CAPÍTULO 7
DESTINO Y DICTADURA:
EL EJÉRCITO ESPAÑOL Y EL RÉGIMEN DE FRANCO,
1939-1975
Entre 1814 y 1981 se produjeron en España más de cincuenta pronunciamientos o golpes de estado militares. Esta escalofriante estadística proporciona una muestra palpable del divorcio entre militares y civiles. En realidad, en el primer tercio del siglo XIX tales pronunciamientos fueron liberales en cuanto a su ideología política. Posteriormente fue creándose una tradición de incomprensión y desconfianza mutuas entre el ejército y la sociedad civil, hasta el punto de que los militares llegaron a considerarse a sí mismos más españoles que los civiles. A comienzos del siglo XX los oficiales estaban lo suficiente maduros como para poder ser convencidos por la extrema derecha de que su derecho y su deber era intervenir en la política con el fin de «salvar a España». Por desgracia, el significado de este noble objetivo consistirá, por lo general, en la defensa de los intereses y privilegios de sectores relativamente pequeños de la sociedad. Por consiguiente, desde el punto de vista de los civiles, la hostilidad popular hacia las fuerzas armadas se derivaba fundamentalmente del hecho de que la represión de la muy fuerte conflictividad social, en una época de declive imperial y de derrotas militares, la llevaba a cabo el ejército. El resentimiento de los militares hacia los políticos en general y hacia los de la izquierda y el movimiento obrero en particular no era más que la otra cara de la moneda.
En un contexto tan amplio, el ejército fue evolucionando interiormente en una dirección que hizo que la hostilidad subyacente entre soldados y civiles acabara siendo prácticamente irremediable. Existían tres problemas arraigados e inextricablemente interrelacionados que constituían un obstáculo casi insuperable para la integración de los militares en la sociedad. El primero era el exagerado y retórico patriotismo del cuerpo de oficiales. Esto era como una compensación por el hecho de que, desde la guerra de la independencia de 1808 hasta el momento presente, el ejército español había sido incapaz de ganar decisivamente una sola guerra contra un enemigo exterior. El segundo era una aguda sensibilidad ante las críticas de los civiles. Inevitablemente, dada la escasa eficacia del ejército en los conflictos externos, que era consecuencia de los presupuestos insuficientes, del bajo nivel cultural y de adiestramiento y de su utilización para la represión del descontento social, las críticas eran intensas. Su manifestación más evidente era la hostilidad popular al reclutamiento, fomentada sin excepción por los partidos y sindicatos de izquierda. El tercero eran las dimensiones excesivas, realmente macrocefálicas, del cuerpo de oficiales en relación tanto con el número de soldados rasos como con las necesidades y la capacidad militar verdaderas de España. Esto se debía a que, después de cada guerra civil del siglo XIX, los acuerdos de paz solían incluir la incorporación al bando vencedor de los oficiales de mayor graduación del bando vencido, tradición con la que Franco acabó en 1939. Este sistema conducía al bloqueo de las posibilidades de ascenso y al agotamiento de la iniciativa. Por consiguiente, se recurría cada vez más a un sistema de ascenso más rígido, sólo a través de la más estricta antigüedad. Los esfuerzos políticos para resolver este problema crearon dificultades a regímenes políticos tan diferentes entre sí como podían serlo la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la democracia posfranquista[1].
Estos tres problemas fundamentales convergieron después de la pérdida de los restos del imperio en 1898. Del «desastre» se culpó al ejército, que a su vez creía haber tenido las manos atadas por la corrupción y la incapacidad de los políticos. Como la gran mayoría de la población estaba decidida a que España no volviera a tener nunca más una guerra, los oficiales del ejército, a la defensiva, acabaron creyendo que ellos tenían el monopolio del patriotismo y que eran los depositarios de la «verdad nacional», que debían imponer al resto de la nación cuando fuese necesario. Esto quedó reflejado en los esfuerzos, coronados por el éxito, de imponer la jurisdicción militar a una serie de delitos civiles. Tras el desastre de Cuba, el ejército era ineficaz, estaba sobrecargado de burocracia y mal equipado; tenía incluso menos piezas de artillería por cada mil hombres que ejércitos como los de Rumanía, Montenegro y Portugal[2]. Las dificultades del ejército en las empresas africanas intensificaron las tensiones entre militares y civiles. Mientras que los reclutas de la clase trabajadora se convertían en pacifistas militantes como respuesta a las terribles condiciones existentes en el norte de África, entre los militares surgía un grupo de élite de oficiales profesionales duros y brutales, los «africanistas». Todo esto, inevitablemente, exacerbaba el sentimiento de marginación de los militares respecto de una sociedad que, según creían cada vez más los oficiales, les había traicionado. El resentimiento consiguiente, alimentado por una arrogante confianza del ejército de gozar del derecho a dictar las directrices políticas de la nación, fue lo que condujo al golpe de estado de 1923 del general Primo de Rivera y a la posterior instauración de una dictadura. E inevitablemente garantizaría asimismo la decisión del ejército de destruir la segunda República.
En los primeros momentos de la guerra civil española, el dirigente de la conspiración militar contra la República, el general africanista Mola, declaraba que «la reconstrucción de España sobre nuevas bases es tarea exclusiva de los militares, tarea que nos corresponde por derecho propio, pues éste es el deseo de la nación y porque tenemos una idea exacta de nuestro poder para hacerlo»[3]. La brutal declaración de Mola revelaba mejor que cualquier otra la arrogancia característica de determinados sectores de la institución militar. El concepto de que el destino político de la nación descansaba en manos de los soldados era un lugar común de la ideología militar. Además, era un concepto que las clases alta y media, que se sentían asediadas, aceptaron rápidamente. En 1936 se volvieron hacia el ejército precisamente porque confiaban en que la concepción de los militares sobre el destino de la nación podía garantizar la defensa de los privilegios oligárquicos y de los intereses sociales, económicos y religiosos de la clase media.
No cabe duda de que Mola se habría sorprendido, de haber estado presente treinta y tres años más tarde, cuando el general Narciso Ariza, director de la Escuela de Estado Mayor, en un discurso del 4 de mayo de 1970 habló de la lamentable situación de las fuerzas armadas en lo referente a equipamientos, recursos y sueldos. Comentando que el rápido desarrollo económico de los años sesenta había dejado de lado a los militares, Ariza describía a las fuerzas armadas como el «pariente pobre del desarrollo». El general fue destituido. De todos modos, el hecho de que Ariza hubiese estado dispuesto a correr ese riesgo significaba claramente que existía un estado de resentimiento en el alto mando respecto a las fortunas que se habían hecho en otros puntos de la élite franquista durante la bonanza económica[4]. Mola se habría mostrado aún más sorprendido al descubrir que en los años setenta la sociedad española rechazaba cada vez en mayor medida el destino político concebido para ella en 1939. El paso de la jactanciosa arrogancia de los años cuarenta al aislamiento político y al declive tecnológico de los setenta reflejaba el papel que el general Franco había destinado al ejército a partir de la guerra civil. La sensación de semiomnipotencia que se discernía en las observaciones de Mola se derivaba del hecho de que las fuerzas armadas españolas, pese a la falta de éxitos exteriores, se habían utilizado para combatir y derrotar a la población civil. La frustración del general Ariza reflejaba un sentimiento de impotencia derivado del hecho de que, con Franco, España careció realmente de cualquier política de defensa. Con las guerras coloniales todavía presentes en la memoria, en 1936 los oficiales del ejército español podían sentir todavía cierto grado de orgullo profesional. Sin embargo, a fines de los sesenta, recién perdidos Ifni y los territorios de Guinea, los últimos restos del África española, los elementos del estamento militar que tenían un sentido más desarrollado de la profesionalidad se sentían horrorizados ante el estado de las fuerzas armadas.
Un cambio semejante, aunque más irónico, era evidente también en las relaciones entre los militares y la Falange. En 1936, convencidos de su papel de árbitros del destino de la nación, los oficiales superiores miraban por encima del hombro a los falangistas y los consideraban una desagradable necesidad, una chusma que proporcionaba parte de la carne de cañón para el esfuerzo bélico. Cuarenta años más tarde la situación había cambiado profundamente, en buena parte porque sólo el 20% de los oficiales franquistas de 1939 habían servido a la Segunda República antes de 1936. Además, en 1939 ni los recursos económicos de España ni los intereses políticos de Franco exigían que la profesionalización de las fuerzas armadas fuese una prioridad urgente. La principal preocupación de Franco, en lo referente a las fuerzas armadas, era establecer mecanismos que garantizasen la lealtad política de los oficiales. Por ello no es sorprendente que treinta y seis años más tarde la vieja guardia falangista, conocida como el búnker debido a su decisión de defender a la dictadura del hundimiento, estuviese segura del apoyo de la generación de los generales franquistas más duros y ultras, que ahora dominaban el alto mando. Muchos de ellos habían ingresado en el ejército durante la guerra civil como voluntarios de extrema derecha, falangistas, carlistas o militantes católicos integristas, en calidad de alféreces provisionales. Habían continuado en el ejército y a finales de los años sesenta y principios de los setenta ocupaban puestos de importancia básica en la jerarquía militar. Este búnker militar se unió al civil en el vano esfuerzo de utilizar al ejército para desbaratar la voluntad nacional, bloqueando la demanda popular de democracia.
La tensión entre la inquietud profesional y la arrogancia política fue una constante de los militares en el período de 1939 a 1977. El recuerdo de la victoria en la guerra civil y del papel del ejército como guardián del destino de la nación y como baluarte contra el comunismo, la masonería y el ateísmo se utilizó para crear un exagerado sentimiento de orgullo que, a su vez, fue utilizado para compensar al ejército por su clara decadencia profesional. Cuando surgían divisiones, solían tener su origen, por lo general, en el descontento por el papel político asignado por Franco al ejército. En cierto sentido, los militares no deberían haberse sorprendido por el cariz que tomaron los acontecimientos. En 1936 sectores importantes de la oficialidad habían dado su consentimiento a la defensa de los intereses de los conservadores, en vez de los de la nación en su conjunto. Por otro lado, pocos oficiales podían haber previsto hasta qué punto el ejército iba a verse reducido a convertirse en una barrera inerte contra el progreso social y político. Otras fuerzas de la coalición franquista acabaron evolucionando a lo largo de los años de la dictadura, como respuesta a los cambios sociales y económicos. El ejército, en cambio, simplemente se alejó y marginó cada vez más de la sociedad.
Era la consecuencia inevitable de su compromiso político explícito con Franco. Además, estaba condicionado por un sistema educativo militar basado en la inculcación de los valores de la guerra civil, los cuales, en los años sesenta, suponían de modo creciente estructuras políticas anacrónicas. Divorciado de la sociedad civil como consecuencia de haberla dominado por medio de un sistema de justicia militar, el ejército se convirtió en algo más parecido a una fuerza de ocupación extranjera, como parecía dar a entender su despliegue alrededor de los mayores centros industriales. Los tribunales militares tenían la responsabilidad de juzgar los delitos cometidos por los oponentes políticos o sindicales al régimen, considerados como «rebelión militar». En efecto, de 1939 a 1975 España estuvo en unas condiciones de estado de guerra, aunque en 1948 el ejército renunció oficialmente a los poderes excepcionales de los tiempos de guerra. Durante treinta y dos años y medio de los treinta y seis años de régimen, el Ministerio del Interior estuvo en manos de militares[5].
