Capítulo 9: El miedo a la libertad: El ejército español después de Franco

CAPÍTULO 9

EL MIEDO A LA LIBERTAD:

EL EJÉRCITO ESPAÑOL DESPUÉS DE FRANCO

A las 18,30 del 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero Molina entraba en el Congreso de los Diputados al mando de doscientos guardias civiles; el Congreso estaba reunido en sesión plenaria para votar la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno. El objetivo de Tejero y sus acompañantes era el secuestro de la élite política en pleno, para crear un vacío político que justificara a su vez la imposición de un gobierno militar. Casi al mismo tiempo, otros participantes en el complot ocupaban la sede central de Radio Televisión Española en Prado del Rey, a las afueras de Madrid; otros aspectos del plan preveían la ocupación de puntos clave de la capital por componentes de la unidad de choque División Acorazada Brunete. Mientras tanto, Jaime Milans del Bosch, capitán general de Valencia, tercera de las nueve regiones militares españolas, desplegaba sus tanques en las calles de esta ciudad declarando que los graves sucesos que tenían lugar en Madrid exigían semejante medida. El golpe no tuvo éxito. Mirando hacia atrás, se le puede considerar como el punto clave de los esfuerzos de los elementos ultrarreaccionarios dentro del ejército español para destruir la transición a la democracia. Desde los primeros años de la década de los setenta, cuando la probabilidad del cambio democrático después de la dictadura llegó a ser una amenaza cada vez más palpable, los partidarios militares de la línea dura luchaban tanto por acabar con el liberalismo dentro de sus propias filas como por bloquear los esfuerzos civiles de efectuar una transición.

Veinte meses después del golpe fracasado de Tejero llegaría al poder el Partido Socialista. Habría otras intentonas de golpe militar que tampoco tendrían éxito, y los socialistas se lanzaron a un programa masivo de modernización militar, consolidando el ingreso de España en la OTAN, sustituyendo la obsesión del ejército español por la política interna nacional por la preocupación por los asuntos estratégicos internacionales. En el momento del golpe de Tejero, sin embargo, ese resultado no era nada claro. Con la esperanza de atenuar la atrocidad de lo que sucedía, los medios de comunicación insistían en el historial de Tejero como principal impulsor de la operación golpista «Galaxia», abortada en 1978, e intentaron despachar la intentona como el trabajo de un loco aislado. Además, diversos fallos técnicos hicieron quizá que el golpe pareciese una chapuza; algunas emisoras de radio importantes no fueron ocupadas como se había planeado; el regimiento de caballería que había ocupado RTVE a las siete de la tarde fue convencido por el general al mando de la Casa del Rey para que la abandonara dos horas más tarde. Las ramificaciones del golpe eran más profundas de lo que suponía su ejecución defectuosa y se ocultaron durante esa noche tan sólo por lealtades indecisas y vacilaciones. Por otra parte, el general José Juste Fernández, jefe de la División Acorazada Brunete, desempeñaba un papel crucialmente ambiguo. Sin duda, consciente de que se planeaba el golpe, pero deseoso de no ser implicado, se encontraba en camino hacia Zaragoza para la inspección de ciertas unidades; había descubierto que algo sucedía y había vuelto al cuartel general. Una vez allí, dándose cuenta de que el rey se oponía al golpe, pudo volver a imponer gradualmente su autoridad e impedir la movilización de las unidades que debían ocupar Madrid[1].

A pesar de todo, ni estos tropiezos de tipo técnico ni el hecho de que sólo treinta conspiradores fueran finalmente procesados justificaban el atenuar la importancia del golpe. Tejero era sólo el cabecilla de una trama o tramas, con raíces mucho más profundas, cuya falta de acuerdo sería su mayor defecto. Tejero y Milans del Bosch planeaban un golpe de mano de tipo turco o chileno pinochetista que iría seguido de una represión draconiana contra la izquierda y una guerra sucia para destruir a ETA[2]. Por contra, el general Alfonso Armada Comyn pensaba en una operación más al estilo De Gaulle y había sondeado a algunos políticos en torno a esta idea meses antes[3]. Armada había sido durante muchos años uno de los preceptores de Juan Carlos, así como secretario general de la Casa del Rey; había sido destituido de este cargo por uso indebido de papel con membrete del Palacio de la Zarzuela en favor de su hijo, candidato de Alianza Popular, pero consiguió llegar a segundo jefe del Alto Estado Mayor a comienzos de 1981. Los dos proyectos habían convergido en Armada, quien esperaba que el hecho consumado violento de Tejero y Milans obligara al rey a dar su aprobación al golpe y obligara a la clase política por medio del chantaje a cooperar en un gobierno de salvación nacional bajo su presidencia. Al mismo tiempo, Milans y algunos de los hombres de la línea dura involucrados en el complot de Tejero utilizaban la supuesta proximidad de Armada con Juan Carlos para hacer creer a muchos oficiales indecisos que su comandante supremo estaba al tanto de la conspiración[4].

La existencia de dos planes, al menos, que implicaban a distintos sectores de oficiales, apuntaba a un apoyo al golpe ampliamente extendido entre las fuerzas armadas; realmente, el complejo proceso de desmantelamiento del golpe dejó entrever ramificaciones profundas. La defensa del sistema democrático fue certeramente dirigida por un triunvirato constituido por el rey, el nuevo secretario de la Casa del Rey, general Sabino Fernández Campos y el director general de Seguridad, Francisco Laína García. Éstos necesitaron dieciocho horas para conseguir la rendición de Tejero, retraso que se debió en gran medida a la ambigüedad de la posición de Armada. Hasta las primeras horas de la mañana no se supo a ciencia cierta que también él estaba entre los conspiradores, y por ello se tardó más tiempo en confirmar la lealtad de los otros ocho capitanes generales y de otros militares importantes, muchos de los cuales estaban a la espera del desarrollo de los acontecimientos. El golpe sólo se vio seriamente amenazado por la aparición del rey Juan Carlos en televisión a la una y diez de la madrugada del 24 de febrero [5].

El golpe mismo, las dificultades que entrañó su desarticulación y el hecho de que el rey se viera obligado a poner en juego todo su prestigio personal e incluso su propia seguridad, daban a entender que la clase política española en general, y el liderazgo de UCD en particular, habían errado seriamente en su apreciación de la actitud del ejército en la transición a la democracia. De hecho, el «23-F», como pasó a ser conocido el golpe en España, puso brutalmente de relieve las insuficiencias de la política de guante blanco para evitar por todos los medios cualquier herida de las susceptibilidades de la clase militar con la esperanza de llevar a cabo sin sobresaltos las reformas políticas y militares[6]. Así, resultó que varias de las figuras centrales del complot habían estado involucradas previamente en actos de hostilidad al régimen democrático sin haber sufrido por ello sanciones significativas. En mayo de 1979, el general Milans del Bosch había absuelto a un oficial que había insultado y atacado al ministro de Defensa, general Gutiérrez Mellado. El capitán Sáenz de Ynestrillas, gravemente implicado en el 23-F, había colaborado con Tejero en la preparación de la «Operación Galaxia» en noviembre de 1978, por lo que fue sentenciado a sólo seis meses de arresto preventivo, siendo a continuación ascendido a comandante. El general Luis Torres Rojas, organizador de la participación de la División Acorazada Brunete en el «Tejerazo» hasta la vuelta del general Juste, ostentaba también un historial de deslealtades. En enero de 1980, cuando era jefe de la División Brunete, se había visto implicado en proyectos golpistas, siendo por ello trasladado al gobierno militar de La Coruña[7].

El caso más escandaloso de lenidad gubernamental, alentadora del golpismo, era el del propio Tejero. Parece que lo marcó un período de servicio en el País Vasco durante el cual tomó parte en la acción contra los terroristas de ETA. Famoso por el gesto de abrazar teatralmente los cadáveres ensangrentados de guardias civiles muertos en emboscadas, sentía un odio amargo hacia los políticos de Madrid, a los que culpaba de que no se acabase con ETA inmediata y definitivamente. Impulsó, por consiguiente, en sus hombres la clase de brutalidad ciega que proporcionaba a su vez nuevo apoyo popular a ETA, al mismo tiempo que empezó a reunirse con ultraderechistas que le persuadían de que él podría ser el salvador de España. Fue destinado lejos del norte en enero de 1977, sancionado por un intempestivo telegrama dirigido al ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, pidiendo detalles de los honores que había que rendir a la bandera vasca, la ikurriña, en la región. Después de un cortísimo arresto fue enviado a Málaga, donde estuvo a punto de provocar un baño de sangre, al reprimir, por propia iniciativa, una manifestación legal en favor de la autonomía andaluza.

Una muestra típica del cauteloso trato que se dispensaba a los oficiales del ejército y de la Guardia Civil en el período posfranquista fue el hecho de que Tejero fuera sancionado, por sus turbulentas actitudes sediciosas, sólo con un destino de oficina en Madrid. Allí se relacionó con falangistas aún más nostálgicos que él y, animado por ello, comenzó a conspirar. Su idea consistía entonces en el secuestro del gobierno, reunido en consejo de ministros en el Palacio de la Moncloa, a las afueras de la capital. El plan debía ponerse en práctica el 17 de noviembre de 1978, fecha en la que estaba previsto que el rey se encontrase fuera del país y en que numerosos jefes militares estarían asistiendo a unas maniobras, también lejos de Madrid; a la vez la capital se hallaría invadida por ultraderechistas congregados para conmemorar, el día 20, el aniversario de la muerte de Franco. Mientras tanto, la «Operación Galaxia» (llamada así por la cafetería donde se tramó) fue descubierta por los servicios de inteligencia militares. En un momento en que un número creciente de incidentes antidemocráticos, provocados por militares, eran virtualmente ignorados por las autoridades, apenas produjo sorpresa el hecho de que Tejero sólo tuviese que cumplir siete meses de arresto antes de recibir un nuevo destino en Madrid, al frente de una unidad de transporte. Es más, éste no sólo gozaba ahora de un considerable prestigio entre los grupos de extrema derecha, sino que, ante la escalada de ataques a militares por parte de ETA, Tejero llegó también a ser visto con benevolencia por un sector creciente de la jerarquía militar[8].

