Capítulo 4: Franco y la tentación del Eje

CAPÍTULO 4

FRANCO Y LA TENTACIÓN DEL EJE

Como enemigo declarado de la democracia liberal y del bolchevismo, Franco no pudo ocultar sus simpatías cuando Hitler desencadenó su guerra para exterminarlos. Sin embargo, las inclinaciones naturales del Caudillo resultaron en última instancia frenadas por dos consideraciones primordiales: su propia supervivencia interior y la capacidad económica y militar de España para la guerra. En ambos aspectos se vio obligado a prestar considerable atención a las opiniones del alto mando del ejército. Éste era el participante más poderoso en el complejo juego de rivalidades de poder entre los grupos componentes de la coalición nacional victoriosa[1]. Al comienzo de la segunda guerra mundial el convencimiento militar de la inevitabilidad de la victoria alemana era virtualmente unánime. Sin embargo, la probabilidad de que los generales españoles actuaran con arreglo a dicho convencimiento resultaba contrarrestada por su conocimiento de la limitada capacidad económica y militar de España y por sus simpatías monárquicas. A partir del otoño de 1940, los generales dieron muestras de un escepticismo cada vez mayor sobre el triunfo final del Eje. La Falange era diferente. En sus filas se daba una simpatía desmedida por las hazañas militares alemanas que permanecería inalterable hasta los últimos días de la guerra. Las afinidades ideológicas con el Tercer Reich fortalecieron enormemente a la Falange en la lucha interna por el poder dentro de España. El ejército y la Falange eran las dos influencias más importantes que recibió Franco para la orientación de su política exterior durante la segunda guerra mundial. Los monárquicos de clase alta y los católicos de clase media se mostraron más ambiguos en sus opiniones, al principio agradecidos por la ayuda alemana en la guerra civil y envidiosos de los éxitos del Tercer Reich, pero cada vez más recelosos de sus políticas religiosas y su ferviente antimonarquismo.

Las opiniones de todos los grupos nacionales, con excepción de los falangistas más intransigentes, inevitablemente evolucionaron en relación con los avatares de la guerra. Franco, siempre atento a los estados de ánimo de sus partidarios más poderosos, también adaptó sus actitudes a la evolución de la guerra. Sin embargo, al comienzo de la segunda guerra mundial, Franco, exaltado por el éxito en la guerra civil y enardecido por la solidaridad con sus aliados del Eje, que habían desempeñado un papel tan decisivo en la consecución de su victoria, no daba muestras de prudencia precisamente. De hecho, estuvo a punto de meter a España en la guerra en el bando del Eje durante el verano de 1940. Sin embargo, en el otoño de aquel año la inesperada supervivencia de Gran Bretaña contribuyó a que la cautela natural de Franco se reafirmara. No obstante, incluso entonces, de no haber sido por la poca consideración con que Hitler y Ribbentrop les trataron a él y a su cuñado Ramón Serrano Suñer, España habría podido acabar fácilmente entrando en la guerra. Además, después de haber pasado el peligro mayor de beligerancia española a finales de 1940, Franco siguió experimentando lo que podríamos llamar la tentación del Eje, sobre todo después de la invasión alemana de Rusia en el verano de 1941.

Así pues, no sería exacto decir que durante el primer año de la segunda guerra mundial Franco recurrió menos que en época posterior a la cautelosa ambigüedad que le caracterizaba en lo referente a las relaciones internacionales. Ya el 20 de febrero de 1939 el Caudillo había accedido a incorporarse al Pacto Anti-Comintern, acto secreto de solidaridad con el Eje que se hizo público el 6 de abril[2]. El 8 de mayo sacó a España de la Sociedad de las Naciones. Cuando Hitler y Mussolini firmaron el Pacto de Acero, a finales de mayo de 1939, Franco, con otro gesto de belicosidad viril, envió tropas a la zona de Gibraltar. Las relaciones del dictador español con Hitler fueron cordiales y llenas de gratitud por la ayuda alemana durante la guerra civil, pero también estuvieron teñidas por la cautela provocada por la brutal arrogancia del Führer. Con Mussolini no había reservas, sino cordialidad y simpatías efusivas. Durante el verano de 1939 las relaciones entre España e Italia llegaron a ser aún más calurosa^. A primeros de junio de 1939, el colaborador más estrecho de Franco, Serrano Suñer, entonces ministro de Gobernación, dijo a Mussolini y al conde Ciano que España necesitaba dos o, mejor, tres años para concluir sus preparativos militares. Sin embargo, cuando estalló la guerra dijo: «España estará junto al Eje porque la guiarán el sentimiento y la razón. En cualquier caso, una España neutral estaría destinada a un futuro de pobreza y humillación», nunca libre ni soberana hasta que hubiera recuperado Gibraltar y se hubiese apoderado del Marruecos francés[3].

