de Derek—. Ahí está Riegel, Betelgeuse, Bellatrix. Nuestras propias estrellas. Esto está cerca de nuestra casa, en nuestra propia zona galáctica.
Las estrellas iban pasando dejando solo una mota borrosa en el vacío. Cada vez brillaba más, hasta que fue casi cegador. Se difuminó dejando un punto blanco oscuro que indicaba dónde había estado. Fue creciendo hasta formar un globo azul brillante, con manchas de tormentas en espiral.
De repente, vimos la Tierra, estaba tan cerca que se me hizo un nudo en el estómago y tuve la sensación de que estábamos precipitándonos hacia ella. Vi el azul del Mediterráneo. Bajo él, el norte de África, el Sáhara más verde que marrón. Llegamos junto a las columnas gemelas de un solo trilito. Esto debería haber sido el Gran Erg, pero no veía arena.
Más allá de las columnas, en cambio, el paisaje estaba cubierto por un prado verde y árboles lejanos. En un abrevadero que había cerca de donde estábamos, había jabalíes verrugosos. Los impalas y las cebras iban pastando hacia él. Había dos robots multicelulares altos que avanzaban pesadamente hacia nosotros llevando algo en una jaula.
Se esfumaron antes de que pudiera ver lo que había en la jaula. Una música extraña subía y bajaba. Voces extrañas piaban y trinaban. Los jeroglíficos brillantes atravesaban una neblina azul tenue que fue disipándose hasta quedarse completamente a oscuras. Cuando la luz del sol volvió, el paisaje había cambiado. Había un gran montón de arena alrededor del trilito y el dintel de piedra se había caído.
Encontré nuestra pequeña tienda en el agujero de la duna en el que estaba el abrevadero. Lupe Vargas, con su sombrero de paja de ala ancha, estaba de rodillas excavando, catalogando su colección de huesos. Ram con los pantalones bajados, se agachó más allá de la cresta montañosa.
—¡Angalia!
Sentado a mi lado, gritaba y señalaba. La arena que había alrededor de esas columnas enterradas había saltado por los aires. Ese saltamontes gigante salió de allí y se levantó sobre sus largas patas de metal mirando a través de las dunas. Algo extraño, su esbelto cuerpo verde y amarillo, su gran cabeza brillante como la plata, era mitad ser vivo y mitad máquina, monstruoso y en cierto modo impresionante. Encontró nuestra tienda, con Lupe a su lado, se agachó y echó a volar.
Todo parpadeaba y nosotros veíamos por los ojos del saltamontes mientras él subía y bajaba planeando sobre Lupe. Vimos como ella miraba hacia arriba, y que en su semblante estaba plasmado el terror. Vimos como el saltamontes intentaba cogerla con las patas delanteras, como la cogía con sus largas garras negras y como Ram se levantaba los pantalones, movía los brazos y volvía corriendo hacia la cima.
El saltamontes saltó. Ram y la tienda cayeron. El cuerpo de Lupe forcejeaba y flaqueaba mientras las garras la apretaban con más fuerza. La duna que había a sus pies se hinchó y encogió cuando el saltamontes se elevó y planeó en dos ocasiones. Una vez más sonó esa música extraña.
Se oyeron voces extrañas. El desierto se sumió en la oscuridad, en la cual oscilaban jeroglíficos encendidos. Cuando volvió la luz, nos encontrábamos ante una minúscula celda de paredes blancas con barrotes en la parte delantera con una mínima separación entre ellos. En un estante situado en una pared había una manta doblada y un plato vacío. El baño era un agujero en el suelo.
Lupe estaba en el suelo, desnuda, haciendo flexiones. Su pelo estaba revuelto, la cara demacrada y delgada, a pesar de lo cual dejaba entrever su absoluta determinación. De repente miró hacia la puerta.
—¿Qué? —Derek, que estaba a mi lado, respiró entrecortadamente y señaló.
La puerta con barrotes se estaba abriendo. Una gruesa serpiente formada por trozos geométricos brillantes se deslizaba hacia el interior. Se dividió en dos montones. A los pies, con los puños apretados, contemplaba como se transformaban en dos robots multicelulares. Vi como movía los labios, pero no oí ningún ruido.
—¡Maldita sea! —susurró Ram—. No podemos ayudarla de ninguna forma.
Se acercaron hacia ella acechándola, los ojos de cristal refulgían de color rojo. Parpadeó antes de que la tocaran y después, todos brillaron y desaparecieron en aquel escalofriante foso de oscuridad. Antes de que pudiera agarrarme al asiento, ya había vuelto a la realidad. Nos quedamos sentados contemplando la puerta de entrada vacía en la avenida que había a lo lejos.
—¡Entonces está viva! —Ram se limpió el sudor de la cara—. En algún lugar.
—¡Tu Mamita! —Derek le echó una mirada asustada—. ¡Esos robots! Son diablos de metal. La jaula es la caja blanca en la que ella decía que fue torturada.