El hecho de que Franco pusiera sus exigencias políticas inmediatas por delante de la necesidad que tenía España de una planificación o política militar coherente puede constatarse en la estructura organizativa general que adoptó. En enero de 1938 había creado el Ministerio de Defensa Nacional, que, si se hubiese mantenido, habría permitido la coordinación de las fuerzas armadas, la unidad del mando, compras unificadas y economías de escala. Con todo, por una ley del 8 de agosto de 1939 este ministerio se dividió en tres ministerios separados, el del Ejército, el de la Marina y el del Aire. La única coordinación entre ellos la proporcionará a partir de ahora un Estado Mayor conjunto y una Junta Nacional de Defensa. Tanto el uno como la otra fueron poco más que un cuerpo asesor a disposición de Franco. Carente de cualquier fundamento militar, se trató en gran medida de un ejercicio de divide y vencerás, que aumentó el poder del dictador y también, significativamente, aumentó los ascensos a su disposición. Esto evitó el surgimiento de un poderoso ministro de defensa que pudiese desafiar la preponderancia de Franco o, simplemente, que pudiese constatar y expresar el descontento profesional de las tres armadas. Franco era el comandante supremo, el Generalísimo de los ejércitos, y los tres ministerios militares eran meras administraciones. Una intención semejante a la de divide y vencerás puede percibirse tras la decisión de resucitar una institución del siglo XVIII por la que el ejército quedaba dividido geográfica y administrativamente en nueve capitanías generales o regiones militares[6]. Los orígenes históricos y la irrelevancia operacional del cargo cié capitán general quedaban demostrados por el hecho de que tres de las nueve capitanías se hallaban en Castilla. El cargo daba lugar a otro nivel de jerarquía que no hacía sino complicar las líneas del mando. Lo mismo hay que decir con respecto a la restauración del empleo de teniente general, suprimido por la República. Esto creó un mayor sentimiento de jerarquía y aumentó la competencia entre los oficiales Superiores por conseguir el favor de Franco. El consiguiente conflicto de autoridades no hizo nada en favor de la eficacia sino que, dado que todos ellos dependían, en última instancia, de Franco, incrementó la capacidad del Caudillo para enfrentar a unos con otros.
El despliegue territorial de las unidades mejor equipadas del ejército no tenía relación con ningún conflicto internacional, sino que seguía las disposiciones anteriores a la guerra civil. Como consecuencia, estuvo dictado por las necesidades de controlar a la clase obrera industrial y, en menor medida, a las colonias del norte de África. Por otro lado, las fuerzas armadas posteriores a 1939 estaban debilitadas. Disponían de gran cantidad de material adquirido antes y durante la guerra civil, pero su heterogeneidad era un obstáculo para su eficacia. Además, ya gastado por el uso en la guerra, este material quedó en seguida totalmente anticuado debido a los vertiginosos adelantos de la segunda guerra mundial[7]. El material soviético capturado se siguió empleando en el ejército español hasta comienzos de los años cincuenta. La decisión de seguir manteniendo una gran fuerza supuso que una proporción absurdamente grande del presupuesto militar total quedó absorbida por los costes salariales. Una vez contados los costes de la administración y del funcionamiento normales, quedaba muy poco para maniobras, ejercicios y nuevo equipamiento militar, y mucho menos para el rearme completo que se necesitaba. El fusil básico de la infantería seguía siendo el máuser modelo de 1893, que se había utilizado por primera vez en la guerra de Cuba de 1898, o el máuser modelo de 1916, o bien alguno de los ocho diferentes fusiles o carabinas extranjeros. Había en servicio diez tipos diferentes de ametralladoras y cuatro tipos de bombas de mano. Los morteros, cañones y vehículos blindados eran piezas de museo. Al comenzar la segunda guerra mundial, el ejército español se movía a pie, vestía uniformes de segunda mano y zapatillas de esparto, transportaba el equipo a lomos de mulas o en carros tirados por caballos, vivía en condiciones de suma austeridad y se alimentaba de un rancho incomible. Asimismo, en una época en la que las técnicas de la guerra estaban en pleno cambio, de los 22 100 oficiales, sólo 94 estaban adiestrados en el mando de unidades de carros de combate y vehículos blindados, sólo 377 habían seguido cursos de transmisiones y sólo 104 eran expertos en topografía[8].
Cabría esperar que la penuria fuera un futuro foco de descontento militar. Sin embargo, pese a las deficiencias del equipamiento y al hecho de que el nivel de sueldos era relativamente bajo, la moral de las fuerzas armadas españolas era extremadamente alta. El ánimo era bueno debido a la reciente victoria en una guerra en que su causa se había visto legitimada por la Iglesia al ser considerada como defensa de la civilización cristiana. Además, el hecho de que los aliados alemanes e italianos de la guerra civil pusiesen sus esperanzas en una guerra que reestructurase la geografía política de Europa, contribuyó, durante breve tiempo, a un sentimiento de belicosa espera. En todo caso, existían numerosos complementos económicos para los sueldos bajos, pero apenas para el material deficiente. En un período de mucha hambre para la población civil, con enfermedades en ascenso como la tuberculosis, el tifus y el raquitismo, las tiendas de comestibles especiales para militares (economatos) y las farmacias estaban bien surtidas de alimentos y medicinas a precios subvencionados, y existía un servicio médico exclusivo a disposición del personal militar. El acceso a productos diversos proporcionaba oportunidades obvias de entrar en el mercado negro, en el que participaban algunos oficiales. Había asimismo otros beneficios adicionales, como amplias facilidades de alojamiento para las familias de los oficiales y de educación para sus hijos. Estas medidas paternalistas tuvieron el efecto secundario de acentuar el aislamiento de los militares de la sociedad civil[9]. Finalmente, los salarios de tiempos de guerra se vieron aumentados considerablemente el primero de julio de 1940, aunque sobre un salario mínimo muy bajo[10].
La oficialidad superior gozaba de una recompensa adicional: cargos y sinecuras en la administración civil. Entre 1936 y 1943, el 31,3% de los altos cargos de la administración estaban ocupados por oficiales del ejército, de la marina o de la aviación. Abundaban también en los puestos de subsecretarios y directores generales de ministerios, en la administración local y en el sistema jurídico militar. El 12,3% de los procuradores en el seudoparlamento, las Cortes, eran oficiales nombrados por Franco. El 34% de los altos cargos del Movimiento estaban en manos de militares. La presencia más numerosa, dejando a un lado los ministerios específicamente militares, se encontraba en la Presidencia del gobierno, en la que los militares ocuparon 26 altos cargos, el 89,6% del total. En el Ministerio de Gobernación, los oficiales ocupaban 32 altos cargos, el 49% del total. En la subsecretaría de Orden Público, del Ministerio de Gobernación, el 70% de los altos cargos estaban controlados por militares. En los primeros diez años de existencia del régimen, 106 oficiales del ejército ocuparon puestos civiles como gobernadores provinciales. Entre 1938 y 1945 constituyeron el 38% del total de los gobernadores civiles, y de 1945 a 1960, fueron oficiales ininterrumpidamente un 22% del total[11]. No cabe duda de que un papel tan prominente en el aparato civil del Estado no sólo complementó sustancialmente los ingresos de los oficiales en cuestión, sino que al mismo tiempo aumentó en gran medida su autoestima y su orgullo profesional.
De todos modos, si Franco tenía todavía alguna preocupación respecto al descontento de los militares, el espíritu corporativo y el anticomunismo mesiánico surgido de la reciente guerra, así como la estructura generacional de las fuerzas armadas, debieron darle seguridades al respecto. La mayor fuente de descontento podía hallarse en el seno de sus iguales, es decir, el alto mando. Éste estaba dominado por los generales africanistas y por los coroneles de más edad que habían comenzado a ascender durante la guerra de Marruecos, habían estado tras el alzamiento militar de 1936 y habían votado el 28 de septiembre de 1936 para convertir a Franco en comandante supremo, Generalísimo y Jefe del Estado. Ninguno de ellos actuó así para hacer a Franco regente vitalicio de facto y la mayoría estaba deseando que se reinstaurase pronto la monarquía. Con todo, de los que habían empezado la guerra, muchos ya habían muerto —Sanjurjo, Mola, Fanjul, Goded, Cabanellas—, algunos en extrañas circunstancias[12]. Otros —Queipo de Llano, Yagüe, Kindelán, Aranda, Varela, Orgaz, García Valiño— pudieron amagar una tímida oposición a Franco en los años cuarenta. La disidencia de éstos consistió en buena medida en mitigados intentos de obligar a Franco a mantenerse fuera de la segunda guerra mundial y, cuando quedó claro que la derrota del Eje era probable, de tomar medidas para una restauración monárquica. Sin embargo, dejando de lado sus tímidas protestas, Franco tenía relativamente pocas preocupaciones en cuanto a ellos. Como casta, los africanistas habían llegado a un nivel de antigüedad en que no merecía la pena correr los riesgos de una conspiración. Además tenían sus ambiciones, y Franco tenía suprema habilidad para mantener su lealtad a base de la distribución astuta de destinos, ascensos, condecoraciones, pensiones y hasta títulos de nobleza[13].
Por debajo de los generales más antiguos, el Caudillo todavía tenía menos que temer. Los grados que en otros ejércitos suelen dar lugar a peligrosas maquinaciones eran, por varias razones, de probada lealtad a Franco. Muchos coroneles, comandantes y capitanes pertenecían a la generación que había estudiado en la Academia General Militar de Zaragoza, en la llamada segunda época, entre 1927 y 1931, cuando estaba dirigida por el propio Franco[14]. En los tiempos en que Franco pudo imponer sus propios puntos de vista en la Academia, el nivel de instrucción técnica era lamentable y se insistía en un adoctrinamiento antidemocrático. La plantilla de profesores estaba dominada por africanistas amigos de Franco, que destacaban más por su rigidez ideológica que por sus logros intelectuales, endurecidos como estaban por su experiencia en una guerra colonial, menor pero cruel Entre ellos estaban Emilio Esteban Infantes, que pronto se verá envuelto en la intentona de golpe de Sanjurjo de 1932; Bartolomé Barba Hernández, que iba a ser, en vísperas de la guerra civil, líder de la organización conspiradora Unión Militar Española, y el amigo íntimo de Franco Camilo Alonso Vega, que será más tarde dócil ministro de Gobernación. Prácticamente sin excepción, los profesores de la Academia iban a desempeñar papeles importantes en el alzamiento militar de 1936. Con tales hombres entre el profesorado, la Academia General Militar se había concentrado en inculcar la ruda arrogancia de la Legión, la idea de que el ejército era el árbitro supremo del destino político de la nación y un sentido de disciplina y de ciega obediencia. Ramón, el hermano de Franco, le escribió para quejarse de la «educación troglodita» impartida en la Academia General Militar. Una elevada proporción de los oficiales que pasaron por la Academia General Militar acabaron ingresando en las filas de Falange[15].
