Los trece enormes trilitos negros que nos rodeaban eran tan altos como los muros de una cárcel. O quizá más bien como las columnas de algún templo extraño, en el que la cabina espacial haría las veces de altar situado en el centro y el cable espacial sería la escalera que comunica con el mundo inferior. Aquello me sobrecogió. Ram se detuvo delante de mí y se dio la vuelta a mirar a Derek.
—¿Y si es otro control de tráfico, otro planeta asesino como el primero? Las máscaras antigás están bastante lejos.
—Es una oportunidad que tenemos que aprovechar. —Derek le sonrió—. Hemos de confiar en tener la misma suerte que siempre tuviste en el póquer.
—No veo otra alternativa. —Ram se encogió de hombros y nos hizo seguir.
Visto así, frente a aquellas inmensas columnas negras, aquella cabina espacial parecía de juguete, pero a medida que nos acercábamos, se hacía mayor. Estaba rodeada por un muro bajo de algún tipo de piedra blanca, con un trilito en miniatura que enmarcaba la entrada. Derek buscó a tientas su cámara y, de repente, se quedó paralizado, mirando al frente.
En la puerta había algo. Un montón de cubos minúsculos, discos y cilindros que brillaban como la plata nueva, junto con trozos de cristal brillante y pequeños bultos negros. Se movían a medida que nos acercábamos, iban amontonándose formando una serpiente. La cabeza se elevó y se transformó en una parodia grotesca, con dos cristales brillantes por ojos.
—¿Qué demonios…? —Ram pestañeó y negó con la cabeza mirando a Derek—. ¿Es esto realmente el Infierno? Y este diablo de metal fue el que mi Mamita…
Cuando aquel ser le habló con la voz quebradiza y cortada, él se detuvo. ¿Era un saludo, una pregunta, una orden? Su tono no me transmitía nada. Volvió a moverse, la cabeza huesuda se elevaba más, los brazos salían del cuerpo, la base se dividía en piernas y pies.
Caminaba como un hombre y nos acosaba para bloquear el camino. Ram se estremeció y levantó la lanza.
—Inténtalo con la llave mágica de Mamita —Derek le llamó—. Puede que sea un tique.
Ram rebuscó debajo de su camisa el pequeño colgante de esmeralda y lo empuñó mirando al monstruo. Los ojos de cristal parpadearon de color rojo. Nos ladró. La extraña cabeza se inclinó como en señal de reverencia. Un brazo brillante nos señaló una puerta oval que se abría en un lado de la cabina espacial, de la cual salió una criatura gemela, moviendo esos discos relucientes hacia nosotros, y nos hizo una seña para que entráramos.
Ram se encogió, apartándose de él.
—Es un robot —le dijo Derek—. Podría ser un ayudante de vuelo.
—¿Qué tipo de robot? —Ram agarró con fuerza su lanza—. Es un auténtico diablo de metal, como los que torturaron a Mamita.
—Creo que es un robot multicelular —dijo Derek—. En el MIT vi un experimento. Las unidades eran relativamente sencillas, pero estaban diseñadas para que trabajasen de manera conjunta. Se complementaban y formaban algo mucho más grande que las partes por separado. Subamos.
Ram dio un paso atrás y miró el cable espacial.
—¿Listo para hacer un viaje al Infierno?
Sin embargo, enseguida se encogió de hombros y nos condujo a bordo. Entramos en una sala con forma de anillo con un círculo de asientos que daba a las ventanas. El robot emitió un graznido y nos señaló los asientos. La entrada redujo su tamaño y se cerró. Se oyó un gong. No me pareció oír ningún mecanismo, pero el círculo oscuro de trilitos desapareció. Caímos al cielo.
De repente, sentí náuseas.
La ventana era demasiado grande y estaba demasiado cerca. A nuestros pies, el suelo era de cristal o algo parecido al cristal. El terror de caer desde aquella posición privilegiada al inmenso espacio me hizo sentir pavor. Sentí un sudor frío y tuve que cerrar los ojos. Me agarré con fuerza al asiento e intenté recordar las aventuras de Marco Polo o el programa de mi seminario sobre las obras históricas de Shakespeare. Cualquier cosa que no fuera aquel horrible abismo. Ram me preguntó si estaba mareado. Lo único que podía hacer era tragar saliva y negar con la cabeza.
Cuando me atreví a abrir los ojos, ya estábamos a bastante altura, tan alto que mi pánico había desaparecido, aunque me había dejado afectado y avergonzado. Ram estaba observando el mundo que teníamos a nuestros pies con su pequeño telescopio y Derek apuntando con su cámara a la mina a cielo abierto que se había reducido a un pequeño hoyuelo oscuro.
