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Nos hacíamos llamar los Cuatro Jinetes, aunque Lupe era una mujer y ninguno de nosotros tenía caballo. Éramos amigos y buenos compañeros. El viernes, después de las clases, solíamos reunirnos en mi casa para cenar. Cada uno aportaba un plato distinto y después jugábamos unas cuantas manos de póquer con apuestas bajas.

Derek Ironcraft enseñaba física y astronomía. Era un hombre enjuto y nervudo, con los ojos grises afilados, y el pelo rubio rojizo lo tenía tan corto que no podía peinárselo. Venía a las clases con unos pantalones cortos arrugados y se definía a sí mismo como aprendiz de cosmólogo. Pasó las vacaciones de verano como joven titulado dedicado a investigación en la NASA y le gustaba sorprendernos con las maravillas del espacio. Habíamos dado por finalizada nuestra partida semanal, estábamos a principios del semestre de otoño, pero seguíamos sentados a la mesa bebiendo las últimas gotas de nuestro güisqui con agua. Abrió su maletín para enseñarnos su último misterio.

—Estábamos explorando el Sáhara con un radar de detección terrestre —extendió sobre la mesa sus papeles y un atlas con imágenes conseguidas por vía satélite—. La arena seca permite obtener una imagen perfecta y allí está completamente seca. Conseguimos imágenes de buena calidad de antiguos lechos fluviales y de un cráter que se produjo hace millones de años por el impacto de un objeto grande.

Señaló algo borroso.

—Mientras buscaba otro cráter, he encontrado un círculo de piedras enormes bajo una docena de metros de tierra. Parece un Stonehenge más antiguo, de mayor envergadura incluso que el de la llanura de Salisbury. —Miró a Lupe—. Debe de ser algo hecho por el hombre.

—¿Hecho por el hombre? —Arqueó las cejas—. No sé qué aspecto tenía el Sáhara cuando cayó tu meteorito, pero sé el que tiene ahora. Puede que ese círculo de rocas del que hablas parezca raro, pero no lo erigió nadie y ningún ser humano lo ha visto nunca.

A ella le gustaba meter el dedo en la llaga cuando oía suposiciones falsas, pero esta vez estaba equivocada.

Así empezó todo. La Eastern New Mexico University es una universidad pequeña, situada en una ciudad tranquila y recoleta. Allí nos sentíamos todavía como en casa, disfrutando de nuestra mutua compañía; lo pasábamos bien realizando nuestro trabajo, en el recinto de la universidad y en aquellas cenas de póquer.

Lupe solía llevar un guiso de chili verdi o una cazuela de possole o menuda. Derek llevaba un buen burbon de Kentucky. Ram llevaba curri hindú, del que su padre vendía en las calles de Mombasa desde una carreta. Con la inteligencia que le caracterizaba, enviaba la mayor parte de lo que ganaba a sus parientes hambrientos de Kenia.

Lupe había venido a Portales a buscar huesos de los primeros seres que poblaron América al yacimiento de Blackwater, donde se encontraron las primeras puntas Clovis. Ella y yo éramos casi una generación más mayores que Ram y Derek, pero ella todavía era una mujercita con mucha energía, tan inquieta como un gorrión.

De joven debió de ser una auténtica belleza. De facciones delicadas, a pesar de la edad, todavía dejaba traslucir una elegancia característica, pero los años de trabajo en el campo en

Yucatán y la Gran Fisura de África oriental habían hecho que su piel adoptase el aspecto del cuero rojizo. Llevaba vaqueros desteñidos y un sombrero de campo flexible y hablaba utilizando un vocabulario acuñado por ella misma.

—Soy capaz de hacer la mayor parte de las cosas mejor que los hombres —le escuché decir—, excepto tirarme a otra mujer. Yo soy Will Stone. Enseño literatura inglesa.

Ram era el extraño entre nosotros. Era un espécimen curioso, medía un metro ochenta y dos centímetros y era tan negro como la noche, salvo una pequeña mancha de nacimiento que tenía en la frente. Su atuendo era ecléctico, llevaba sombreros y botas occidentales combinados con camisetas africanas de mucho colorido. Llevaba los genes de media docena de razas. Se hacía llamar Kikuyu, pero su nombre se lo debía a un abuelo que se había ido del Punjab para evitar un conflicto religioso. Decía que tenía algo de sangre portuguesa y algo de sangre holandesa. Nunca fue capaz de resolver el misterio de su abuela.