Los tenientes y capitanes más jóvenes estaban dominados numéricamente por los llamados alféreces provisionales. En gran parte falangistas voluntarios, con algunos carlistas, estos alféreces provisionales habían llenado las filas del ejército ya desde los primeros días de la guerra civil. Muchos de ellos siguieron en el ejército después de 1939. Tras un período de estudios de ocho meses en las academias de transformación creadas especialmente, 10 709 alféreces provisionales quedaron incorporados al ejército regular como tenientes entre 1939 y 1946. Era el equivalente a cincuenta años de promociones de las academias militares[16]. El superávit de alféreces provisionales, en un sistema basado sólo en el ascenso por estricta antigüedad, estranguló rápidamente los canales de ascenso. Incluso donde no se daba preferencia a los alféreces provisionales, su mera presencia bloqueó o frenó el ascenso de los oficiales más instruidos salidos de las academias. Esto minó la moral y puso en tela de juicio la iniciativa. La solución adoptada, los ascensos ocasionales en bloque, hizo poco para dar una solución a la congestión y estancamiento de los grados medios[17]. Sin embargo, desde el punto de vista de Franco, la lealtad política de los alféreces provisionales compensaba sus carencias militares. Su compromiso ideológico garantizaba que fuesen un fiel contrapeso de las conspiraciones monárquicas contra el Caudillo. En 1939 su fidelidad a Franco quedó garantizada porque era el Generalísimo victorioso, el Jefe Nacional de FET y de las JONS y el hombre que podía dar las mejores garantías de que España iba a beneficiarse de la guerra mundial en ciernes y del nuevo orden fascista mundial. Con el paso de los años, esta lealtad se consolidó por hábito y en los años setenta los antaño alféreces provisionales iban a ser los más decididos defensores del régimen en su agonía.
Los problemas con las generaciones aún más jóvenes vendrían más adelante, cuando alcanzasen graduaciones más altas. En los años cincuenta y sesenta habría oficiales salidos de la resucitada Academia General Militar que se dolerían de la ineficacia de un ejército infradotado. Pese a un transitorio resurgimiento de la moral militar motivado por la guerra de guerrillas entre 1943 y 1947, la perenne penuria de las fuerzas armadas continuó cobrándose su tasa en los primeros cincuenta. Se daba el mínimo de actividad profesional, el equipamiento era extremadamente escaso y las perspectivas profesionales muy limitadas[18]. La lamentable situación económica española no permitía renovar significativamente el equipo y el material militar. No obstante, el presupuesto militar como tal seguía siendo elevado debido al todavía sobrecargado cuerpo de oficiales. El material militar estaba deteriorado, cuando no tecnológicamente superado, y con frecuencia en desuso a causa de la falta de piezas de recambio. No había fondos suficientes para combustible ni municiones para los ejercicios y las maniobras, salvo para realizar la instrucción en los descampados próximos a los cuarteles. La excepción la constituían las unidades estacionadas en el África española y las fuerzas aéreas. Pero también éstas se sentían humilladas al verse equipadas con aviones alemanes, restos de la segunda guerra mundial, Messerschmidt BF 109, Heinkel HE 111 y Junkers Ju 52, fabricados con licencia. Para evitar que el descontento alcanzase niveles peligrosos, se decretaron sustanciales subidas salariales del 40% en 1949, la primera desde 1940[19].
La disensión se pudo mantener bajo control en parte debido a otros dos aspectos: la situación internacional y una decantación hacia el cinismo. La continuada actividad contra la guerrilla comunista y la sensación de asedio, amplificada por el régimen como respuesta al ostracismo internacional a que estaba sometida España en este período, ayudaron a mantener unidas a las fuerzas armadas alrededor del Caudillo. A este respecto, el ejemplo del juicio de Nüremberg contra los militares alemanes de alta graduación garantizó que muy pocos oficiales españoles estuviesen dispuestos a hacer algo que pudiese minar la estabilidad del régimen de Franco. Éste se vio ayudado por el estallido de la guerra de Corea, en junio de 1950. El temor generalizado a una guerra mundial repercutió en las fuerzas armadas españolas en el sentido de intensificar la toma de conciencia respecto de la escasez del material militar, aunque hizo que se abandonaran las manifestaciones de disensión. Por su parte, Franco trató por todos los medios de reavivar el espíritu anticomunista de los militares. Al mismo tiempo, intentó con éxito congraciarse con los aliados occidentales por medio del ofrecimiento, a fines de julio, de tropas españolas para que combatieran en Corea. Y pudo convencerlos también de que, en caso de una guerra contra el bloque del este, si Europa era ocupada, Estados Unidos necesitaría una base en la que descargar hombres y material, por lo que ofrecía España como último reducto. Todo esto contribuyó notablemente a un reconocimiento internacional pese a ser una oferta sin sentido, dado el atraso tecnológico de sus fuerzas armadas y la lamentable situación de la anticuada red de carreteras, de ferrocarriles y de puertos de que disponía España. El propio Franco admitió ante el almirante estadounidense Forrest P. Sherman que las fuerzas armadas españolas carecían de radar y andaban escasas de aviones, carros de combate pesados y equipo antiaéreo y antitanque[20].
Los ostentosos ofrecimientos de Franco de ayudar a los norteamericanos tuvieron poca repercusión en el seno de las fuerzas armadas españolas en cuanto a presupuesto, equipo y eficacia operativa. Así, dado que los niveles salariales fueron siempre por debajo de la inflación, un número creciente de oficiales comenzaron a aceptar trabajos civiles a la vez que desempeñaban sus propios trabajos como militares. El sentimiento de vergüenza profesional causado por esta necesidad se vio equilibrado por una tensión creciente, debida a la especial misión del ejército, a su distanciamiento de la sociedad civil y a su sentimiento de superioridad respecto de la misma. Para la mayoría la intensificación de la retórica de la guerra civil llenó el hueco de su orgullo profesional. De todos modos, no fue aceptada por todos los oficiales[21]. Por ejemplo, en 1948, en una pequeña academia en la que se preparaba a candidatos a la profesión militar bajo la dirección del capitán Luis Pinilla, un grupo de cadetes católicos, denominado Forja, abrigaba un considerable sentimiento de orgullo profesional. Cuando ingresaron en las academias militares oficiales, realizaron proselitismo de las ideas de Forja y en 1951, en Segovia, 66 de ellos se reunieron para fundar una sociedad secreta con el mismo nombre. Posteriormente, sus miembros se mostraron activos fundando y dirigiendo revistas militares y elaborando regularmente circulares sobre problemas profesionales y políticos. Aunque esto no era subversivo, constituiría el núcleo de un grupo de opinión crítico en el seno del ejército, por lo que, a fines de los cincuenta, será disuelto a la fuerza por el gobierno. Los miembros de Forja continuaron defendiendo sus ideas, y quince años más tarde un puñado de ellos formarían las bases de la Unión Militar Democrática, organización cuya finalidad era garantizar que el ejército no iba a ser un obstáculo para la transformación democrática del país[22].
Curiosamente, el descontento que sentían los militares más profesionales lo expresó un veterano de la guerra civil, de la línea dura, el general Juan Yagüe, capitán general de la VI región militar (Burgos). Sin ser en absoluto una crítica liberal al régimen, el estallido de Yagüe se produjo en un discurso de marzo de 1950. Las autoridades prohibieron su publicación fuera de Burgos. En el discurso, Yagüe expresaba el antiguo desprecio pretoriano hacia el parasitismo falangista de los que se aprovecharon del Movimiento; el falangismo del propio Yagüe era de un tipo más radical y purista, en fin, más al modo de José Antonio Primo de Rivera. Su discurso era también la primera indicación de la existencia de una sensación entre los militares de ser relegados por una sociedad que se alejaba de los valores del 18 de julio, de la «cruzada». Yagüe se quejaba de los «incultos, ineducados, sin más bagaje que su habilidad para comprar conciencias, que se enriquecen rápidamente y además hacen alarde de su desvergüenza; otros son encumbrados a puestos distinguidos, sin que nadie sepa cuál es la mano negra que los eleva y los mantiene; otros, sin méritos de ninguna clase, ocupan cargos para los que no están preparados… Y cuando vemos todo esto nos preguntamos hasta cuándo va a durar nuestra paciencia, hasta cuándo querrá Dios que suframos a estos individuos»[23].
Yagüe no era el único que consideraba que las cosas no marchaban bien. Comenzó a surgir una minoría no pequeña de profesionales preocupados por el declive de las fuerzas armadas españolas. Aunque no estaban organizados en absoluto, buscaron un líder en la persona del general Juan Bautista Sánchez González, que desde 1949 era capitán general de Barcelona. Como otros, Sánchez creía que era una equivocación que el ejército sirviese de instrumento de represión. Se ha especulado sobre si, durante la huelga de usuarios de tranvías de marzo de 1951, que paralizó Barcelona, tuvo alguna responsabilidad en evitar que se utilizase a las tropas y por tanto que hubiera un derramamiento de sangre a gran escala. El muy impopular gobernador civil de Barcelona, el falangista Eduardo Baeza Alegría, pidió la intervención de las tropas cuando algunos coches y autobuses fueron volcados. Sin embargo, Bautista Sánchez permaneció tranquilo y mantuvo a la guarnición en los cuarteles. Baeza fue destituido y sustituido por el duro general Felipe Acedo Colunga[24]. En este período la mayor parte de los generales suficientemente antiguos como para mostrar algún tipo de descontento ante Franco habían muerto, incluidos Orgaz (1946), Queipo de Llano, Varela (ambos en 1951), Yagüe, Monasterio, Ponte (todos ellos en 1952), Solchaga (1953) y Millán Astray (1954).
Tras los cambios ministeriales de 1951 fue ministro del Ejército Agustín Muñoz Grandes, que había mandado la División Azul, formada por voluntarios falangistas y militares que fueron a la Unión Soviética a luchar por Hitler. Los servicios antisoviéticos de Muñoz Grandes constituían una baza importante en el ambiente de la guerra fría. Aunque no era un administrador especialmente capaz, al menos era fiel a Franco. Dio comienzo a la ingrata tarea de tratar de reducir el tamaño de las fuerzas armadas españolas y hacerlas más eficaces. En 1952 se redujo en dos años la edad de retiro. El 17 de julio de 1953 se promulgó la muy esperada primera ley de la posguerra sobre la reserva. Ofrecía condiciones inmensamente generosas para los que dejaran el servicio activo. Podían retirarse con el sueldo casi completo, con derecho a las posteriores subidas de sueldos y a seguridad social y médica plenas. La mayoría de los alféreces provisionales de la guerra se hallaban ahora en edades comprendidas entre los 35 y los 40 años y no se mostraban receptivos a la idea de iniciar de nuevo toda una carrera. Así pues, la ley pudo garantizar el retiro voluntario de sólo 2000 capitanes, comandantes y tenientes coroneles[25]. Se trataba de un logro no pequeño, pero el cuerpo de oficiales continuó siendo desmesurado en relación con las necesidades militares y con la capacidad económica españolas.
