Capítulo 5: Franco y sus generales, 1939.1945

CAPÍTULO 5

FRANCO Y SUS GENERALES,

1939-1945

Al final de la guerra civil Franco disponía de un ejército de 1 020 500 hombres, incluyendo 35 000 marroquíes y 32 000 italianos. Se trataba de un ejército aguerrido, pero en términos técnicos y operativos no era precisamente una fuerza adecuada para la defensa de España en una conflagración como la que se avecinaba. Dejando de lado la participación alemana, mayormente la guerra civil española no había sido una guerra moderna. Al principio, la marcha hacia Madrid de las columnas africanas más bien recordaba en ciertos casos las escaramuzas fronterizas de las guerras coloniales de España en África. Después, en otros casos, como el asedio de Madrid o el frente de Aragón, parecía resucitar la guerra de trincheras de la primera guerra mundial. El material moderno que habían utilizado y probado los alemanes en el conflicto volvió con sus tropas a Alemania. El equipo dejado por los italianos carecía de repuestos. Las fuerzas armadas españolas estaban desprovistas casi por completo de cobertura aérea y disponían de exiguas unidades mecanizadas y acorazadas. Había 850 000 soldados de infantería pobremente armados para 19 000 artilleros, y la caballería española seguiría dependiendo, a lo largo de dos decenios todavía, de la tracción animal, en vez de los motores de combustión interna. En el verano de 1939 se hizo un gran esfuerzo para recuperar y clasificar el material militar abandonado en los frentes de batalla de la guerra civil. Esto contribuyó a aumentar la cantidad de equipo disponible pero intensificó el problema de la heterogeneidad del mismo. Se decidió también una desmovilización parcial, tras la cual las 61 divisiones del ejército quedaron reducidas a la mitad. El ejército de los años del conflicto fue sustituido por un ejército de ocupación para el cual el Caudillo dejó en pie de guerra a más de medio millón de soldados y a 22 100 oficiales. Había un 47% más de oficiales que en el ejército francés, si juntamos el peninsular y el colonial[1].

Un ejército de tierra que absorbía en 1941 el 45,8% y en 1943 el 53,7% del presupuesto nacional era de una magnitud totalmente desproporcionada respecto de los recursos de un país devastado por una guerra civil[2]. La decisión de no desmovilizar del todo no formaba parte de una política de defensa coherente. Sin duda, reflejaba el hecho de que la victoria del 1 de abril de 1939 no había puesto fin definitivamente a las tensiones sociales y políticas prebélicas. Continuaron produciéndose choques esporádicos hasta 1951 y una presencia militar aplastante formaba parte del aparato que debía atemorizar a la población. Además, la guerra mundial estaba a punto de estallar y Franco y su séquito inmediato conservaban esperanzas de poder hacerse con algún despojo. Después de todo, las ambiciones imperialistas y coloniales constituían un aspecto fundamental de la retórica falangista y franquista.

En este caso, sin embargo, ni el tamaño excesivo ni las deficiencias operativas de las fuerzas armadas españolas tuvieron impacto alguno sobre el resultado de la segunda guerra mundial. Más bien ocurrió lo contrario. El desarrollo de la guerra influyó profundamente en las actividades conspiradoras de los oficiales españoles. En términos militares, el ejército español se mantuvo relativamente inactivo durante la guerra mundial. En términos políticos, desempeñó un papel significativo en los años cruciales en que Franco intentaba establecer su poder sobre bases permanentes. Rumores de descontento salían de una exigua pero influyente minoría de oficiales de graduación suficiente como para sentirse capaces de hacer oír sus quejas. Éstas, tal como se produjeron, surgieron de asuntos estrechamente interrelacionados. Fundamentalmente se referían a la persistente incapacidad de Franco para restaurar la monarquía, al peligro de una participación insensata en la segunda guerra mundial y al continuo ascenso de la Falange. Había cierto descontento debido a que todo miembro de las fuerzas armadas en activo debía ser miembro de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS y a que, en las actuaciones políticas, los militares se viesen obligados a hacer el saludo fascista[3]. Tales muestras de descontento no solían transformarse claramente en hostilidad hacia el propio Franco, sino que solían desviarse hacia maquinaciones diversas contra su cuñado, Ramón Serrano Suñer. Dada la concentración de poder en manos de éste, al ser ministro de Gobernación hasta mayo de 1941, ministro de Asuntos Exteriores desde octubre de 1941 y presidente de la Junta Política (de hecho, la comisión ejecutiva) de Falange, el alto mando militar temía que su entusiasmo por el Eje pudiese arrastrar a España a la guerra. Al mismo tiempo, su resentimiento hacia Franco derivaba del hecho de que no esperaban que el sistema de poder personal se eternizase, por lo que se sentían estafados por el perpetuo aplazamiento de la restauración monárquica.

Aunque muchos estaban de acuerdo con la causa del Eje en la guerra, sus sentimientos monárquicos los llevaron a tener contactos más o menos clandestinos con la embajada británica en Madrid e incluso a aceptar sobornos de parte de los británicos. Los británicos depositaron trece millones de dólares en un banco en Nueva York para este fin[4]. La constatación de la debilidad militar española les hizo reacios a ver a España convertirse en beligerante del lado del Eje. Los contactos con los británicos, además de ser lucrativos, mantuvieron abiertas las opciones de los militares. Algo más esporádicamente también intentaron hacer propuestas a los alemanes sobre la posibilidad de derribar a Franco a favor de una restauración monárquica. En lo esencial, sin embargo, se suponía que la causa de la monarquía española y la de los aliados occidentales estaban relacionadas y compartían el atractivo añadido de oponerse ambas a la Falange.

No obstante, pese a los sobornos británicos y a los sentimientos monárquicos, sólo una docena más o menos de oficiales hicieron frente resueltamente a Franco durante la segunda guerra mundial, y aun así, sólo de forma dubitativa y con poca frecuencia. Los más destacados de estos oficiales eran Juan Yagüe, Alfredo Kindelán, Antonio Aranda, José Enrique Varela y Luis Orgaz. Yagüe estaba estrechamente relacionado con la Falange. Con todo, su falangismo era austero y radical. Era hostil a Serrano Suñer y algo despectivo hacia Franco. Kindelán era un monárquico conservador y, probablemente, la más persistente e irritante espina en el costado de Franco. Sin embargo, no estaba dispuesto a proceder más allá de las críticas verbales. Varela era un reaccionario, duro, relacionado con los carlistas, pero al haber recibido dos veces la Gran Cruz Laureada de san Fernando, la condecoración militar española por valor ante el enemigo más importante, gozaba de enorme autoridad dentro del ejército. Sin embargo, aun cuando Varela fue ministro del Ejército, Franco se aseguró de que estuviese vigilado, nombrando para ello, para el puesto de subsecretario del Ministerio del ejército, a su íntimo compinche y confidente Camilo Alonso Vega. Orgaz era un firme monárquico alfonsista. Ninguno de ellos deseaba acabar con el régimen de Franco, sino más bien reducir el poder que la Falange tenía en él y que se declarase oficialmente, aunque sólo fuese en teoría, que España era una monarquía.

Aranda era el más enérgico y violento. Cuando era gobernador militar de Valencia acabó disgustado por la corrupción policial, la represión y las actividades incontroladas de los arribistas de Falange en el Ministerio de Gobernación. Asimismo fue, junto con Kindelán, el único que se dio cuenta de que una victoria del Eje en la guerra mundial no sería algo definitivo[5]. Era notoriamente indiscreto y Franco sabía que estaba en contacto con los británicos, así como con los alemanes[6]. Se le consideraba de sentimientos republicanos y no ocultaba sus contactos con la verdadera oposición antifranquista, de izquierdas. Aunque se refería continuamente, en sus contactos con sus interlocutores británicos e izquierdistas, a un inminente golpe contra Franco, su principal actividad consistía en hablar. Los británicos acabaron considerándole un veleta, de ninguna confianza y sin lógica[7].