Lupe le había encontrado sacando arena en su excavación de Koobi Fora y le llevó a la universidad con una beca de atletismo. A continuación estudió una carrera lingüística en Yale y volvió a enseñar lingüística e historia de África. Derek y yo nunca habíamos estado en África.

Ahora, cuando pienso retrospectivamente, me parece que aquella noche de póquer está a años luz, pero sigue estando en mi memoria con la misma nitidez. Todos nos inclinamos para ver la imagen del radar. A mí solo me parecía una masa confusa, pero Derek y Lupe estaban inmersos en un agitado debate.

—¿Crees que es algo artificial? ¿Crees que ya existía una cultura en el Sáhara antes de que fuera un desierto? ¿Una cultura tan antigua, tan avanzada como para ser anterior a Stonehenge? No lo creo.

—El clima cambia —le dijo él—. El Sáhara ha pasado por etapas tanto húmedas como secas. ¿No has oído hablar de Farouk el-Baz? Se encargó de la investigación. Utilizó un radar de detección terrestre para buscar los lechos de los ríos que posiblemente discurriesen por allí hace unos cinco o seis mil años. Es posible que estuviera habitado.

—Es posible. —Se encogió de hombros—. ¿Pero hace cinco mil años? Los cazadores-recolectores del Neolítico habían empezado a establecerse y a cultivar en el Nilo, en Oriente Medio. Puede que incluso en China, pero no transportaban rocas de gran tamaño obtenidas de la nada.

Ram se inclinó para observar el mapa del radar con el ceño fruncido. Al instante, miró a Derek encogiéndose de hombros con perplejidad,

—Mirad esto —dijo Derek—. ¿Veis este círculo de piedras? Están en un hueco en el que el viento reinante ha arrastrado la arena hasta levantar esta duna. ¿Veis cómo se difuminan hacia el final del arco? Eso es porque están a mayor profundidad. Creo que el círculo es completo, el resto está enterrado a demasiada profundidad como para poder verlo. Puede que hasta a ochocientos metros.

Levantó la vista para mirar a Lupe.

—Doctora Vargas, ¿qué cree usted?

Ella le guiñó el ojo.

—Doctor Ironcraft, ya lo ha oído. —Se burló de su tono formal—. Creo que te has vuelto un poco loco. Si realmente has encontrado algo parecido a Stonehenge, vas a reescribir la prehistoria y a tirar por tierra cientos de carreras. La arqueología espacial es un campo del que no sé absolutamente nada, pero la coincidencia juega un papel importante. Me temo que estás intentando dar un gran salto partiendo de una prueba muy poco sólida. Tu formación rocosa es realmente destacable, pero me gustaría saber quién la puso allí. Y cuándo.

Por un instante su euforia se apagó.

—¿Cómo es posible que sea algo natural? Las piedras son grandes. Todas parecen del mismo tamaño. Están situadas a la misma distancia. El radar no permite obtener una imagen tan nítida como la luz natural, pero yo conseguí una imagen mejor de esos —dijo, volviendo a señalar— dos megalitos más altos, que había en lo que sería el centro del círculo. Es demasiado simétrico para que sea una formación natural.

Ella se inclinó para mirar la imagen y negó con la cabeza.

—He estado en gran parte de África contemplando las huellas de los primeros humanos. Es cierto que la evolución de los homínidos comenzó allí, desde donde se extendieron hacia Asia. Hemos encontrado huellas en la mayor parte del continente, pero no he oído nada de que hubiera algo bajo la arena. Los fenicios y los griegos no se adentraron mucho desde la costa. Incluso Alejandro nunca llegó más allá del templo de Amón, donde consiguió convertirse en rey. —Negó en silencio—. El Sáhara ha sido territorio prohibido.

—Me gustaría ver el lugar si supiéramos cómo llegar allí.