En consecuencia, la moral continuó cayendo en picado. Cuando alcanzaba su nivel más bajo, la situación mejoró con la firma, el 26 de septiembre de 1953, de los pactos defensivos con Estados Unidos. El pacto de defensa mutua permitió recibir ayuda económica, militar y tecnológica masiva por parte de Estados Unidos. A cambio, Franco permitía el establecimiento en suelo español de bases aéreas estadounidenses en Torrejón de Ardoz, Zaragoza y Morón, y de una base naval en Rota (Cádiz), así como de una enorme red de instalaciones menores. Para el régimen los beneficios fueron la integración de España en el sistema occidental, la transferencia del grueso de los gastos militares fuera del presupuesto general y la neutralización del descontento militar por la falta de recursos. La compra de material más moderno del disponible hasta el momento y el adiestramiento para su uso resultaban obviamente algo atractivo para muchos oficiales, aunque no para todos. Los vehículos blindados y los carros de combate recién llegados no fueron aceptados por algunos regimientos de caballería, cuyos mandos reafirmaron los valores de la equitación, punto de vista expresado entusiásticamente por el jefe de la caballería de Franco en la guerra civil, general José Monasterio Ituarte. Esto era, en parte, reflejo de una fuerte corriente existente en las fuerzas armadas españolas consistente en dar prioridad casi absoluta a los valores espirituales frente a los recursos materiales. Esto se derivaba asimismo de la convicción, muy extendida, de que en la segunda guerra mundial los alemanes, a diferencia de los soviéticos, se habían precipitado demasiado al abandonar el uso del caballo. En consecuencia, los vehículos blindados y la guerra mecanizada, con algunas honrosas excepciones, solían ser subvalorados por el alto mando español[26]. La mejora de la preparación técnica, sin embargo, fue bien recibida por parte de los oficiales profesionalmente más informados, aunque se vio contrapesada por una reducción de la soberanía nacional y por el hecho de que la mayor parte del material era de segunda mano. Los carros de combate y los destructores adquiridos habían estado en servicio en la segunda guerra mundial, y los aviones a reacción y la artillería de mayor calibre habían estado en la de Corea. Una minoría de oficiales pensaba que, si bien la ayuda estadounidense justificaba la hipoteca del territorio nacional, el control de la misma debería quedar en manos españolas. Eran conscientes de que esta ayuda estadounidense, junto a la reducción numérica del personal del ejército y la adopción de una política de defensa coherente, habrían llevado finalmente a la salvación de las fuerzas armadas españolas[27]. Así pues, lo que consiguieron fue material de segunda, y quedó ratificada la dependencia tecnológica de las industrias de defensa españolas. Que no se lograse una reforma completa de la administración militar por medio de la creación de un ministro de Defensa significaba que el absurdo sistema en vigor se perpetuaba, por lo que los tres ministerios militares duplicaban innecesariamente las compras de equipo y de licencias técnicas.
Desde el punto de vista de Franco, el tratado con Estados Unidos era un medio excelente para desviar el descontento que afloraba de nuevo en 1956, cuando inesperadamente, y en contra de las predicciones del propio Franco, España se vio obligada a dar la independencia a su colonia de Marruecos. Aunque las quejas directas sobre el material quedaron acalladas con la llegada de los sobrantes norteamericanos, la situación de tensión existente en este período en el ámbito militar estaba relacionada, como había ocurrido muchas veces anteriormente, con la rivalidad entre los militares que propugnaban una restauración monárquica y los falangistas que trataban de perpetuar el franquismo. Con todo, Marruecos también era un asunto de primordial importancia para el honor militar. Sin embargo, la situación del ejército español era tan lamentable que resultaba muy difícil que pudiese lanzarse a una guerra colonial de envergadura con alguna posibilidad de éxito. El imperio francés estaba derrumbándose en el mundo árabe y en Extremo Oriente, por lo que España no podía esperar que le fuera mejor. Además, el surgimiento de Nasser había dado impulso al nacionalismo árabe militante. En el mejor de los casos, Franco podía esperar obtener algún beneficio de su propia debilidad y de los problemas de los franceses. Al permitir que su alto comisario en Marruecos, el ambicioso general Rafael García Valiño, estimulase las aspiraciones nacionalistas locales, el Caudillo pensaba congraciarse con el mundo árabe y quizá asegurarse los votos árabes para la candidatura española al ingreso en las Naciones Unidas[28].
Con posterioridad Franco mantendrá que García Valiño no estaba bajo control y que actuó por iniciativa propia. Esto no era verdad en absoluto[29]. En lo que respecta a su política en general, el Caudillo había avalado plenamente la política de García Valiño. A lo largo de 1954, a medida que la represión francesa contra los marroquíes se iba intensificando, García Valiño apoyó el movimiento de liberación antifrancés de Marruecos. En agosto de 1955, a causa de la presión de los acontecimientos de Vietnam y Argelia, los franceses comenzaron a retirarse de muy mala gana de Marruecos y pusieron fin al estado de guerra. En noviembre se permitió la vuelta del sultán. García Valiño y el Caudillo parecían creer que el deterioro de la situación para Francia no tenía influencia en la zona española de Marruecos. Con una especie de racismo ciego y paternalista, esperaban que los marroquíes amasen a sus amos coloniales españoles.
Por parte española había alguna que otra referencia simbólica a una eventual independencia, pero el 30 de noviembre de 1955 Franco, con una visión igualmente pobre, profetizó que los marroquíes no estarían preparados para la independencia hasta dentro de veinticinco años. Ya que los franceses habían comenzado a hablar seriamente con los marroquíes, a comienzos de 1956 Madrid hizo pública una vaga declaración sobre la futura independencia. Los nacionalistas locales reaccionaron ante el aplazamiento implícito con los mismos métodos violentos que habían utilizado contra los franceses. García Valiño se vio obligado a acusar a sus antiguos amigos nacionalistas de comunismo subversivo, clausurando sus periódicos y deteniendo a los militantes importantes. Así pues, cuando, en marzo de 1956, los franceses anunciaron la independencia en Marruecos, el Caudillo se sintió desamparado. El 13 de marzo se vio obligado a liberar a todos los presos políticos de la zona y a anunciar que España abandonaría su protectorado. La declaración de independencia se firmó el 7 de abril de 1956[30]. Al día siguiente de la pérdida colonial hubo manifestaciones de descontento en el seno de la oficialidad española, pero sin parangón con la rebelión que estalló en el ejército francés. En las guarniciones de Madrid, Barcelona, Sevilla, Valladolid y Valencia se formaron juntas de acción política semiclandestinas. Pero no fueron más allá de algún refunfuño irritado[31]. García Valiño fue castigado con la privación de cualquier puesto de importancia durante dieciocho meses, hasta el 18 de octubre de 1958, cuando fue nombrado director de la Escuela Superior del Ejército. Una combinación de inercia, cinismo y temor a hacer el juego a los enemigos izquierdistas del régimen inhibió incluso a los más contrariados. Después de todo, 1956 fue el año en que surgió de nuevo una oposición importante, que abarcaba a los católicos, a los estudiantes y a los sindicatos clandestinos. El propio Franco hubo de reconocer que la pérdida de Marruecos había eliminado la última excusa para no reducir el número de oficiales. Dirigiéndose a los oficiales de la II región militar en Sevilla, el 29 de abril de 1956, declaraba que la potencia armamentística era más importante que el número y que el ejército debía reducir sus efectivos[32].
Un síntoma de la creciente fuerza de la oposición fueron los sonados choques entre los estudiantes de izquierdas y los falangistas en la Universidad de Madrid a lo largo de 1956. De manera inesperada acabarían involucrando al ejército, al revelar que la identificación entre Falange y alto mando, que proyectaba su sombra sobre la política española en los años setenta, todavía era cosa del futuro. Al menos a mediados de los cincuenta, cuando el régimen confiaba todavía en su supervivencia, el arrogante desprecio que sentían los militares por la Falange seguía siendo tan fuerte como lo había sido en los años cuarenta. Después de que un falangista fuera herido de gravedad en los disturbios estudiantiles de febrero de 1956, había indicios de que la Falange preparaba una «noche de los cuchillos largos» para vengarse del hecho reciente y también para reafirmar su postura política. Se informó de que el 10 de febrero el general Agustín Muñoz Grandes, ministro del Ejército, el general Miguel Rodrigo Martínez, capitán general de Madrid, y el general Carlos Martínez Campos, tutor privado del príncipe Juan Carlos, habían visitado a Franco para preguntarle, en nombre del ejército, qué tenía planeado para controlar a la Falange. Con su ambigüedad habitual el Caudillo replicó que pensaba que las amenazas se quedarían en nada. Los generales dijeron a Franco que si la Falange causaba víctimas, el ejército tomaría Madrid. Se ha dicho que Franco respondió ordenando la detención de los conspiradores falangistas[33]. Lo cierto es que, de acuerdo con Muñoz Grandes, el enérgico Miguel Rodrigo advirtió a los falangistas importantes para que no permitieran ningún disturbio. Ordenó que se registrasen los centros de Falange y las armas que se encontraron fueron confiscadas. Se dice que exclamó: «Sin mi permiso no se mueve ni Dios»[34].
Mientras tanto, debido quizá al desastre en Marruecos, resurgieron las quejas respecto al sueldo y a las condiciones generales. Marruecos era uno de los pocos lugares donde los militares podían vivir de su sueldo y donde los ascensos llegaban con rapidez. Ahora, en cambio, los oficiales que habían estado destinados en Marruecos se veían obligados a aguantar las largas esperas a que había que someterse en la Península para ascender. Al haberse perdido la principal posesión colonial, las oportunidades de acción se reducían al mínimo. Los únicos servicios que quedaban eran los de las guarniciones de la propia España. La moral ya era baja debido a que todos sabían que a los falangistas se les pagaba u obtenían grandes cantidades de dinero de la administración, mientras que los oficiales se veían forzados a buscarse otros trabajos simplemente para poder llegar a final de mes[35]. El general Juan Bautista Sánchez González hizo suyas estas protestas. El capitán general de Barcelona era el profesional más respetado y el más eminente monárquico de las fuerzas armadas en los años cincuenta. Juan Bautista Sánchez no ocultaba sus sentimientos monárquicos y ya en 1945 había figurado en varias listas de gobiernos provisionales elaboradas por la oposición monárquica al régimen[36]. En los años cincuenta su austeridad personal le había llevado a ser cada vez más crítico con el régimen, especialmente con la corrupción asociada a la Falange. Había tenido relaciones ya desde 1950 con Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada, representante de don Juan en España, a quien veía con regularidad.