Todos ellos no hicieron sino rezongar contra Franco y, uno tras otro, acabaron teniendo problemas con él; por lo general, aunque no siempre, evitaron lo peor, pero nunca le amenazaron seriamente. No obstante, Franco se vio obligado a descabezar tales oposiciones con infinita paciencia, con una hábil aunque parsimoniosa división del botín de guerra bajo forma de puestos importantes, ascensos, pensiones, condecoraciones y títulos de nobleza y frecuentes llamamientos al espíritu de cuerpo y al patriotismo[8]. Aun así, había un considerable descontento debido a la lentitud de los ascensos y a la distribución de medallas. En última instancia, con todo, Franco podía contar siempre con la ambición de sus rivales militares. Se mostraba duro y al mismo tiempo hábil engañándoles con la zanahoria de los ascensos. Aranda, por ejemplo, en el verano de 1939, y de nuevo en 1941, fue inducido a creer que iba a ser nombrado ministro del Ejército de Defensa. En la misma época, Rafael García Valiño, uno de los más jóvenes y capacitados generales de Franco, de quien luego se convertiría en crítico activo, esperaba que se le confiase el Ejército de Marruecos. Ambos hicieron partícipe de sus esperanzas al coronel Krämer, del Estado Mayor alemán[9]. En realidad el Ministerio del Ejército de Defensa fue suprimido en agosto y el destino en Marruecos fue confiado al fiel franquista Carlos Asensio.

La primera crisis militar a que tuvo que enfrentarse el régimen no fue provocada por un monárquico, sino por uno de los más antiguos generales de todas las fuerzas armadas, Gonzalo Queipo de Llano. Nunca había ocultado la pobre opinión que le merecía Franco ni lo que pensaba sobre las irregularidades que rodearon la elección del Generalísimo. En el mejor de los casos describía a Franco como egoísta y mezquino, y en el peor, como «Paca la culona». Y abundaban los confidentes que contaban sus comentarios a Franco[10]. Queipo llegó en su irritación a hacer declaraciones públicas, el 18 de julio de 1939, sobre su afrenta, consistente en que Franco había otorgado la condecoración militar de la Gran Cruz Laureada de san Fernando a la ciudad de Valladolid pero no a la de Sevilla, base de su poder. Queipo no sólo atribuía a Sevilla el papel principal en la sublevación de 1936, sino que además sugirió que si él hubiese tenido el mando en Madrid, el alzamiento habría tenido éxito en esta ciudad. Además, argumentaba que el triunfo de Franco y de su ejército en el centro se debía a la ayuda recibida de Sevilla. Era la oportunidad de librarse de él, lo que Franco había esperado durante mucho tiempo. El Caudillo consideraba que Queipo era demasiado poderoso y durante mucho tiempo se había sentido molesto por los insultos recibidos en los años en que Queipo era su superior en el Ejército de Marruecos. Al volver a Alemania la Legión Cóndor, Queipo, sin autorización de Franco y a costa de disgustarlo, se fue a aquel país para recibirla. Por medio de subterfugios Franco lo sacó de Sevilla, lo despidió como virrey de hecho de Andalucía el 27 de julio de 1939, lo confinó en un hotel de Burgos y luego lo envió a Italia como jefe de una misión militar[11].

La rebelión verbal de Queipo acabó siendo un simple desliz. Ningún otro general estaba dispuesto a ponerse de su lado, y una vez que Franco reaccionó de manera tan contundente, no sucedió nada más. Potencialmente más peligrosa era la silenciosa oposición de otro colaborador de Franco de los tiempos de guerra, igualmente importante: el general Yagüe. Había sido uno de los generales nacionales más decisivos a lo largo de la guerra civil y era bien conocido por sus simpatías falangistas y no menos por sus críticas al estilo militar dilatorio de Franco. Al terminar la guerra ejercía el mando del Ejército español de Marruecos. Dados su talento y su carisma, así como su popularidad en la Falange y en el ejército, podía ser un rival para Franco. Plenamente consciente de ello, el Caudillo, con su astucia característica, nombró a Yagüe ministro del Aire con ocasión de los cambios ministeriales del 9 de agosto de 1939. Este ascenso evidente fue el modo que Franco tuvo de apartarlo de un peligroso mando de operaciones en Marruecos. Al mismo tiempo, ante la inminencia de la guerra mundial, el nombramiento de un entusiasta del Eje como Yagüe podía considerarse un gesto significativo por los alemanes. En su puesto de ministro Yagüe trabajó duramente, aunque en vano, para reconstruir las fuerzas aéreas españolas con ayuda de Alemania, con el fin de que España pudiese participar en la guerra mundial. Planeó incluso la creación de una industria aeronáutica española a gran escala, que tuviese capacidad para aprovisionar a las unidades aéreas alemanas estacionadas en España. Planes que se vieron minados por las limitadas posibilidades de los alemanes de proporcionar asistencia debido a la prioridad necesariamente superior de las demandas formuladas a las industrias de guerra del Tercer Reich por aliados más seguros que España[12]. A medida que su frustración se intensificaba, sus críticas contra Serrano Suñer y Franco se hicieron más explícitas, y también se hizo más explícito su falangismo extremado. Llegó a estar involucrado, al igual que el general Muñoz Grandes, aunque éste de manera más circunspecta, en un complot para apartar a Franco del poder.

Cierto número de disidentes falangistas, estimulados por los alemanes, habían creado una dirección clandestina, o Junta Nacional, cuyo objetivo era llevar a cabo la revolución falangista. Descubierto por el servicio de espionaje del régimen, Yagüe tuvo una tensa y agitada entrevista con Franco el 27 de junio de 1940, tras la cual fue destituido de su cargo ministerial. Yagüe dijo al embajador alemán, doctor Eberhard von Stohrer, que había chocado de manera irreparable con Franco por haberle propuesto que destituyese a Serrano Suñer y reorganizase la Falange de tal modo que permitiese el desarrollo verdadero de un partido unificado de acuerdo con sus principios. El pretexto oficial utilizado fue que había dicho al embajador británico, sir Samuel Hoare, en una recepción, que Inglaterra estaba vencida y que se lo merecía. Dado que había habido fricciones importantes con el embajador británico a causa de ciertas incursiones en España de unidades acorazadas de las tropas alemanas que acababan de llegar a la frontera francoespañola, y que organizaban desfiles militares semioficiales en el País Vasco, las observaciones de Yagüe no eran demasiado oportunas. Sin embargo, es más fidedigno que fuera cesado por sus maquinaciones contra Franco y no por sus comentarios ofensivos sobre la situación de Inglaterra en la guerra. Fue confinado durante veintinueve meses en el pueblo donde había nacido, San Leonardo, en Soria[13]. Posteriormente será rehabilitado, cuando Franco necesite disponer de un profalangista con el que contrarrestar el creciente apoyo de que iba gozando la monarquía a medida que la suerte del Eje iba declinando.

La oposición a Franco de Queipo de Llano y Yagüe, si no resulta exagerado describir así sus charlas y maquinaciones, estaba teñida de celos y de cierto desprecio profesional hacia el cauto Generalísimo. Hubo otras manifestaciones de disensión entre generales que miraban a Franco con mayor respeto pero que por su antigüedad creían disponer perfectamente de los títulos suficientes para tratarle simplemente como un líder elegido por ellos. La práctica totalidad del alto mando, con pocas excepciones, como Yagüe y Muñoz Grandes, era monárquica. A todos ellos les unía el resentimiento hacia Serrano Suñer. Franco podría haber satisfecho los deseos políticos de éstos destituyendo a Serrano Suñer y declarando simplemente que España era en esencia una monarquía aunque aún no había llegado el momento para el retorno de un rey. Con todo, el Caudillo estaba coartado por su propio deseo de mantener abiertas sus opciones con respecto al cambiante orden mundial. Con el fin de poder obtener parte de los restos en caso de victoria del Eje, necesitaba evitar la vuelta a un pasado tradicional y mantener el ritual de un Estado fascista. Al mismo tiempo debía vérselas con la propia Falange, que, aun permaneciendo dependiente de él, gozaba todavía, como reflejo de la gloria de los éxitos del Eje, de cierta autonomía. Así pues, Franco supo enfrentar con habilidad al ejército y a la Falange. Acabaría siendo un rasgo constante de la retórica militar la patriótica irritación contra los falangistas por su negligencia en el gobierno local y central. El Caudillo, no obstante, hizo la vista gorda ante la corrupción falangista e hizo lo mismo respecto a las veleidades conspiradoras promonárquicas de los generales de mayor rango.