—El cable espacial tenía bastante metal, si es que era algo parecido al metal —dijo—. Supongo que la mayor parte salió de allí.
Los trilitos eran ya demasiado pequeños para que se pudieran ver, y el suelo que había debajo era un minúsculo punto blanco. Pensé que podía localizar la carretera, una línea oscura y estrecha que iba directa hacia el horizonte neblinoso en lo que debía de ser el Oeste. Vi nubes, como pastelitos de algodón brillante que ya estaban muy lejos. El cielo había oscurecido e iba cambiando de color hasta llegar al morado.
—Chakula! —Ram olió y se puso de pie—. ¡Comida!
Percibí un aroma como de pan recién horneado. Le seguimos hasta una habitación interior. Había mesas y sillas repartidas en torno a un cilindro grueso que pensé debía de ser la protección del cable espacial. Nos sentamos a la mesa. El robot ayudante llegó para vigilarnos hablando otra vez con esa voz aguda y rápida.
—Quiere que le digamos lo que vamos a tomar —Derek señaló los jeroglíficos que había en la mesa—. ¿Puede ser el menú?
Puso su dedo índice en una línea de escritura. El robot chasqueó la lengua y miró con los ojos de cristal a Ram. Intentó mirar los símbolos, y yo también. El robot se apartó planeando. Volvió con un vaso de agua para él, una rodaja de papaya madura para Ram, y una taza de un café extraordinario para mí. Seguimos pidiendo sin parar. Me trajo un cuenco de algo tan amargo que lo escupí, y después una cesta de una fruta verde extraña, pero continuamos hasta que Ram dio con el código de una bandeja con un filete y huevos revueltos.
—Es bastante probable que sean sintéticos —Derek se encogió de hombros y pinchó otro trozo de carne— aunque no es que me importe.
Vaciamos media docena de bandejas.
Cuando Derek se levantó a buscar el baño, el robot hizo algo más que mostrarle el camino. Cuando volvió, parecía otro hombre, después de las semanas que había pasado sin afeitarse. Su pelo rubio rojizo estaba bien arreglado, llevaba una chaqueta de buen corte de un tejido parecido a la seda con dos círculos cruzados bordados en el pecho. Ram y yo le seguimos.
Cuando volvimos a nuestros sitios, por las ventanas que daban al sol no entraba luz. Sentí que estábamos flotando en un abismo de oscuridad por encima, por debajo y a nuestro alrededor, hasta que mis ojos se adaptaron y empezamos a ver brillar las estrellas. Eran las mismas constelaciones que habíamos visto todas las noches en la carretera móvil, pero ahora con un millón de estrellas más, parecían extrañas, un universo de polvo de diamante y una oscuridad impenetrable más impresionante de lo que nunca había imaginado.
No sé cuantas horas pasamos en el espacio. Incluso Derek estaba demasiado ocupado para ver qué hora era. Echó un vistazo a las estrellas con su minúsculo telescopio y echaba en falta tener una lente de más aumentos. Exploró el polvo de la Vía Láctea, intentando averiguar en qué punto de la galaxia estábamos. Cuando Ram quiso saber hacia dónde estaba la Tierra, solo pudo negar con la cabeza.
Volvió a sonar el gong. El ayudante se puso de pie detrás de nosotros. Los cinturones de los asientos se abrocharon y de repente estábamos cayendo hacia el brillante infinito. El vértigo hizo que el corazón se me pusiese en la garganta. El cosmos se inclinó y giró a nuestro alrededor. Cerré los ojos y me agarré al asiento hasta que volvimos a sentir el peso de nuestro cuerpo. Seguros de nuevo, tragué saliva y tomé una inspiración profunda.
—Estamos a mitad del viaje —dijo Derek—. A mitad de camino de nuestro destino. Ahora ya no está encima, sino debajo de nosotros.
Todavía famélicos por nuestra larga marcha, volvimos a la sala interior y devoramos otro banquete. Cuando me quedé dormido, el ayudante llegó en silencio a reclinar mi asiento y me echó una manta por encima. Ram y Derek me despertaron con sus gritos nerviosos.
—¡Pangaea! —Estábamos bajando hacia el planeta gemelo. Su esfera ya era enorme, una mitad estaba llena de océanos azules y la otra cubierta de verdes, marrones y grises. Derek estaba escudriñándolo con su pequeño telescopio—. Hace un millón de años, la Tierra podía haber sido así.
Le dio a Ram el telescopio mientras hacía una fotografía y después lo cogió para mirar el mundo que había debajo.
—Una ciudad —señaló el suelo de aspecto de cristal—, parques verdes a su alrededor. No había cráteres ni señales de destrucción que yo pudiera percibir. Lo único que hemos visto es la muerte, pero quizá este mundo ganó la guerra.
