CAPÍTULO 6
POPULISMO Y PARASITISMO:
LA FALANGE Y LA CLASE DIRIGENTE
ESPAÑOLA, 1939-1975
La respuesta instintiva de la derecha española, amenazada por las reformas de la Segunda República, fue pertinaz y violenta. Sin embargo, dado el fracaso inicial de los intentos de desestabilizar la República por la violencia, auspiciados por la derecha aristocrática, elementos menos rígidamente tradicionales hubieron de examinar la posibilidad de movilizar apoyos populares en defensa de los intereses derechistas. Junto a los grupos tradicionales de monárquicos, alfonsinos y carlistas, surgió el partido católico populista y autoritario, la CEDA, y Falange Española, mucho menos numerosa y declaradamente fascista[1]. Todas esas organizaciones unieron su suerte a la de los oficiales del ejército que organizaron el alzamiento de julio de 1936. La Falange era en el punto de partida la más débil de ellas, pero las circunstancias de la guerra y la influencia exterior de las potencias del Eje la proyectaron a una posición prominente. El apoyo de masas con que contaba la CEDA y su movimiento juvenil, la Juventud de Acción Popular, ya había empezado a afluir a la Falange en la primavera de 1936. Además, engrosaron sus filas los alistados en la época de la guerra. Durante los tres decenios siguientes, al tiempo que se difuminaba su intransigencia ideológica, siguió desempeñando un papel fundamental en el régimen. De hecho, era la tarjeta de identidad de la dictadura en el mundo exterior. No era de extrañar, pues era el organismo que se ocupaba de las movilizaciones de masas y controlaba las relaciones laborales y también la que aportaba el dogma, la iconografía y los rituales ideológicos del régimen.
La relación de Falange Española con los demás componentes de la coalición franquista fue compleja y experimentó una constante transformación. La derecha aristocrática y la de clase media-alta consideraron tarea primordial la destrucción de lo que para ellos era una amenaza de desorden, anticlericalismo y comunismo. Los vínculos familiares y de clase hicieron que les resultara natural recurrir al ejército. En lo sucesivo éste fue la localización del poder real. Así pues, la contribución de la Falange fue de tipo diferente. En privado se la consideraba con cierto desagrado por la vanidad con que imitaba los modelos del Eje y por su estridente retórica igualitarista. Fue aceptada en gran medida por la necesidad de carne de cañón y para la ejecución de diversas tareas desagradables relacionadas con la guerra, entre las cuales destaca la represión. Durante la guerra civil y los primeros días de la segunda guerra mundial, aristócratas y fascistas convivieron bastante bien, pese al abismo existente entre su composición social y sus prioridades ideológicas. Compartían un terreno común basado en el autoritarismo clerical y en la determinación de ganar la guerra. Todos se consideraban parte del Movimiento, el vago término genérico utilizado para denotar la causa nacional durante la guerra civil y después de ella. Al fin y al cabo, en abril de 1937 habían accedido, más o menos voluntariamente, a su unificación en el partido único del régimen, la Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Los monárquicos alfonsinos habían accedido a la disolución de su organización «con gran alegría y orgullo». El dirigente de la CEDA, José María Gil Robles, había escrito asimismo a Franco sobre «nuestro sacrificio voluntario»[2].
Soldados o civiles, eran casi todos católicos. Exceptuados los falangistas, muchos eran también monárquicos de algún tipo. No cabe duda de que siguieron considerándose primordialmente falangistas, carlistas, demócratas cristianos o monárquicos alfonsinos y reconociéndose mutuamente como tales. Las organizaciones y los aparatos de sus partidos habían desaparecido, pero perduraban los intereses y compromisos que representaban[3]. Sin embargo, su adscripción a lealtades eclesiásticas, militares, monárquicas, falangistas o —de forma más general— franquistas dependía de un equilibrio, siempre inestable, de compromiso ideológico y puro oportunismo. En consecuencia, el equilibrio de poder dentro de la coalición se modificó con el paso de los años como reacción ante las cambiantes circunstancias interiores e internacionales.
Hubo algunos rasgos constantes. La preeminencia militar disminuyó sólo gradualmente y permaneció constante en los ministerios de los tres ejércitos. El ministro de Gobernación fue siempre un general hasta 1969, cuando pasó a ocupar ese cargo un miembro del cuerpo jurídico del ejército. El de Educación siguió siendo territorio firmemente católico y el Ministerio de Justicia fue un feudo carlista hasta 1973. No obstante, cabe distinguir cuatro períodos en la evolución de la derecha española de 1939 a 1977. Corresponden en líneas generales a la llamada «época azul», de aparente predominio falangista, entre 1939 y 1943, al período de severo gobierno demócrata cristiano entre 1946 y 1957, a la irrupción de la modernización económica presidida entre 1957 y 1969 por los tecnócratas asociados con el Opus Dei y, por último, a la ruptura de la coalición del régimen, las rivalidades partidistas y la posterior transición a la democracia entre 1969 y 1977. Los ajustes periódicos del personal ministerial respondieron siempre a un objetivo central: la supervivencia del régimen. Hubo retoques en el gobierno según los cambios de las circunstancias internacionales, como en 1945. A veces los cambios fueron la respuesta de Franco a choques particularmente violentos entre las familias políticas e ilustraron su determinación de mantener el equilibrio global sobre el que se había construido la estabilidad del régimen. Así fue en 1942 y 1969. Los cambios de ministros reflejaron también la conciencia del régimen sobre su obligación a permanecer sensible a la dinámica en transformación del capitalismo español. Así, tras los cambios de gobierno de 1951 y 1957 se ocultaban intereses económicos.
Inmediatamente después de la guerra civil y durante la segunda guerra mundial, fue la Falange la que estableció el tono ideológico del régimen. Fue en gran medida el reflejo de la circunstancia exterior representada por el éxito del Eje. También reflejaba el hecho de que aún no se hubiera olvidado el pecado original, a juicio del franquismo, de los demócratas cristianos de la CEDA: su coexistencia accidentalista con la Segunda República. Los carlistas se habían retirado a sus bastiones navarros, satisfechos con la recompensa del Ministerio de Justicia y su estatuto económico preferente. Los realistas de Acción Española permanecieron a un margen, recelosos de la advenediza retórica antimonárquica y antioligárquica del Movimiento en pro del Eje. En consecuencia, para el mundo exterior, Falange y franquismo fueron consustanciales. Aquello era ilusorio pero comprensible. Falange Española y de las JONS aportó la estructura, el nombre, el vocabulario y los mecanismos de propaganda del partido único. Sin embargo, el falangismo sólo era un ramal del Movimiento.