Esto no era del todo sorprendente; el constante derramamiento de sangre por ETA, el clima de depresión económica, el letargo político de UCD y la legalización del Partido Comunista habían sido hasta tal punto agitados por la prensa ultraderechista, que la hostilidad militar hacia la democracia era mayor en 1981 de lo que había sido inmediatamente después de la muerte de Franco. Entonces había cierta simpatía por la idea de un cambio controlado bajo la supervisión del rey. Por otra parte, la UCD, que había optado por la política de evitar confrontaciones y purgas, se encontró con que el ascenso, a todas luces necesario, de militares liberales a cargos de responsabilidad se veía limitado por la rigidez del sistema de ascensos en vigor. De hecho, la necesidad urgente que tenía el régimen democrático de reconciliar a las fuerzas armadas iba a encontrar muchas dificultades debido a la rígida mentalidad franquista de la oficialidad española.

En cualquier ejército, pero particularmente en España, rigen los valores normalmente asociados con la política de derechas: jerarquía, autoridad, orden, honor, arrojo, disciplina o patriotismo. Del mismo modo, los valores relacionados con los conceptos de libertad e igualdad no suelen —por razones de eficacia militar— formar parte del ethos pretoriano. El ejército de Franco sobrepasó los límites normales de conservadurismo militar por el modo en que se forjó, en una guerra larga y cruel contra el comunismo, el socialismo, el liberalismo y la democracia parlamentaria. Como consecuencia de la guerra civil, alrededor de cinco mil oficiales de ideas liberales o izquierdistas del ejército español anterior a 1936 fueron fusilados o encarcelados, o partieron al exilio. Al mismo tiempo, casi once mil ultra derechistas, falangistas y carlistas se incorporaron al ejército como «alféreces provisionales». A partir de aquí, el elemento militar estuvo íntimamente comprometido en la gobernación del país, proporcionando, por ejemplo, cuarenta de los 120 ministros del dictador. En particular, el ejército estuvo implicado en las tareas represivas de la dictadura, y más por cuanto no hubo conflictos exteriores que ocuparan su atención.

Por añadidura, tres cuartas partes de los alumnos de las academias militares eran hijos de oficiales y fueron instruidos por profesores cuyo principal cometido fue transmitir la ideología belicista y antiizquierdista de la victoria franquista en la guerra civil. Para ellos, la lección primordial de la guerra de 1936-1939 era la responsabilidad de la democracia por el caos que, según ellos, había hecho necesaria la insurrección. El desorden y la ruptura de España en regiones autónomas se consideraba el más aborrecible desafío que la República había presentado a aquella España eterna, cuya defensa era contemplada como el más sagrado deber del ejército. Estas ideas se nutrían en los espacios cerrados de la vida de cuartel, aislados de la sociedad civil. Más del 30% de los oficiales se casaban con hijas de oficiales; vivían, y viven todavía, en casas militares, y aún compran en economatos y farmacias militares, del mismo modo que envían a sus hijos a colegios militares y, posteriormente, en la universidad, los mandan a vivir a residencias propias mantenidas por el ejército[9].

Como demostró decisivamente el caso de Tejero, los militares, que constantemente cambiaban de destino, nunca establecían el tipo de contactos locales que podían haberles ayudado a comprender a la sociedad en que trabajaban. Sus esquemas intelectuales nunca fueron puestos en cuestión, puesto que la única prensa que leían y discutían consistía en El Alcázar, Heraldo Español y Fuerza Nueva, toda ella de carácter abiertamente fascista y a menudo distribuida gratuitamente en los cuarteles. La UCD hizo poco para incorporar al ejército a la colectividad democrática, aparte de incrementos significativos en los niveles de retribución y en el presupuesto para material. Esto hizo aumentar la profesionalidad de ciertas unidades de orientación más técnica, pero tuvo poco efecto en los regimientos de infantería, más atrasados y estrechos de miras. No existía ningún programa de formación tendente a persuadir a los oficiales de que era posible ser a la vez demócrata y buen español. Así, mientras quedaban impunes actos de indisciplina como los cometidos por Tejero, las declaraciones en favor de la democracia fueron rápida y ferozmente castigadas. A los miembros de la Unión Militar Democrática, que trabajaron por la difusión de ideas democráticas dentro de las fuerzas armadas, no se les dio la amnistía hasta 1988, por condenas impuestas bajo leyes franquistas en 1976. Oficiales que hicieron declaraciones abiertamente constitucionales fueron arrestados por «intervenir en política». Aún en enero de 1982, un jefe del ejército, el coronel Graíño, fue encarcelado durante dos meses por escribir en un periódico madrileño sobre las posturas ultraderechistas de algunos oficiales. El comandante Monge, un profesor de la Escuela de Estado Mayor, fue arrestado tras haber confirmado que era miembro de la UMD; el comandante Perinat fue encarcelado durante cinco meses por haber escrito un artículo en el que criticaba el hecho de que los médicos militares tuvieran también puestos civiles. El mismo tribunal que condenó a Graíño impuso sólo un arresto de un mes al capitán Juan Milans del Bosch, hijo de uno de los principales conspiradores, culpable de haber calificado al rey, su comandante supremo, de «cerdo inútil»[10].

Los derechistas, que eran en cualquier caso mayoría en el ejército, sacaron de ello sus propias conclusiones. En realidad, partiendo de su configuración ideológica, no es sorprendente el papel que el ejército ha desempeñado en el proceso de transición a la democracia. Uno de los mayores logros de Franco consistió en conservar la lealtad de las fuerzas armadas al tiempo que las mantenía en condiciones de penuria; por supuesto, ambos procesos estuvieron inextricablemente relacionados. La incorporación al ejército de los veteranos de la guerra civil llevaba consigo la decisión de renunciar a tener un ejército moderno, recompensando en cambio a los políticamente leales con salarios seguros, aunque insuficientes. Las retribuciones escasas fueron compensadas por una amplia gama de servicios sociales de sanidad, educación, vivienda e incluso suministros de alimentación, que existían para uso único de los militares. Ello hizo crecer en los oficiales tanto el sentido de pertenecer a una casta privilegiada como su dependencia del régimen. Del mismo modo, los bajos sueldos iban acompañados de una considerable cantidad de tiempo libre y de una actitud de disimulo ante el pluriempleo. Muchas fueron las empresas españolas que acostumbraban a recibir a los inspectores fiscales con un coronel uniformado, o enviaban solicitudes de licencias de importación al Ministerio de Comercio en manos de un general; los niveles medio y alto del ejército fueron sutilmente corrompidos en este proceso. El deterioro de su competencia profesional que ello significaba fue compensado con un orgullo desmedido en torno a su estatus de ejército victorioso, estatus que por sí mismo significaba la humillación de un amplio sector de la población. Los bajos niveles de profesionalidad y las pomposas concepciones sobre su importancia política cristalizaron, además, a través de la promoción lenta en la carrera y la jubilación tardía.

En consonancia con ello, el período de la transición democrática se encontró con los rangos superiores del ejército todavía dominados por veteranos de la guerra civil y de la División Azul, fuerza expedicionaria de Franco que se había unido a los ejércitos hitlerianos en la campaña de Rusia. Los oficiales que habían ingresado en las academias militares después de la guerra civil tenían en 1975 sólo el rango de teniente coronel[11]. Esta preponderancia ultraderechista fue exacerbada por el hecho de que los generales no se retiraban de manera definitiva, sino que pasaban a una situación de reserva en la que podían hacer libremente declaraciones políticas no controladas, normalmente de contenido antidemocrático[12]. Es preciso, sin embargo, subrayar que esta situación se mitigaba en los casos de la marina y del ejército del aire. Ello se debió tanto a sus niveles más altos de capacitación técnica como a su incorporación a la defensa europea, pues ambos factores intensificaron sus vínculos con colegas más liberales; por otro lado, no se vieron envueltos en las funciones represivas asumidas por el ejército de tierra.

La herencia de ese papel del ejército se ha dejado sentir con fuerza en el proceso de transición. La competencia, por no decir la obligación, de los tribunales militares para juzgar a ciudadanos civiles en un amplio número de delitos políticos persistió mucho tiempo después de que se diera la justificación inmediata para la represión, tras la guerra civil. Incluso después de que el Tribunal de Orden Público, establecido en 1963, hubiera asumido parte de esta tarea, los militares continuaron implicados en ella, soportando así el oprobio de haber sido el instrumento de la represión antidemocrática. Ejemplos notables de ello fueron el proceso de Burgos de 1970, la ejecución —el 2 de marzo de 1974— del anarquista catalán Salvador Puig Antich y las de tres militantes del FRAP y dos de ETA el 27 de septiembre de 1973; estas últimas produjeron masivas manifestaciones antifranquistas en el exterior y aun en el interior de España. Incluso en años exentos de crisis, como 1971 y 1972, los tribunales militares dictaron respectivamente 126 y 151 sentencias por delitos políticos, siendo el mayor número de ellas por «injurias al Ejército»[13]. En los cinco años que siguieron a las primeras elecciones democráticas, periodistas, cantantes y dramaturgos chocaron con la justicia militar.