Ciano y Mussolini consideraban que Serrano era «indudablemente el sostén más fuerte del Eje en el régimen de Franco»[4]. El entusiasmo de Serrano Suñer por la Italia fascista no ofrece duda. Muchos eran —sobre todo en los círculos militares españoles y entre la comunidad diplomática de Madrid— los que suponían que estaba igualmente comprometido con la Alemania nazi. Con el tiempo los alemanes llegaron a considerarlo un enemigo y más adelante dedicó considerables esfuerzos a presentarse como el hombre que actuó con habilidad para mantener a España fuera de la guerra. Lo que es absolutamente seguro es que odiaba intensamente a los británicos y los franceses, en parte porque aborrecía la democracia liberal y, más en particular, porque sus embajadas en el Madrid republicano habían negado el asilo a sus hermanos, quienes poco después murieron en la cárcel[5]. Sin embargo, no se debe convertir a Serrano Suñer en el chivo expiatorio por las actividades en pro del Eje de la clase dirigente franquista en aquellos años. Pocas fueron las figuras importantes de la vida civil o militar que no participaron del entusiasmo generalizado por el nuevo orden político que parecía estar forjándose. El general Kindelán, jefe del ejército del aire español, había llegado a Italia poco después de Serrano Suñer, acompañando a aviadores italianos que habían combatido en la guerra civil. Kindelán, considerado probritánico, concedió una entrevista a La Stampa el 15 de junio, en la que afirmó que, si Italia se veía envuelta en la guerra, «ninguno de los ejércitos españoles, y menos que ninguno el del aire, podrían permanecer impasibles». El 5 de julio de 1939, Franco dijo al embajador italiano, el conde Vila, que España necesitaba «un período de tranquilidad para dedicarse a la reconstrucción interna y la consecución de la autonomía económica indispensable para el poder militar a que aspiraba». Al mismo tiempo afirmó que pensaba mantener movilizado un gran ejército para impedir que los británicos y los franceses hicieran imposiciones a España. Esa fuerza le «permitiría hacer sentir el peso de España en el desarrollo de los acontecimientos y posiblemente sacar provecho de las circunstancias». Según se jactó, Francia «nunca podría sentirse cómoda en relación con España». Como parte de las medidas españolas para incomodar a Francia, el embajador español en París, José Félix de Lequerica, estaba pasando información a los alemanes sobre las intenciones de la política francesa que conocía por confidencias[6].

Ciano llegó a Barcelona el 10 de julio para devolver una visita. Franco le dijo que España necesitaba cinco años de paz para prepararse económica y militarmente antes de poder identificarse completamente con los estados totalitarios. En caso de estallar la guerra preferiría la neutralidad, pero estaría a favor del Eje, porque no creía que su régimen pudiera sobrevivir a una victoria de las democracias en una guerra general. Así pues, con aparente falta de preocupación por la bancarrota española, elucubró sobre un importante programa de rearme para la armada y el ejército del aire[7]. En realidad a Franco le preocupaba que si el Eje ganaba la próxima guerra sin su participación, no se respetarían sus ambiciones en la reconstrucción del mundo. De modo que empezó a rearmarse, dentro del estrecho margen de posibilidades de que disponía. Se adoptaron medidas para fortificar los Pirineos y se pidió ayuda financiera y técnica a Italia para la reconstrucción de la armada y del ejército del aire españoles[8]. En agosto Franco dijo al general Gastone Gambara, jefe de la misión militar italiana en España, que se proponía destruir las instalaciones militares británicas en Gibraltar con artillería pesada. Los planes para una visita de Estado de Franco a Roma en septiembre de 1939 y después a Berlín en el otoño sólo fueron aplazados por el estallido de la segunda guerra mundial[9]. El Caudillo había sido avisado por Ciano en agosto de que era probable que estallara la guerra entre Alemania y Polonia. Respondió con movimientos de tropas y la construcción de fortificaciones cerca de la frontera entre el Marruecos español y el francés. También había establecido un nuevo mando de una división para Gibraltar. Según informó a los embajadores italiano y alemán, todas aquellas medidas iban encaminadas a ayudar al Eje[10].