En realidad, el poder de la Falange fue siempre poco sólido y nunca fue equiparable al del NSDAP en Alemania o al del Partido Fascista en Italia. La Falange no había conquistado el Estado por sus propios medios, sino que había llegado al poder gracias a un alzamiento militar. Había perdido todo dinamismo autónomo cuando, después de la unificación, se había prestado a engrosar la estructura burocrática del nuevo Estado franquista. La Falange fue la palestra desde la que aspirar a los cargos y la siempre flexible retórica de sus dirigentes fue un simple medio para granjearse favores y conseguir ascensos. La meta de la resolución nacional-sindicalista fue abandonada en silencio con la aspiración a las sinecuras de los funcionarios estatales. La reforma agraria y la nacionalización de los bancos pasó a ser parte de la «revolución pendiente»[4]. A medida que sus dirigentes fueron envejeciendo el partido se atrofió, presa de su propia «ley de hierro de la oligarquía». La purga interna de la FET y de las JONS, que duró seis meses a partir de noviembre de 1941, fue una versión más larga e incruenta de la «noche de los cuchillos largos» y su objeto era sólo reducir la competencia por los cargos estatales bien pagados[5]. Paradójicamente, la «corrupción» de la Falange le ayudó a sobrevivir a la derrota del Eje. La FET y de las JONS estaba demasiado enraizada en las estructuras de las administraciones local y central como para poder ser fácilmente erradicada y tenía muy poca autonomía o incluso influencia ideológica para que fuera necesaria una purga[6].
La FET y de las JONS cumplió diversas tareas útiles para los generales, que fueron sus auténticos padrinos. Sus movilizaciones de masas aportaron el barniz de apoyo popular. Sus estructuras burocráticas sofocaron las aspiraciones de los obreros y campesinos. Sus ideólogos elaboraron una versión española del Führerprinzip, la «teoría del caudillaje»[7]. Sin embargo, el hecho de que Franco fuera el Jefe Nacional del partido sirvió en última instancia para recordar constantemente la continua subordinación del mismo. Alcanzó cierta autonomía política durante los días de éxito del Eje, en la segunda guerra mundial, sólo porque la ambición de Franco se lo permitió. Al final siempre se apresuraba a ajustarse a cualquier cambio político que aquél iniciara. No obstante, pese a sus virajes y zigzags, conservó en su poder los instrumentos de hegemonía ideológica hasta 1975 mediante la red de prensa del Movimiento, los sindicatos verticales y la burocracia, en constante aumento, de las administraciones central y local. Además de las relaciones laborales, dependían también de la Falange la vivienda y la seguridad social. Los oficiales del ejército, los funcionarios y los sindicalistas pasaban automáticamente a ser miembros de la FET y de las JONS.
Sin embargo, bajo el gran paraguas del Movimiento, el poder político real era algo que en parte había que conseguir con intrigas y en parte dependía de la opinión del Caudillo sobre cuál sería la mejor forma de asegurar la supervivencia de su poder. Después de 1946 tomaron el relevo los demócratas cristianos franquistas procedentes de la CEDA y asociados con el grupo de presión católico, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Hasta ser sustituidos por los tecnócratas del Opus Dei en 1957, los católicos de la ACNP aportaron al régimen la legitimidad pública. A partir de 1957 los tecnócratas presidieron un proceso de modernización económica y trabajaron denodadamente para dar una nueva imagen política a la dictadura. En adelante, la pérdida del control por un Caudillo envejecido y enfermo se combinó con el aumento de la presión exterior para deshacer el delicado equilibrio de las fuerzas del régimen y abrir el camino a una transición a la democracia negociada. A lo largo de toda la compleja evolución del régimen de 1946 a 1975, la Falange siguió siendo como un pulpo rencoroso y obstructor, cuyos tentáculos se extendían por doquier, imposibilitaban totalmente el cambio pero mantenían intacta con su capacidad para crear obstáculos. La desaparición de la Falange habría convenido a otros elementos de la coalición franquista, pero se había atrincherado demasiado bien en todos los sectores de la vida nacional, se mostraba renuente a ceder y era demasiado poderosa para ser desalojada.
En consecuencia, tras el aparente predominio de la Falange en el régimen existía un constante forcejeo por el poder, siempre limitado por una profunda conciencia de la causa común. Precisamente en pro de la erradicación del liberalismo, del socialismo y del comunismo de España muchos derechistas habían aceptado las alianzas de Franco en la guerra civil con Hitler y Mussolini, unos con entusiasmo, otros con cierta repugnancia. Muchos lo hicieron con el deseo ferviente de que España participara en el futuro orden mundial fascista. Estos últimos fueron los que establecieron el tono en la primera época de la FET y de las JONS. La mayoría eran jóvenes que habían ingresado en el partido en los primeros meses de la guerra civil y estaban deseosos de que España se uniera a la campaña de Hitler en pro de la dominación mundial. Inmediatamente después de la victoria en la guerra civil, encumbraron a los elementos más conservadores, que siguieron esperando en vano que el Caudillo restaurara la monarquía.
Sin embargo, Franco tenía otras prioridades, convencido como estaba de la inminencia de una guerra que reestructurase el mundo en beneficio de las nuevas y dinámicas potencias fascistas. Los partidarios del ancien régime habían quedado anticuados. Se les pusieron obstáculos para la recuperación de sus redes de prensa[8]. Con frecuencia surgían fricciones entre ellos y los falangistas dominantes; en una ocasión, en 1942, condujeron a un desafío a duelo por el falangista Miguel Primo de Rivera, hermano del fundador del partido, contra el director de la Real Academia Española, el poeta monárquico José María Pemán[9]. La disensión había surgido mucho antes como consecuencia del resentimiento falangista por el papel concedido a la Iglesia en los asuntos educativos por el primer ministro de Educación de Franco, el intelectual monárquico Pedro Sáinz Rodríguez. Repelido por la campaña falangista contra él y por la orientación totalitaria de la política española, éste pidió su relevo el 27 de abril de 1939[10]. La tendencia a favor de la Falange se traslució también en la sustitución del general monárquico Alfredo Kindelán como jefe del ejército del aire por el general falangista Juan Yagüe en agosto de 1939[11].
La segunda guerra mundial hizo aflorar parte del resentimiento que los monárquicos sentían por Franco. Siempre habían considerado que su apoyo estaba condicionado al restablecimiento de la monarquía. Al ver que el Caudillo no cedía el paso a un rey borbón, se inclinaron a favor de los aliados en la guerra. Ello propició incidentes como el intento de asesinato del general carlista Varela, ministro del Ejército, por falangistas en Begoña, cerca de Bilbao, el 16 de agosto de 1942[12]. Gradual, por no decir imperceptiblemente, una minoría de partidarios de la dictadura se iba separando de Franco, mientras que la mayoría —monárquicos alfonsinos y carlistas, católicos y falangistas, clérigos y soldados— seguían enzarzados de buena gana en las disputas por el poder. Aquellos colaboracionistas confiaban en que el régimen preservara el orden social por el que habían combatido en la guerra civil.