El desprecio hacia la Falange y su presunta corrupción fueron la causa de todas las críticas monárquicas a Franco en el seno del alto mando. En particular, era la pesadilla especial del más empecinado opositor militar de Franco. Se trataba del general muy conservador Alfredo Kindelán. Puesto que había sido quizá, más que ningún otro, quien había encumbrado a Franco en septiembre de 1936, y dado que gozaba de un inmenso respeto entre los generales de mayor rango, el Generalísimo se vio obligado a andarse con cautela. El ferviente monárquico Kindelán había sido un eficaz comandante de la aviación nacional durante la guerra civil. Nunca había dudado en escribir o hablar a Franco de manera abierta, llegando a protestar en una ocasión por el ascenso de un hermano de éste, el otrora conspirador izquierdista Ramón[14]. En agosto de 1939 Kindelán fue humillado al ser nombrado el falangista Yagüe ministro del Aire, el primero del régimen. La amargura de Kindelán se pone de manifiesto claramente en las notas que escribió para la reunión, en la que pidió a Franco que por lo menos le ahorrase la indignidad de tener que servir bajo las órdenes de Yagüe, y también en una carta sin fechar sobre este asunto que escribió al ministro del Ejército, Varela[15].

En la muy tensa atmósfera de 1939, con la Falange en el cénit de su poder, no era muy probable que Franco nombrase para el gobierno a alguien tan comprometido con la restauración monárquica como Kindelán. El nombramiento de Yagüe combinaba el deseo de Franco de apartar a un rival potencial de un puesto de mando básico en Marruecos con el beneficio del nombramiento de una personalidad pro Eje para un ministerio militar como preparación para la inminente guerra. Kindelán había sido enviado a las Baleares en calidad de comandante militar de las islas. Con todo, este desaire personal no era nada comparado con la frustración que produjo a Kindelán que Franco no coronase su victoria en la guerra civil con la entrega del poder al rey exiliado Alfonso XIII o a su hijo don Juan. Como Queipo de Llano, Kindelán no manifestaba ninguna servil adulación con respecto a Franco. En realidad, aunque trataba siempre al Generalísimo con respeto, Kindelán, hombre de gran integridad, nunca consideró que Franco fuese mucho más que un primus inter pares. Este punto de vista no lo compartía Franco, mesiánico y cada vez más pagado de sí mismo. De todos modos, Kindelán siguió convencido de que el nombramiento de Franco para el cargo de Generalísimo en 1936 había sido básicamente correcto, pero que se había pensado que lo ocupase sólo mientras durase la guerra civil[16].

Una de las causas más serias de conflicto entre el ejército y la Falange la constituyó la postura de España respecto a la guerra mundial. Kindelán, como algunos otros generales prominentes, estaba preocupado por el aventurerismo de los falangistas, que estaba llevando a España a la guerra junto a las potencias del Eje. Con análogo espíritu de aprensión, el ministro del Ejército, general Varela, empezó, a comienzos de 1940, a reunir información de las capitanías generales sobre la situación del ejército. En marzo Kindelán sometió a Varela un informe sobre el estado lamentable de las fuerzas armadas españolas en el contexto de una guerra mundial que se intensificaba. En él señalaba que España no estaba nada preparada en caso de guerra y que sus fronteras seguían sin estar defendidas. Varela leyó la valoración en una reunión del Consejo Superior del Ejército. El alto mando aceptó el informe y lo pasó a Franco. En mayo de 1940 el Alto Estado Mayor sometió a Franco un nuevo informe preparado por el general Martínez Campos sobre la falta de preparación de las fuerzas armadas, destacando especialmente la carencia de unidades aéreas y mecanizadas. En junio y julio de 1940, ignorante de estos sombríos documentos, la prensa controlada por los falangistas intensificó su campaña en pro de la entrada en la guerra junto al Eje. Esto provocó numerosas cartas de protesta a Varela por parte de los generales de mayor rango, incluido Kindelán, que seguía mandando en Baleares; el general Miguel Ponte, alto comisario en Marruecos; el general Luis Orgaz, capitán general de Barcelona; el general José Monasterio, capitán general de Zaragoza, y el general José Solchaga, capitán general de Valladolid. Ante tales presiones sobre su ministro del Ejército, Franco contuvo su beligerancia. El 13 de junio dirá al encargado de negocios de Italia que el estado de las fuerzas armadas españolas no le permitía participar en la guerra de forma decisiva, salvo por lo que se refería a la toma de Tánger, que tuvo lugar al día siguiente[17].

Un informe «altamente secreto» del alto mando alemán sobre el ejército español, elaborado a primeros de agosto de 1940, llegó a conclusiones análogas a las de Martínez Campos; quizá reflejo, en parte, de las conversaciones entre el jefe de Estado Mayor español y el del Servicio Secreto alemán, almirante Canaris. Los alemanes constataron la escasa valía de los oficiales, «muy avanzados en años en los mandos más elevados», y la casi completa falta de ingenieros cualificados. Aunque reconocían el valor y la dureza de los soldados españoles, el informe describía a la mayoría de los oficiales de más edad como carentes de iniciativa, tenacidad y suficiente interés por su profesión. Se consideraba que los alféreces provisionales estaban capacitados, eran disciplinados y mostraban dedicación. Del alto mando español se consideraba que era lento, perezoso y doctrinario y que continuaba estancado en una mentalidad de guerra colonial, inadecuada para una guerra europea moderna. En cuanto al equipo, se pensaba que la artillería española padecía deficiencias evidentes tanto en el número de cañones como en las piezas de recambio. El material motorizado también era limitado, con sólo unos doscientos carros ligeros utilizables, que además carecían de piezas de recambio. Sólo había municiones suficientes para unos cuantos días de guerra. Las fábricas de armas y municiones no alcanzaban el nivel de las exigencias de guerra. En cuanto a las fortificaciones de los Pirineos, aun cuando había algunos puestos defensivos en el oeste, en el centro eran pocos, y en el este no había ninguno. En la frontera portuguesa no había fortificaciones. Las instalaciones construidas alrededor de Gibraltar se consideraban de poco valor y representaban fundamentalmente un gasto de material. El informe constataba los sentimientos proalemanes de gran parte del cuerpo de oficiales, pero consideraba que el ejército español era adecuado solamente para un «empleo limitado en caso de guerra»[18].

Había miembros del alto mando español que conocían las deficiencias de las fuerzas armadas, por lo que les indignaba lo que creían que era aventurerismo de Serrano Suñer. La grave hambruna que padeció España en el invierno de 1940 y las dudas respecto a una victoria final de los alemanes, provocadas por las dificultades de los italianos en los Balcanes, llevaron a Aranda y a Kindelán a decir a sir Samuel Hoare que ellos se oponían a la germanofilia de Serrano Suñer y de la Falange. Tras el empeoramiento de las condiciones alimentarias, que condujo a una seria reducción de las raciones de pan, pudo verse a la gente peleándose en las calles por un mendrugo. El embajador alemán, barón Eberhard von Stohrer, informaba de que los madrileños se desmayaban por la falta de alimentos y señaló que la oposición de los generales de mayor rango a Serrano Suñer estaba obligando a Franco a aminorar su entusiasmo por la guerra. Las quejas de los generales se reflejaban en los esfuerzos del aparato de propaganda falangista por ocultar que existía una incomunicación entre el ejército y la Falange. Las graves dudas de los generales respecto de la posibilidad de una entrada de España en la guerra en una época de hambrunas y la falta de preparación militar fueron probablemente factores importantes que persuadieron a Franco de que tenía que reconsiderar las promesas hechas a Hitler en Hendaya el 23 de octubre de 1940 y con posterioridad[19].

El 7 de diciembre, en presencia del general Vigón, Franco se abstuvo de dar su asentimiento a la petición de Hitler, que le fue entregada por el almirante Canaris, de que las tropas alemanas cruzasen la frontera española el 10 de enero de 1941 para llevar a cabo un ataque contra Gibraltar[20]. Las peticiones de ayuda a Alemania elaboradas por el alto mando eran realistas, si se quería que España participase verdaderamente en la guerra mundial. Sin embargo, en Berlín parecieron tan excesivas que sólo se las explicaban si se trataba de un intento deliberado de garantizar que no se tomaría en cuenta una entrada de España en la guerra[21]. El ambiente existente entre los generales más antiguos viene ilustrado por el hecho de que, a fines de 1940, Kindelán había presentado al Consejo Superior del Ejército una declaración respecto a la necesidad de que Franco transfiriese sus poderes transitorios —sus poderes accidentales— a la monarquía. El Consejo aceptó el informe por unanimidad y fue leído a Franco por el ministro del Ejército, Varela[22]. Los alemanes pensaban que Varela era «probablemente el único general español importante a quien cabe considerar enemigo nuestro». La idea de que los propios españoles podían llevar a cabo un ataque contra Gibraltar sin la ayuda alemana emanaba evidentemente de Varela. Los alemanes pensaron que era un subterfugio para sabotear sus planes[23].