En 1956 Ruiseñada coordinó los intentos monárquicos de frustrar los planes del ministro-secretario general de la Falange, José Luis Arrese, para bloquear una restauración monárquica y perpetuar el dominio falangista sobre el régimen. Juan Bautista Sánchez movilizó el apoyo de otros capitanes generales en contra del plan de Arrese[37]. Aunque eran amigos personales, las actividades de Juan Bautista Sánchez provocaron cierta tensión entre él y el ministro del Ejército, el austero general filofalangista Agustín Muñoz Grandes. Éste seguía proclamando su admiración por Hitler y tenía sus propios planes para convertirse en caudillo en un régimen falangista[38]. En la primavera de 1956 Ruiseñada había entregado a Juan Bautista Sánchez un plan para la restauración de la monarquía, junto con una petición de que lo hiciese circular entre otros generales monárquicos. El plan consistía en obligar a Franco a retirarse de la política activa y convertirse en regente. La gobernación día tras día del país quedaría en manos de Juan Bautista Sánchez hasta que el rey fuese restaurado en el trono. En gran medida todo esto iba dirigido contra la Falange. En este contexto, el 1 de julio de 1956 el general Antonio Barroso y Sánchez Guerra, director de la Escuela Superior del Ejército que pronto se convertiría en jefe de la Casa Militar del Caudillo, protestó ante Franco por el plan de Arrese. Se dice que, junto a otros generales monárquicos, habló con el Caudillo sobre la posibilidad de que un directorio militar tomase el poder y convocase un plebiscito para decidir entre monarquía o república, con la esperanza de que el plebiscito significase un apoyo a la monarquía. Aunque Franco, como era de esperar, no aceptó la sugerencia, se apresuró a decretar el 1 de julio de 1956 sustanciales subidas de sueldo para la oficialidad, la primera desde 1949. Los sueldos de los comandantes y tenientes coroneles aumentaron en un 104%; los de los tenientes, en un 81%; y los de los tenientes generales, en un 62%[39].
A mediados de agosto de 1956, cuando Barroso sustituyó al primo de Franco, Francisco Franco Salgado-Araujo, en el puesto de jefe de la Casa Militar del Caudillo, confió una serie de quejas a su predecesor. Había llegado a la conclusión de que Franco estaba perdiendo contacto con la jerarquía militar. Incluso Franco Salgado-Araujo compartía la opinión de que la creciente ostentación de la familia de Franco estaba creando tensiones con el habitualmente austero alto mando. Desde la boda de su hija con el donjuán Cristóbal Martínez Bordiu, la esposa del dictador había hecho su entrada en la alta sociedad y había dado vía libre a su inclinación por las joyas. Más acuciante todavía era la preocupación de Barroso por la posibilidad de que Franco muriese y de que el problema de la sucesión se resolviese sin más por medio de la acción del más osado, probablemente García Valiño o Muñoz Grandes[40]. Al igual que muchos generales, Barroso se mostraba muy alarmado por el hecho de que Franco, que sin duda estaba al corriente de la existencia de una conspiración monárquica en ciernes, en un discurso pronunciado en Sevilla el primero de mayo de 1956, hubiera declarado: «la Falange puede vivir sin la monarquía. ¡Ah!, la que no podría vivir sería ninguna monarquía sin la Falange»[41].
Barroso, pese a sus simpatías monárquicas que no ocultaba, destacaba por su lealtad personal a Franco. Con todo, Juan Bautista Sánchez estaba vigilado por los servicios secretos. Además, según el inveterado conspirador monárquico Pedro Sáinz Rodríguez, Muñoz Grandes, que solía visitar regularmente a Juan Bautista Sánchez en Barcelona, fingió apoyar sus planes. Parece probable que en realidad Muñoz Grandes estuviese intentando retrasar que Juan Bautista Sánchez tomase alguna decisión seria. El Caudillo, que mantenía una muy estrecha relación con Muñoz Grandes, se enteró de todo lo que planeaba Juan Bautista Sánchez y había comenzado a criticarlo en su propio círculo. En diciembre de 1956 se planeó una reunión de los monárquicos civiles y militares involucrados, con la excusa de una cacería, en una finca de Ruiseñada. A Juan Bautista Sánchez se le prohibió asistir por orden expresa de Muñoz Grandes, que le hizo acudir a una sesión de las Cortes[42]. Las cosas llegaron a su punto culminante a mediados de enero de 1957, cuando estalló otra huelga de usuarios de los transportes públicos en Barcelona. Aunque no fue tan grave ni tan violenta como la de 1951, se sumó a los disturbios de la universidad. El gobernador civil, general Felipe Acedo Colunga, desalojó la universidad y reprimió las manifestaciones a favor de los huelguistas con considerable violencia. Juan Bautista Sánchez se mostró crítico hacia los duros métodos de Acedo Colunga y aconsejó prudencia, por lo que en ciertos círculos se consideró que había dado apoyo moral a los huelguistas[43]. A Franco le disgustó que el capitán general no ayudase a Acedo.
En Madrid corrían rumores de que Juan Bautista Sánchez estaba planeando un golpe. El propio Franco al parecer creyó que el capitán general fomentaba la huelga con el fin de tener un pretexto para un pronunciamiento monárquico. No es fácil determinar si los temores de Franco tenían algún fundamento. De lo que no cabe duda es del plan maquinado con Ruiseñada, que podía ser más que suficiente para provocar la ira del Caudillo. De todos modos, al menos en la medida en que se refieren a la actividad militar, es probable que los rumores se basasen, al menos en parte, en los buenos deseos de monárquicos prominentes. Las conversaciones de los conspiradores monárquicos con la casa del pretendiente en Portugal eran grabadas por los servicios de seguridad. El Caudillo, siempre cauteloso, reaccionó como si los rumores mereciesen cierta preocupación[44].
Para mayor seguridad, Franco envió dos regimientos de la Legión para que se unieran a las tropas que efectuaban maniobras en Cataluña bajo la dirección del general Juan Bautista Sánchez. El teniente coronel que mandaba los regimientos informó a Juan Bautista Sánchez de que sólo recibiría órdenes directas del propio Franco[45]. En el curso de las maniobras apareció también Muñoz Grandes, que mantuvo una tensa entrevista con Juan Bautista Sánchez, en la que sin duda le informó de que iba a ser relevado del mando de la capitanía general de Barcelona. Al día siguiente, 29 de enero de 1957, Juan Bautista Sánchez fue hallado muerto en su habitación de un hotel de Puigcerdá. Pronto corrieron por España los más dramáticos y extraños rumores que afirmaban que había sido asesinado[46]. Lo más probable es que Juan Bautista Sánchez, que desde hacía mucho tiempo tenía mala salud[47], muriese de un ataque de corazón debido al sobresalto provocado por la penosa entrevista con Muñoz Grandes. El gran número de asistentes a su funeral indica que se habían depositado muchas esperanzas en él. Poco después de su fallecimiento, dos coroneles estrechamente ligados a él fueron despojados de su grado[48].
No cabe duda de que tras la muerte de Juan Bautista Sánchez, Franco sintió la necesidad de tomar en consideración las quejas de los militares, lo que hizo, en la medida en que tenían que ver con el alto mando, a través de una remodelación del gobierno el 25 de febrero de 1957. Muñoz Grandes, quizá por su relación con Juan Bautista Sánchez, fue destituido del cargo de ministro del Ejército. Se le dio a cambio un ascenso puramente simbólico a capitán general. Este grado, al contrario que el de general jefe de una región militar, que llevaba el título de capitán general, sólo lo habían tenido anteriormente Franco y el difunto general Moscardó, y éste después de su retiro. El general Barroso, del que se decía que Franco desconfiaba por ser liberal y monárquico, se convirtió en ministro del Ejército. Esto fue, casi sin duda, una compensación al sentimiento monárquico del alto mando. La tarea que se le encomendaba garantizaba que le sería difícil hacer de su cargo una base de poder para conspiraciones monárquicas. Al nuevo ministro le cayó encima la difícil y muy delicada tarea de reducir el tamaño y modernizar la estructura y el equipamiento del ejército en un período posterior al acuerdo con Estados Unidos y de la pérdida de Marruecos. Se suponía que lo haría «sin suprimir cargos y sin perjudicar al personal»[49]. Se vio obligado también a hacer frente a una tarea casi imposible en un contexto de grave crisis económica. El gobierno de febrero de 1957 incluía a los tecnócratas encargados de la modernización de la economía. Sus planes incluían un período de severa austeridad con el fin de estabilizar la peseta. Para garantizar el orden público durante la consiguiente conmoción social, el estrecho colaborador del Caudillo, el bravucón general Camilo Alonso Vega, fue nombrado ministro de la Gobernación. En 1962, tras sufrir un accidente de caza, Franco reintrodujo a Muñoz Grandes en el gobierno como vicepresidente. La finalidad del nombramiento era triple: era una precaución sensata a la luz de la posible muerte de Franco, puesta de relieve por el accidente; apartaba a Muñoz Grandes de cualquier plan que tuviera en marcha para desbancar al Caudillo; y suponía una compensación para los falangistas, que estaban celosos del predominio de los tecnócratas del Opus Dei.
Sin embargo, el ingreso de siete ministros militares en el gobierno no resolvió el persistente descontento por los salarios y por la situación general. El ejército español seguía con una generación de retraso respecto de las fuerzas armadas más importantes del mundo. Los esfuerzos del general Barroso por llevar a cabo una reducción del número de oficiales en un 25% resultaron demasiado lentos y provocaron, en privado, las críticas de Franco, aunque no tomó medida alguna. Entre 1958 y 1961 se llevaron a cabo algunas reducciones, pero no en la proporción que hubiera permitido resolver el problema fundamental de la macrocefalia. El 17 de julio de 1958 se ofrecía a los que aceptaran dejar la escala activa puestos de igual antigüedad en los ministerios civiles. Podían retirarse del ejército con el sueldo casi completo y además recibían el sueldo civil en su totalidad. Sin embargo, muy pocos aceptaron tan generoso ofrecimiento, dado que los alféreces provisionales tenían ya más de cuarenta años y se mostraban todavía menos abiertos que antes a la idea de tener que empezar una nueva carrera[50].
Además surgieron diferencias entre dos concepciones del papel y la función del ejército. La prolongada competencia entre los oficiales monárquicos y falangistas se complicaba a medida que el fin de la dictadura parecía acercarse inexorablemente. Los generales monárquicos de mayor edad esperaban que al final se abriera paso a algún tipo de transición controlada hacia la monarquía y mientras tanto se mostraban satisfechos de dedicarse a sus asuntos profesionales. Formaban el núcleo «liberal» del ejército. Un poco más a su izquierda se situaban, con edades inferiores, los oficiales profesionalmente entusiastas, muchos de ellos universitarios, entre los cuales destacaban los pertenecientes al grupo Forja. Estos grupos consideraban que el ejército no debía dictar la naturaleza política de España. Por otra parte estaban aquellos a quienes preocupaba asegurarse de que el poder del ejército se pusiera al servicio de una opción política particular en el seno del franquismo. En 1958 se fundó la Hermandad de Alféreces Provisionales como grupo de presión, con la finalidad de mantener el espíritu de Falange y de la guerra civil en el seno de la oficialidad. Su finalidad no era simplemente convertirse en una sociedad de excombatientes, sino más bien la manipulación en su propio interés de un poderoso grupo, cada vez más numeroso, de oficiales de creciente antigüedad. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, sin que nada hasta el momento pusiese en cuestión la estabilidad del régimen, tras la muerte de Juan Bautista Sánchez, sin que hubiese ningún oficial dispuesto a hacer frente a Franco, el conflicto interno del ejército era prácticamente imperceptible. Pero la situación cambiaría netamente a mediados de los sesenta. El hecho de que importantes elementos del cuerpo de oficiales se viesen involucrados en una lucha a muerte por la supervivencia del franquismo después de Franco es un indicio de que las preocupaciones estrictamente militares y de defensa no eran prioritarias en absoluto en el ejército del Caudillo.