La función jurisdiccional de los militares en el proceso represivo fue masivamente apoyada por un tipo de despliegue territorial de fuerzas propio de un ejército de ocupación. Esto era quizá comprensible en la etapa posterior a la guerra civil y durante el período de actividad guerrillera, que duró hasta 1951; sin embargo, el sistema fue confirmado y consolidado después de 1965 y sólo cambió paulatinamente con los socialistas durante la década de los años ochenta. Durante veinte años después de 1965, las unidades fueron divididas en dos grandes conjuntos operacionales. El primero, las Fuerzas de Intervención Inmediata (FII), se componía de tres divisiones de infantería, acorazada, mecanizada y motorizada, junto a tres brigadas: de paracaidistas, aerotransportada y caballería ligera. En teoría, las FII tenían una función defensiva exterior de protección de las fronteras pirenaica y gibraltareña y de ayuda al cumplimiento de las obligaciones contenidas en los tratados militares internacionales. En la práctica, muchas de las unidades clave se destinaron a lugares cercanos a las grandes conurbaciones industriales. El segundo agrupamiento, las Fuerzas de Defensa Operativa del Territorio (FDOT), se componía de dos divisiones de montaña, once brigadas de infantería y dos brigadas de artillería. Bajo el mando directo de los capitanes generales de las nueve regiones militares, las FDOT tenían un papel mucho más abiertamente antisubversivo, antiguerrillero o contra manifestantes públicos, tanto como contra posibles enemigos exteriores[14]

Otra característica de las fuerzas armadas españolas que contribuyó a intensificar su postura política antidemocrática fue la compleja y contradictoria red de los servicios de inteligencia. Esto se vio claramente a lo largo de 1974, cuando las actividades revolucionarias del ejército portugués causaron cierta ansiedad en los círculos militares españoles, preocupados ya entonces por la decaída salud de Franco. Ya mucho antes de los sucesos de Portugal se habían realizado esfuerzos para combatir el posible surgimiento de disidencia política, democrática o de otro tipo en el seno de las fuerzas armadas. En los primeros años de la dictadura, la subversión militar no iba más allá de la búsqueda de posiciones por parte de las facciones prorégimen, normalmente monárquicas, algunas veces también falangistas. En estos casos, la sanción raramente iba más allá de la degradación o de los destinos alejados. Los brotes de liberalismo auténtico fueron, por el contrario, severamente castigados[15]. En el crepúsculo del régimen de Franco, transcurrido entre sucesivas crisis, pudo, sin embargo, discernirse un componente de pánico. Del mismo modo que los franquistas civiles comenzaban a temer que sus planes de un continuismo posfranquista fuesen desmontados por los «aperturistas» más liberales, la jerarquía militar fue presa de miedos semejantes.

De hecho, a lo largo del período de transición, el desarrollo de los acontecimientos en el interior de las fuerzas armadas fue un reflejo fiel de la tendencia general de la política ultrafranquista. En el verano de 1973, los pasos hacia la apertura de algunas fuerzas del régimen habían sido contrarrestados por el nombramiento, el 8 de junio, de un caracterizado representante de la línea dura, el almirante Luis Carrero Blanco, como presidente del consejo de ministros. El retroceso hacia la derecha, de lo que esto era la muestra más visible, tuvo pronto repercusiones en el seno del ejército. El 9 de julio, cuatro alféreces cadetes fueron expulsados de la Academia de Infantería de Toledo dos días antes de que dos de ellos obtuviesen sus despachos de tenientes. Entre sus «delitos» estaban la lectura de libros y revistas publicados legalmente sobre temas sociales, culturales y económicos, la familiaridad en el trato con otros grados, el abandono de la práctica de la religión católica, la amistad con estudiantes universitarios y conversaciones con éstos sobre la reforma social y la posesión de un cuestionario sobre las relaciones entre el gobierno y el ejército[16]. La dureza de la reacción ante estas faltas era indicativa del grado de miedo existente en el aparato militar. Ello se debió en parte al descubrimiento, en 1973, de un documento, suscrito por «un grupo de oficiales», en el que se convocaba a las fuerzas armadas a defender los verdaderos intereses del conjunto de la nación española y no sólo los de un grupúsculo corrupto. Ese documento fue la primera manifestación de lo que llegaría a ser el grupo de presión liberal de oficiales del ejército y de la fuerza aérea, Unión Militar Democrática[17]. Fue en buena medida como respuesta a los signos crecientes de sentimientos democráticos entre la oficialidad por lo que Carrero Blanco amplió la esfera de acción de los servicios internos de inteligencia.

Estos servicios, establecidos originalmente para contener el flujo hacia la democratización tanto en las fuerzas armadas como en sectores más amplios de la sociedad, iban a desempeñar un papel clave en los varios intentos golpistas del período posfranquista. Antes de la muerte del dictador, sin embargo, se produjo la desarticulación de la Unión Militar Democrática. La revolución portuguesa del 25 de abril de 1974 había suscitado en España el espectro de la democracia. La primera víctima del malestar militar fue el jefe de Estado Mayor, general Manuel Diez Alegría. Liberal comprometido en el aumento de la profesionalidad de las fuerzas armadas, había recibido cientos de monóculos enviados por personas que tenían la esperanza de que se convirtiese en el Spínola español. El 13 de junio de 1974 fue destituido como jefe de Estado Mayor después de un viaje autorizado a Rumanía para tratamiento médico, durante el cual había celebrado un encuentro con el presidente Ceaucescu[18]. A pesar de todo, cualquier miedo en torno a las posibles actividades del general Diez Alegría palidecía al lado de los temores provocados por el descubrimiento, por parte de los servicios de inteligencia de Carrero, de la existencia de reuniones clandestinas de jóvenes oficiales comparables a las que habían dado lugar en Portugal al Movimiento de las Fuerzas Armadas. En una etapa en que los franquistas habían puesto sus esperanzas en la solución sucesoria de un franquismo sin Franco, la destrucción del admirado ejemplo portugués del salazarismo sin Salazar había sido un golpe amargo. La grave enfermedad de Franco en el verano de 1974 no podía sino crear en el seno de las fuerzas armadas una considerable tensión. La Unión Militar Democrática que inspiraba aquellas asambleas era moderada y democrática, pero la reacción de las autoridades fue como si formasen parte del intento del Partido Comunista para infiltrar en el ejército juntas democráticas, lo cual indicaba la tensión dentro del alto mando español después de la revolución portuguesa y durante la agonía final de Franco[19].

Los oficiales liberales de mediana y alta graduación habían estado reuniéndose para discutir las formas de asegurar que el ejército no bloqueara el impulso cada vez más claro a nivel nacional hacia la democracia. En Barcelona, un grupo de capitanes se reunían en torno a la figura clave del comandante Julio Busquets Bragulat, y en Madrid en torno al comandante Luis Otero. Llegado el verano de 1974, los dos grupos estaban a punto de publicar el manifiesto de la organización que iba a aparecer de forma pública en septiembre de 1974 como manifestación de la UMD. El manifiesto demostró que el propósito de los líderes de la UMD era ser verdaderamente apolíticos, y que su única preocupación era impedir que el ejército siguiera siendo el guardián del sistema en contra de la voluntad popular. Por tanto, pedían a todas las fuerzas de la oposición democrática que se unieran, mientras que ellos mismos se negaron firmemente a asociarse con un grupo en particular. El modelo que utilizaron fue el amplio frente político conocido como la Asamblea de Cataluña, aunque les influyeron el democratacristiano Joaquín Ruiz Giménez y, a través de Busquets, el líder socialista catalán, Joan Raventós[20].

La prensa internacional y nacional empezó inmediatamente a especular sobre la posibilidad de que la UMD fuera el equivalente español del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) portugués. Posteriormente, los líderes de la UMD denegaron tal enlace, pero resulta difícil concluir que los acontecimientos del abril portugués no les influyeron. Algunas de las figuras más influyentes, como Julio Busquets, José Fortes y Luis Otero, tenían contactos con el MFA. Además, la UMD apareció de forma sospechosa poco después del cataclismo en Portugal, y una de sus primeras y más importantes publicaciones se tituló ¿Dónde están los capitanes?, que empezaba con las palabras: «Después de la intervención militar en el escenario político portugués, muchos españoles se preguntan: ¿qué están haciendo nuestros capitanes? ¿Cómo es que no se sublevan contra la injusticia de un régimen que repudia la gran mayoría del país?»[21]. Había, sin embargo, una diferencia importante entre la UMD y el MFA. El propósito de los oficiales de la UMD no era hacer una revolución tal y como habían hecho sus camaradas en Portugal. Querían despertar la conciencia del ejército español para que no impidiera la creación de una España democrática por parte de las fuerzas civiles.

Casi desde el primer momento, los diversos servicios de inteligencia seguían la pista de los que estaban involucrados. El alto mando se escandalizó ante la posibilidad de que el ejército fuese dividido y se horrorizó ante la posibilidad de que un número considerable de oficiales se uniera a la causa democrática. Los elementos más enardecidos de los servicios de inteligencia, siempre propensos a la exageración, calcularon que quizá hasta dos mil oficiales podrían haber sido contaminados por la UMD. La UMD nunca contó con más de 250 militantes activos, aunque finalmente muchos más se vieron implicados como simpatizantes. Para cuando la UMD celebró su segunda asamblea nacional en secreto en Madrid, en diciembre de 1974, se habían establecido contactos con el Partido Socialista a través de Raventós y Felipe González, con el Partido Comunista a través de Simón Sánchez Montero y Armando López Salinas y con la democracia cristiana de izquierdas a través de Joaquín Ruiz Giménez[22].