La intensidad de la lucha por el poder entre el ejército y la Falange condujo a ambas partes a buscar el apoyo denlos alemanes. Dos iniciativas de mediados de enero de 1941 lo ilustran. Pedro Gamero del Castillo, ministro falangista sin cartera, realizó una visita a la embajada alemana. Y dijo al agregado de prensa alemán —probablemente un alto funcionario del partido nazi— que estaba desarrollándose una lucha entre Franco y Serrano Suñer por el control del gobierno. Franco, ante la oposición de numerosos generales prestigiosos y de la Iglesia, se mostraba reticente a la hora de formar un gobierno completamente pronazi. Gamero y Serrano Suñer pensaban que debería formarse lo más pronto posible un gobierno activo y homogéneo bajo el mando de Serrano Suñer. Gamero deseaba que los alemanes interviniesen y dejasen claro que el Tercer Reich quería en el cargo a Serrano Suñer. Las discrepancias entre el alto mando y el Caudillo volvieron a estallar a mediados de enero de 1941, cuando los generales Aranda, García Valiño y García Escámez protestaron ante Franco por la corrupción de los falangistas. A lo largo de los tres primeros meses de 1941 tanto el embajador británico como el alemán pensaron que era probable que los generales de mayor rango presentasen pronto un ultimátum a Franco insistiendo en que formase un gobierno militar sin Serrano Suñer. A mediados de abril de 1941, la irritación de los militares contra Serrano Suñer había alcanzado su punto culminante. Aranda había imitado a Gamero del Castillo buscando ayuda de los alemanes en la lucha por el poder contra el ministro de Asuntos Exteriores, y les sugería que ahora el alto mando deseaba que España entrase en la guerra a comienzos de julio, lo que no era la verdad[24].

Las intervenciones de sus colegas de mayor rango tuvieron alguna influencia sobre el Caudillo. Cabe discernir cierta inquietud por parte de Franco al considerar sus quejas en la pugna de poderes que estalló en mayo de 1941. Ya desde el 16 de octubre de 1941, cuando Serrano Suñer había sustituido al coronel Juan Beigbeder en el cargo de ministro de Asuntos Exteriores, había quedado vacante el puesto de ministro de Gobernación. En teoría Franco había ocupado el cargo, pero en la práctica se encargaba del trabajo diario su muy eficaz subsecretario José Lorente Sanz, candidato de Serrano Suñer. Franco echaba una mirada a lo que ocurría en ese ministerio por medio del coronel Valentín Galarza, secretario de la Presidencia del gobierno. El 5 de mayo de 1941, con el fin de bloquear lo que consideraba un renacer del poder de la Falange, Franco nombró a Galarza ministro de Gobernación y lo sustituyó en el cargo de Presidencia por un capitán de la marina, Luis Carrero Blanco. Esto provocó protestas entre falangistas prominentes y una dimisión simbólica por parte de Serrano Suñer. Aunque la dimisión no fue aceptada y en una remodelación del gobierno, el 19 de mayo, fueron nombrados nuevos ministros falangistas, Serrano Suñer se había extralimitado. También fueron compensados generales monárquicos. Kindelán fue nombrado capitán general de Cataluña y su predecesor, el general Luis Orgaz, obtuvo el ambicionado cargo de alto comisario en Marruecos[25]. En lo sucesivo Franco se mostraría más receptivo a las críticas de los militares contra su cuñado.

Con todo, si bien la actitud de Franco hacia Serrano Suñer se había enfriado apreciablemente, su entusiasmo por la causa del Eje no había disminuido en absoluto. En el verano de 1941 causó alarma entre los generales de mayor rango la reacción favorable de Franco a la invasión alemana de la Unión Soviética el 22 de junio. Un discurso del Caudillo del 17 de julio, claramente pro Eje, y el ofrecimiento de Serrano Suñer a los alemanes de enviar voluntarios españoles a luchar en el frente ruso, galvanizó a los militares y les empujó a la acción. Los generales de mayor rango estaban irritados por lo que consideraban aventurerismo irresponsable e ilimitada ambición de Serrano Suñer. Entre los oficiales más jóvenes había cierto entusiasmo y los militares de mayor rango fueron incapaces de evitar la partida de voluntarios falangistas y del ejército bajo el mando del general Agustín Muñoz Grandes[26]. El general Luis Orgaz y Yoldi, que había sido nombrado hacía poco tiempo alto comisario en Marruecos, estaba en contacto con civiles monárquicos para discutir un posible levantamiento contra Franco. Al igual que otras cuatro personalidades clave del Consejo Superior del Ejército, deseaba que España se mantuviese alejada de la guerra y que el poder de Serrano Suñer disminuyese.

Los involucrados eran Kindelán, ascendido recientemente a capitán general de la IV región militar (Barcelona); el general Saliquet, capitán general de la I región (Madrid); el general Solchaga, capitán general de la VII región (Valladolid), y el general Aranda, director de la Escuela Superior del Ejército. El 1 de agosto Orgaz informaba a Franco, en nombre de los cinco generales, de que debería contenerse y no hacer declaraciones tan extremas sobre asuntos de política exterior sin antes consultar con ellos. Le transmitió asimismo las graves críticas contra Serrano Suñer y le insinuó que a los generales les gustaría verle destituido. Franco estuvo de acuerdo con la petición pero se anduvo con rodeos respecto a la destitución de Serrano Suñer, alegando que era algo más complicado de lo que parecía y que requería tiempo. Según era de esperar, no hizo nada. Como respuesta a la inacción de Franco, el 12 de agosto enviaron al general Aranda para que reiterase el mensaje en términos más categóricos. El tono de tales mensajes solía ser siempre conciliador, dado que los generales que los elaboraban querían que Franco permaneciese siempre de su lado[27]. A principios de septiembre de 1941 el embajador alemán dio a conocer a Berlín las quejas de Serrano Suñer sobre los esfuerzos hechos por Varela para obstaculizar una rápida declaración de guerra[28].

El 10 de octubre de 1941 el embajador alemán, Stohrer, informó sobre una intensificación considerable de la crisis política interna, que culminó en «un encuentro concienzudo y evidentemente muy agitado» entre Franco y Serrano Suñer. Las presiones del alto mando finalmente habían surtido efecto. Serrano Suñer se quejó de que sus oponentes militares, particularmente Aranda, le acusaban de hacer mucho daño a España como consecuencia de su política progermana. Ahora los militares creían que Gran Bretaña y Estados Unidos acabarían ganando la guerra y que ya estaban vengándose económicamente de España. Serrano Suñer habló a Stohrer de los intentos de Aranda y otros generales de convencer a Franco de que le destituyese[29].

Sin embargo, por el momento Serrano sobrevivió. Mientras éste siguió en el poder y mientras el peligro de un compromiso español con el Eje fue grande, los generales que se le oponían siguieron en contacto con los monárquicos civiles con vistas a la posibilidad de una restauración forzada. El general Varela, ministro del Ejército, y el general Vigón, ministro del Aire, también se vieron involucrados, junto al general Ponte, que se había trasladado desde Marruecos para tomar posesión como capitán general de la II región militar (Sevilla), y otros, incluido el general Espinosa de los Monteros, jefe de las fuerzas de Baleares, y el general Heli Rolando de Tella, gobernador militar de Burgos. Creyendo que era inminente una invasión alemana, habían hecho planes para su propia evacuación y para el establecimiento de un mando militar en Marruecos y de un gobierno civil provisional en las Canarias con apoyo británico. Sin embargo a finales de noviembre de 1941, cuando disminuyó el peligro de una invasión alemana, varios de los militares involucrados comenzaron a echarse atrás. Estaban dispuestos, aunque con reticencias, a conspirar para mantener a España fuera de la guerra, pero bajo ningún concepto a derrocar a Franco[30].