Eran franquistas leales y con frecuencia se calificaban de monárquicos sólo para diferenciarse de los que consideraban advenedizos de clase media-baja de la Falange, con su retórica populista de igualitarismo espurio. Se unieron en torno a Franco en la carrera por el poder no para modificar la forma ni el contenido del régimen, sino para tener voz en la distribución de sus beneficios. Los monárquicos colaboracionistas podían acallar su conciencia con la idea de que Franco aún no había institucionalizado su régimen de modo que pudiera resultar un obstáculo para una restauración. Además, aún podían engañarse pensando que Franco era más monárquico que franquista. Al fin y al cabo, debía su rápido ascenso en el ejército a la intervención personal de Alfonso XIII. Había sido «gentilhombre de cámara del rey» y se declaraba monárquico[13]. Había sido elegido Jefe del Estado nacional en 1936 por los generales más monárquicos del ejército[14]. También podían sentirse alentados por el hecho de que el pretendiente, don Juan, sin cerrarse ninguna opción, estuviera en contacto más o menos periódico con Franco a través de intermediarios.
Franco trató con consideración a los monárquicos que podían combinar la lealtad nominal a la corona con el servicio incondicional a su regencia de facto[15]. Los pocos que abandonaron los círculos del régimen se consideraban en la oposición, aunque su posición no era, desde luego, la misma que la de los derrotados republicanos, a los que aún se seguía fusilando a centenares o apiñando en campos de trabajo o de concentración. De igual forma, los que permanecieron no eran necesariamente fascistas. Existía un amplio terreno común entre la minoría de antifranquistas monárquicos y católicos y la mayoría de franquistas monárquicos y católicos. Estaban de acuerdo en cuestiones de orden público, religión y anticomunismo, por ejemplo. Sin embargo, los aristócratas, intelectuales y oficiales monárquicos del ejército que tenían escarceos con la oposición consideraban que Franco estaba traicionando a la monarquía al no restaurar al rey después de la guerra civil. En cambio, los franquistas —aun cuando se declararan monárquicos— consideraban que no se debía restaurar la monarquía borbónica por derecho propio, sino que se debía instaurar como nueva monarquía franquista y sólo después de que el Caudillo hubiera llevado a cabo los cambios políticos necesarios y probablemente sólo después de su muerte. No obstante, los franquistas de todas clases siempre estuvieron deseosos de conseguir para la dictadura el poder legitimador de la monarquía. Así pues, su objetivo era preservar los vínculos con don Juan de Borbón y al mismo tiempo neutralizarlo. A esto se refería el ultraconservador general Juan Vigón, sucesor de Yagüe en la jefatura del ejército del aire, cuando dijo al pretendiente que «confiara en Franco como en un padre» y se dedicase a coleccionar sellos o monedas[16].
Inmediatamente después de la guerra civil, la rivalidad más seria para la hegemonía falangista dentro del Movimiento fue la de los católicos de la ACNP, encabezada por el excedista y presidente de Acción Católica, Alberto Martín Artajo[17]. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado fueron algo tensas hasta 1942. La jerarquía eclesiástica recelaba de la retórica estatalista de la Falange. Los falangistas envidiaban la influencia católica en la prensa, la educación e incluso en la banca y la influencia política de la Iglesia. Muchos «propagandistas» ocupaban puestos clave en bancos y en el INI, conjunto de empresas del gobierno. Como la Falange, la ACNP también aportó una importante proporción de los gobernadores civiles provinciales[18]. Controlaba varios diarios, y en 1939 creó el influyente Consejo Superior de Investigaciones Científicas en connivencia con el Opus Dei. Precisamente esa influencia en el seno de la sociedad civil era lo que contrariaba a los falangistas. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas estaba dirigido por uno de los católicos más fiables del Movimiento, el exdiputado cedista por Murcia José Ibáñez Martín, ministro de Educación de Franco desde 1939. No es de extrañar que, después de que se vinieran abajo todas las esperanzas de una victoria del Eje y del consiguiente declinar de la influencia falangista, aumentara la presencia católica en los círculos del poder[19].
A mediados de 1943, cuando los reveses alemanes en el frente ruso empezaron a resultar cada vez más claros y los aliados comenzaron su ascenso hacia el norte por la península italiana, muchos franquistas supusieron que el Caudillo pronto tendría que abandonar el poder. La caída de Mussolini levantó olas de pánico en la jerarquía franquista. Se prohibió la publicación de la noticia en la prensa, pero circularon copias de una gráfica descripción de una carta del secretario del embajador español en Roma. El embajador, el falangista Raimundo Fernández Cuesta, recibió una severa reprimenda de Franco por permitir un acto de derrotismo. El Caudillo afirmó con vehemencia que no había analogía entre lo que estaba sucediendo en Italia y la situación en España[20]. En el verano veinticinco miembros prominentes de las Cortes, incluidos cinco exministros, ya habían pedido a Franco que restaurara la monarquía y —lo que era más decisivo— un grupo de generales veteranos, incluidos la mayoría de los que le habían conferido el poder en Salamanca en 1936, le pidieron que se retirara. Franco afrontaba una situación similar a la que había precedido a la caída de Mussolini. Con su típica astucia, habló con todos ellos por separado y les hizo creer que pronto accedería a su petición[21]. Donjuán intensificó su participación en la política española. No es de extrañar que más adelante Franco se refiriera al período que va de finales de 1943 a comienzos de 1944 como «los momentos más graves que sufrimos en la guerra»[22].
Un ejemplo sintomático de ello fue que en octubre de 1944 el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, volviera a ingresar en la ACNP para intentar liberarse de su anterior y acérrimo fascismo, iniciativa significativa de un ministro que llevaba cinco años en el gobierno e iba a permanecer en él siete años más. La correspondencia entre el Caudillo y el pretendiente revelaba su distanciamiento cada vez mayor, aunque ni siquiera don Juan, para proteger sus intereses dinásticos, podía permitirse el lujo de romper enteramente con el régimen de Franco. Esa inhibición se reflejó en su posterior decisión, adoptada a regañadientes, de que su hijo Juan Carlos se educara en España. Aunque en enero de 1944 Estados Unidos suspendió todas las exportaciones de petróleo a España y la fragilidad del régimen resultaba manifiesta, la oposición monárquica tenía poco poder. Los disidentes monárquicos suponían simplemente que su presión o, en el peor de los casos, la intervención extranjera, podría obligar a Franco a aceptar la restauración y a abandonar el poder. Sin embargo, ni los monárquicos ni la izquierda pudieron convencer nunca a las potencias extranjeras de que con sus planes para la sucesión del dictador podrían evitar la guerra civil y proteger los intereses económicos de Occidente. En cambio, Franco tenía cierto apoyo popular y el control del poderoso aparato del Estado. El Caudillo conservó esas reservas de fuerza incluso en los momentos de supuestamente mayor debilidad. Por miedo al regreso de una izquierda vengativa, todas las fuerzas de la derecha cerraron filas en torno a Franco.