Se reveló la tensión en la jefatura en febrero de 1975, cuando fueron detenidos en Barcelona el comandante Busquets y el capitán José Julve. La ocasión fue el aniversario de la fundación de la Academia General Militar de Zaragoza. Cada año había en todas las regiones militares una comida conmemorativa seguida de un discurso pronunciado por un oficial que había hecho su carrera en la academia después de la guerra civil. De acuerdo con la tradición, había luego una respuesta a cargo de un oficial de alto rango que había hecho su carrera en la academia durante los días en que Franco fue director de la Academia General Militar o por el capitán general de la región. En la guarnición de Barcelona, la ocasión siempre había sido marcada por un acontecimiento que casi llegó a ser una tradición. Todos los años, Julio Busquets intervenía al final del primer discurso para decir que el primer orador, invariablemente franquista, no representaba a todos los que habían hecho su carrera en la Academia General Militar. En 1975, sin embargo, se acabó con las dos tradiciones. A la luz de la agitación en torno a la extensión de la UMD, un grupo de oficiales, Busquets incluido, pidió autorización para que un comité elaborara el primer discurso. Los liberales de este grupo aseguraron que el discurso abogaría por un apoliticismo verdadero dentro de las fuerzas armadas. Busquets y Julve, sin embargo, fueron más allá y propusieron que el discurso debería incluir una declaración para apoyar al capitán Jesús Molina, que había sido detenido hada poco. Molina fue trasladado temporalmente a Renfe, donde se había negado a divulgar información acerca de una huelga, por lo que había sido castigado. Una vez informado de los detalles del discurso, el capitán general de la IV región militar, el general Bañuls, ordenó que se detuviera a Busquets y Julve. Efectivamente, Bañuls transformó la comida conmemorativa en un golpe de propaganda para la UMD. Tuvo lugar en un ambiente de gran tensión, sin discursos, y el tema central de la conversación fue el contenido de los discursos prohibidos[23]. Además, la sensación creada por la detención de Busquets, célebre como el autor de un libro muy leído sobre la sociología de la oficialidad española, provocó una especulación general acerca de una eventual división del ejército[24].

Durante 1975 la UMD crecía lenta pero sólidamente, estableciendo contactos en las principales guarniciones del país. Se tomó la decisión de establecer un «comité estratégico» cuyo objetivo fue identificar posibles reclutas y simpatizantes y mandar a los miembros de la UMD que pidiesen el traslado a unidades desde las cuales podrían contrarrestar mejor las actividades políticas de los ultras. Se sabía que los ultras se concentraban en unidades de operación clave. En particular, bajo el mando del general Jaime Milans del Bosch, la División Acorazada Brunete atraía solicitudes de traslado por parte de oficiales de la línea dura. Del mismo modo, la UMD estaba ansiosa por impedir que se hicieran los preparativos para un golpe con el objetivo de anticiparse a la reforma democrática y por impedir que el ejército se movilizara en contra de la población civil en caso de huelgas o manifestaciones cuando muriera Franco[25]. En el verano de 1975, los servicios de inteligencia creían que el 10% del cuerpo de oficiales estaba involucrado de una manera u otra. El presidente del gobierno y los oficiales más liberales estaban dispuestos a vigilar los acontecimientos sin provocar un incidente. Los ultras, sin embargo, estaban ansiosos tanto por aplastar la UMD lo antes posible como por sacar el máximo provecho político. Eran conscientes de la debilidad creciente de Franco y les preocupaba que la neutralidad democrática abogada por la UMD paralizara a las fuerzas armadas en el momento exacto en que tenían que estar unidas para asegurar la supervivencia de la dictadura más allá de la muerte del dictador. En consecuencia, atacaron para servir de fuerza disuasoria contra la extensión de la «neutralidad» política de la UMD y en el momento adecuado para dañar al máximo el movimiento indeciso hacia la reforma política del presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro.

El general Jaime Milans del Bosch provocó la sucesión de acontecimientos claramente orquestados. Milans, además de ser un derechista de la línea dura, fue comandante de la División Acorazada y también presidente de la junta directiva del periódico ultraderechista El Alcázar. Arias Navarro asistía en Helsinki al Congreso sobre la Seguridad y Cooperación Europea, con el objetivo de ganar credibilidad entre las democracias occidentales por su programa tímido de liberalización. El 23 de julio de 1975, Milans envió un informe al capitán general de Madrid, el ultra Ángel Campano López, comunicándole que los servicios de inteligencia habían descubierto las actividades de la UMD, que denunció como un peligro para la unidad y los objetivos de las fuerzas armadas. El informe había sido elaborado por el jefe del servicio de inteligencia del ejército, el Servicio de Información del ejército de tierra o SIBE, el coronel José María Sáenz de Tejada y Fernández de Bobadilla, colaborador de Milans. Propiamente hablando no fue responsabilidad de Milans remitir el informe a Campano sino como un oficial «preocupado». Sin embargo, con el expediente de Milans sobre su mesa, Campano tuvo una excusa para movilizarse en contra de la UMD[26]. Se detuvo a siete líderes de la UMD el 29 de julio de 1975 y a otros dos más días después. Se lanzaron redadas espectaculares al amanecer más apropiadas para capturar a terroristas. Grupos nutridos de policías realizaron las detenciones mientras francotiradores cubrían los edificios donde vivían los oficiales[27].

Esta demostración de fuerza excesiva tuvo la función triple de desconcertar a Arias Navarro, que estaba ocupado en Helsinki haciéndose pasar por demócrata, humillar a los oficiales detenidos, quienes, en opinión de los ultras, eran los «rojos» más viles que existían, y finalmente lanzar una andanada disuasoria a los demás oficiales que simpatizaban con la UMD[28]. Los temores del búnker en lo que se refería a la UMD se podían percibir en las diversas declaraciones públicas acerca de la unidad del ejército que hicieron oficiales de alto rango y de la línea dura poco después de las detenciones. El 8 de agosto, el jefe de Estado Mayor, general Carlos Fernández Vallespín, intentó suavizar la importancia de las detenciones de los oficiales de la UMD al asegurar que «el ejército goza de buena salud aunque esté algo resfriado». Sin embargo, habló a continuación del peligro de una repetición entre las fuerzas españolas de los sucesos de Portugal. De modo parecido, el ministro del Ejército, Francisco Coloma Gallegos, el director de la Academia General Militar, general Guillermo Quintana Lacaci, y muchas otras figuras de alto rango hicieron declaraciones negando la existencia de divisiones dentro del ejército[29].

El proceso de los militantes de ETA en el verano de 1975 se celebró bajo la autoridad judicial del capitán general de la VI región militar de Burgos, Mateo Prada Canillas. Éste declaró el 24 de junio que «hoy en día cuando se habla tanto de reconciliación, las fuerzas del orden público no necesitan reconciliarse con nadie»[30]. Casualmente, Campano, en su condición de capitán general de Madrid, iba a autorizar las condenas de muerte que se impusieron a los militantes del FRAP a quienes se procesaba en la capital a mediados de septiembre. En tal ambiente se hicieron los preparativos para el proceso de los oficiales detenidos de la UMD, acusados del delito sumamente grave de «rebelión militar». Se les negó autorización para hacer uso de abogados civiles y tuvieron que aguantar un frecuente acoso durante su detención, antes del proceso. Los intentos realizados por parte de José María Gil Robles de encontrar una solución negociada a la situación apremiante fracasaron en los primeros meses de 1976 debido a la oposición feroz del nuevo capitán general de Madrid, el último ministro del Ejército de Franco, el general ultraderechista Francisco Coloma Gallegos[31]. (Campano había dejado la I región militar para convertirse en director general de la Guardia Civil y había sido sustituido por el general Félix Álvarez Arenas. Después de sólo unos meses en el puesto, el 8 de enero de 1976, Álvarez Arenas se convirtió en ministro del Ejército en el primer gobierno bajo la nueva monarquía, intercambiando su puesto con el del general Coloma Gallegos). La actitud de Coloma Gallegos no era de sorprender, ya que el propósito del procesamiento de los oficiales implicados era aplastar a la UMD de tal manera que conmoviera lo más profundamente posible al más amplio abanico del cuerpo de oficiales. Existía un elemento de limitación de daños en todo el proceso. Los servicios de inteligencia contaban con los nombres de cientos de oficiales involucrados de una manera u otra en la UMD. Revelar todos esos nombres y por tanto demostrar el alcance de la simpatía por la democracia dentro de las fuerzas armadas destrozaría la unidad militar. En consecuencia, se prefirió un proceso brutal organizado con fines propagandísticos contra unos cuantos oficiales para intimidar a los liberales a fin de que se callaran y de que no hicieran nada[32].

