CAPÍTULO 8
EL ENCIERRO EN EL BÚNKER:
LA EXTREMA DERECHA Y LA LUCHA CONTRA
LA DEMOCRACIA, 1967-1977
El mantenimiento del orden público y de la estabilidad interna siempre tuvo la mayor prioridad en la dictadura franquista. Los criterios para juzgar la consecución de los objetivos primordiales del régimen —la eliminación de la lucha de clases y el acallamiento de las protestas de la izquierda y de los sindicatos— eran, al menos para sus partidarios, la estabilidad y la ausencia de disturbios en las calles de las ciudades más importantes. Además, el valor para la repercusión exterior de un orden público aparentemente soporífero en la época de Franco era enorme. El aparato de propaganda del régimen lo ponía incansablemente en contraste con el supuesto desorden de la República anterior y de las democracias decadentes. Naturalmente, la paz de Franco significaba poco para sus oponentes. En las fábricas y las universidades se había impuesto a costa de considerable y constante violencia. Sin embargo, para los franquistas era, de hecho, una realidad. A corto plazo se basaba en el peso y la eficiencia de unas fuerzas del orden que en realidad no debían rendir cuentas. La Policía Armada en las ciudades y la Guardia Civil en los pueblos y en las zonas rurales estaban bien armadas, contaban con buenos recursos y no tenían prácticamente cortapisas. Además, tenían que tratar con una población que había aprendido por las malas que la protesta política pública era un lujo que no se podía permitir, que la supervivencia cotidiana radicaba en la apatía política. La represión posterior a la guerra civil, las cárceles atestadas, los campos de trabajo, las torturas y ejecuciones, los policías adiestrados por asesores de la Gestapo y diversas organizaciones de policía secreta que actuaban en las fábricas y las universidades desempeñaron, todos ellos, su papel en el establecimiento y el mantenimiento de «la paz de Franco»[1].
Así pues, había cierta irrealidad teatral en el hecho de que en septiembre de 1973 un procurador franquista leal hiciera uso de la palabra en las Cortes para poner en entredicho la aparente impotencia de la policía para afrontar una oleada de violencia política que no había dejado de aumentar desde finales de los años sesenta. Lo interesante de la cuestión no era simplemente lo referente a la teórica importancia de la policía, sino también que se hubiera permitido a la prensa informar de la violencia y hacerlo de un modo que, en algunos casos al menos, condenaba a sus responsables. Era algo inhabitual, ya que en la época de Franco esa clase de críticas estaban normalmente reservadas para los delincuentes comunes y los oponentes izquierdistas, liberales o católicos al régimen. Como sabía de sobra la policía, los culpables eran grupos neofascistas que llevaban a cabo una campaña sistemática de terrorismo cultural, como lo denominó el diario católico conservador Ya.
En el franquismo siempre había habido una extrema derecha que consideraba que el dictador y su régimen habían traicionado la pureza fascista de la Falange[2]. Sin embargo, durante los tres primeros decenios de gobierno de Franco, como la Falange desempeñaba un papel predominante en los aparatos de propaganda y sindical de la dictadura, no tenían razones ni oportunidades para ir más allá de expresiones cargadas de rencor en conversaciones, pintadas de consignas en las paredes y ocasionales insultos contra el Caudillo durante las ceremonias franquistas[3]. En el decenio de 1960, por varias razones las cosas empezaron a cambiar de un modo que obligó a la extrema derecha a pasar a la ofensiva. El Opus Dei estaba saliendo, al parecer, más victorioso que nunca de la lucha por el poder con la Falange. En consecuencia, la perspectiva más probable parecía ser una sucesión monárquica del Caudillo. Había señales incluso de que algunos funcionarios del Estado lúcidos, en tiempos franquistas, seguían la vía de los empresarios con más amplitud de miras y preparándose para una apertura limitada a algún tipo de reforma política.