La publicación del discurso a la nación de don Juan, el llamado «manifiesto de Lausana», el 19 de marzo de 1943, reveló los límites de la oposición monárquica. Estimulado por la restauración por parte de los aliados del rey italiano, pedía a Franco que abandonara el poder. Los monárquicos esperaron expectantes a ver si el Caudillo se marchaba. Aunque estuvo muy preocupado, Franco no perdió la cabeza y siguió el consejo de su éminence grise, Luis Carrero Blanco, de «no soltar las riendas por nada del mundo». El dirigente de la ACNP Alberto Martín Artajo comentó que «quienes no desempeñamos papel alguno en la política estamos preocupados por la ofensiva internacional contra España»[23]. En el cambio de gobierno del 18 de julio de 1945, Franco reconoció —siguiendo, como siempre, los consejos de Carrero Blanco— los cambios en la configuración de las fuerzas interiores e internacionales. En consecuencia, pidió a Artajo que entrara en el gobierno como ministro de Asuntos Exteriores. Con ello esperaba presentar una apariencia demócrata cristiana más en sintonía con la evolución de los acontecimientos en otros países europeos. Aunque monárquico, Martín Artajo era un típico accidentalista pragmático. Más que la restauración monárquica, lo que le interesaba era disminuir la influencia de la Falange dentro del régimen en beneficio de los intereses católicos[24].
La disposición católica a alejarse del fascismo representaba un deseo de desechar la carga del falangismo sin por ello abandonar el autoritarismo esencial del régimen bajo un aspecto más aceptable. Una vez más, como en el caso de los monárquicos, no surgiría entre los católicos del régimen una tendencia auténticamente progresista hasta decenios después y tras una dolorosa evolución política que culminaría en una abierta oposición al régimen. Después de 1945, los derechistas pragmáticos que se habían conformado con ser parte del Movimiento en su fase más pro Eje, pese a su incomodidad ante la retórica antioligárquica fascista de la Falange, empezaron a hacer distinciones, proclamándose monárquicos, carlistas, demócratas cristianos o simplemente católicos. Para alivio suyo, a partir de 1945 el régimen se esforzó en serio por cortar sus vínculos con un pasado fascista. Se elaboró una seudoconstitución, que adoptó la forma de la Ley de Sucesión de 1947. Mediante el recurso de los plebiscitos, se disfrazó la dictadura de «democracia orgánica». Se atenuaron los elementos «fascistas», abrazados abiertamente sólo por grupos de fanáticos que mantenían sus opiniones discretamente tras los muros de la Falange[25].
El débil compromiso con el cambio de los católicos de la ACNP se reflejó en la suerte que corrieron los planes políticos extraordinariamente conservadores de Martín Artajo. Proponían una «monarquía tradicional», órganos representativos de los intereses económicos y morales y una libertad de expresión especial, limitada a «la difusión de la verdad y, desde luego, no del error». Sin embargo, en la reunión del gobierno en que se examinaron sus ideas, a su intervención siguió una atmósfera hostil[26]. Sin embargo, Franco utilizó aquella tendencia «progresista» para promover su régimen en el extranjero, particularmente en Roma. Martín Artajo como ministro de Asuntos Exteriores podía proyectar una imagen positiva de la España franquista. En septiembre de 1946, el joven educado y católico Joaquín Ruiz Giménez fue nombrado director del Instituto de Cultura Hispánica, cargo que entrañaba muchos viajes al extranjero. La familia «católica» era infatigable en su proselitismo en pro del régimen dentro del país y en el extranjero. Su colaboración iba a dar fruto en 1953 con el Concordato con el Vaticano y el acuerdo sobre las bases con Estados Unidos.
En realidad, a finales de 1946 el momento de mayor peligro para Franco ya había pasado. Don Juan tuvo que elegir. Podía acentuar sus credenciales democráticas a expensas del diálogo con el régimen para facilitar la acción conjunta con la izquierda moderada. Sin embargo, cualquier rapprochement a la izquierda iba acompañado de la certidumbre de que, aun cuando Franco se marchara, la monarquía tendría que someterse a un plebiscito. Don Juan, conocedor de la desagradable experiencia del rey Umberto en el referéndum italiano de junio de 1946, era reacio a comprometerse con esa opción. Además, al haber ido la guerra fría convirtiendo el anticomunismo de Franco en una baza, se sintió tentado de mantener buenas relaciones con el Caudillo a cambio de los beneficios a corto plazo que ello podría entrañar para su familia y sus partidarios. De hecho, la indecisión táctica de don Juan en aquella época fue un reflejo de su esencial debilidad política. La introducción por Franco de la Ley de Sucesión el 30 de marzo de 1947 reveló brutalmente que el Caudillo había comprendido la impotencia de don Juan. Dicha ley, inspirada por Martín Artajo, fue el apogeo del intento católico de desfalangizar y legitimar el Movimiento. Proclamaba a España como reino, cuyo Jefe del Estado vitalicio era Francisco Franco. Éste podía presentar ante las Cortes en cualquier momento a un rey o regente para que lo sucediera. Carrero Blanco avisó a don Juan de la inminencia del anuncio, pero sólo unas horas antes de que se emitiera por la radio española[27]. Donjuán, indignado por aquella descortesía y por el aplazamiento indefinido de una restauración, hizo público el llamado manifiesto de Estoril el 7 de abril de 1947. Rechazaba la ley como «ficción constitucional» contraria a los principios de la monarquía[28]. Fue un gesto inútil. Una vez que la maquinaria de propaganda del régimen se puso en marcha, el referéndum sobre la ley obtuvo una aprobación popular masiva.
Los «juanistas» estaban desorganizados. Los monárquicos colaboracionistas, fuera de la Falange, pero no por ello menos parte del Movimiento, estaban empezando a prosperar, por lo que cada vez tenían menos motivo para correr los riesgos de la oposición. La ley les brindó la excusa que necesitaban para renunciar a la oposición, incluso simbólica. La oposición «juanista» estaba quedando neutralizada y el embarazoso falangismo arrinconado. La coalición franquista estaba intacta. La Iglesia y el ejército permanecieron leales. Había llegado la hora de los católicos leales al régimen. Incluso los falangistas se mantuvieron dóciles, reacios a ceder el acceso al sistema de reparto del botín. La única nube en el horizonte era la incapacidad del régimen para resolver los problemas económicos y sociales en aumento que afrontaba. Ello iba a obligar pronto a Franco a hacer más cambios que, a su vez, propiciarían con el tiempo la desintegración de su régimen. Por lo demás, todo parecía estar bien.