Los años sesenta presenciaron un cambio social y económico vertiginoso en España. Estos cambios limitaron los continuados esfuerzos por hacer más eficaces a las fuerzas armadas al poner en práctica iniciativas tales como trasladar el peso principal del presupuesto de los sueldos al equipamiento militar. Dado que no se establecían medidas draconianas para reducir el número de oficiales, el impulso se centró en buena medida en atractivos planes de retiro anticipado. En 1968 el 80% del total del presupuesto militar siguió centrándose en los sueldos y el ejército español tenía 804 generales, suficientes para unas fuerzas armadas de varios millones de hombres[51]. El general Pablo Martín Alonso sustituyó a Antonio Barroso en el Ministerio del Ejército en los cambios ministeriales de julio de 1962. Hasta su muerte, el 11 de febrero de 1964, Martín Alonso se mostró muy activo elaborando planes para mejorar la eficacia del ejército. En particular, el despliegue del ejército quedó bajo su control y fue importante posteriormente para lo que sería, al aprobarlo en 1965 su sucesor en el cargo, el general Camilo Menéndez Tolosa, el «plan a largo plazo». El ejército quedaba dividido en dos grupos operativos, las Fuerzas de Intervención Inmediata (FII) y las Fuerzas de Defensa Operativa del Territorio (FDOT). Las FII, compuestas por tres divisiones de infantería, la acorazada, la mecanizada y la motorizada, y tres brigadas, la paracaidista, la aerotransportada y la de caballería y artillería acorazada, debían ocuparse oficialmente de la defensa contra enemigos exteriores, aunque pese a ello fueron desplegadas alrededor de las ciudades más importantes. Las FDOT, formadas por dos divisiones de montaña, once brigadas de infantería y dos brigadas de artillería, estaban destinadas a realizar un papel más claramente antisubversivo contra las manifestaciones políticas y la actividad guerrillera[52]. La reorganización representaba sin duda alguna una modernización, aunque una modernización que mejoró la función represiva interna del ejército en vez de su papel defensivo hacia el exterior.
Dejando a un lado los retiros anticipados y los cambios organizativos, se trató sobre todo de un período caracterizado por un creciente malestar entre los oficiales que pensaban en la política y en el futuro. El descontento estudiantil y laboral aumentaba, y aún aumentaría más con la oposición al régimen de la Iglesia y de algunas regiones. Para algunos, la creciente conciencia de la inadecuación del ejército como fuerza de defensa nacional y de su aislamiento de la sociedad eran causas de profunda inquietud. Otros, simplemente, aceptaban sin más que la tarea del ejército era proteger al régimen. Esto quedó reflejado en el hecho de que la Ley Orgánica del Estado, promulgada en 1966, contenía una declaración explícita referente a que la tarea de las fuerzas armadas era «garantizar la unidad y la independencia de la patria, la integridad de sus territorios y la seguridad nacional y la defensa del orden institucional». La pertinaz insistencia en la función represiva de los militares volvió a repetirse en un discurso del almirante Carrero Blanco en la Escuela de Estado Mayor, el 24 de abril de 1968. En ese discurso subrayó públicamente lo que hasta ahora era la premisa táctica del ejército franquista: que la defensa nacional venía detrás de la represión política[53].
Para algunos oficiales de mayor graduación, más que para otros, el conflicto entre el papel militar y el político del ejército causaba problemas. García Valiño, que había sustituido al general Rodrigo Martínez como capitán general de Madrid el 12 de enero de 1962, estaba particularmente preocupado por las implicaciones de la participación de los militares en el juicio y ejecución del comunista Julián Grimau[54]. Al ser capitán general, hubo de ratificar la sentencia que lo condenaba a muerte, aprobada el 18 de abril de 1963, y dar la orden de ejecución. Esta inquietud le hizo objeto de adulación por parte de los monárquicos, que vieron en él a un posible sucesor de Kindelán y de Juan Bautista Sánchez como militar de alta graduación defensor de la restauración monárquica[55]. García Valiño se verá involucrado cada vez más en contactos políticos y conversaciones de que informarán debidamente los servicios de información y que acabarán preocupando al propio Franco.
Se llegó a sospechar incluso que García Valiño conspiraba con Muñoz Grandes en relación con el futuro posfranquista. Quizá por esta razón, aunque era el elegido lógico para ser ministro del Ejército al morir el general Pablo Martín Alonso en febrero de 1964, García Valiño fue apartado en favor del fiel y obstinado jefe de la Casa Militar del Generalísimo, el general Camilo Menéndez Tolosa. García Valiño estaba furioso, y el asunto se comentó mucho en las altas esferas del ejército[56]. De ahora en adelante la hostilidad de García Valiño hacia Franco no conoció límites y tampoco la ocultó, llamándole «hipócrita» y quejándose de su mezquindad en presencia de ministros. Sea como sea, estaba ya bajo sospecha. Con el fin de controlar sus contactos con el campo monárquico, era seguido y su teléfono estaba intervenido por los servicios secretos[57].
A partir de 1963 la Dirección General de Seguridad informará regularmente a Franco sobre García Valiño y sus conexiones con Muñoz Grandes. Parece ser que participaron en discusiones de tanteo con vistas a un plan para obligar a Franco a retirarse, si no como Jefe del Estado, al menos como presidente ejecutivo del gobierno y para que el vicepresidente ocupase su lugar como regente. El servicio de espionaje militar pudo obtener sus conversaciones[58]. Muñoz Grandes acabó siendo destituido de su puesto en el gobierno en el verano del año siguiente. Su notoria mala salud proporcionó una excusa razonable para una decisión que se hizo pública el 22 de julio de 1967[59]. Al no contar ya con el apoyo de Muñoz Grandes, la oposición de García Valiño a Franco se convirtió en meras protestas verbales en el momento en que se acercaba a la edad del retiro.
Las maquinaciones de García Valiño y Muñoz Grandes fueron las últimas de este tipo. A fin de cuentas, eran los últimos supervivientes de la generación de Franco, y ningún otro general pensó que tenía derecho a desplazarlo. En realidad, cuando algunos elementos de la jerarquía franquista comenzaron a hacer planes para su propio futuro una vez desaparecido Franco, los «azules» del ejército se aferraron aún más desesperadamente al Caudillo. La preocupación por el futuro político era la obsesión que dividió a los franquistas tanto civiles como militares en los años sesenta. En el seno de las fuerzas armadas iba a darse una división cada vez mayor entre las diferentes concepciones de ese futuro. Fundamentalmente, la línea divisoria corría entre aquellos a quienes satisfacía un concepto del ejército como instrumento de la represión política, y por ello como guardia pretoriana de un régimen cada vez más acosado, y aquellos a quienes no satisfacía. A fines de los sesenta, los llamados «generales azules», como Alfonso Pérez Viñeta, Tomás García Rebull, Carlos Iniesta Cano, Ángel Campano López —algunos de los cuales, aunque no todos, habían sido alféreces provisionales—, estaban alcanzando puestos operativos clave. De 1970 en adelante, en colaboración con el búnker civil, podían usar su influencia política para bloquear las reformas desde dentro del sistema y su aparato represivo para aplastar la oposición externa. Entre los que se oponían al búnker militar se contaban aquellos que tenían una visión más profesional y que eran, en comparación, liberales. En la marina y en aviación la primacía de la tecnología sobre la política era cada vez más la norma. En cambio, en el ejército de tierra, los «liberales», como los generales Manuel Diez Alegría, Manuel Gutiérrez Mellado y Jesús Vega Rodríguez, eran una minoría en el alto mando aunque no en el cuerpo de oficiales en general.
Quizá sea significativo que en los cambios ministeriales del 29 de octubre de 1969, que siguieron al asunto Matesa, Franco eligiese como ministro del Ejército a un tecnócrata y no a un azul, al general Juan Castañón de Mena. Al igual que su antecesor, Menéndez Tolosa, Castañón había sido, durante los tres años anteriores, jefe de la Casa Militar de Franco. Se le consideraba cercano tanto al Caudillo como al príncipe Juan Carlos y era un nexo importante entre el palacio de El Pardo y el de la Zarzuela. Era asimismo simpatizante del Opus Dei y colaborador de los proyectos de Carrero Blanco para una monarquía franquista modificada[60].
La función represiva del ejército había causado ya considerable inquietud con ocasión de la ejecución del comunista Julián Grimau, en abril de 1963. El ejército estaba perdiendo la simpatía popular que podía tener. A fines de 1967 aparecen en la prensa noticias sobre la utilización personal de automóviles oficiales por parte de varios oficiales de alta graduación, lo que lleva a grupos de jóvenes a agredir los vehículos de varios generales[61]. Es difícil saber con exactitud si era el asunto Grimau lo que motivaba la repulsa popular. De todos modos, no cabe duda de que el hecho de que el ejército fuese responsable del juicio y de la sanción de los delitos políticos y laborales había marginado a los militares de la sociedad civil. La función represora del ejército se había relajado algo en los años cincuenta y lo mismo había ocurrido a mediados de los sesenta. Sin embargo, en la última etapa de la descomposición del régimen, después de 1969, se produjo una vuelta a la línea dura, lo que exacerbará las divisiones en el seno del ejército.
Las dudas existentes sobre la sensatez de permitir que los militares desempeñasen el papel de opresores políticos se hicieron más profundas con ocasión de los juicios de Burgos, en diciembre de 1970, contra los militantes de ETA. El primero de diciembre, García Valiño, ya retirado, escribía al general Tomás García Rebull, capitán general de la VI región militar (Burgos), advirtiéndole que no permitiese que el ejército fuese empleado de un modo que lo marginase del pueblo. Veía este peligro en la utilización de los tribunales militares para juzgar acciones para las cuales un Estado debería tener sus propios instrumentos. Del mismo modo que había tenido que ratificar la sentencia de muerte de Grimau, García Rebull podía ser llamado a firmar las sentencias de los jóvenes etarras. Refiriéndose al proceso de Grimau, García Valiño escribió: «Yo tuve ocasión de apreciar en qué medida la ejecución de las sentencias de muerte podía crear una atmósfera enrarecida en el país y, lo que es peor, una atmósfera hostil al ejército. La conmoción afectó incluso a las guarniciones en las que, en última instancia, se produjeron algunas desagradables discusiones en lo que se refiere a qué unidad debería llevar a cabo la sentencia»[62].