A pesar de la arraigada lealtad a Franco, las tensiones siguieron siendo notables. En la primera mitad de diciembre de 1941 el Consejo Superior del Ejército se reunió de nuevo para discutir la situación política interna y externa. Tras algunas reuniones a las que asistieron Kindelán, Varela, Orgaz, Ponte, Saliquet y Dávila, la sesión final del 15 de diciembre de 1941 fue presidida por el propio Franco en su palacio de El Pardo. El Caudillo tenía todavía esperanzas en una victoria del Eje en la guerra mundial. Este punto de vista no lo compartían sus generales de mayor rango, aunque muchos de ellos simpatizaban con la causa del Eje. En la reunión, Kindelán presentó un informe muy crítico sobre la política española, denunciando la incompetencia del gobierno y la inmoralidad y en particular la inaptitud y venalidad de la corrupta burocracia falangista. Criticaba en él la utilización hecha por Franco del ejército y de la justicia militar como principal instrumento de represión. En aquel momento los tribunales militares tenían la responsabilidad de juzgar los delitos políticos de acuerdo con la Ley de Seguridad del Estado, en vigor desde el 29 de marzo de 1941. Kindelán era hostil también a la utilización de personal militar en la administración local, en las comisiones de suministros, como fiscales y como recaudadores de impuestos. Hizo un llamamiento a Franco para que rompiese sus nexos con la Falange y para que separase los cargos de Jefe del Estado y del gobierno. Era un acto de considerable valentía criticar al Caudillo y a la Falange en una época en que el partido y la causa del Eje estaban tan en alza. Franco, con habilidad, supo capear el temporal. Evitó un enfrentamiento y tranquilizó a los altos cargos allí reunidos con excusas sobre los peligros exteriores, las dificultades para cubrir ciertos puestos importantes tras la pérdida de tantos hombres de bien en la guerra civil y las dificultades materiales que España sufría. Kindelán no se mostró satisfecho y, con ayuda de la embajada británica, se distribuyeron copias de su discurso entre los monárquicos. Estas relaciones con los diplomáticos británicos provocaron protestas por parte de la embajada alemana[31].

Poco después Kindelán hizo públicos estos puntos de vista en un discurso pronunciado el 26 de enero de 1942 para conmemorar el tercer aniversario de la toma de Barcelona por los nacionales. El discurso se centró en el desgaste del prestigio del régimen y lamentaba la inexistencia de un mecanismo constitucional apropiado para la sucesión de Franco. Kindelán, sin equívoco alguno, hizo un llamamiento a Franco para que restaurase la monarquía como único camino para alcanzar la necesaria conciliación y solidaridad entre los españoles. Preocupado como estaba por su propia supervivencia en el poder, por la perpetuación de la ideología divisionista de los odios de la guerra civil y por un sentido de su misión cada vez más elevado, Franco estaba furioso[32]. Sin embargo, como correspondía a su característica cautela, no reaccionó. Pero se mostró más claramente en el caso del general Eugenio Espinosa de los Monteros. Éste había sido embajador de España en Berlín en 1941 y soportaba mal la inclinación de Serrano Suñer por los alemanes. En marzo de 1942 se rumoreó que estaba involucrado con Kindelán y Orgaz en la preparación de un golpe contra Franco. Al tomar posesión, al mes siguiente, del puesto de capitán general de la VI región militar (Burgos), Espinosa pronunció un discurso en el que atacaba duramente «la deslealtad y ambición ilimitada» de Serrano, al que con anterioridad había acusado en privado de traición. Franco reaccionó con rapidez y Espinosa fue destituido en cuestión de días. Pero su destitución se compensó con la del secretario político de Serrano, Felipe Ximénez de Sandoval[33].

Hubo también intentos, por parte de los generales monárquicos, de conseguir ayuda de los alemanes para una restauración. El embajador alemán informaba a la Wilhelmstrasse, el 8 de mayo de 1942, de que al general Muñoz Grandes, comandante de la División Azul, le habían encargado algunos de sus iguales en el cargo que utilizase su posición para aludir al asunto de la aquiescencia del Tercer Reich a una restauración de la monarquía [34]. En el verano de 1942 el general Juan Vigón, que había sustituido a Yagüe como ministro del Aire, organizó un viaje a Alemania con el fin de buscar ayuda para la restauración, usando el subterfugio de que iba en busca de ayuda técnica para las fuerzas aéreas. Franco se dio cuenta de cuáles eran las verdaderas intenciones de Vigón y le obligó a cancelar la visita en el último momento[35].

La rivalidad entre los militares y la Falange fue la causa principal de una crisis mucho más seria, a la que tuvo que hacer frente Franco en los primeros años cuarenta, que tuvo que ver con su ministro del Ejército, general José Enrique Varela. La tensión surgió con ocasión de la ceremonia anual que se celebraba en el santuario de la Virgen de Begoña, cerca de Bilbao, para orar por las almas de los requetés del tercio de Nuestra Señora de Begoña caídos durante la guerra civil. El 16 de agosto de 1942 presidía la ceremonia el general Varela. Anglofilo y antifascista, relacionado con los carlistas, Varela había manifestado gran actividad en sus intentos de criticar a los falangistas por el encubierto mercado negro que florecía en España, y era además un franco oponente de la revolución nacionalsindicalista. Después de la misa, cuando los carlistas se reunían fuera de la iglesia coreando consignas monárquicas y cantando estribillos antifalangistas, se produjo un choque con un grupo de falangistas. El hecho de que estuviesen presentes allí, y de que llevasen armas, incluidas* granadas de mano, indicaba su intención premeditada de provocar disturbios. Uno de ellos, Juan Domínguez, inspector nacional del Sindicato Español Universitario (SEU), lanzó dos granadas, una de las cuales explosionó e hirió a varios de los presentes.

Varela aprovechó el incidente como una oportunidad para acusar a la Falange en general y a Serrano Suñer en particular. Interpretó públicamente el incidente como un ataque falangista contra el ejército, envió a tal efecto un comunicado a los capitanes generales de toda España y preparó un consejo de guerra para juzgar a Domínguez. El ministro de Gobernación, coronel Valentín Galarza, envió un telegrama a los gobernadores civiles de las provincias que contenía un informe sobre el incidente y en el que se decía que «agentes al servicio de una potencia extranjera» habían intentado asesinar al ministro del Ejército. Sin duda, Domínguez mantenía contactos con diplomáticos alemanes en España. Sin embargo, Franco se enfureció al percatarse rápidamente de que la indignación de Varela ocultaba un intento de capitalizar el incidente. En una larga y tensa conversación telefónica, Franco defendió a los falangistas involucrados y Varela los tildó de asesinos[36]. Ante el temor de enemistarse con el ejército, Franco acabó consintiendo que Domínguez fuera ejecutado. Pero se sintió vejado por el hecho de que Varela y Galarza hubiesen cometido un acto de insubordinación al publicar su versión de los acontecimientos y fomentar el antifalangismo en los círculos militares. Así pues, resolvió la crisis destituyendo a Varela y a Galarza.

Esta derrota del bando monárquico en el seno de la fortaleza franquista fue reparada pronto. El subsecretario de la Presidencia del gobierno, Luis Carrero Blanco, persuadió a Franco de que después de la crisis no debía haber vencedores y vencidos. Carrero sugirió que la destitución de los dos ministros podía hacer creer que en realidad Serrano Suñer controlaba los acontecimientos. Por ello trató de convencer a Franco de que, para equilibrar las cosas, debía llevar a cabo un castigo semejante contra la Falange. Esto significaba actuar contra Serrano Suñer, que, como presidente de la Junta Política de la Falange, era la principal personalidad de aquélla. A fines de agosto Franco destituía a su cuñado como ministro de Asuntos Exteriores. El puesto fue ocupado por el general Francisco Gómez-Jordana, y el propio Franco asumió el control de la Falange. Aunque no había sido, estrictamente hablando, obra de los militares, este hecho fue un gran triunfo para el alto mando, aun cuando, paradójicamente, también los alemanes se alegraron[37]. La fuerza de la repercusión de la destitución de Varela entre los mandos más altos queda ilustrada por el éxito obtenido por el ministro del Ejército saliente al convencer a sus camaradas tenientes generales de que se negasen a sustituirlo. Por ello Franco se vio obligado a descender al nivel de los generales de división para encontrar un nuevo ministro en la persona del general Carlos Asensio. Franquista fiel con simpatías profalangistas, Asensio se negó también en un primer momento, quizá con el fin de evitar un conflicto con sus inmediatos superiores. Pero Franco consiguió vencer la resistencia de Asensio diciéndole que, si no aceptaba entonces el mando del Caudillo, podría terminar saliendo él con los pies por delante. Franco invocó también la disciplina militar, ordenando a Asensio que aceptara el nombramiento. Por ello, Asensio se mostró fielmente dispuesto a cumplir la tarea de bloquear a los generales monárquicos[38].