Estados Unidos había iniciado ya el proceso de integración de la España de Franco en la esfera de influencia occidental. Además, don Juan había reconocido en realidad que la evolución de los acontecimientos favorecía al Caudillo. Mientras que los miembros más antifranquistas de su consejo privado estaban negociando con los socialistas, el pretendiente celebraba conversaciones en el yate del dictador, el Azor. El 25 de agosto de 1948 accedió a que su hijo Juan Carlos estudiara en España. No quería que su dinastía estuviera separada para siempre de su patria, como algunos de los tristes reyes de países balcánicos que frecuentaban el casino de Estoril[29]. Franco se había arrancado el aguijón de la oposición monárquica. Sin embargo, dentro de España los monárquicos colaboracionistas y los católicos se sintieron encantados. Se apresuraron a sacar, felices, la descabellada conclusión de que Franco había prometido una pronta restauración, lo que los absolvía del deber de plantearse siquiera la posibilidad de ejercer la oposición.
Don Juan sabía que la confianza de los colaboracionistas carecía de fundamento. Independientemente de cualquier otra medida que adoptara, lo que no podía dejar de hacer era contrarrestar la presión falangista sobre Franco para que cerrara la puerta a una futura restauración. En ese caso podría haber sido difícil, incluso después de la muerte de Franco, volver a colocar la monarquía en el orden del día político. Su cautela estaba justificada por la solidez de la coalición franquista y por la habilidad de Franco para virar con los vientos predominantes. Oficiales del ejército, tradicionalistas, monárquicos, falangistas y católicos tan leales al Vaticano como Martín Artajo y Ruiz Giménez siguieron trabajando en armonía con franquistas intransigentes como el siempre presente Carrero Blanco o el ministro de Información, Gabriel Arias Salgado. Además, parecía haber movimientos procedentes del régimen. Cuando se reveló la incapacidad del gobierno para dar una respuesta inteligente a la oleada de huelgas de 1951, Franco cambió el gobierno. Ministros asociados con la Falange y que llevaban mucho tiempo en su cargo, como Juan Antonio Suanzes e Ibáñez Martín, fueron destituidos. El carlista Antonio Iturmendi volvió a ocupar el cargo de ministro de Justicia y el Conde de Vallellano fue nombrado ministro de Obras Públicas. Joaquín Ruiz Giménez pasó a ser ministro de Educación. Al presentar el régimen una cara más aceptable, la posibilidad de eliminarlo totalmente parecía alejarse. El regreso de los embajadores en 1950, la entrada de España en la Unesco en 1952, el concordato con el Vaticano y el tratado con los Estados Unidos en 1953 fueron golpes duros para la oposición democrática y para los monárquicos que abrigaban esperanzas de una pronta restauración.
Por la misma razón, el cambio de gobierno de 1951 anunció una importante crisis para la Falange. El fortalecimiento de los monárquicos del régimen abrió una brecha en el Movimiento. En adelante la Falange iba a estar dividida entre una mayoría colaboracionista dispuesta a tragarse el monarquismo creciente del régimen y una minoría de puristas intransigentes comprometidos con una república totalitaria. Los colaboracionistas estaban dispuestos a comprometer sus principios ideológicos antes que renunciar a los frutos del poder. Las diferentes iniciativas liberalizadoras de Ruiz Giménez exacerbaron las tensiones dentro del Movimiento. De hecho, en la concentración celebrada en noviembre de 1955 en El Escorial para conmemorar el aniversario de la muerte del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, se llamó traidor a Franco[30].
Los monárquicos católicos del régimen empezaron a aprovechar su ventaja. En gran medida como había hecho Martín Artajo a mediados del decenio de 1940, empezaron a buscar formas de contribuir a la estabilidad del régimen modificando sus rasgos dictatoriales. Surgió una curiosa amalgama de colaboracionistas seguidores de don Juan e intelectuales del Opus Dei, conocida colectivamente como la «tercera fuerza», una tercera fuerza contra la Falange y los católicos conservadores, o demócratas cristianos autoproclamados, de Artajo. Algunos, pero no todos, de los dirigentes eran figuras relacionadas con el Opus Dei: Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez Embid y Gonzalo Fernández de la Mora. Otros, como el empresario Joaquín Satrústegui, eran liberales partidarios de don Juan. Estaban comprometidos con la restauración en su momento de una monarquía tradicional encabezada por don Juan, si bien en el marco de los ideales del Movimiento. En un artículo publicado en París en septiembre de 1953 y que circuló ampliamente entre la clase dirigente franquista, Calvo Serer afirmaba que los falangistas y los católicos del antiguo régimen habían perdido el rumbo. Por decir que sólo un equipo del nuevo grupo podía modernizar el régimen, liberalizar la administración y modernizar la economía, Calvo Serer fue destituido de sus cargos en el Consejo Superior[31].
La tercera fuerza fue puesta a prueba en las elecciones municipales celebradas en Madrid el 25 de noviembre de 1954, las primeras desde la guerra civil. Sus candidatos, auspiciados por el periódico monárquico ABC, fueron objeto de intimidación por los matones falangistas y por la policía. No obstante, aunque los resultados oficiales dieron una victoria sustancial a los candidatos falangistas, los monárquicos afirmaron haber recibido más del 60% de los votos[32]. Resulta revelador que Martín Artajo escribiera a Franco: «¿Qué sentido tiene permitir la presentación de un candidato de la oposición y un candidato independiente? Temo que con eso hemos caído en el antiguo juego de los partidos políticos»[33]. Al intentar congraciarse así con el dictador, Martín Artajo logró lo que era casi imposible e hizo parecer a aquél más liberal que su gobierno. Franco, más realista que su adlátere, sacó la conclusión de que la fortaleza de una fuerza de derecha crítica requería la adopción de alguna medida. En consecuencia, se reunió con donjuán en Ja finca del Conde de Ruiseñada en Extremadura el 30 de diciembre de 1954. No hizo concesiones sobre una restauración, pero su gesto aplacó momentáneamente a los monárquicos. Poco después, en entrevistas publicadas en el diario Arriba los días 23 y 27 de enero de 1934, Franco habló de su sucesor y declaró que debía ser alguien «completamente identificado con el Movimiento». Al cabo de seis meses, don Juan declaró que la monarquía siempre había estado «de acuerdo con el espíritu del Movimiento y la Falange»[34].