Las primeras señales de que había una derecha fascista dispuesta a utilizar la violencia fuera de los cauces habituales de las instituciones de represión se habían visto en las universidades en 1963. En respuesta al aumento de los grupos de estudiantes izquierdistas surgió Defensa Universitaria, cuyos activistas eran principalmente falangistas, junto con algunos carlistas y católicos de extrema derecha. Actuaban como espías policiales, que informaban sobre los militantes izquierdistas, y como escuadras dedicadas a sembrar el terror disolviendo reuniones antirrégimen, dando palizas e intimidando a las mujeres de izquierdas[4]. Seis años después la situación política general del franquismo intransigente había empeorado y Defensa Universitaria fue reorganizada como los «guerrilleros de Cristo Rey» y fortalecida con matones pagados, proceso probablemente dirigido por el servicio de inteligencia más o menos privado del almirante Carrero Blanco: el Servicio de Documentación de la Presidencia del gobierno[5]. Estos guerrilleros, dirigidos en las calles por un fanático activista falangista, Mariano Sánchez Covisa, estaban vinculados, según muchos comentaristas, con la asociación política neofascista Fuerza Nueva y la revista del mismo nombre[6]. El director de Fuerza Nueva, el notario Blas Piñar, era el motor intelectual de la ultraderecha española y miembro influyente de la clase dirigente franquista, pues formaba parte del Consejo Nacional del Movimiento.
Los guerrilleros no fueron el único grupo de esa clase. La organización abiertamente neonazi Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE) fue creada en Barcelona por una figura siniestra de la ultraderecha internacional, Jorge Mota. Repartido entre Madrid y Barcelona estaba también el igualmente pronazi Partido Español Nacional Socialista (PENS). Las actividades de la extrema derecha oscilaban entre la celebración de misas por Hitler y Mussolini, llorados como «defensores de la civilización europea», y brutales ataques físicos a trabajadores y sacerdotes[7]. Esas organizaciones poco cohesionadas no eran en sentido alguno partidos políticos, pues sus miembros se consideraban a sí mismos patriotas más o menos independientes que actuaban como escuadras ligeras siempre que las esencias del franquismo estaban en peligro. Actuaban en casos concretos y con numerosos nombres, que cambiaban según su localización y sus objetivos. Pese a su supuesto patriotismo, estaban estrechamente vinculadas con redes terroristas internacionales de derechas y en contacto con derechistas exiliados como, por ejemplo, León Degrelle, y posiblemente fueran adiestradas por Otto Skorzeny[8].
En 1971 organizaron una ofensiva de primavera contra librerías «de izquierdas», es decir, especializadas en libros autorizados legalmente de sociología y política. En correrías nocturnas llevadas a cabo por los guerrilleros, algunos de cuyos panfletos utilizaban también el nombre de Comandos de Lucha Antimarxista, rompían puertas y ventanas, destruían las existencias, manchaban los locales con pintura roja y esparcían panfletos amenazadores. El tono de éstos era revelador: «Como ratas nauseabundas, se os debería mantener aparte de la comunidad nacional; el único lugar en el que se os debería permitir vivir es las alcantarillas adonde fuisteis arrojados después de que vuestros padres y su diabólica ideología fueran derrotados». En todos los casos, los propietarios de las librerías se quejaban a la policía, según la cual nada se podía hacer. Un librero afirmó que el agente que tomó su denuncia reconoció haber sido miembro de estos guerrilleros[9]. Los ataques eran brutales y flagrantes, pero la policía nunca lograba intervenir a tiempo. No es de extrañar que se extendiera la creencia entre la izquierda española de que aquellos grupos disfrutaban de la connivencia oficial.
La posterior campaña del otoño de 1971 llevó a los guerrilleros a las portadas de la prensa mundial. Tres librerías en las que se exhibían grabados de Picasso fueron destrozadas en noviembre de aquel año. Un ataque con ácido destruyó veinticuatro grabados de Picasso en la galería Theo de Madrid y el primer estudio de Picasso en Barcelona fue destruido con cócteles molotov[10]. Los «comandos» responsables justificaron sus actos afirmando que Picasso subvencionaba al Partido Comunista. Blas Piñar negó conexión alguna con los comandos, pero proclamó su simpatía por su acción. Declaró lo siguiente: «No conozco ni dirijo los llamados “Guerrilleros de Cristo Rey” y, por tanto, no tengo relación alguna con ellos». Blas Piñar afirmó que las obras de Picasso que había visto eran «del peor gusto, obscenas y gravemente ofensivas para el Jefe del Estado español y Jefe del Movimiento Nacional» y que entendía por qué aquellos jóvenes se «dejaban llevar por su patriotismo y por su ferviente y entusiasta lealtad a Francisco Franco»[11].