Lo que resulta quizá más significativo respecto al incidente de Begoña es la moderación, por no decir la pusilanimidad, de los generales antifalangistas. Durante casi un año, el Consejo Superior del Ejército había criticado las estrechas relaciones de Franco con la Falange. Los militares monárquicos se mostraron lógicamente contentos con el desaire a la Falange implícito en la ejecución de Domínguez. Por ello, cuando Franco reconvino efectivamente a los militares y favoreció a la Falange destituyendo a Varela y a Galarza, era de esperar que la protesta de los generales antifalangistas de mayor rango hubiese ido más allá de la simple negativa a sustituir al ministro del Ejército. Incluso la reacción de Varela por el asunto de Begoña se mantuvo dentro de los límites del sistema franquista. Había tratado de saber hasta dónde podía llegar, manejando la situación para conseguir una posición mejor en nombre de la «familia» monárquica. En última instancia, se vio sometido finalmente al equilibrio impuesto por Franco. Por ello, su única protesta acabó siendo la negativa a ocupar el puesto de embajador en Brasil o de alto comisario en Marruecos para sustituir a Orgaz, que tenía problemas con el Jalifa[39]. Por otro lado ya era sólo cuestión de días que Franco fuera convencido por Carrero Blanco de que restableciera el equilibrio destituyendo a Serrano Suñer. Cabe la posibilidad de que esta decisión se viese acelerada por la reacción de los militares a la destitución de Varela. Ciertamente, la alegría de los generales de mayor rango por la caída del cuñadísimo puede constatarse por el hecho de que, con excepción de Kindelán, permanecieron inactivos durante casi un año.

Pese a no haberse unido a Varela en el intento de explotar el momento de debilidad de la Falange durante la crisis de Begoña, los cambios de la situación internacional acabaron llevando a Kindelán a mostrarse más resuelto. El 11 de noviembre de 1942, tres días después del desembarco aliado en el norte de África, viajó a Madrid para comentar el desembarco con sus colegas militares y con el propio Franco. Kindelán dijo a Franco en términos inequívocos que, si había comprometido a España formalmente con el Eje, debería ser sustituido como Jefe del Estado. En todo caso, aconsejó al Caudillo que proclamase que España era una monarquía y que él se declarase regente. Franco apretó los dientes y contestó de manera conciliadora. Con evidente duplicidad, negó la existencia de cualquier compromiso formal con el Eje, afirmó que no tenía intención de permanecer más tiempo del necesario en un puesto que cada día le resultaba más desagradable y confesó que quería que don Juan fuese su sucesor.

Kindelán expresó enérgicamente su punto de vista sobre el hecho de que el superior poder económico e industrial de los aliados anglosajones garantizaba su victoria final y que por ello España debía permanecer neutral. Dijo al Caudillo que el Estado estaba en manos de una burocracia corrupta. Aún más mortificante debió de ser para Franco la afirmación de Kindelán de que no era aceptable para el ejército que su comandante en jefe fuese al mismo tiempo el líder de un partido, y en particular de uno, la Falange, cuyo fracaso era tan ignominioso. Dado que Kindelán parecía hablar en nombre de los generales Jordana, Dávila, Aranda, Orgaz, Juan Vigón y Varela, a quienes también había visto durante su visita a Madrid, Franco fingió aceptar cordialmente lo que le había dicho[40]. Con todo, eligió ese momento para rehabilitar a Yagüe, nombrándolo el 12 de noviembre de 1942 comandante del enclave español de Melilla. Se trataba de un nombramiento muy bien pensado desde el punto de vista de Franco, pues contrarrestaba las murmuraciones promonárquicas en que estaba mezclado Kindelán. Fuese como fuese, el Caudillo sabía que Yagüe estaba siendo cortejado por los alemanes como posible sustituto suyo. En primer lugar, en Melilla Yagüe estaría bajo el mando del alto comisario en Marruecos, el aliadófilo Orgaz, y podía darse la posibilidad de que se neutralizasen entre sí. En segundo lugar, con el desembarco aliado en mente, no era probable que Yagüe, partidario del Eje, se viese envuelto en una conspiración contra Franco. En todo caso, Yagüe era demasiado rígido, nada cínico y, desde luego, lo suficientemente leal a Franco como para seguir el juego a los alemanes[41].

Sospechando que Franco no tenía intención de proclamar la monarquía, a su vuelta a Barcelona Kindelán reunió en su casa a los generales y a otros oficiales superiores de la región militar catalana. Les dijo que «la nave del Estado va a la deriva en un mar de total desgobierno» y habló de la incompetencia y la corrupción de la burocracia. Declaró que era imposible que la solución pudiese venir del régimen actual y exigió un cambio radical de las personas, de los métodos de gobierno y del régimen. Esta vez, la afirmación de Kindelán de que la monarquía era la única opción viable le costó ser relevado de su puesto. Era demasiado poderoso como para ser castigado de manera más espectacular. Tras un breve lapso de tiempo, Franco lo destituyó a comienzos de 1943 y lo colocó en lo que se consideraba un puesto más inofensivo, el de director de la Escuela Superior del Ejército, donde no tendría mando directo de tropas. El propio Kindelán se lamentaba ante un diplomático británico, diciendo que difícilmente podría dar un golpe de estado con los celadores y el personal de servicio de la Escuela[42].

En su calidad de director de la Escuela de Estado Mayor, Kindelán dedicaba gran parte de su tiempo a escribir cartas a Franco en nombre del Consejo Superior del Ejército. Puesto que el Consejo las discutía, era bastante probable que Franco viese incluso las que no se le enviaban. En una de ellas Kindelán decía, con relación al peligro de que la guerra llegase a su fin sin que la situación constitucional de España se hubiese resuelto, que «no debemos aplicar ungüentos al mal, sino cauterizarlo». En otras hacía a Franco advertencias no solicitadas sobre el hecho de que debía su posición de Caudillo no a ningún derecho divino ni hereditario, ni siquiera a un sufragio universal, sino al ejército. Sugería incluso que el Consejo Superior debía tener la obligación de tomar la iniciativa para resolver la sucesión. Y afirmó que nunca se debería exigir del ejército que defendiese con las bayonetas un régimen que no tuviera la aquiescencia de la mayoría del pueblo español[43]. Sería erróneo ver en las actividades de Kindelán una prueba de que era un acérrimo antifranquista. Aunque su tono solía ser directo, lanzaba sus llamamientos al cambio con respeto por el Caudillo y como fruto de su compromiso con los valores del régimen. En otras palabras, su intención no era la restauración de la monarquía constitucional, sino el establecimiento («instauración»), «por Franco y con Falange», como dijo, de una monarquía franquista autoritaria[44]. Quería que se resolviese el problema de la sucesión a fin de perpetuar un régimen no liberal. Por ejemplo, en diciembre de 1941 había escrito a don Juan aconsejándole que rechazase públicamente la monarquía liberal, que expresase su admiración por José Antonio Primo de Rivera, que alabase los servicios prestados por Franco a España y que estuviese dispuesto a mantener con vida a la Falange[45].

Todo esto debe tenerse en cuenta al examinar lo que ha sido considerado el más grave incidente del protagonista de la oposición militar a Franco[46]. A diferencia del aliadófilo Kindelán, a lo largo de la segunda guerra mundial la mayoría de los generales de alto rango fueron partidarios de la causa del Eje, aun cuando deseaban que España permaneciese neutral. Estaban dispuestos a mantener congelada la cuestión de la sucesión monárquica hasta que quedase claro el resultado de la guerra mundial. En el verano de 1943 el colapso del Afrika Korps en el norte de África y la invasión aliada de Sicilia acabaron convenciendo a la mayoría de ellos de que había llegado el momento de preparar el futuro. Al igual que Kindelán, pensaban que había que tomar medidas si no querían que los frutos de la victoria en la guerra civil fuesen barridos por los aliados, que podían volverse contra un Franco partidario del Eje. Con todo, sus reacciones fueron extremadamente tímidas. El 8 de septiembre de 1943, ocho tenientes generales, Kindelán, Varela, Orgaz, Ponte, Dávila, Solchaga, Saliquet y Monasterio, firmaron una carta en la que pedían a Franco que considerase si no había llegado el momento de tomar una decisión respecto a una restauración monárquica. El general Varela se la entregó al Caudillo el 15 de septiembre de 1943.