La muerte de Franco aceleró el repliegue de los duros hacia el búnker. Los militares ultras trabajaron mucho en varios frentes para mantener el control de las fuerzas armadas. Mientras seguía en el puesto de ministro del Ejército, el general Francisco Coloma Gallegos representaba el ánimo intransigente de las jerarquías superiores cuando declaraba el 15 de diciembre el 1975 que «hoy, más que nunca, tenemos la obligación de mantenemos unidos para impedir que la antorcha que ha cogido en sus manos el rey puedan apagarla aquellos que pretenden desencadenar tempestades»[33]. En el primer gabinete posfranquista, los asesores del rey esperaban que se nombrara al general Manuel Gutiérrez Mellado vicepresidente del gobierno con responsabilidad para asuntos de seguridad y defensa y por tanto con jurisdicción sobre los tres ministerios de las fuerzas armadas. Gutiérrez Mellado, a la sazón comandante militar del enclave español en Ceuta, era una de las figuras más liberales del ejército y amigo íntimo del general Diez Alegría. Se orquestó una campaña en contra de Gutiérrez Mellado por parte de los ultras, enfurecidos por su postura moderada respecto al asunto de la UMD. Gutiérrez Mellado había pedido tanto al ministro del Ejército como al capitán general de Madrid que se tratase con menos acritud a la UMD. Un prominente general del búnker, posiblemente Milans del Bosch o Campano, confeccionó un informe crítico en el que se insinuaba que Gutiérrez Mellado era en realidad el inspirador de la UMD. El informe impresionó tanto a Arias Navarro que cedió ante la fuerza de los sentimientos ultraderechistas en contra de Gutiérrez Mellado y nombró vicepresidente, en cambio, al muy conservador Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil[34]. Por el momento, Gutiérrez Mellado fue ascendido a la capitanía general de la VII región militar (Valladolid). El nuevo ministro del ejército, el general Félix Álvarez Arenas, era un poco menos reaccionario que su antecesor, Coloma Gallegos. Por otra parte, el ministro de Marina era un superviviente del gabinete de Carrero Blanco, el anacrónico almirante Gabriel Pita da Veiga. Aunque Gutiérrez Mellado sustituyó en efecto a Santiago como vicepresidente para asuntos de la defensa en septiembre de 1976 después de la dimisión de este último en protesta contra la legalización de los sindicatos, le afectaron mucho las acusaciones de los ultras de que estaba implicado en la UMD. Aunque trabajara mucho para despolitizar a las fuerzas armadas durante la transición a la democracia, seguía oponiéndose a la reincorporación de los oficiales de la UMD, temiendo que esto reanimaría la intransigencia ultra en el delicado proceso de despolitizar el ejército después de 1977[35].

El gobierno dirigido por Arias Navarro tenía la esperanza de conceder paternalmente una tenue democratización que quitara fuerza a la oleada de huelgas y manifestaciones sin provocar al búnker. El problema era que, mientras la oposición acentuaba su presión hacia la «ruptura democrática», el búnker en general, y sus componentes militares en particular, continuaban confundiendo unidad nacional con uniformidad nacional[36]. Así, las relaciones entre las figuras militares más destacadas y los civiles del búnker eran extraordinariamente estrechas, y ello pese a las declaraciones habituales, y probablemente sinceras, sobre el apoliticismo de las fuerzas armadas. Era típica, así, la afirmación del general de la línea dura Jesús González del Yerro, en mayo de 1975, en el sentido de que «los militares que quieran permanecer en las fuerzas armadas no deben entrar en la arena política. El ejército perdería su misión y quizá su esencia si se viera implicado en las acciones de tal individuo o grupo o en programas o tendencias políticas»[37]. Por supuesto, para los militares de la línea dura, la lealtad a los principios del franquismo no suponía una postura política, sino que era un insoslayable deber patriótico. Así, a mediados de enero de 1976, los generales Santiago y Díaz de Mendívil y Álvarez Arenas se reunían con dos destacados «duros», el exdirector general de la Guardia Civil, general Carlos Iniesta Cano, y José Antonio Girón de Velasco, dirigente de la organización de excombatientes franquistas. El encuentro había sido convocado por estos dos últimos con la intención de hablar con los dos ministros militares del proceso inminente de los dirigentes de la UMD y de las estrategias que se pudieran emplear para la defensa de las leyes fundamentales de Franco en contra de las iniciativas reformistas[38].

Los procesos se celebraron en marzo de 1976 en el ambiente hostil generado por un número considerable de oficiales ultras de alto rango que asistieron por invitación y que hicieron comentarios amenazadores durante los procesos. Los nueve procesados recibieron sentencias de entre ocho y dos años y medio de prisión y fueron expulsados del ejército[39]. El castigo que recibieron los oficiales de la UMD fue algo más severo que el que se impondría a muchos de los que se vieron involucrados en el golpe de 1981 y dramáticamente mayor que el de los culpables de la intentona «Galaxia» de 1978. Fueron puestos en libertad muy poco después gracias a varias amnistías, pero los intentos de reincorporarlos al ejército no tuvieron éxito. El hecho de que esto siguiera así en la década de los ochenta era un síntoma de la fuerza de los sentimientos de los derechistas dentro de las fuerzas armadas. Después de todo, su crimen consistía en trabajar por vías pacíficas para el establecimiento de la democracia[40]. Aun después del proceso, la UMD seguía funcionando. A mediados de mayo de 1976 publicó un comunicado protestando contra el hecho de que el desfile anual del ejército se llamara todavía «el desfile de la victoria», siguiendo la tradición franquista de mantener vivo el recuerdo de la guerra civil. A pesar de varias sugerencias por parte de políticos civiles de que el «día de la victoria» se recalificara como el «día conmemorativo de las fuerzas armadas», prevaleció la opinión de los ultras y el desfile se celebró bajo el nombre de «desfile de la victoria». Sólo después de que Gutiérrez Mellado llegara a ser vicepresidente de asuntos de la defensa fue posible cambiar el nombre del «día de la victoria» por el de «día de las fuerzas armadas»[41].

El alcance de la influencia del búnker sobre el gobierno y el ejército se hizo patente durante el proceso de la UMD. Sin embargo, la creciente actividad de la oposición estaba acabando con la paciencia del rey Juan Carlos ante el lento progreso hacia la reforma del gobierno de Arias. En el espacio de un mes, el equilibrio de poder en las fuerzas armadas iba a inclinarse contra los ultras. En la primera semana de junio, el general Gutiérrez Mellado fue trasladado de la capitanía general de la VII región militar (Valladolid) a la jefatura de Estado Mayor. El primero de julio, cuando vio claro que había dejado de tener la confianza del rey, Arias Navarro dimitió. Poco después, el 20 de julio, un consejo de ministros presidido por Juan Carlos decretaba una amnistía que dejaba en libertad a los líderes de la UMD, aunque sin reincorporarlos al ejército. Esto era para el búnker el anuncio del fin. La política de reformas adoptada con decisión por Adolfo Suárez iba a producir primero fricciones y luego cólera entre los ultras; la primera demostración pública de ello se produjo en septiembre.

El 8 de septiembre, Suárez presentaba su proyecto a un grupo de oficiales de alto rango pidiéndoles su «apoyo patriótico»; en vista de que gozaban del respaldo real, los planes de Suárez fueron aprobados renuentemente, pero los militares insistieron en que el Partido Comunista debería ser excluido de cualquier futura reforma. Llegado el momento, Suárez rompería su promesa, lo que provocó a partir de entonces un intenso odio hacia él. De momento, sin embargo, la consecuencia más señalada de sus propuestas fue la dimisión del general Santiago y Díaz de Mendívil el 22 de septiembre, después de haber intentado infructuosamente bloquear la legalización de las centrales sindicales, responsables, en su opinión, de los «desmanes rojos» cometidos durante la guerra civil. Sus puntos de vista los compartía la mayoría de la jerarquía militar. El periódico ultraderechista El Alcázar, cuyo consejo de administración estaba presidido por el general Jaime Milans del Bosch, publicó una carta del inefable general Iniesta Cano agradeciendo a De Santiago su «lección impagable»[42] .

De hecho, la precipitada acción de éste iba a acelerar el proceso de la reforma. Fue reemplazado por Gutiérrez Mellado, que sería capaz, a partir de ese momento, de emprender la urgente tarea de crear una nueva generación de oficiales leal al naciente régimen democrático. Ya que no podía contar con un compromiso democrático enraizado en el ejército, lo más que el nuevo ministro podía esperar para esa tarea era la fidelidad militar a Juan Carlos. Sin embargo, un primer núcleo leal podría ser ampliado con hombres de confianza probable, aunque no probada, a través del mecanismo de los ascensos estratégicos. Desafortunadamente, esta política debería ser contrapesada por un asentimiento retórico exagerado a la función tradicional de las fuerzas armadas y por los ascensos de ultras, con la vana esperanza de su neutralización. Así, a finales de 1976, el director general de la Guardia Civil, el ultra Ángel Campano López, fue reemplazado por Antonio Ibáñez Freire, hombre cercano a Gutiérrez Mellado. El hecho de que tuviera que ser expresamente ascendido para ello al cargo de teniente general provocó reacciones de cólera entre los sectores reaccionarios de la jerarquía militar, ferviente adicta al sistema de ascensos por rigurosa antigüedad[43]. El crítico más acerbo fue Milans del Bosch, que, pese a todo, sería más tarde ascendido a capitán general de la III región militar (Valencia). La política de relevos continuó con la sustitución del director general de Seguridad, Emilio Rodríguez Román, por Mariano Nicolás García y la del inspector general de la Policía Armada, el general Aguilar Carmona, por el general José Timón de Lara[44]. Habiéndose llegado por fin a un acuerdo entre el gobierno y la oposición, Gutiérrez Mellado y Suárez veían como esencial que la tarea de mantenimiento del orden público en la naciente democracia no estuviera en manos de los reaccionarios más violentos.