—Me gusta cómo eres, Derek —dijo con un tono muy serio—. Eres un profesor fantástico. Si no tienes las cartas, puedes tirarte un farol. Pero, por favor, no hagas público lo que nos acabas de mostrar aquí. Al menos, si quieres ganarte el respeto en tu campo. La ciencia es un juego feroz. Es bastante fácil hacer el payaso.

—Puede que lo sea.

Suspiró y dobló el mapa, pero Ram quería estudiar otra vez la imagen.

—¿Por qué no echamos un vistazo?

—Esta es la razón de que no pueda. —Abrió su atlas por vía satélite y señaló con el dedo una gran mancha blanca que abarcaba tres países en un mapa del norte de África—. El Gran Erg oriental. El desierto de arena más grande de la Tierra. Probablemente sea el lugar más hostil aparte de la Antártida. Dudo que este lugar haya sido visitado alguna vez, al menos no desde que la arena lo tapó.

Ram cogió el atlas y encontró el mapa otra vez.

—Mi bisabuela era de por allí.

Su dedo índice, delgado y negro buscó un sendero en el mapa, fuera del desierto y hacia el oeste por la costa cerca del emplazamiento de la antigua Cartago, más allá de Gibraltar, que bajaba bordeando el Sáhara y volvía hacia el este por el Sahel hasta Kenia. Nunca había contado gran cosa sobre sí mismo, así que apartamos los libros a un lado para escucharle.

—Mi padre la llamaba Mamita. —Sus ojos iluminaban al recordar—. Era una mujer pequeña y rara, sin nombre conocido, al menos yo no lo sabía. Vivía con nosotros en Mombasa y se ocupó de mí después de morir mi madre. Más tarde, cuando solo tenía siete u ocho años, intenté cuidar de ella.

La emoción embargó su voz.

—La tía de mi madre la acusó de uchawi, brujería. Mi padre creía que estaba loca. Puede que lo estuviera, pero yo la quería. Y ella a mí… también.

Su voz se quebró y se limpió una lágrima.

—Yo sabía que se estaba muriendo. Supongo que debido a su edad. No tenía dientes y estaba casi ciega, iba consumiéndose poco a poco. Lo único que comía eran unas pocas gachas harinosas poco espesas. No hablaba mucho, ni siquiera conmigo. Hablábamos en swahili, pero decía que esa no era su lengua. Decía que no encontraba palabras para lo que quería decir.

»A pesar de lo unidos que estábamos, nunca llegué a conocerla. Sé que había cosas que nunca decía. Cuando era joven, algo le había hecho daño. Le había hecho tanto daño que ni siquiera soportaba hablar de ello ni pensarlo. No creo que fuera africana.

Se calló para estudiar a Lupe.

—Tenía la nariz como tú. El pelo era igual de liso, aunque fino, y ya entonces era muy blanco. Tenía una marca de nacimiento.

Se tocó la frente y volvió la cabeza hacia nosotros para que viéramos la marca. Era pequeña, se parecía a una peca, pero al revés, una mancha pálida en su pigmentación oscura. Era un rectángulo pequeño con siete puntos blancos que formaban un arco por encima.

—Mi padre la tenía y yo la heredé.

—¿Un antojo hereditario? —frunció el ceño Lupe—. Es raro.

—Mamita era de lo más rara. Nunca supe cómo interpretar su historia. No tenía nada que ver con los misioneros cristianos, pero sentía un miedo atroz a los diablos de metal. Decía que la sacaron de su pueblo y la torturaron en una jaula de metal blanca. Decía que les robó la llave del Infierno y escapó por una puerta del templo de los huesos.

Se encogió de hombros mirando a Lupe y se volvió hacia Derek.

—¿El templo de los huesos? —Negó con un gesto—. No sé lo que quería decir, pero podría estar en algún lugar cerca del Stonehenge enterrado del que tú hablas. Decía que todavía era una niña cuando los tuaregs la cogieron en el desierto. No sé cuándo, pero vio los rifles Lebel que cogieron a los soldados del ejército francés a los que asesinaron en Ain Yacoub en 1928.

»La vendieron a los bela, quienes a su vez se la vendieron a los dogon, de Mali, al borde del Sahel. Consiguió llegar a Kenia. Era un pequeño tesoro, resistente, pero había cosas de las que no hablaba. Tenía miedo de dormir sola. Cuando estaba a punto de morir quería que estuviera con ella día y noche.