La publicidad mundial obligó a actuar por fin. Ocho de los responsables del incidente de Madrid fueron detenidos. Fuentes de la oposición afirmaron que tres de ellos pertenecían al cuerpo de policía y que uno trabajaba en la oficina de Blas Piñar. En su primer número de 1972, Fuerza Nueva elogió la destrucción de «esos pintarrajeos seudoartísticos» y denunció la obra de Picasso como «una simple broma sobre el mundo occidental, absoluta obscenidad y pornografía con la que el comunismo espera desmoralizar a la cultura cristiana, corrompiéndola y destruyéndola»[12]. Dado el poder de la censura en aquella época, la publicación de semejantes comentarios no hizo sino intensificar las conjeturas sobre una posible complicidad oficial. Las sospechas aumentaron con la circulación por los ambientes de la oposición de Madrid de la fotocopia de una carta de un antiguo subsecretario de Comercio a varios empresarios en la que les pedía dinero para crear bandas de «jóvenes decididos a defender los valores patrióticos».
Durante todo 1972 la esfera principal de acción de las operaciones ultraderechistas pasó a Barcelona y Valencia, y sus objetivos primordiales fueron librerías y revistas[13]. Los panfletos encontrados después de ataques similares a los de Madrid en 1971 proclamaban la determinación de defender los valores de la victoria nacional en la guerra civil contra los «seudoliberales que se aferran al poder». La atmósfera de terror que se estaba creando en Barcelona se reveló claramente el 6 de marzo de 1972. Una explosión en el piso de un presunto simpatizante neofascista destrozó el edificio y mató a ocho personas. La opinión pública supuso que lo que había explotado había sido un depósito de armas y no una instalación de gas, como afirmaron las autoridades. En 1973 se aceleró el ritmo de las operaciones. Seis mil personas del gremio de libreros de Barcelona recibieron amenazas anónimas. Dos destacadas revistas católicas liberales, El Ciervo y Agermanament, la editorial Nova Terra, vinculada con la Hermandad Obrera de Acción Católica, y un gran símbolo de la vitalidad cultural catalana, la Gran Enciclopedia Catalana, padecieron en sus oficinas ataques del PENS. Revistas de Madrid recibieron también amenazas y el autodenominado quinto comando Adolfo Hitler del PENS cometió actos de violencia contra abogados que defendían a obreros ante los tribunales[14]
Los objetivos de los neonazis indicaban claramente su función dentro de la crisis del franquismo tardío. También explican por qué el Estado estaba dispuesto a hacer la vista gorda. Los ultras con frecuencia hacían trabajos cuya realización resultaría embarazosa para un Estado que se movía en la periferia de la CEE. En las universidades, Defensa Universitaria siguió sometiendo a estudiantes y profesores de izquierdas a un terror esporádico. Igualmente significativas fueron las incursiones en barrios obreros. Como las reuniones de los sindicatos clandestinos estaban prohibidas, los sacerdotes progresistas ofrecían sus iglesias para llevarlas a cabo. De conformidad con el Concordato, era virtualmente imposible que la policía lo impidiera. Por ello, la Iglesia fue una de las víctimas principales de la violencia ultra. Grupos de guerrilleros entraban con frecuencia en iglesias y atacaban a los curas y a la congregación. En 1973 varios ataques provocaron gran escándalo. Uno en particular, atribuido a un grupo que se llamaba a sí mismo Cruz Ibérica, contra el Banco Atlántico de Madrid, controlado por el Opus Dei, un golpe contra las fuerzas relativamente más progresistas del régimen, indicó que los grupos ultras eran peones en una lucha por el poder dentro del régimen. Después del incidente del Banco Atlántico y el ataque a la Gran Enciclopedia Catalana, se formularon preguntas en la prensa y Ya comentó la audacia de los ultras y su éxito a la hora de evitar su detención[15].