Por otra parte, con los continuos ataques terroristas que mantenían los nervios de los militares siempre en tensión, no era sorprendente que Gutiérrez Mellado llegase a ser visto en los círculos ultras como un traidor, por su práctica de destituir a los franquistas leales que habían luchado en la guerra civil. Sin embargo, la reacción de los ultras fue, con la excepción de Milans, inicialmente acallada. En parte, aún sufrían cierta confusión tras la muerte de Franco y, sobre todo, se encontraban todavía conmocionados tras el resultado, masivamente favorable a la reforma política, del referéndum de diciembre de 1976. Pese a todo, los ultras no iban a tardar en reorganizarse. Justificándose con los secuestros de Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo del Estado, el 11 de diciembre de 1976, y del general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, el 24 de enero de 1977, el búnker podía afirmar que el gobierno Suárez estaba echando por la borda las conquistas de la guerra civil. Se puso en marcha una campaña, dirigida contra el proceso de reforma y, en particular, contra Gutiérrez Mellado. De carácter defensivo en un principio, la campaña se tornó rápidamente ofensiva cuando estuvo claro que el gobierno no tenía la determinación de tomar medidas firmes contra los crecientemente escandalosos actos de indisciplina. La estrategia del ascenso de liberales que ignoraba al mismo tiempo los desafíos ultras iba a servir solamente para envalentonar a los extremistas de la derecha. El primero de una escalada de incidentes tuvo lugar en el funeral de dos policías asesinados por terroristas. Se gritaron consignas ultras y Gutiérrez Mellado fue insultado en público por el capitán de navío Camilo Menéndez Vives, que quedó prácticamente impune[45].

Todas las medidas del gobierno de Suárez y de su ministro de Defensa despertaban las iras del búnker. El proyecto de Gutiérrez Mellado de profesionalización del ejército fue recibido como un ataque contra los que habían luchado con Franco en la guerra civil, y estos ataques tuvieron suficiente impacto como para que el ministro mismo se viese obligado a desmentirlo públicamente[46]. La ira de los ultras subió a un nivel hasta entonces desconocido cuando Suárez legalizó el Partido Comunista el 9 de abril de 1977. Ello no sólo se consideró una vil traición a la causa por la que se luchó en la guerra civil, sino que se vio como un repugnante engaño por parte de Suárez, que no sólo había roto su promesa, sino que lo había hecho de un modo cobarde, eligiendo un momento en que la mayoría de los oficiales de mayor rango se encontraban fuera de Madrid[47]. El efecto más dramático fue la dimisión del ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, rumoreándose asimismo que el ministro del Ejército, el general Álvarez Arenas, había visto rechazada su propia carta de dimisión. La fuerza de estos sentimientos en el seno del ejército se hizo pública tras la reunión, el 12 de abril, del Consejo Superior del Ejército. Su comunicado se refería a la repulsa general que la medida había causado, aunque también se aceptaba el hecho consumado de manera disciplinada[48].

La legalización del Partido Comunista, siendo como era un paso necesario e inevitable del proceso de transición, fue, sin embargo, una baza para los ultras. Así, se acentuó en los cuarteles la propaganda, para sacar partido de la traición de Suárez. Se inventaron organizaciones ficticias —las Juntas Patrióticas, la Unión Patriótica Militar y el Movimiento Patriótico Militar— que inundaron los establecimientos militares con diatribas ciclostiladas y fotocopiadas contra las reformas militares del «señor Gutiérrez», el deterioro de los valores patrióticos, los ultrajes a la bandera, el terrorismo de ETA y la debilidad del gobierno[49]. El efecto de esta propaganda era crear, ante los no totalmente comprometidos con el búnker, la impresión de que amplios sectores del ejército habían llegado al convencimiento de que la única solución posible era un golpe militar.

La relativa facilidad con que se distribuyó tal propaganda y el fracaso en la localización de sus fuentes suscitaron la cuestión de la lealtad política de los servicios de inteligencia. De hecho, el papel desempeñado por estos servicios, tanto por su fracaso al no haber informado al gobierno de las conspiraciones como por la participación activa en ellas, fue un elemento crucial para el desarrollo del golpismo. Creados para la erradicación de cualquier signo de liberalismo en las fuerzas armadas, estaban compuestos por franquistas de la línea dura y así eran también sus objetivos y métodos. Tras la muerte de Franco fueron sometidos a una reorganización puramente cosmética. En consecuencia, los enemigos declarados del régimen democrático estaban provistos de un instrumento inapreciable con el que coordinar los planes militares y con el que suministrar una cadena de mando alternativa durante el golpe. Al mismo tiempo que la prensa del búnker, El Alcázar, El Imparcial y Fuerza Nueva, incitaban a los militares a la conspiración, los servicios de inteligencia no eran capaces de informar del éxito de la propaganda entre las filas.

A la muerte de Franco existían once servicios de inteligencia, la mayoría controlados por los militares. Los más importantes estaban dirigidos independientemente por la Presidencia del gobierno, el Estado Mayor, los tres ministros militares, la Guardia Civil, la Policía e incluso la Hermandad de Alféreces Provisionales. El más poderoso era el Servicio de Información de la Presidencia del Gobierno (SIPG), establecido por Carrero Blanco y dirigido por el teniente coronel José Ignacio San Martín López. San Martín se vería involucrado posteriormente en el intento golpista de Tejero del 23 de febrero de 1981 desde su puesto de jefe de Estado Mayor de la División Acorazada Brunete. El SIPG fue creado originalmente para mantener la vigilancia sobre las universidades, la iglesia y el movimiento obrero, pero tras la revolución portuguesa, sus actividades pasaron a incluir, y de hecho se concentraron, en las fuerzas armadas. Además de extirpar la subversión, se rumoreaba que el SIPG estaba implicado en la financiación y dirección de la violencia de los grupos de extrema derecha contra sacerdotes, abogados, sindicalistas y libreros liberales y de izquierdas. Bajo Suárez se hizo un intento de acabar con el poder del SIPG englobando sus efectivos en el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID). Puesto que el CESID heredó, desde su creación el 2 de noviembre de 1977, el personal de los servicios anteriores, el predominio de los llamados «hombres de Carrero» no se vio afectado, logrando éstos así construir una estructura de poder paralela, prácticamente independiente de la jerarquía militar que era leal a Gutiérrez Mellado y al rey. El gobierno de Suárez cerraba los ojos ante este hecho, emitiendo regularmente afirmaciones en las que se ensalzaba la lealtad de los servicios de inteligencia. En una ocasión, sin embargo, el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, hombre normalmente identificado con la política de ignorar las irregularidades de los militares, llegó a expresar su consternación ante el hecho de que el CESID emplease sus recursos para el espionaje de ministros y políticos de izquierda, mientras fracasaba en la investigación de las conspiraciones militares[50].

Desde la legalización del Partido Comunista la propensión al complot entre los ultras de los escalafones superiores del ejército se había intensificado. A mediados de septiembre de 1977 se reveló cuán cerca del estallido habían llegado por la presunta debilidad del gobierno ante el terrorismo, el regionalismo y el comunismo. En Játiva el general Santiago y Díaz de Mendívil presidió una reunión de destacados generales, entre los que estaban tres exministros del Ejército, Antonio Barroso Sánchez-Guerra, Coloma Gallegos y Álvarez Arenas, el exministro de Marina almirante Pita da Veiga y los ultras Iniesta Cano, Campano López y Milans del Bosch. Entre los días 13 y 16 de septiembre discutieron la situación política, llegando finalmente a la decisión de solicitar al rey el nombramiento de un gobierno de salvación nacional presidido por De Santiago. En el caso de que esta propuesta fuese rechazada, se le pediría que destituyese a Suárez y suspendiera el Congreso por dos años. Tras estas demandas de lo que venía a ser un golpe de estado incruento estaba la amenaza clara de una abierta intervención militar.

El apoyo civil a esta actividad subversiva iba más allá de las incitaciones de la prensa del búnker a la organización de redes de apoyo cívico. Los mismos líderes ultras Blas Piñar, García Carrés y Utrera Molina, que estaban detrás de las campañas de propaganda de las «Juntas Patrióticas», preparaban a sus seguidores para la ocupación de la administración, los gobiernos locales y las comunicaciones, con ocasión del golpe. En vista de ello y del enorme prestigio de los generales involucrados en la reunión de Játiva, el gobierno era comprensiblemente renuente a adoptar medidas drásticas que pudiesen precipitar los acontecimientos. Así, Gutiérrez Mellado persistía en su táctica de controlar las fuerzas armadas a través de los destinos estratégicos. El más importante fue la separación de Milans del Bosch de su puesto clave de jefe de la División Acorazada Brunete. El golpe fue suavizado por su ascenso a capitán general de la III región militar (Valencia). Otros cambios fueron menos positivos y sólo sirvieron para incrementar las sospechas de los militares de que el gobierno era débil, indeciso, entrometido y vengativo. El 8 de octubre, el teniente coronel Tejero estuvo a punto de provocar una masacre en Málaga, recibiendo por ello un mes de arresto y las entusiastas alabanzas de muchos ultras. El 28 de octubre, por contra, el general Álvarez Arenas fue destituido de su cargo de director de la Escuela Superior del Ejército, como sanción por unas declaraciones extremistas de uno de sus subordinados. El 31 de octubre, el general Alfonso Armada Comyn fue separado de la secretaría de la Casa del Rey por razones que permanecen oscuras pero que estaban relacionadas con sus puntos de vista políticos, apenas ocultados. El 16 de diciembre el general Manuel Prieto López cesó como jefe de la VI zona de la Guardia Civil por un discurso sobre el uso de la Benemérita por parte del gobierno en circunstancias inapropiadas. Estos tres casos se vieron como reacciones excesivas y desafortunadas, y causaron intenso malestar en el seno de las fuerzas armadas[51].