Con todo, a medida que iba siendo palpable la gradual desintegración del régimen, los «azules» eran cómplices voluntarios de una operación para bloquear el cambio. Existía un resentimiento cada vez más enconado entre los «azules» por la creciente oleada de descontento estudiantil, eclesiástico, regionalista y laboral y por el fracaso del aparato civil para atajarla. Pensaban que el Estado, simplemente, no cumplía con su deber y que los políticos estaban demasiado ocupados en llenarse los bolsillos. Los juicios de Burgos se celebraban, después de todo, sólo siete meses después de que el general Narciso Ariza hubiera sido destituido de su cargo de director de la Escuela de Estado Mayor por sus quejas sobre las carencias de las fuerzas armadas. A lo largo de los setenta, los «azules» usarían su versión extremista de los valores de la guerra civil con el fin de consolidar su influencia en la camarilla del Caudillo. Podrían, así, frustrar los intentos de reforma del sistema movilizando al Caudillo en contra. La progresiva senilidad de Franco en los años setenta hizo más fácil su manipulación por parte de los «azules». Mientras tanto, sin embargo, algunos siguieron adelante con la represión de lo que ellos consideraban subversión. En particular, el general Pérez Viñeta, desde su puesto de capitán general de Barcelona, estimulaba el entusiasmo de Franco con la energía que había desplegado contra las actividades izquierdistas y liberales de los sacerdotes y de los estudiantes universitarios[63]. El último día de los juicios de Burgos, el 9 de diciembre, Pérez Viñeta declaraba en una ceremonia militar en Mérida que «el ejército no está dispuesto de ninguna manera a permitir una vuelta del desorden y de la indisciplina que antaño puso en peligro a nuestra patria. Si es necesario, lanzaremos una nueva cruzada para liberar a España de los hombres que no conocen ni Dios ni ley»[64].
Pérez Viñeta no estaba sólo en su idea de que los políticos civiles eran incapaces de mantener el orden. Había rumores sobre la existencia de asociaciones secretas formadas por más de cinco mil oficiales jóvenes, la mayoría capitanes y comandantes, que ya desde agosto de 1970 habían estado reuniéndose para discutir lo que ellos consideraban un deterioro de la situación política. Dada la lentitud de los ascensos y los sueldos escasos, estaban resentidos por las fortunas que se habían amasado gracias a la bonanza económica. Se sentían especialmente irritados por el asunto Matesa. Los juicios de Burgos y la propaganda antimilitar que éstos provocaron eran el síntoma más evidente del deterioro del orden, aunque se produjeron también incidentes menores; por ejemplo, algunos oficiales fueron insultados por la calle[65]. Como respuesta a las críticas internacionales contra los juicios y a las más tímidas desde el interior, fue surgiendo un bilioso resentimiento entre los oficiales ultras, que se expresó a través del desprecio hacia los tecnócratas. En la región militar de Madrid, los oficiales de las unidades clave, entre ellas la División Acorazada y la Bripac o Brigada Paracaidista, las dos unidades operativas básicas para el control de la capital, comenzaron a reunirse para hacer oír sus quejas[66]. El 14 de diciembre de 1970 el capitán general de Madrid, general Joaquín Fernández de Córdoba, convocó una reunión de veintitantos generales y coroneles para discutir las repercusiones de los juicios de Burgos. Llegaron a la conclusión de que se había permitido que la oposición fuese demasiado lejos y emitieron un comunicado en el que reclamaban un gobierno más enérgico. Una delegación formada por Fernández de Córdoba, García Rebull, Pérez Viñeta y el capitán general de Sevilla, Manuel Chamorro, visitó a Franco para informarle de sus deliberaciones. El Caudillo convocó un consejo de ministros de emergencia en el que el ministro de la Gobernación, el general Tomás Garicano Goñi, y los tres ministros militares pidieron que se suspendiese el habeas corpus. Franco se mostró de acuerdo con ellos[67].
La atmósfera se cargó aún más el 16 de diciembre, a causa de una manifestación de oficiales del ejército y falangistas ante los cuarteles de Burgos. García Rebull se dirigió a ellos. No era un hombre refinado, era devoto del franquismo y era un colaborador bien dispuesto de los falangistas que buscaban el apoyo de los militares para impedir cualquier cambio después de la muerte de Franco. Al día siguiente, numerosos oficiales del ejército se unieron a las manifestaciones masivas ante el palacio de Oriente[68]. El ejército exigía las más duras condenas contra los procesados. Cuando García Rebull dudó de confirmar las sentencias de muerte por las razones indicadas en la carta de García Valiño, se vio sometido a presiones por parte de las delegaciones de oficiales de toda España para que adoptase una línea dura. Algunos pedían que las ejecuciones fuesen por garrote en vez de por fusilamiento. Pérez Viñeta calificó a García Rebull de «blando»[69].
Aunque el ejército se mostraba unido en su exigencia de que los procesados sufrieran la pena de muerte, los elementos más liberales se mostraban abiertos a la idea del indulto. Castañón y los otros dos ministros militares recomendaron clemencia en el consejo de ministros del 29 de diciembre de 1970. Sin embargo, pese al hecho de que Franco acabó perdonando a los procesados, el ejército, como había predicho García Valiño, se quedó con la idea de que en alguna medida había sido mancillado[70]. Hubo liberales que llegaron a la conclusión de que el ejército debía distanciarse de un régimen en descomposición. Pero un grupo importante creía que, ahora más que nunca, el ejército debía defender al régimen. Pérez Viñeta se dirigió a una manifestación ante los cuarteles de la VI región militar y habló de nuevo sobre la necesidad de otra cruzada[71]. Sus palabras eran una crítica apenas velada de los tecnócratas del Opus Dei que gobernaban los destinos políticos de España. Dadas las estrechas relaciones de Pérez Viñeta con Franco y el hecho de que pronto iba a retirarse, su indiscreción quedó impune.
No obstante, la idea que tenían del futuro los militares del búnker era profundamente contraria a la de Carrero Blanco y el Opus Dei, que tenían el plan de instaurar un franquismo modificado bajo Juan Carlos. Así, cuando el general Fernando Rodrigo Cifuentes, capitán general de Granada, emuló a Pérez Viñeta, fue sancionado. Aunque era un enérgico oponente de los curas, estudiantes y trabajadores izquierdistas y liberales, fue destituido el 8 de enero de 1971 y puesto bajo arresto domiciliario tras un discurso pronunciado con ocasión de la pascua militar. Su delito no fue propugnar una política más dura, sino su crítica de Carrero Blanco y de los tecnócratas. Tras el asunto Matesa el término tecnócrata se había convertido en los círculos ultraderechistas en sinónimo de la debilidad de los civiles. El discurso de Rodrigo, en el que se refería a la «masonería blanca», tocó una cuerda sensible en los corazones de muchos oficiales, que estaban descontentos por el desarrollo del juicio de Burgos y su resultado. Rodrigo se vio literalmente inundado por los telegramas de apoyo que recibió, aun cuando no hizo nada para avivar las esperanzas de quienes pensaban que podía liderar una facción militar para reinstaurar «la autoridad». En el plazo de pocas semanas ocurrió otro incidente similar cuando el capitán general de Zaragoza, Gonzalo Fernández de Córdoba, pronunció un discurso semejante y fue trasladado al Estado Mayor[72].
Sin embargo, otros duros menos ostentosos fueron recompensados por su lealtad al régimen durante la crisis de Burgos. García Rebull, amigo íntimo del ultrafalangista José Antonio Girón de Velasco, fue ascendido a capitán general de la I región militar (Madrid). Otro amigo de Girón, Carlos Iniesta Cano, fue nombrado director general de la Guardia Civil. Estos ascensos muestran hasta qué punto el propio Franco, o los de su entorno inmediato, se había percatado de que el resurgimiento de la oposición echaba sobre el ejército de modo creciente el peso de la defensa del régimen contra el cambio. Una de las tareas clave debía ser el control de Madrid. El gobernador militar de la capital, general Ángel Campano López, había enarbolado firmemente su bandera durante el juicio de Burgos haciendo del dominio público la observación de que lo que se necesitaba era imponer el estado de excepción durante una semana y fusilar a mil izquierdistas[73].
Se hizo un notable intento, por medio de la Hermandad de Alféreces Provisionales y la prensa ultraderechista, de conseguir apoyo, en el seno del ejército, para la llamada opción inmovilista. Los mismos falangistas que habían visto cómo el Opus Dei les derrotaba políticamente en los años sesenta estaban satisfechos de provocar las críticas de los militares contra los tecnócratas corruptos. Los oficiales ultras prohibían legalmente diarios y revistas en los cuarteles e imponían, prácticamente, la lectura de publicaciones de la extrema derecha, como Fuerza Nueva[74]. Los ultras tenían dos centros de poder en el seno del ejército. Por un lado, la generación de los «azules» dominaba los grados más altos y se les confería sistemáticamente los puestos de importancia de las unidades clave de acuerdo con la seguridad política del régimen: la División Acorazada Brunete y la Brigada Paracaidista, cerca de Madrid, y el gobierno militar de Madrid, la capitanía general de la I región militar y la dirección de la Guardia Civil. Por el otro, los ultras con menos antigüedad en el servicio controlaban importantes centros de mando en los servicios secretos. Algunos de los ultras, aunque no todos, eran alféreces provisionales. En 1974, 328 coroneles, 956 tenientes coroneles y 792 comandantes habían sido alféreces provisionales[75].
Uno de ellos, el general Campano, condecorado dos veces con la cruz de hierro alemana durante su servicio en la División Azul en él frente ruso, controlará los puestos clave en rápida sucesión. Había ya mandado la División Acorazada, unidad que controlaba Madrid, a fines de los años cincuenta; a fines de los sesenta era gobernador de Madrid; en 1972, capitán general de Burgos; en febrero de 1973, capitán general de Madrid, y director de la Guardia Civil seis semanas antes de morir Franco, en 1975. Otros habían sido africanistas, con frecuencia falangistas, y habían luchado en la División Azul. García Rebull, afiliado a la Falange desde 1934, había sido condecorado también con la cruz de hierro en la campaña de Rusia. Antes de ser capitán general de Burgos había mandado también la División Acorazada y había comprobado frecuentemente el grado de adiestramiento de sus hombres en maniobras consistentes en ocupar Madrid. Tras su retiro, en febrero de 1973, al transferir el mando de la I región militar al general Campano, García Rebull se dedicó a su papel como jefe nacional del Servicio de Asociaciones de Antiguos Combatientes[76].
Tan importante como el control de los grados más altos y del mando de los puestos más importantes era el control por parte de los «azules» de los servicios militares de inteligencia, en continua proliferación. Con cometidos paralelos y a veces parcialmente coincidentes en el seno de la universidad, del movimiento obrero y de la Iglesia, había una docena de servicios secretos, los más poderosos de los cuales eran el del ejército (Servicio de Información del ejército de tierra, Segunda Bis o SIBE), el servicio especial del Estado Mayor, creado por Muñoz Grandes en 1968, y el Servicio de Documentación de la Presidencia del gobierno, creado por Carrero Blanco en los primeros setenta bajo la dirección del coronel José Ignacio San Martín y el coronel Federico Quintero (ambos participarán en el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981)[77].