A diferencia de grupos terroristas comparables de Italia o Chile, que trabajaban para derribar regímenes democráticos, los ultras españoles eran claramente entusiastas del régimen en el que funcionaban. Su objetivo era más bien reparar brechas en el dique del franquismo. Los ataques contra obreros y estudiantes eran agresiones a los enemigos del régimen, pero el asalto al Banco Atlántico era un ataque directo contra la burguesía progresista, el garante del desarrollo económico y, por tanto, de la liberalización en última instancia. De forma semejante, la enemistad contra la Iglesia expresada por los ultras traslucía una frustración contra una fuerza que en tiempos había respaldado al régimen y que estaba pasándose rápidamente a las filas de la oposición democrática.
Se dijo que Blas Piñar tenía relaciones cordiales con el almirante Carrero Blanco[16]. Bajo aquel almirante de tierra firme, el régimen no toleró la oposición, pero permitió la existencia del neonazismo. La única explicación lógica estaba en una escisión entre las familias del régimen. Se estaba abandonando la tenue liberalización esperada del gobierno de Carrero Blanco de 1969 dominado por el Opus Dei. Lo revelaron claramente los cambios de gobierno de mediados de 1973. La liberalización económica, tolerada de mala gana por sectores de la vieja guardia y de peor gana por el círculo del Caudillo en El Pardo, poco había hecho para reducir la creciente oposición de obreros y estudiantes. Las huelgas generales de Granada en 1970, El Ferrol en 1972 y Pamplona en 1973 resultaron considerablemente difíciles de sofocar. Las universidades eran más militantes que nunca. En enero de 1972 mil estudiantes se enfrentaron en una auténtica batalla con la policía permanentemente apostada en la Universidad Complutense. Los colegios de abogados y de médicos empezaban a mostrar su descontento. La Iglesia criticaba abiertamente al régimen, con el resultado de que los guerrilleros de Cristo Rey atacaban a obispos, y en las concentraciones ultraderechistas se oían violentas peticiones de ejecución del cardenal Enrique y Tarancón, arzobispo de Madrid, presidente de la Conferencia Episcopal y dirigente más destacado del ala liberal predominante en la Iglesia.
Así pues, el aumento de los grupos neonazis estuvo claramente relacionado con la crisis por la que estaba pasando el régimen. La función de las brigadas negras terroristas era resolver la contradicción inherente al intento por parte del Opus Dei de modernizar un sistema político cuyo mayor motivo de orgullo había sido siempre haber eliminado la Ilustración. La modernización económica, encaminada a garantizar la supervivencia del régimen, había propiciado la aparición de una nueva clase obrera con nuevas exigencias y de una nueva clase estudiantil para satisfacer la necesidad de personal cualificado. El progreso continuo había obligado también a relajar un poco el control opresivo a que estaban sometidos los sindicatos y las universidades. Pero no se habían saciado las ansias de éstos y la extrema derecha alcanzó la simplista conclusión de que la modernización era la responsable de la crisis que pretendía resolver. La extrema derecha del régimen, consciente de que la salud de Franco estaba deteriorada, paranoicamente angustiada por las consecuencias políticas de la sucesión en la persona de Juan Carlos e inquieta por la extensión de los disturbios provocados por la clase obrera y los estudiantes y por la aparición de ETA, organización capaz de hacer mella en la fama de vulnerabilidad del régimen, estaba al borde del pánico. De hecho, por primera vez se habló en términos hitlerianos de retirarse a un búnker y luchar entre los escombros de la cancillería. Los grupos neonazis desempeñaron un papel útil en la táctica del franquismo acosado, al aterrorizar a la oposición sin estigmatizar al régimen. Más sutil era el efecto propagandístico de alentar a la ultraderecha, que desdibujaba la adopción por el gobierno de una actitud cada vez más dura contra todas las formas de disensión, porque la invención de una extrema derecha fanática colocaba al régimen, como por arte de magia, en una posición de centro.