El paso del tiempo no llevaba desde luego a la reconciliación de las fuerzas armadas con el régimen democrático. De hecho, en 1978 Suárez y Gutiérrez Mellado se movían sobre arenas movedizas. La precariedad de la situación fue subrayada por la renuncia, el 17 de mayo, del Jefe de Estado Mayor, el general José Vega Rodríguez, considerado hasta ese momento como moderado y leal. En realidad, contactos con Blas Piñar y una preocupación creciente acerca del problema terrorista habían llevado a Vega a hacer una protesta en contra del asunto del ascenso, fuera de turno, del general Antonio Ibáñez Freire como capitán general de la IV región militar (Barcelona). El descontento con que había sido recibido el anterior ascenso de Ibáñez Freire a director general de la Guardia Civil provenía del menosprecio evidente del sistema rígido de antigüedad que tal promoción significaba. Gutiérrez Mellado pensaba que los argumentos de seguridad debían preceder a los de antigüedad cuando se trataba de nombramientos clave. Vega se mostró drásticamente en desacuerdo. La dimisión de Vega Rodríguez fue un golpe difícil para Gutiérrez Mellado. Aplaudido por la prensa ultra, fue un acto que parecía apoyar a los desafectos dentro del ejército.

El sucesor de Vega Rodríguez como jefe de Estado Mayor fue el aparentemente moderado Tomás de Liniers Pidal. Las esperanzas suscitadas por éste se desvanecieron rápidamente cuando, en un discurso en Buenos Aires, el 15 de junio, Liniers alabó el uso «legítimo» de la violencia por los militares argentinos en su guerra sucia y dejó entrever que métodos similares serían apropiados en España. No se tomaron medidas contra él. De hecho, en la prueba de fuerza entre los ultras y el gobierno, la iniciativa parecía haber pasado a manos del búnker. Se decretaron incrementos masivos de los presupuestos militares y los sueldos subieron el 21%, sin que ello pareciese suponer nada para la consolidación de la lealtad militar hacia el nuevo régimen. Con frecuencia cada vez mayor, altos oficiales se dirigían al gobierno para que se aminorase el ritmo del proceso de devolución de competencias a las regiones. Así, no puede sorprender que el gabinete Suárez mostrase síntomas crecientes de parálisis, lo que a su vez convencía a los generales de la necesidad de una dirección más firme y decidida[52].

El deterioro de la situación política estaba acabando de convencer a muchos oficiales de que se acercaba el momento de aplicar tal firmeza. Además, los ultras más perspicaces se daban cuenta de que, aunque tímida, la política de ascensos estratégicos de Gutiérrez Mellado estaba gradualmente minando su poder. Éstos estaban convencidos de que había llegado el momento oportuno, aprovechando la fuerza que tenían en los servicios de inteligencia y antes de que la línea reformista de Suárez recibiese ulterior legitimación popular en el referéndum constitucional, fijado para el 6 de diciembre de 1978. La fecha elegida para el golpe fue el 17 de noviembre. La «Operación Galaxia», como pasó a ser conocida al haber sido planeada en la cafetería Galaxia, tenía prevista la captura de Suárez y todo su gobierno en el palacio de la Moncloa. Se esperaba que el consiguiente vacío de poder diese lugar a una reacción en cadena que empujase a otras unidades a una intervención a escala nacional.

Se fijó el 17 de noviembre porque estaba previsto que el rey se encontrase en visita oficial en México, el ministro de Defensa y la Junta de Jefes de Estado Mayor se hallarían fuera de Madrid y un gran número de generales debían estar asistiendo a cursos de ascenso en Ceuta y las islas Canarias. Por añadidura, se esperaban en Madrid nutridos contingentes de fascistas con ocasión del tercer aniversario de la muerte de Franco, el 20 de noviembre. El hecho mismo fue precedido por un aumento orquestado de la tensión. De nuevo los cuarteles fueron inundados de propaganda del «Movimiento Patriótico Militar». Gutiérrez Mellado, que llevaba a cabo un recorrido por las guarniciones para explicar la Constitución, fue violentamente insultado por el general Atarés Peña, que lo calificó de «cerdo y masón» ante el aplauso de muchos de los oficiales presentes. A raíz de aquel incidente, el plan fue revelado por uno de los conspiradores a los servicios de inteligencia, que informaron, con retraso, al gobierno. Sus dos principales promotores, Antonio Tejero y Ricardo Sáenz de Ynestrillas, fueron arrestados. Sin embargo, el gobierno dio la impresión de querer echar tierra sobre el asunto. Así, no se tomó ninguna medida para impedir una serie de incidentes, casi con seguridad ligados al intento golpista, como la asistencia de 500 oficiales a una ceremonia fascista el 20 de noviembre en el Valle de los Caídos o la celebración, el día 18, de un encuentro de la internacional fascista en Madrid, en el que Blas Piñar habló de la necesidad de un alzamiento militar.

La blanda respuesta del gobierno reflejaba la profunda preocupación provocada por la «Operación Galaxia». Estaba claro, por ejemplo, que muchos oficiales habían tenido noticias del plan y se habían dispuesto a esperar los acontecimientos. Además, los servicios de inteligencia habían desempeñado en ella un papel intranquilizadoramente ambiguo. Algunos oficiales habían dado parte de que algo se planeaba, pero la información no había sido cursada. En el ámbito de su función básica, los servicios de inteligencia habían fracasado, bien en el descubrimiento de la conspiración, bien en la transmisión de la información al gobierno en el caso de que aquélla hubiera sido descubierta. Sólo en el último momento, el 16 de noviembre, tuvo Suárez noticias al respecto, cuando el jefe del CESID fue a su vez informado por otro oficial. Parece que estaban involucradas unidades de Burgos, Valladolid, Sevilla y Valencia y que sólo la intervención fortuita del general, de ideas liberales, Pascual Galmes impidió que se uniese a ellas la División Acorazada Brunete[53].

La «Operación Galaxia» fue en muchos aspectos un ensayo de lo que sería la conjura del 23-F. Que su fracaso pudiera ser seguido, menos de dos años y medio después, por una acción similar, y planeada más a fondo, puede atribuirse a la débil reacción gubernamental de 1978. Se impusieron sanciones mínimas y sólo a aquellos cuya implicación era demasiado flagrante para ser ignorada. Las afirmaciones oficiales presentaban los sucesos de noviembre como los disparatados designios de una minoría no representativa, «cuatro locos», y esta política de apaciguamiento no se limitó al gobierno. Todos los sectores del espectro político, incluyendo a socialistas y comunistas, fueron cómplices de la retórica de buenos deseos en torno a la lealtad militar. El gobierno se vio obligado, de modo creciente, a hacer concesiones a una jerarquía militar que presionaba en favor del freno al proceso autonómico y de su propia independencia respecto del control político.

Con todo ello, el grado de agitación e insubordinación militar creció con fuerza a lo largo de 1979. Los funerales por las víctimas de ETA eran prácticamente institucionalizados como ocasiones para que los militares insultaran a Suárez y Gutiérrez Mellado y como llamadas a la intervención militar. El problema incesante de ETA facilitaba a los ultras la captación de apoyo contra el gobierno y, en general, contra la democracia. El éxito de la presión ultra se reflejó en la remodelación del gabinete de abril de 1979. Aunque por primera vez desde la República un civil, Agustín Rodríguez Sahagún, era nombrado ministro de Defensa, muchas de las reformas de Gutiérrez Mellado fueron revocadas. La autoridad que éste había logrado concentrar en su ministerio fue devuelta a los cuarteles generales de los tres ejércitos. Gutiérrez Mellado fue ascendido a la vicepresidencia del gobierno con competencias generales sobre defensa y seguridad. El nuevo ministro de Defensa llevaría al extremo la política de concesiones a los militares duros, particularmente en términos de silenciar a la minoría prodemocrática en el seno de las fuerzas militares.

Ni que decir tiene que todas esas concesiones fueron inútiles para apaciguar a los duros, que eran partidarios de desencadenar una guerra sucia, al modo argentino, en el País Vasco. En mayo de 1979 su hostilidad hacia el gobierno alcanzó nuevas cotas. Al quedar vacante el cargo de jefe del Estado Mayor Central, el nombramiento por estricta antigüedad favorecía a los ultras, que copaban los escalafones superiores del ejército, en tanto que el gobierno veía la ocasión como una oportunidad para llevar adelante su ambición de liberalizar las fuerzas armadas. Los candidatos lógicos por antigüedad, Milans del Bosch y González del Yerro, pertenecían ambos a la línea dura. El procedimiento normal de nombramientos exigía la consulta al Consejo Superior del Ejército, y éste se pronunció en favor de Milans. No es, pues, sorprendente la furiosa indignación con que fue recibida la designación de José Gabeiras Montero, un hombre muy próximo a Gutiérrez Mellado. Gabeiras tenía que ser ascendido de general de división a teniente general, pasando por encima de otros cinco generales, para poder ser nombrado para ese cargo. La necesidad de alterar el mecanismo de ascensos dejaba ver claramente el aislamiento de los liberales en torno a Gutiérrez Mellado. Se dice que en una ocasión Suárez recriminó a su vicepresidente por la promoción de ciertos ultras, contestando éste que para cubrir todos los cargos superiores con personas liberales habría sido necesario buscar entre los comandantes[54].