Franco notaba desde hacía meses que había algún problema en el aire, y había tomado las medidas pertinentes. Ya desde mediados de mayo de 1943 el embajador de Franco ante la Santa Sede, Domingo de las Bárcenas, había enviado completos informes desde Roma sobre la situación de Mussolini, cada vez más precaria[47]. Por ello, el Caudillo trató de consolidar la fidelidad de los militares. El 5 de junio de ese año se reunió con los 119 compañeros supervivientes de sus años de estudiante de la Academia militar. Pronto quedó clara la razón de este hecho. A mediados de junio, un grupo de veintisiete procuradores veteranos de las Cortes franquistas, incluidos varios exministros y los generales Galarza y Ponte, hicieron un respetuoso llamamiento a Franco para que resolviese el problema constitucional antes de que la guerra terminase y restableciera la monarquía católica española tradicional. Esto implicaba, claramente, que sólo la monarquía podía mantener plausiblemente la neutralidad de España y evitar las represalias de los aliados por el coqueteo de Franco con el Eje. La respuesta del Caudillo fue compleja. De entrada, destituyó inmediatamente de sus puestos de procuradores en Cortes a todos los firmantes del escrito. Al mismo tiempo incrementó la labor de cultivar a sus oficiales superiores, dedicándoles su tiempo de modo individual. En particular, dedicó mucho tiempo en ganarse al general Luis Orgaz y Yoldi, alto comisario en Marruecos. El general Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, escribió que la toma de Orgaz fue uno de los mayores éxitos del Generalísimo[48].

En todo caso la situación del Eje se deterioraba día tras día y Franco estaba visiblemente nervioso. Temeroso a causa del veneno que iba instalándose en las fuerzas armadas, elaboró junto a su leal hombre de confianza, Luis Carrero Blanco, instrucciones destinadas a las nueve capitanías generales. El texto se publicó el 17 de julio de 1943, la víspera del séptimo aniversario del inicio de la guerra civil. En él ambos trataban de aprovechar los reflejos de los oficiales superiores y provocarlos para que se agruparan en torno al régimen. El documento afirmaba que se había descubierto una conjura masónica internacional. La finalidad confesada del texto era explotar los sentimientos monárquicos de muchos generales y sus temores respecto al futuro a la vista de la derrota del Eje en el norte de África. Para contrarrestar esta conjura imaginaria destinada a meter una cuña entre el ejército y el Caudillo, la circular del tándem formado por Franco y Carrero Blanco denunciaba los peligros implícitos del intento de restaurar una monarquía liberal que, a su vez, sería sólo el primer paso de la vuelta a la anarquía y al dominio comunista de los años anteriores a la guerra civil[49].

El 23 de julio de 1943, Mussolini fue sustituido por el mariscal Badoglio. Se produjo verdadero pánico en los círculos políticos madrileños y el propio Franco se mostró profundamente preocupado[50]. Una semana más tarde, el 2 de agosto de 1943, don Juan telegrafió a Franco, recordándole lo que le había sucedido al Duce y afirmando que la única vía para evitar una catástrofe en España era la restauración de la monarquía. Don Juan insinuaba que si los aliados amaban la guerra y Franco seguía en el poder, entonces España sería castigada como si fuera una de las potencias del Eje derrotadas. El 8 de agosto de 1943 Franco contestaba con un telegrama que contenía a partes iguales astucia y megalomanía. Tras afirmar que España no padecería la suerte de Italia gracias a que el régimen había conseguido mantener al país fuera de la guerra, continuaba pidiendo a don Juan que no hiciese pública ninguna declaración que pudiese debilitar la posición interna o externa del régimen. El 15 de agosto la comunión tradicionalista hizo un llamamiento a Franco para que suprimiese el partido único y el carácter totalitario de su régimen y restaurase la monarquía a la luz de la evolución de la guerra mundial[51].

Era difícil que el aumento del nerviosismo entre sus anteriores partidarios no acabase preocupando a Franco. Galvanizado sin duda por la evolución de los acontecimientos militares en el norte de África, y creyéndose quizá el Badoglio español, el general Orgaz tomó una arriesgada decisión, poco habitual en él. Informó al exministro e inveterado conspirador donjuanista Pedro Sáinz Rodríguez de que, tras previo acuerdo con Aranda y otros generales, estaba dispuesto a levantarse con cien mil hombres para restaurar la monarquía, siempre que don Juan y sus seguidores consiguiesen obtener reconocimiento inmediato por parte de los aliados[52]. El nerviosismo del Caudillo debió de verse exacerbado al ser informado, durante su estancia veraniega en el pazo de Meirás, en La Coruña, de que sus tenientes generales estaban reunidos en Sevilla para discutir la situación y que habían elaborado un documento haciendo un llamamiento a Franco para que tomase una decisión. La gravedad de la situación queda reflejada en la siguiente respuesta, que se le atribuye: «Que vengan a verme. Los esperaré con las espaldas contra la pared»[53].

En este contexto, la entrega de una carta de parte de ocho tenientes generales preocupó profundamente a Franco. Con todo, aun cuando la aceptó, sorprendió a su portador, Varela, con una severa reprimenda por llevar un bastoncillo de junco en su presencia. En cualquier caso, había cierto número de cosas que ayudaron al Generalísimo a permanecer tranquilo. Aparte de una referencia indirecta al hecho de que Franco había permanecido en el poder «por más tiempo que el originalmente previsto», el tono de la carta era en sí mismo tan respetuoso que sugería claramente que el alto mando del ejército era más franquista que monárquico. Así, el político monárquico José María Gil Robles escribía en su diario sobre su «vil adulación» y sobre su propia convicción de que Franco no le dedicaría la más mínima atención. Y no sirvió sólo para que se preguntase a Franco «con lealtad, respeto y afecto, si no esta Ira de acuerdo con ellos en que había llegado el momento de dar a España una monarquía»[54]. En segundo lugar, Franco podía consolarse por el hecho de que, aun entre aquellos monárquicos entusiastas que eran sus generales de mayor rango, varios, incluidos generales como Juan Vigón, Jordana, Muñoz Grandes, Serrador y Moscardó, no habían firmado[55]. Además, tenía todas las razones para confiar en la lealtad incondicional de los oficiales de rango medio.

Fue en gran parte por esta razón por lo que el general Orgaz cambió rápidamente de idea respecto a la posibilidad de una acción militar en favor de la monarquía. A fines de septiembre informó a Gil Robles de que era muy improbable que pudiera llevarse a cabo algún tipo de alzamiento, dado que los generales más jóvenes y el cuerpo de oficiales en su totalidad, de coroneles para abajo, eran fieles a Franco. Ciertamente Gil Robles, que estaba extraordinariamente bien informado, llegó a creer que la carta había tenido el efecto de persuadir a otros generales de que cerraran filas en torno a Franco[56]. De hecho, la carta de los propios tenientes generales afirmaba explícitamente que no había sido escrita en nombre del ejército en conjunto y que los tenientes generales no habían consultado a ningún subordinado por razones de disciplina. Finalmente, Franco estaba al corriente de que los aliados no estaban interesados en precipitar un cambio de gobierno en España ni en intervenir en sus asuntos internos. Se creía en posesión de garantías por parte de Churchill y Roosevelt, según las cuales no habría invasión de la Península Ibérica. Pero sin duda no estaba al corriente del hecho de que los estadounidenses sólo trataban de mantener abiertas diversas posibilidades[57].

No obstante, Franco reaccionó fríamente, aunque más rápidamente de lo habitual y con concesiones más decisivas que hasta ese momento. El 1 de octubre de 1943 proclamó la neutralidad de España en la guerra mundial y anunció la retirada de la División Azul de la Unión Soviética. Era, pues, un reconocimiento muy significativo del creciente poderío de los generales monárquicos proaliados. De lodos modos, esto quedó contrapesado por el anuncio, ese mismo día, día del Caudillo, de la entrega de treinta y cinco cruces militares y del ascenso de Yagüe a teniente general. A Yagüe se le dio el mando de la VI región militar, Burgos, como contrapeso de los cada vez más numerosos generales aliadófilos y monárquicos en el alto mando. Asimismo, Franco comenzó a granjearse a los oficiales más jóvenes pro Falange. Consideraba que la carta había sido un acto de indisciplina, pero ya que los aliados controlaban de cerca la situación, tuvo que reprimir su inclinación a ejecutar el castigo. Así, aplicó la táctica del divide y vencerás recibiendo a cada uno de los generales por turno y asegurándoles que había tomado nota de su petición. Consiguió convencer a algunos de ellos de que las armas secretas de Hitler, sobre las que había sido informado, podían todavía hacer que el Eje ganase la guerra. Kindelán, Orgaz y Ponte se atuvieron a lo que habían escrito. Otros titubearon, y parece ser que el general Saliquet dijo a Franco que había sido obligado a firmar[58].