—¿O es este el Infierno de Mamita? —Ram fruncía el ceño con inquietud, tocaba un extremo inexistente de la corona de los mundos de su frente—. Mi padre nunca la creyó, pero cuando estaba con fiebre maldecía a los diablos de metal que la secuestraron alejándola de su gente.
—¿Puede que estén aquí? —Pensativamente, Derek se tocó la cara recién afeitada—. No puede proceder de ninguno de los sitios en los que hemos estado.
El otro planeta, que ahora estaba encima de nuestras cabezas, había disminuido hasta convertirse en una hoz estrecha, que todavía era tan brillante que ensombrecía las estrellas que había a su alrededor. Derek inclinó la cámara para hacer la última foto y cogió el telescopio para contemplar de nuevo la ciudad.
—Está en una costa oceánica —dijo—. Hay una cordillera montañosa detrás que se extiende probablemente unos treinta y dos kilómetros de largo, a lo largo de toda la costa con una anchura entre la playa y la montaña de entre cuatro y seis kilómetros. Veo un montón de árboles en las calles. Nada parecido a las chabolas, parece que hay vida. A juzgar por la ubicación, el clima no estaría mal. Parece un lugar agradable para vivir.
Ram cogió el telescopio para volver a rastrearlo.
—No lo sé. —Hizo una mueca que denotaba inquietud—. Parece demasiado vacío. No hay coches en las calles. No hay barcos mar adentro. Me temo que está muerto.
El cielo negro se volvió morado y al final azul. Un punto blanco en el fondo del cable espacial empezó a hacerse más grande. Poco a poco, desde la cabina espacial pudimos ver la ciudad. Había amplias avenidas que corrían paralelas al mar. Las calles perpendiculares bajaban hacia una playa blanca que parecía de arena de coral.
En un cañón situado en las colinas de la zona oeste, vi una presa detrás de la cual había un gran lago azul, y a lo lejos, cumbres montañosas llenas de nieve. La parte superior de un cerro negro elevado detrás de la ciudad había sido excavada para formar dos figuras desnudas imponentes: un hombre y una mujer, sentados en un trono.
—Tú debes de tener familiares aquí. —Con una sonrisa irónica dirigida a la corona de los mundos, Derek le dio a Ram el telescopio—. Si este es realmente el Cielo de tu Mamita, deberías tener parientes. Tu marca de nacimiento debe ser la señal de que perteneces a algún destino noble.
—¡Destino! —Ram resopló—. El único destino que persigo es el de la vuelta a casa.
Me apoyé para mirar el cable espacial. En la parte inferior había un punto negro que se hinchaba con rapidez. Las calles de la ciudad desaparecían. Estaba cayendo y debajo de mí no había nada. Me sobrevino un repentino sudor frío. Me agarré a los brazos del asiento y cerré los ojos hasta que oí la voz de Derek y supe que estábamos abajo.
—¡Siete puertas! —habló con Ram—. Las puertas que probablemente conduzcan a los siete mundos del imperio muerto, si es eso lo que significan los puntos de tu llave.
—O puede que no.
Ram se encogió de hombros y miró a nuestro alrededor. Estábamos a salvo sobre una pista de aterrizaje blanca. Una sombra negra cubrió la cabina espacial, proyectada por una enorme columna cuadrada que ocultaba el sol. El gran círculo del interior de los trilitos estaba completamente vacío. No había ningún tipo de movimiento.
La puerta se abrió. El robot que estaba de pie a su lado hizo una reverencia en silencio. Cogimos nuestras mochilas y nos fuimos. Delante de nosotros, en el suelo, había tres montones pequeños de cristal metálico brillante. Se movían perezosamente, a medida que nosotros bajábamos. Formaron tres espirales gruesas que se elevaron y se transformaron.
En un instante se transformaron en tres caricaturas extrañas. Una fantástica imitación de Ram, en cuya frente brillaba un cristal blanco minúsculo. Derek, con los dos dedos de una mano sujetaba algo parecido a su telescopio, estirándose para mirar el cable espacial. Había una figura más pequeña, agachada bajo una mochila que sobresalía… que tenía que ser yo.
Se inclinaron, graznaron y se quedaron inmóviles.
—Seguro que están esperando recibir nuestras órdenes —dijo Derek—. Si habláramos el idioma.
Pero no lo sabíamos.
Al instante, volvieron a hacer una reverencia y a transformarse en tres serpientes que emitían destellos. Más allá, en el suelo se abrió un agujero. Se metieron dentro reptando y después de pasar ellos, se cerró. Nos dejaron allí de pie en el suelo vacío a los pies del cable espacial, y los elevados trilitos negros destacaban por encima de nosotros. A pesar de que Ram y Derek estaban a mi lado, me sentía tremendamente solo.