La función de la ultraderecha quedó ilustrada claramente en el verano de 1973. Durante las manifestaciones del primero de mayo, un miembro de la policía secreta fue asesinado a puñaladas. Hubo centenares de detenciones y se denunciaron torturas. Mayor importancia inmediata tuvieron las manifestaciones y las protestas en masa organizadas por la ultraderecha. La forma en que fueron orquestadas indicó hasta qué punto se sentían asediados los derechistas del régimen. Los ministerios del gobierno, los cuarteles del ejército y las oficinas sindicales se vieron inundados de panfletos cuya nostálgica utilización de la retórica de la guerra civil daba cierta idea de su sensación de que la historia estaba volviéndose contra ellos. Uno llevaba el siguiente encabezamiento: «La guerra civil ha vuelto a empezar», y advertía de que «con la sangre derramada por los marxistas el primero de mayo, al matar a puñaladas al joven policía Juan Antonio Fernández, la guerra que acabó el primero de abril de 1939 ha vuelto a empezar. Esta vez será breve». Varios de ellos hacían llamamientos al ejército. Otro adoptaba la forma de una advertencia —«Aviso a los traidores»— y continuaba: «A los que en tiempos llevaron puesta la camisa azul de la Falange y hoy se avergüenzan de haberla llevado, a los que en tiempos llevaron puesta la boina roja del movimiento carlista y después la han tirado a la basura, a los que no desean cantar el “Cara al sol” ni saludar alzando el brazo, a los que condenan como ultras y extremistas de derechas a los españoles que responden con los puños a los que insultan a la Patria, la religión o la justicia: no porque cometáis esa apostasía os perdonarán la vida los marxistas. Si abandonáis la posibilidad de ser héroes o mártires, seréis viles víctimas».
El 7 de mayo se celebró una concentración en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Hubo policías que pidieron públicamente medidas represivas. Unos tres mil veteranos de la guerra civil pidieron reparación. Las exigencias que figuraban en sus pancartas eran similares a las de los grupos neonazis, en el sentido de que atacaban todas las formas de liberalismo. Un lema típico era «los obispos rojos al paredón». Se distribuyeron panfletos en los que se elogiaban las actividades de la extrema derecha[17]. El propio hecho de que el régimen tolerara lo que en realidad era un motín policial indicaba que los objetivos de los manifestantes contaban con simpatías en las altas esferas. Un mes después, los ministros acusados de debilidad y liberalismo fueron destituidos. El gobierno que juró sus cargos el 12 de junio de 1973 estaba a la defensiva. Los tecnócratas se batían en retirada y los que lograron permanecer lo hicieron a costa de su liberalismo. La transmisión oficial del poder ejecutivo a Carrero Blanco indicó la preparación de una operación dilatoria para cubrir la sucesión de Franco. Un aumento de las actividades de los guerrilleros, del PENS y CEDADE y otros semejantes indicó que iban a ser francotiradores en aquella operación. El último gobierno de Carrero Blanco se componía de un equipo formado para aplastar a la oposición y sofocar la reforma. Fue un regreso al pasado y un rechazo del presente. A la camarilla dirigente, consciente de que había estado demasiado tiempo a bordo del barco, no se le ocurrió táctica mejor que ponerse los salvavidas.
Pero incluso a mediados de 1973 ya era demasiado tarde. Al final de aquel año, Carrero Blanco iba a ser asesinado por ETA. Pese a la atrocidad de aquel crimen, no hubo, para asombro de los ultras, un cierre de las escotillas franquistas. Los derechistas extremistas civiles y militares vieron frustradas sus esperanzas de una sangrienta «noche de los cuchillos largos» contra la izquierda. Sólo lograron una pequeña victoria respecto de la sucesión de Carrero Blanco. Consiguieron que fuera elegido el adusto Carlos Arias Navarro en lugar del inteligente y sesgado Torcuato Fernández Miranda, el más indicado por ser el vicepresidente de Carrero Blanco. Los ultras consideraban a Fernández Miranda peligrosamente próximo al príncipe Juan Carlos, que, como sucesor designado por Franco, representaba, según se consideraba en aquella época, la opción del Opus Dei de un franquismo reciclado. Estaban en lo cierto al cerrar el paso a Fernández Miranda, más de lo que pensaban, de hecho, en aquel momento, ya que éste iba a desempeñar un papel decisivo como asesor del rey durante la transición a la democracia[18]. Sin embargo, cuando incluso Arias se vio obligado a intentar algún cambio, al anunciar su limitado compromiso con la reforma el 12 de febrero de 1974, los ultras adoptaron una actitud más desesperada y más atrevida. A medida que el centro de gravedad se alejaba del franquismo y se aproximaba a alguna forma de evolución democrática, se vieron obligados a dirigir sus ataques a círculos cada vez más próximos a sí mismos.