Gil Robles estaba asombrado por el hecho de que parecía que los generales de mayor graduación esperaban que fuese el propio Franco el que tomase la iniciativa de restaurar la monarquía. Escribió privadamente en su diario: «Estos “fervorosos monárquicos”, cuya lealtad [al Pretendiente] no les impide aprovecharse del tinglado franquista, son el peor enemigo que tiene la monarquía». A finales de septiembre escribió una carta muy dura al ministro del Ejército, general Carlos Asensio, señalando que una restauración monárquica otorgada por Franco no tendría ningún valor. Obtuvo sólo un cortés acuse de recibo. No hace falta decir que Franco estaba completamente al tanto de toda esta correspondencia que circulaba entre los altos mandos del Ejército[59]. Hacia mediados de octubre de 1943 la tormenta había pasado y Franco podía iniciar una ofensiva antimonárquica sin preocuparse de la oposición de sus generales de mayor graduación.

Uno de los métodos que Franco utilizaba para mantener el control sobre los oficiales del ejército era hacer la vista gorda ante la corrupción. Numerosos oficiales que tenían negocios utilizaban a soldados rasos y también a prisioneros de guerra republicanos como mano de obra barata o gratuita. Otros utilizaban vehículos del ejército para sus asuntos privados. A un nivel menor, incluso los oficiales de menor graduación se servían de reclutas como criados domésticos, para realizar pequeños trabajos, para cuidar niños y otras cosas por el estilo. Franco estaba enterado de todo esto y le gustaba que los demás supiesen que lo sabía. Sólo en dos ocasiones utilizó lo que sabía para expulsar del ejército a un oficial superior. Uno fue el general Francisco de Borbón y de la Torre, acusado de tráfico ilegal de alimentos. El otro fue el general Heli Rolando de Tella y Cantos, importante africanista, cuyo meteórico ascenso en Marruecos sólo había sido superado por los de Franco y Yagüe[60]. A pesar de su distinguido currículum, Tella fue privado de todos los honores militares por «irregularidades administrativas», presuntamente cometidas al usar vehículos y personal militar para su fábrica de harina y para la reconstrucción de su pazo mientras fue gobernador militar de Lugo. Sobre la base de que la corrupción nunca había sido un delito grave en la España franquista, se convenció a Tella de que había sido perseguido debido a sus actividades promonárquicas. Puede ser una coincidencia, pero los nombres de los generales Tella y De Borbón eran los únicos que un agente español pudo recordar de una lista de cincuenta que al parecer pidió Goering para utilizarlo en un complot para derrocar a Franco y sustituirlo por don Juan[61].

Ya desde comienzos de septiembre de 1943 Franco tenía sobre su mesa un informe que acusaba a Orgaz de estar involucrado en negocios ilícitos en el norte de África[62]. No es del todo descabellado suponer que la existencia de este informe haya tenido que ver en la disminución de la disponibilidad de Orgaz para conspirar en favor de la monarquía. Franco no mostró nunca el menor interés por poner fin a la corrupción como tal, en comparación con su interés por utilizarla para aumentar su poder sobre las personas involucradas. En efecto, con frecuencia recompensó a quienes le informaban sobre la corrupción no tomando medida alguna contra los culpables, sino procurando que éstos supieran quién había informado sobre ellos[63].

Las garantías de Franco a sus generales en octubre de 1943, sobre el hecho de que las armas secretas de Hitler podían hacer ganar la guerra, amortiguaron la urgencia de sus peticiones de resolución del futuro político. De todos modos, en el plazo de un año la inevitabilidad de la derrota del Eje era obvia para todos excepto para Franco, Muñoz Grandes y Juan Vigón. Volvió el pánico y hubo manifestaciones de descontento en las altas esferas de las fuerzas armadas. Algunos, como los generales Kindelán y Aranda, nunca habían dejado de trabajar en pro de la restauración. Aranda se había visto involucrado en actividades antifranquistas desde octubre de 1941 y mantenía contactos regulares con don Juan a través de Gil Robles y con la embajada británica. En octubre de 1944, sin embargo, el ejército dejó a un lado todas las consideraciones de antifranquismo como consecuencia de la invasión del valle de Arán por parte de republicanos españoles que habían combatido en las filas de la resistencia francesa. En cierto sentido, la derrota de las incursiones iniciales y la consiguiente guerra de guerrillas llegaron como un don de cielo para Franco. Estos hechos hicieron posible el renacer de la mentalidad de la guerra civil, proporcionaron algo que hacer al ejército y, en general, reagruparon al cuerpo de oficiales alrededor de Franco. La rehabilitación de Yagüe resultó ser particularmente útil. Como capitán general de Burgos, desempeñó un papel fundamental en la lucha contra las incursiones guerrilleras. Sin embargo, el hundimiento inminente del Eje produjo profunda inquietud en Franco. Y se sintió seriamente amenazado cuando don Juan, aconsejado por el general Kindelán y sus consejeros civiles, hizo público su manifiesto de Lausana del 19 de marzo de 1945. En él el pretendiente denunciaba la naturaleza totalitaria del régimen franquista y sus relaciones con el Eje, y hacía un llamamiento a Franco para que diese paso a una restauración monárquica[64].

Se formó un grupo de veteranos monárquicos, compuesto por el duque de Alba y el general Aranda, Alfonso de Orleans y Kindelán, con el fin de supervisar la esperada transición. Incluso llegaron a elaborar el texto de un decreto-ley que anunciaba la restauración de la monarquía y formaron un gobierno provisional, en el que Kindelán sería presidente; Aranda, ministro de Defensa Nacional; Varela, ministro del Aire, y el general Juan Bautista Sánchez González, ministro del Ejército[65]. El manifiesto de Lausana iba acompañado de unas instrucciones para los monárquicos prominentes, para que dimitieran de sus puestos en el seno del régimen. El primero que lo hizo fue el general Alfonso de Orleans y Borbón, representante de don Juan en España, que era el comandante efectivo de las fuerzas aéreas. Franco respondió ordenando al general Orleans que se confinase en sus tierras próximas a Cádiz[66]. A continuación, Franco montó una operación destinada a neutralizar el resurgir del sentimiento monárquico en el seno del alto mando, como consecuencia del manifiesto de donjuán. El propio Franco presidió, lo que era inusual, una reunión de tres días del Consejo Superior del Ejército, en la que hizo un gran esfuerzo para justificarse a sí mismo ante sus miembros. Señaló que la idea originaria del general Mola en 1936 había sido crear una república autoritaria y que Franco había tenido que esforzarse personalmente para incluir la restauración monárquica en el orden del día[67]. El Caudillo trabajó duramente para contrarrestar los efectos del manifiesto. Parece ser que muchos de los presentes quedaron satisfechos por lo que les dijo, pero otros, incluido Kindelán, estaban perplejos por los puntos de vista de Franco sobre la situación internacional. Les aseguró que la Unión Soviética estaba acabada y que la verdadera amenaza comunista emanaría en el futuro de Gran Bretaña y Francia, que estaban en manos de los masones. Se mostraba optimista respecto al futuro, pues estaba convencido de que Estados Unidos estaba a punto de adoptar los principios falangistas[68].

A medida que crecía el malestar entre los generales superiores, Franco anunció cierto número de importantes nombramientos en marzo, con el fin de tomar la iniciativa. Varela se convirtió en alto comisario en Marruecos, con gran disgusto de su antecesor Orgaz, que fue nombrado jefe del Estado Mayor. Solchaga se convirtió en capitán general de Barcelona, sustituyendo al fiel pero mediocre general José Moscardó, que se convirtió a su vez en hombre de confianza de Franco al asumir el mando de su Casa Militar. Se trataba de ascensos astutos, que permitían de nuevo a Franco dividir y gobernar. Un nombramiento crucial fue el del austero y filofalangista general Agustín Muñoz Grandes para la Capitanía General de Madrid, eje de la seguridad política del Caudillo[69]. La continua inquietud por la seguridad del régimen quedó de manifiesto de nuevo cuando el ministro del Ejército, general Asensio, envió una notable carta al general Varela, el 25 de abril de 1945: era un intento de explicar ampliamente las vacilaciones de Franco con respecto a la restauración como muestra de la preocupación del Caudillo por dar la mayor solidez a la monarquía. Los temores del régimen quedaban en evidencia en su exhortación final, según la cual el ejército debía tener absoluta disciplina, manteniéndose alejado de la política y aceptando la más completa obediencia a los planes del Generalísimo. Esto era, probablemente, reflejo de un temor de que, en vísperas del colapso final del Tercer Reich, las actividades conspiratorias, en las que los generales Orgaz, Ponte y Kindelán desempeñaban el papel principal, pudieran conducir a algo[70]. Era un temor sin fundamento.