La retórica del apoliticismo empleada por los «azules» les permitió describir a los militares como situados «por encima de la política», al servicio de permanentes, o eternos, valores nacionales, lo que para ellos significaba el 18 de julio, la cruzada y el régimen de Franco. Por ello, el ejército tenía libertad para intervenir contra cualquiera que se opusiese a la supervivencia de la dictadura. En los últimos años del franquismo, marcados por la crisis del sistema, los «azules» no ocultaban su partidismo. Sus puntos de vista, claramente impregnados por un elemento de pánico, fueron expuestos en numerosas declaraciones políticas públicas. A fines de agosto de 1972, el general Carlos Iniesta Cano, director general de la Guardia Civil y procurador en Cortes, pronunció un discurso en El Ferrol. Utilizando la retórica de la Falange, declaró que «el franquismo no puede desaparecer nunca, porque Dios no quiere que llegue a su fin en España, y después de Franco, el franquismo continuará y habrá franquismo durante siglos porque España, que es eterna y que tiene un destino eterno en lo universal, necesita el franquismo». Poco después el general José María Pérez de Luna, capitán general de las Canarias, afirmaba en un discurso del 24 de octubre de 1972 que «la misión del ejército es política en la medida en que tiene el encargo de defender a la patria contra el enemigo exterior y contra el enemigo interno»[78].
Los generales «liberales», como el jefe de Estado Mayor Manuel Diez alegría, aspiraban a que el ejército permaneciese neutral[79]. Las dificultades a que se enfrentaba las ilustra el hecho de que cuando trató de hacer que se adoptase un ministerio de defensa único fue denigrado por la prensa ultra y acabaría siendo destituido de su puesto[80]. Los oficiales liberales más jóvenes trabajaban activamente para impedir que los «inmovilistas» bloqueasen cualquier cambio. En 1973 un grupo de oficiales de graduación baja y media hicieron público un llamamiento al cuerpo de oficiales en el que expresaban su preocupación porque, cuando la dictadura estaba desintegrándose, una facción, los ultras, intentaban utilizar al ejército para sus propios fines. El asesinato por ETA del presidente del gobierno, almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, permitió vislumbrar las tensiones que fermentaban entre la oficialidad. En su calidad de director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta Cano dictó una orden según la cual sus hombres debían reprimir a los subversivos y manifestantes con energía y «sin restringir ni en lo más mínimo el empleo de sus armas». Ordenó expresamente a la Guardia Civil que saliera de su jurisdicción rural y mantuviese el orden en los centros urbanos, lo que suponía un grave abuso de autoridad. Pero acabaron prevaleciendo los más sensatos. Tras recibir asesoramiento del jefe de Estado Mayor, Manuel Diez Alegría, un triunvirato —formado por el ministro de la Gobernación, Carlos Arias Navarro, el ministro militar de más antigüedad, almirante Gabriel Pita da Veiga, y el presidente de gobierno interino, Torcuato Fernández Miranda— consiguió evitar un baño de sangre. En menos de una hora Iniesta fue obligado a retirar su telegrama[81].
Mucho más grave que el asesinato de Carrero Blanco, por cuanto intensificó la división entre los oficiales, fue la caída de la dictadura en Portugal. Dejando de lado la falta de acuerdo respecto a la oportunidad de desencadenar una noche de los cuchillos largos contra la izquierda, las fuerzas armadas habían permanecido unidas en su agravio por el asesinato del presidente del gobierno. Pero ahora, la revolución portuguesa del 25 de abril de 1974 polarizó a los ultras y a los liberales en el seno del cuerpo de oficiales. Ambos acontecimientos no hicieron sino intensificar los temores por el futuro, pero las dos facciones principales reaccionaron de forma diferente: los liberales se dispusieron a considerar un cambio y un ajuste antes de que fuera demasiado tarde; los ultras se mostraron dispuestos a preparar la resistencia a ultranza del régimen. Se hicieron innumerables declaraciones desvalorizando los acontecimientos de Portugal y considerándolos irrelevantes con respecto a la situación española. El general Jesús González del Yerro, un duro cada vez más influyente, director de la Escuela de Estado Mayor del ejército, dijo a la prensa que «el ejército español no tiene fusiles para decorarlos con claveles y los claveles no florecen en los cañones de las armas»[82]. A pesar del optimismo de los ultras, los oficiales liberales de menor graduación se lanzaron a formar una Unión Militar Democrática (UMD). Como respuesta a estos acontecimientos perturbadores, la derecha militar echó mano de su arma secreta, los servicios de inteligencia.
Los servicios secretos militares hicieron extraordinarios esfuerzos para erradicar de las fuerzas armadas cualquier izquierdismo de tipo portugués. Al mismo tiempo los viejos «azules», civiles y militares, estaban afligidos por el compromiso público pero sumamente débil del presidente del gobierno Arias Navarro de llevar adelante una reforma. El 28 de abril de 1974, sólo tres días después del hundimiento portugués, José Antonio Girón lanzó una andanada contra Arias Navarro, conocida como el «gironazo». Como parte de la misma operación, el búnker militar emprendió un movimiento para bloquear todo desplazamiento de las fuerzas armadas hacia el liberalismo. Un poderoso grupo que incluía al ya retirado García Rebull, a los capitanes generales de la VII región militar (Valladolid), Pedro Merry Gordon, y de la I región militar, Campano, y al director general de la Guardia Civil, Iniesta Cano, conspiraron para establecer y mantener un control total de los sectores clave del ejército. Mientras Girón y otros ultras civiles atacaban al régimen, García Rebull declaraba que él consideraba que los partidos políticos eran «el opio del pueblo», y los políticos «vampiros». Con un proyecto militar paralelo, Iniesta se saltaría su inminente retiro y sustituiría al liberal Diez Alegría en el puesto de jefe de Estado Mayor. Campano asumiría el puesto de director general de la Guardia Civil y habría una purga de oficiales sospechosos de liberalismo. El plan gozó del apoyo del entorno personal de Franco, aunque el desfalleciente Caudillo no fue informado de él. De hecho, dejando de lado la parte del plan relativa a Iniesta, acabaría teniendo éxito, aunque no inmediatamente. El ministro del Ejército, general Francisco Coloma Gallegos, no estaba de acuerdo con los planes de Iniesta de evitar el retiro y le obligó a retirarse en el momento debido, el 12 de mayo de 1974. De todos modos, Diez Alegría fue destituido tras un viaje a Rumanía para someterse a tratamiento médico, durante el cual se entrevistó con el presidente Ceaucescu. Le sustituyó un duro, el capitán general de la VII región militar (La Coruña), Carlos Fernández Vallespín. La destitución de Diez Alegría fue un enorme triunfo para los ultras y facilitó en gran medida su intento de poner al ejército al servicio del búnker civil. Paralelamente a las actividades de Iniesta, la extrema derecha civil también se movilizaba, y la Asociación Nacional de Ex Combatientes de Girón cambió de nombre y se hizo llamar Asociación Nacional de Combatientes[83].
Los militares ultras de mayor graduación cerraban filas con el búnker civil para prepararse para una defensa desesperada del régimen. Además de minar los esfuerzos de los políticos civiles para llevar a cabo una apertura del sistema, se vieron enfrentados a la necesidad de eliminar a un enemigo interno. Un grupo pequeño pero influyente de oficiales jóvenes de grado medio intentaban, por medio de la Unión Militar Democrática, garantizar que el ejército fuese completamente apolítico en el período posterior a la muerte de Franco. Pero iban a ser detenidos, sometidos a una humillante farsa judicial, encarcelados y expulsados del ejército. En esta particular tarea, los «azules» iban a tener éxito. Pero no en sus aspiraciones más generales. Tras la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, la dictadura se desintegraría rápidamente y sus defensores militares se encontrarían cada vez más aislados respecto del gigantesco consenso político en favor de la democratización. Naturalmente, no iban a dejar de intentar imponer sus puntos de vista sobre lo que debería ser el destino político de España.
En último término, la derecha militar fracasaría en su intento de dictar el futuro de la nación. No obstante, el triunfo de los «azules» sobre los demócratas de la UMD se arrastraría a lo largo de toda la transición democrática. Era el símbolo de la fuerza de la derecha militar, si bien ilustra todo esto de manera más general y gráfica el que los sucesivos gobiernos trataran al ejército con guante de terciopelo[84]. Los ultras continuaron concentrándose en unidades clave, como la División Acorazada y la Brigada Paracaidista, que esperaban utilizar para intervenciones decisivas en golpes militares. El ministro de Defensa, general Gutiérrez Mellado, fue insultado y humillado. Se permitió que el golpismo floreciese sin castigo. Hubo serias intentonas de golpe en noviembre de 1978 y enero de 1980 antes de que la fatal debilidad de semejante política de tolerancia quedase brutalmente al descubierto en el intento del coronel Tejero de ocupar las Cortes el 23 de febrero de 1981.
En realidad, las actividades del búnker militar fueron casi siempre defensivas. Con la desaparición del Caudillo habían perdido su mejor carta. Por ello fueron perdiendo terreno con rapidez tras el nombramiento de Adolfo Suárez para el cargo de presidente del gobierno y de Gutiérrez Mellado para el de vicepresidente del gobierno con la responsabilidad del Ministerio de Defensa, con el éxito de la política de reformas de Suárez, la legalización del Partido Comunista y las primeras elecciones democráticas en junio de 1977. Al golpismo le dieron una importancia espuria el terrorismo, nacido del fracaso por parte del gobierno en la resolución del problema vasco, la recesión económica posterior a 1977 y el letargo político de la UCD de Suárez después de 1980. Finalmente, el golpismo fue fruto del modo en que el ejército, privado por Franco de su orgullo profesional, buscó refugio en la noción intemporal de que por encima y más allá de toda consideración estaba su deber de guardián de los destinos políticos de España.
La política de defensa de España se basaba en el riesgo calculado de que nada ocurriría en lo que respecta a una agresión exterior. El Caudillo permitió que las fuerzas armadas españolas acabasen cayendo en un estado de considerable decadencia profesional y técnica. La miseria tecnológica del ejército español, la apatía de muchos oficiales que daban mayor importancia a sus trabajos civiles, la división política y la determinación de sus sectores más influyentes de frustrar la voluntad nacional, todo ello era parte del envenenado legado militar del general Franco. El ejército fue utilizado como barrera inerte contra el cambio social. Esto consolidó la tendencia, ya existente, de marginarse de la sociedad civil y de comportarse como si fuera un ejército de ocupación extranjero en su propio país. A lo largo de los casi cuarenta años de franquismo, sin embargo, la sociedad evolucionó lenta pero inexorablemente. La España que, para la derecha, justificó la sublevación de 1936 y la violencia de la guerra civil, simplemente no existía ya en 1975. Con todo, el ejército estaba comprometido legal e institucionalmente en la defensa de los presupuestos básicos del franquismo. Pero también es cierto que en términos técnicos no estaba preparado para tareas más difíciles. Otros elementos relacionados con el franquismo, como la Iglesia, la banca y los grupos políticos monárquicos y católicos, trataron de evolucionar por su cuenta y de distanciarse del régimen. Sólo la Falange y el ejército no lo hicieron.