La revolución portuguesa del 25 de abril de 1974 infundió aún mayor urgencia a la necesidad de velar por que hubiera un franquismo sin Franco. Tan sólo tres días después, lanzaron lo que se denominó el «gironazo». El 28 de abril de 1974 el adinerado exministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco, cortesano de Franco y jefe de la Confederación Nacional de Ex Combatientes, lanzó un feroz ataque público a Arias y a los funcionarios relativamente progresistas que le ayudaban a planificar su reforma democrática. Fue el comienzo de una importante ofensiva política, en la que también participó Blas Piñar y que contó con el apoyo de figuras fundamentales de la prensa del Movimiento. El «gironazo» estaba vinculado también con los intentos del búnker militar de conseguir puestos decisorios que les permitieran estar preparados para hacerse con el poder en la inmediata lucha posterior a Franco[19]. La campaña de publicidad, destinada no tanto a la opinión pública ultraderechista como al propio Franco y a los altos mandos del ejército, dio fruto al final con la destitución del relativamente progresista ministro de Información de Arias, Pío Cabanillas, el 29 de octubre de 1974, a la que siguieron una serie de dimisiones llamativas, incluidas las del ministro de Hacienda, relativamente liberal, Antonio Barrera de Irimo, la del director del INI, Francisco Fernández Ordóñez, del director general de Televisión Española, Juan José Rosón, y de un número importante de funcionarios muy influyentes, conocidos como grupo «Tácito».
Los ultraderechistas se sintieron encantados ante su aparente éxito, pero, como no tardó en demostrar la caída en picado de la Bolsa, lo único que habían conseguido había sido acelerar la propia crisis del franquismo que intentaban atajar. De hecho, parecía que, así como los ultras habían pasado de la utilización de un leve terrorismo esporádico y de matones para intimidar a los oponentes a los intentos de influir en el propio Caudillo, ahora empezaban a urdir planes bastante más peligrosos y ambiciosos en los que participaban militares. Veteranos como Girón y José Utrera Molina, amigo íntimo de Franco y hasta marzo de 1975 ministro secretario general del Movimiento, habían movilizado al dictador en octubre de 1974 para que contribuyera a bloquear el «espíritu del 12 de febrero», como se conocía el débil compromiso de Arias con la reforma. Sin embargo, como la salud del Caudillo cada vez se deterioraba más, no era una táctica que se pudiese utilizar con frecuencia, Además, la consecuencia irónica de las acciones ultraderechistas, ya se tratara de violencia cometida por sus jóvenes o de la manipulación de Franco, consistió simplemente en convencer a muchos franquistas perspicaces e influyentes de las comunidades bancaria y empresarial y del aparato del gobierno de que había llegado el momento de iniciar negociaciones con la oposición.
De hecho, tanto entonces como posteriormente las actividades del búnker fueron, en sus propios términos, contraproducentes. Un intento desesperado de bloquear el rápido avance hacia la democratización, a finales de 1967 y comienzos de 1977, mediante una estrategia de la tensión de estilo italiano, tuvo como consecuencia el asesinato de cinco personas, el 24 de enero de 1977, en un bufete de abogados laboralistas en el barrio de Atocha de Madrid. Su efecto fue disipar la hostilidad pública a la posible legalización del Partido Comunista[20]. En adelante, la actividad ultra se centró en alentar a los oficiales del ejército a alzarse contra el régimen democrático. El falangismo había vuelto a su punto de partida. La Falange, incapaz de hacer su propia revolución en 1936 ni con los votos ni con la toma del poder, había sido un observador parasitario de la rebelión militar. Los divididos restos del falangismo, aún más impotentes a finales del decenio de 1970, intentaron hacer lo mismo que sus predecesores en el decenio de 1930. Sin embargo, cuando los militares fracasaron, la ultraderecha civil se vio también rechazada por la España que, según decían, iban a salvar.