»Mi padre intentó decirle que los tuaregs y los Dogons habían vivido mucho antes que ella y que estaban a miles de kilómetros, pero no consiguió nada. Había pasado toda su vida aterrorizada, pero nunca dijo qué era lo que le asustaba en realidad. A lo mejor pensaba que nos reiríamos. Puede que pensara que no la creeríamos ni la comprenderíamos. Mi padre lo intentó hasta que ella le contó algo relativo a los diablos de metal y el templo de los huesos. Creía que estaba loca, pero al final me dio lo que según ella era la llave del Infierno.

»Eso fue lo único que dijo, excepto cuando tuvo la fiebre de la malaria. Mientras deliraba la oí hablar del adui “el enemigo”. Hablaba de mababa, “nuestros antepasados”. Algo sobre mfalme, “el rey”. Sobre “los dioses” y la “señal de Dios” y la «sangre de Dios». Nada que tuviera sentido. Cuando mejoró, le pregunté sobre ello. Se estremeció y dijo que debía de haber estado soñando, pero la noche que murió me dio esto.

Se sacó del cuello una delgada cadena de plata.

—Cuando la tenía entre mis brazos, era tan ligera como una pluma. Estaba demasiado débil para contármelo.

Tragó saliva y volvió a limpiarse los ojos. Fue pasando la cadena para que viéramos el colgante. Era del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y tenía el aspecto de una esmeralda pulida.

Derek lo dejó sobre la mesa y colocó una lupa de bolsillo encima para que lo viéramos con claridad. En una cara aparecía la imagen de una puerta en una pared, yen la parte superior dos columnas cuadradas con un dintel que unía ambas. La cadena atravesaba la puerta.

Cuando le tocó a Lupe mirar el colgante, se quedó sorprendida.

—Es antiguo —dijo—. Si fuera algo reciente tendría un arco en vez de una piedra colocada como dintel.

Derek lo dio la vuelta. La otra cara tenía una fila de personajes nítidamente definidos bajo el agujero. Encima de ellos, estaba la imagen de una corona de siete puntas, cada punta estaba coronada por un minúsculo círculo. Lupe se inclinó aún más para estudiarlo más detenidamente con la lupa y levantó la vista para mirar a Ram

—¿Tu marca de nacimiento? —susurró—. ¿Qué significa eso?

—Explícamelo tú —se encogió de hombros—. Mamita decía que estábamos marcados. Decía que esa fue la razón de que tuviera que irse antes de que la mataran los demonios. No podía leer las inscripciones. Aludía a la marca como a «la corona de los mundos». Mi padre pensaba que toda esa historia era un engaño uchawi que se había inventado. Me gustaría saberlo.

Negó con la cabeza y volvió a colgarse la cadena.

—Me dijo que me la quedara porque el camino al Cielo pasa por la puerta de entrada al Infierno. No sé lo que quería decir. Un joyero se quedó perplejo cuando se lo enseñé. Me dijo que no era una esmeralda, que no había visto nunca nada así. Era tan duro como el diamante. Quería enviarlo a que lo valoraran, pero estaba tan interesado que creí que no iba a devolvérmela después.

—Si entró por esa puerta…

Con un entusiasmo renovado, Derek abrió su carpeta y extendió sobre la mesa la imagen conseguida por radar.

—Si observas bien, apreciarás que hay una sombra junto a esas dos columnas más altas. —Colocó la lupa sobre ellas—. Se encuentra a tal profundidad en la arena que casi no se ve, pero tiene un perfil rectangular. ¿Podría haber sido la piedra del dintel antes de que un terremoto provocase su caída?

Ram, entusiasmado, se inclinó sobre la lupa.

—¡Lo veo! —susurró—. ¡Es una puerta!

—Me gustaría saberlo. —Derek miró a nuestro alrededor—. Si pudiéramos echar un vistazo. He colocado esa duna en una imagen visual por satélite terrestre. Hay una tenue mota negra en el agujero. Podría ser la parte superior de esas columnas que sale de la arena.

—Si hubiera alguna posibilidad… —Ram contuvo el aliento—. ¡Quiero ir allí, por Mamita!