Aquel aparente rapprochement entre el dictador y el pretendiente causó un mayor desasosiego en los círculos falangistas. De hecho, en toda la clase dirigente franquista se estaban ya perfilando los frentes para una futura lucha por el poder. Los falangistas, los católicos franquistas y la tercera fuerza, al darse cuenta de que poco se podía hacer fuera del Movimiento, esperaban moldear el Movimiento a su imagen y semejanza. Las tensiones llegaron a un punto crítico a primeros de febrero de 1936. En la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid hubo incidentes violentos entre falangistas católicos progresistas e izquierdistas. Con un típico juicio salomónico, Franco destituyó a Ruiz Giménez y al más veterano falangista de su gobierno, Raimundo Fernández Cuesta. Como ministro secretario general del Movimiento, Fernández Cuesta había criticado desmedidamente a la tercera fuerza. Fue sustituido por José Luis de Arrese[35]. A lo largo de todo 1956, Arrese iba a procurar modificar las leyes fundamentales para conceder al Consejo Nacional del Movimiento el derecho supremo a rechazar al sucesor de Franco y con ello perpetuar la preeminencia de la Falange. El plan de Arrese se parecía tanto a las seudoconstituciones del bloque soviético, que los monárquicos del régimen, los carlistas y la Iglesia se unieron en oposición al mismo[36]. El equilibrio de poder se inclinaba aún más en contra de la Falange. Algunos de sus representantes juveniles más brillantes del Frente de Juventudes y del Sindicato Español Universitario, como Rodolfo Martín Villa y Juan José Rosón, estaban ya reconociéndolo y convirtiéndose en administradores «apolíticos» profundamente atrincherados en las estructuras del régimen. Otras figuras ligeramente más veteranas estaban trabajando en pro de la creación de una variante totalmente pacífica y «progresista» del falangismo partidario del desarrollo. Dos de esas figuras eran Manuel Fraga Iribarne, que pasó a ser director del Instituto de Estudios Políticos, y Torcuato Fernández Miranda, que fue nombrado director general de Universidades[37]. Esos miembros del aparato del Movimiento y otros como ellos llegarían a desempeñar un papel decisivo en la transición para la eliminación de la dictadura después de 1975.
Sin embargo, Franco seguía afrontando los problemas de la tensión entre falangistas y monárquicos y del estancamiento cada vez más intenso de la economía española. Después de largas consultas con Carrero Blanco, en febrero de 1957 recurrió a los llamados «tecnócratas». Una profunda remodelación del gobierno dio paso a los expertos que iban a controlar los resortes del poder económico. Alberto Ullastres fue nombrado ministro de Comercio y Mariano Navarro Rubio ministro de Hacienda. En varios ministerios, tecnócratas como Gregorio López Bravo, José María López de Letona y José Luis Villar Palasí pasaron a ser subsecretarios y directores generales. A Laureano López Rodó se le encomendó, con plenos poderes, una importante reforma administrativa como secretario general técnico de la Presidencia del gobierno. Los falangistas que permanecieron en el gobierno eran de la variedad domesticada: Arias Salgado, Arrese y José Solís Ruiz. Como el grupo de la tercera fuerza, los tecnócratas estaban estrechamente asociados con el Opus Dei, pero estaban más interesados en modernizar el régimen que en liberalizarlo. Eran neofranquistas, preocupados sólo por su propia supervivencia y por la del régimen. En ese sentido, los tecnócratas pasaron a ser cómplices del inmovilismo de Franco al aportar los medios para cerrar la puerta a la reforma política y sustituirla por una reforma administrativa y económica[38]. Eran monárquicos, pero no juanistas. Consideraban, por influencia de Carrero Blanco, que el futuro correspondía a una monarquía franquista encabezada por Juan Carlos que descansara en los cimientos autoritarios de la dictadura[39].
Hasta cierto punto, el ascenso de los tecnócratas significó la aceptación por Franco de una opción por una tercera fuerza en sordina.
Sin embargo, lo que significó fue que quedaron frustradas las esperanzas de los partidarios auténticamente liberales de don Juan, que se vieron obligados a formar una oposición interna. Los monárquicos estaban divididos entre los que aún seguían comprometidos con una monarquía constitucional encabezada por don Juan y los que formaban parte del régimen y habían llegado a identificarse con los planes de Carrero Blanco para una monarquía franquista encabezada por Juan Carlos. Los elementos más perspicaces del régimen fueron reconociendo cada vez más la necesidad de crear una amplia plataforma extrafranquista, preparada para cuando desaparecieran Franco y la Falange. Hay que reconocer que al final del decenio de 1950 el régimen estaba empezando a resolver gradualmente sus problemas económicos sin reforma política, como en el decenio de 1940 había resuelto los diplomáticos. No obstante, los liberales españoles de derechas y de izquierdas tenían razón al pensar que el sentido de los acontecimientos estaba cambiando. Esperaban que Kennedy, el nuevo presidente de Estados Unidos, revocara las políticas de Eisenhower para con Franco y que la necesidad de que España entrara en la CEE favoreciese su causa. El hecho de que se centrara la atención en Europa resultó particularmente beneficioso para la oposición, dado el creciente interés del régimen por la aceptación internacional y, en particular, su solicitud de ingreso en la Comunidad Económica Europea el 9 de febrero de 1962. Las actividades europeas de la oposición y la buena acogida que recibieron contrastaron marcadamente con el rechazo categórico de los intentos frustrados de acercamiento a la Comunidad Económica Europea. De hecho, el atractivo de Europa era lo suficientemente amplio para constituir un terreno de encuentro entre la oposición conservadora tolerada del interior y la oposición exiliada. Monárquicos, católicos y falangistas renegados se reunieron con socialistas y nacionalistas vascos y catalanes en Munich en el cuarto Congreso del Movimiento Europeo, del 5 al 8 de junio de 1962.