El veredicto de la jerarquía militar sobre los actos de Gutiérrez Mellado apareció suficientemente claro en el juicio al general Atarés Peña el 2 de mayo. La decisión absolutoria fue una sentencia sobre Gutiérrez Mellado más que sobre el acusado. Significativamente, tanto el gobierno como la oposición guardaron silencio sobre la absolución. Por el contrario, los políticos preferían hacer notar las frecuentes declaraciones de los generales en el sentido de que el ejército se adhería al artículo 8 de la Constitución, en el que se consagraba su papel de defensor del orden constitucional y de la integridad territorial de España [55]. No parece que tuviesen en cuenta que aquel súbito entusiasmo del alto mando por ese artículo de la Constitución no era ajeno al hecho de que le proporcionaba justificación para intervenir en política. Paralelamente a las declaraciones de los generales, cada vez más confiadas y abiertas, sobre su disposición a defender el orden existente de cualquier modo y en cualquier lugar en que fuese necesario, 1979 fue testigo de incitaciones a la intervención militar por parte de la prensa de extrema derecha. El hecho de que los terroristas hubieran asesinado en el curso del año a diez generales en activo y a dos en la reserva facilitaba que se provocase la indignación por parte de los medios ultras.

El hecho de que algo se preparaba podía haberse deducido por la escalada de declaraciones antidemocráticas por parte de los tres generales ultras más destacados que estaban aún en servicio activo, los capitanes generales Milans del Bosch, González del Yerro y Pedro Merry Gordon, al mando, respectivamente, de las regiones militares de Valencia, Canarias y Sevilla. Sus exabruptos contra la crisis de autoridad sólo encontraron silencio e inquietud en el gobierno. Mientras, El Alcázar y la demás prensa ultra convertía en figuras heroicas a Tejero, Sáenz de Ynestrillas y Atarés. La indignación ante el terrorismo y el proceso hacia la autonomía regional podía ser más fácilmente convertida en «golpismo» tras las sentencias ridículamente benévolas dictadas en el caso «Galaxia». De hecho, crecía el convencimiento de que una importante unidad, con base en Madrid, marcaría la pauta, y la seguiría *a continuación todo el ejército. De forma que los proyectos golpistas comenzaron a centrarse en la División Acorazada Brunete, clave de cara a la capital, y mandada en ese momento por un ultra, el general Luis Torres Rojas. En efecto, Torres Rojas era sólo el último escalafón de un largo proceso por el que dicha división se había convertido en un reducto ultra. Prácticamente desde el comienzo de la transición democrática, los militares situados más a la derecha habían solicitado y obtenido destinos en ella. Bajo el mando de Milans del Bosch, que tuvo una notable facilidad para obtener una lealtad ciega de sus subordinados, la División Acorazada Brunete se había incorporado al búnker.

Al mes de que Torres Rojas se hiciera cargo del mando, a mediados de 1979, se inició una serie de maniobras no autorizadas, con patrullas que llevaban a cabo ejercicios de control de los centros neurálgicos de Madrid, vehículos acorazados que dominaban las principales carreteras de acceso y vehículos de transporte de tropas que patrullaban el cinturón industrial. Parece ser que Torres Rojas estaba en el núcleo de un plan de golpe, por el que la Brigada Paracaidista, apoyada por helicópteros, tomaría el palacio de la Moncloa, mientras la capital sería neutralizada por vehículos acorazados de la División Acorazada Brunete. Tras forzar la dimisión del gobierno, los conspiradores procederían a la formación de un directorio militar bajo la dirección de De Santiago y Díaz de Mendívil o de Vega Rodríguez. Las Cortes serían disueltas, se ilegalizaría el Partido Comunista y se revocaría la autonomía de las regiones. La continuidad de este proyecto tanto con la reunión de Játiva como con el intento «Galaxia» era obvia. Lo único que impedía convertir las maniobras regulares de la Brigada Paracaidista del 21 de octubre en un golpe consumado era la dificultad para obtener suficientes municiones y combustible. Esta oportunidad perdida fue insuficiente para detener la marea golpista. El 20 de octubre, El Alcázar había publicado un alegato del general De Santiago a favor de la intervención militar para resolver los problemas del país, alcanzando la presión de la prensa ultra, a partir de este punto, niveles de nerviosismo aún mayores. Por su parte, la conspiración centrada en Torres Rojas llegó a un fin abrupto el 24 de enero de 1980 cuando fue separado de la División Acorazada Brunete y enviado como gobernador militar a La Coruña.

La forma en que el gobierno manejó el asunto Torres Rojas preparó significativamente el camino para el intento del 23-F. Se anunció que el traslado a La Coruña había sido decidido incluso antes de que Torres Rojas hubiese tomado posesión de la División Acorazada Brunete. Esta mentira era un absurdo y no pudo evitar que muchos militares se sintiesen resentidos por la circunstancia de que Torres Rojas hubiera sido destituido mientras se encontraba lejos de la División Acorazada Brunete, de vacaciones en Las Palmas con su familia. El hecho de que el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, ocultase los motivos reales de la destitución llevó a muchos políticos a pensar que el gobierno simplemente despertaba el fantasma de las amenazas militares para eludir dificultades en otros ámbitos. Esta impresión sólo podía ser confirmada por el sorprendente y vergonzoso trato dado a Miguel Ángel Aguilar, uno de los periodistas españoles más conocidos, y el mejor informado sobre cuestiones militares, que era entonces director de Diario 16. Aguilar había publicado las razones verdaderas que había detrás del traslado de Torres Rojas, y tuvo como respuesta el mentís gubernamental, lo que le llevó a ser procesado por injurias al ejército y eventualmente obligado a dejar la dirección del periódico[56].

A la minimización del asunto Torres Rojas siguió en mayo el proceso de Tejero y Sáenz de Ynestrillas. Pese a haber estado involucrados en una conspiración sediciosa fueron condenados a siete y seis meses de arresto respectivamente, lo que implicó su inmediata puesta en libertad. Era difícil imaginar un mayor estímulo para los conspiradores. Una semana más tarde la Junta de Jefes de Estado Mayor rechazaba una solicitud para la reincorporación de los líderes de la UMD, y el capitán general de Madrid, el general Guillermo Quintana Lacaci, un supuesto liberal, comentaba ominosamente: «El ejército debe respetar la democracia, no introducirla en sus filas»[57]. La ausencia de presión gubernamental en favor de la reivindicación de la UMD era un acto más de debilidad que contribuía a convencer a la ultraderecha militar de que podía actuar impunemente. Así, tan pronto como fue puesto en libertad, Tejero se unió a la conspiración de Milans del Bosch y Torres Rojas. Gozaban de un amplio apoyo, como indicaba la creciente presión en favor del cese de Suárez. El 23 de febrero de 1981 estaba a la vuelta de la esquina.

Al igual que los ensayos previos, el «Tejerazo» iba a conducir a un nuevo intento de golpe. Sin embargo, dos aspectos cruciales de su fracaso fueron decisivos: los errores técnicos y la indigna conducta de Tejero y sus principales colegas, tanto durante el golpe como durante su posterior juicio, constituyeron una humillación pública para las fuerzas armadas. En segundo lugar, la resistencia decidida del rey y el respaldo a ésta pocos días más tarde por manifestaciones populares masivas crearon la sensación de que el ejército estaba aislado del conjunto de la sociedad. La convicción de los ultras de que «España» estaba con ellos recibió un golpe decisivo. En los meses siguientes, el largo proceso de los conspiradores no ayudó nada a levantar el prestigio de los militares, sino que más bien proyectó una imagen de hombres mezquinos, brutales y arrogantes, cuya conducta desmentía su retórica del interés nacional. Paradójicamente, a pesar de la fobia militar hacia el socialismo, estos antecedentes pusieron a muchos sectores del ejército en disposición de obedecer a un gobierno socialista. Esta tendencia se confirmaría, además, probablemente porque los socialistas en el poder se cuidaban mucho de no caer en el pecado del «desgobierno» que caracterizó al período ucedista y que tanto irritaba a los militares.

Sin embargo, había todavía un amplio número de oficiales hostil a la democracia. Esto se reveló de manera más cruda cuando, a comienzos de octubre de 1982, se descubrieron los planes de un nuevo golpe. Previsto para el día anterior a las elecciones del 28 de octubre, el golpe iba a ser una versión más acabada del propio 23-F. La residencia real de la Zarzuela, el palacio de la Moncloa y la sede de la Junta de Jefes de Estado Mayor serían bombardeados por la artillería, los centros de comunicación y las carreteras de acceso serían ocupados y la capital sería incomunicada. Bien preparado técnicamente, parece haber sido inspirado por Milans del Bosch y San Martín desde la cárcel, y apoyado por civiles ultras. Había, sin embargo, fundamentos para el optimismo. El CESID, reorganizado en 1981 por el coronel Alonso Manglano, actuó rápida y eficientemente. Además, el hecho de que el golpe incorporase instrucciones para la eliminación de muchos altos oficiales contribuyó al aislamiento de los ultras. Existieron también aspectos intranquilizadores, por ejemplo que el gobierno UCD arrestase solamente a tres oficiales, pese a que los documentos en su poder incriminaban a unos doscientos[58]. Sin embargo, la etapa del apaciguamiento por parte de la UCD iba a dar paso a una relación de mayor igualdad entre el ejército y el gobierno del PSOE. Los riesgos eran altos, pero existían más oportunidades que nunca de que los militares fueran inducidos a una aceptación firme del régimen democrático.