La reacción de la prensa franquista fue violentísima. Era comprensible. Como consecuencia de la oleada de huelgas de la primavera de 1962, estaban empezando a resultar visibles las primeras señales de conflicto con la Iglesia católica. De repente, las afirmaciones de los comunistas de que su política de reconciliación nacional estaba a punto de dar fruto en un amplio frente de fuerzas antifranquistas cobraron verosimilitud. Católicos y monárquicos de historial limpio habían confraternizado con demócratas exiliados. Las señales de que la coalición franquista se estaba desmembrando eran inmensamente alarmantes. Muchos de los delegados españoles fueron detenidos y confinados por su participación en lo que acabó llamándose el «nauseabundo contubernio de Munich»[40] Resultó significativo que el 10 de julio Franco introdujera en su gobierno más elementos «progresistas» del Opus Dei como Gregorio López Bravo, como ministro de Industria, y Manuel Lora Tamayo como ministro de Educación. El enérgico Manuel Fraga adquirió mayor prominencia como ministro de Información. El régimen se estaba viendo obligado a cambiar. Cuando con el tiempo se reveló la inadecuación de ese cambio, iba a comenzar un proceso gradual por el que sus servidores más clarividentes se internarían por la lenta vía de la oposición democrática. En Munich los derechistas democráticos les habían tendido un puente de respetabilidad. El Congreso de Munich reveló la fuerza cada vez mayor de los grupos no franquistas en el interior y su mayor disposición a actuar en público y al unísono. Las falsas pretensiones europeas del régimen habían quedado al descubierto en la escena internacional. Más importante era que hubiese surgido públicamente una derecha democrática moderada, con la que la izquierda podría relacionarse y establecer un diálogo. La reunión de Munich había subrayado un momento de crisis y había indicado una salida sin derramamiento de sangre.
Por eso, desde mediados del decenio de 1960 el rasgo que predominó en la actitud de la derecha interna y externa al régimen fue la preocupación por el futuro. Esa preocupación fue la que subyacía en gran medida al resurgimiento del interés por la monarquía. Sin embargo, en aquel momento las opciones monárquicas se ampliaron con la presencia de Juan Carlos en España y su relación aparentemente estrecha con el Caudillo. Los políticos franquistas más sutiles se situaron sin ambages en el bando de Juan Carlos. Consideraron esa vía la más convincente para garantizar una continuación del régimen después de la muerte de Franco. Aquellos «continuistas» se lanzaron a la «operación príncipe» para conseguir que éste fuera nombrado sucesor de Franco. El Opus Dei trabajó con particular entusiasmo para la consecución de esa meta, que se produjo en 1969[41]. Los defensores franquistas de Juan Carlos esperaban que presidiera una reforma limitada. Sin embargo, poco se imaginaban que se convertiría en gran medida en el paladín del cambio democrático.
Los falangistas esperaban perpetuar un Movimiento en el que seguirían controlando las grandes instituciones: los sindicatos verticales, el sistema de seguridad social y la administración local. Sin embargo, los elementos no falangistas, si bien aparentaban estar de acuerdo con la idea y los ideales del Movimiento, preferían verlo como un gran paraguas ideológico que cubría a todos los franquistas leales. Esa interpretación amplia del Movimiento fue cobrando mayor preponderancia incluso a medida que el propio Franco llegó a reconocer en el decenio de 1960 que su régimen tenía que ajustarse a las circunstancias en transformación del mundo. El ascenso de Luis Carrero Blanco, Laureano López Rodó y los tecnócratas del Opus Dei constituyó un símbolo al respecto. La tarea de modernizar el Movimiento fue encomendada al menos dogmático de los falangistas veteranos, José Solís Ruiz, un prestidigitador político[42]. Juntos difundieron la retórica del «desarrollo político», la «liberalización» y la «modernización». Lo hicieron con cierta desesperación después del rechazo en febrero de 1962 de la solicitud por parte del régimen de ingreso en la CEE. Mientras los tecnócratas intentaban adquirir crédito democrático para el régimen, la CEE y la reunión de Munich en realidad lo negaban. Sin embargo, los esfuerzos desesperados de los tecnócratas iban a abrir brechas en la clase dirigente franquista a partir de las cuales brotarían con el tiempo retoños democráticos.
Se habló de establecer asociaciones políticas, limitadas, naturalmente, a quienes estuvieran inequívocamente comprometidos con los principios del franquismo y con su supervivencia. Las asociaciones sistematizarían en realidad lo que antes habían sido espontáneas intrigas por el poder entre grupos de presión oficiosos, de modo que permitiera al régimen obtener alguna legitimidad moral, idea que no se aplicó plenamente hasta 1974. Sin embargo, junto con la Ley de Prensa introducida en 1966 por Manuel Fraga, reveló algunas de las divisiones dentro de la élite franquista. La Ley de Prensa era cautelosa y restrictiva, pero permitió un debate limitado en el momento en que los preparativos para el futuro figuraban en el orden del día de algunos elementos del régimen y de la oposición[43]. Tres amplias tendencias se apreciaban en el régimen. En la extrema derecha estaban los falangistas comprometidos con lo que se denominaba «inmovilismo», en el centro estaban los llamados «continuistas», encabezados por Carrero Blanco, que abrigaban la esperanza de perpetuar el régimen bajo una monarquía de Juan Carlos estrechamente vigilada, y en la izquierda estaban los llamados «aperturistas», que abrigaban la esperanza de conseguir una solución democrática restringida encabezada por don Juan. Este último grupo tenía un pie en el régimen y otro en la oposición. Gracias a su capacidad para mantener el diálogo con la izquierda auténticamente democrática y con los continuistas surgiría con el tiempo la transición negociada e incruenta a la democracia entre 1975 y 1977.
El miedo al futuro desempeñó también un papel importante en el desarrollo del conservadurismo no franquista. Existía la conciencia de que la derecha en conjunto corría grave peligro de quedar inextricablemente vinculada al régimen en la opinión popular. Se temía un eclipse conservador total en un régimen posdictatorial que se pudiera crear bajo la égida de fuerzas democráticas dominadas por los comunistas o los socialistas. En consecuencia, había coincidencia general en que el objetivo de la derecha no franquista debía ser propiciar el diálogo y el cambio gradual y que eso la diferenciaba de las otras fuerzas de la oposición cada vez más dispuestas al enfrentamiento. Ello subrayó la ambivalencia en las filas conservadoras durante todo el período de Franco. La democracia cristiana, como había ocurrido antes con el monarquismo juanista, tendió a convertirse en un refugio político para los conservadores que, después de haberse beneficiado del franquismo y haberlo aprobado tácitamente, veían en aquel momento que el cambio político se perfilaba en el horizonte[44]. Así iba a ser cada vez más, cuando el régimen empezara a desintegrarse a finales del decenio de 1960 y, en particular, cuando la Iglesia evolucionase hasta adoptar una actitud de crítica severa de la dictadura.
Carrero Blanco ocupó la vicepresidencia en julio de 1967 con la intención expresa de preparar el terreno para una monarquía franquista en la persona de Juan Carlos. Dicha monarquía iba a estar irrevocablemente comprometida con la permanente exclusión de España de los comunistas, los socialistas y los liberales. La inadecuación de semejante proyecto quedaría patente en el hecho de que, hasta su asesinato en 1973, los gobiernos de Carrero se tambalearon ante los ataques combinados de los disturbios provocados por la clase obrera, la disidencia estudiantil y el terrorismo vasco. Por sí solo, ese hecho hizo a muchos franquistas de antaño reconsiderar su futuro. Lo que inclinó la balanza para muchos fue el hecho de que, ante las amenazas, los continuistas del régimen se vieran obligados a recurrir a una brutalidad desmedida contra sus oponentes. Además, se encontraron cada vez con mayor frecuencia aliados con los inmovilistas, a los que se acabó conociendo como el «búnker»[45]. Su manifestación más rotunda consistió en grupos ultraderechistas que sembraban el terror sometiendo a estudiantes y profesores de izquierdas, dirigentes clandestinos de sindicatos y sacerdotes liberales a actos violentos esporádicos.
Eran simplemente el síntoma más visible de las angustias falangistas ante la debilidad en aumento de Franco y los peligros de la sucesión de Juan Carlos. La derecha falangista del régimen, inquieta por el aumento cada vez mayor de disturbios provocados por la clase obrera y los estudiantes y por la aparición de ETA, organización apta para socavar la fama de invulnerabilidad del régimen, se sintió cercada. Las consignas, los panfletos y las pintadas de sus jóvenes activistas utilizaban una retórica nostálgica de la guerra civil que reflejaba su sensación de que la historia se volvía contra ellos. La Falange llevaba más de treinta años adaptándose a cambios desagradables para gozar de los frutos de la victoria en la guerra civil. La sensación de que parecía haberse acabado la diversión se reflejaba en las consignas hitlerianas de retirarse a un búnker y luchar entre los escombros de la cancillería. En el mejor de los casos, los grupos neonazis desempeñaron un papel útil en la táctica del franquismo acosado, al aterrorizar a la oposición sin estigmatizar al régimen. Más sutil era el efecto propagandístico de desdibujar la adopción por el gobierno de una actitud cada vez más dura contra todas las formas de disensión, porque la invención de una extrema derecha fanática colocaba al régimen, como por arte de magia, en una posición de centro. Pero incluso en junio de 1973, cuando Carrero Blanco pasó a ser presidente del gobierno, ya era demasiado tarde. Era el único garante posible de una monarquía franquista, y al cabo de seis meses estaba muerto.
Cuanto más desenfrenados eran los ataques de la ultraderecha contra los enemigos del régimen, más se identificaba la Iglesia con las protestas obreras y regionales. Al principio implícita y después explícitamente, la Iglesia retiró su marchamo de legitimidad moral al régimen[46]. Al mismo tiempo, el régimen estaba revelando su incapacidad para responder al descontento social provocado por el desarrollo económico, lo que inspiró a muchos miembros de la comunidad empresarial el deseo de contar con un marco político más moderno para sus actividades. En su estrategia, los tecnócratas habían dado por sentado que los aumentos de los ingresos por habitante contrarrestarían la necesidad de cambio político. La oleada de huelgas, manifestaciones y ataques terroristas que caracterizaron el período comprendido entre 1969 y 1973 socavó esa hipótesis. Los franquistas intransigentes del ejército y de la Falange murmuraban que el desarrollo había sido un error y que la supervivencia dependía de un regreso al espíritu de 1939. Como Franco estaba cada vez más senil y enclaustrado con una camarilla ultraderechista en su residencia de El Pardo, ésas eran las fuerzas del régimen que más probabilidad tenían de influir en él[47]. Incluso monárquicos y católicos en tiempos colaboracionistas se vieron obligados a sacar la conclusión de que era necesaria una «apertura» democrática para evitar el desplome de todo el edificio. Su actitud se reveló en la línea cada vez más crítica adoptada por los principales diarios monárquico y católico: ABC y Ya, respectivamente. En consecuencia, muchos funcionarios franquistas jóvenes y perspicaces empezaron a acariciar la idea de un diálogo con la oposición, y sus interlocutores naturales fueron los monárquicos de Satrústegui y Areilza y los demócratas cristianos de izquierdas de Gil Robles y Ruiz Giménez.
En Cataluña, Madrid y Sevilla, los monárquicos juanistas liberales empezaron a incorporarse a amplios frentes de oposición junto con socialistas, comunistas y otros izquierdistas. Los conservadores más influyentes, como Gil Robles, Satrústegui y Areilza, abrigaban la esperanza de algún tipo de transición incruenta a una monarquía democrática encabezada por don Juan. Sin embargo, como el régimen fue quedando cada vez más en manos de los que no estaban dispuestos a rendirse pacíficamente, la derecha progresista estaba preocupada por la creencia de la oposición de izquierdas de que la presión de las masas derribaría la dictadura. Comenzó la búsqueda de una vía intermedia. Pensadores monárquicos y teóricos académicos empezaron a escudriñar la retórica seudodemocrática de la constitución franquista para ver si se podía aprovechar para permitir una democratización real. Al mismo tiempo, muchos juanistas liberales llegaron a la conclusión de que para tener una oportunidad de conseguir una evolución «legal» a la democracia, debían rescatar a Juan Carlos de los tecnócratas. Como el príncipe no estaba tan comprometido con la perpetuación de Franco como la propaganda del régimen había dado a entender, iba a resultar más fácil de lo que esperaban. El proyecto legalista y evolucionista iba a dar el resultado buscado en 1976.
Los funcionarios conservadores y «apolíticos» del Movimiento desempeñaron un papel importante en la transición pacífica a la democracia después de la muerte de Franco. Su disposición a aceptar y participar en el proceso de cambio minó a los reaccionarios obcecados del régimen. Se creó un foro de debate en el que participaron la derecha y la izquierda a partir de una aceptación mutua de la necesidad de la democracia. El hecho de que la derecha progresista fuera capaz de reconocer la necesidad de pragmatismo y flexibilidad ante la transformación de la estructura económica y social de España fue una contribución considerable al carácter incruento de la transición. Sin embargo, la aparición de un conservadurismo español contemporáneo reconocible no fue la culminación de un desarrollo político gradual e inexorable. Debía más a las peculiaridades del régimen de Franco y a su incompatibilidad con las necesidades de una nación industrializada moderna. Los monárquicos y falangistas fanáticos del decenio de 1940 se parecían poco a los conservadores y miembros del aparato del Movimiento de mediados del decenio de 1970. La capacidad de éstos para evolucionar era mayor que la de un régimen que había perdido su baza principal, su pragmatismo. Las actividades del búnker ultraderechista tuvieron el involuntario efecto de divulgar que la obsolescencia del régimen no admitía más remiendos. Los aristócratas por cuyos intereses se había reñido la guerra civil no estaban amenazados por el cambio. La única víctima de la transición fue la Falange, y ya había sido bien pagada durante cuarenta años por los servicios prestados.