El convencimiento de Franco de que la guerra era inminente encontró reflejo inmediato en los cambios ministeriales del 9 de agosto de 1939, con la sustitución del anglófilo ministro de Asuntos Exteriores, el conde de Jordana, por el coronel Juan Beigbeder Atienza, camisa vieja de la Falange. Beigbeder, africanista entusiasta, compartía las ambiciones imperiales de Franco en Marruecos. Sin embargo, su forma de actuar era incongruente. Por ello, después de que comenzaran las hostilidades, el embajador alemán en Madrid, barón Eberhard Von Stohrer, solía saltarse a Beigbeder y tratar directamente con Serrano Suñer, quien prometió influir en la actitud de la prensa española completamente a favor de la causa alemana[11]. Lo hizo tan eficazmente que pasó a ser una importante arma de propaganda del Eje en España. El apartado de propaganda de la prensa falangista, bien dispuesto al respecto, recibía de la embajada alemana material de propaganda nazi, que después se transmitía en forma de noticias. Prácticamente nunca aparecía material de propaganda en pro de los aliados, excepto en respuesta a protestas diplomáticas concretas[12]. De hecho, la influencia alemana sobre la prensa fue sólo una de las numerosas manifestaciones de una situación en que España iba camino de convertirse en una colonia alemana oficiosa. La policía estaba muy influida por la Gestapo. Los teléfonos de embajadas y ministerios estaban intervenidos con la aquiescencia oficial, conseguida por soborno o por afinidad ideológica[13].

Cuando por fin estalló la guerra, el 3 de septiembre, Franco, como Mussolini, lamentó que hubiera ocurrido tan pronto. Lo máximo que ambos pudieron hacer fue brindar ayuda subrepticia y sacar provecho cuando fuera posible. Franco anunció oficialmente que se exigiría la a los súbditos españoles «la más estricta neutralidad»[14]. En privado, su actitud distaba mucho de ser neutral. Serrano Suñer y él consideraban que la arrogancia de Gran Bretaña y Francia había sometido a España a una humillante subyugación. En consecuencia, deseaban aprovechar cualesquiera oportunidades que brindara la guerra para ayudar a España a ocupar su puesto entre las potencias europeas[15]. Beigbeder facilitaba periódicamente a la embajada alemana información recibida de las misiones diplomáticas españolas en el extranjero. Los informes procedentes de Francia iban a ser particularmente útiles durante las hostilidades franco-alemanas de junio de 1940. El Ministerio de Asuntos Exteriores español obtenía también periódicamente para los alemanes informes sobre el efecto de los bombardeos de la Luftwaffe en Gran Bretaña[16].

Como espectadores anhelantes de la «extraña» guerra, Franco y Mussolini se aproximaron aún más. La generosidad italiana en la liquidación de las deudas de guerra españolas subrayó la cordialidad de sus relaciones. Más adelante el Duce, siempre inquieto y no dispuesto, como dijo, a permanecer sentado al margen mientras se escribía la historia, decidió entrar en la guerra. Había avisado a Franco con dos meses de antelación, el 8 de abril de 1940. Después de sus agotadoras empresas en España y en Albania, Italia apenas estaba en mejores condiciones que España para una aventura militar. Serrano Suñer y Beigbeder dijeron a Stohrer en la primera mitad de abril que España estaba de parte de Alemania y que la inminente entrada de Italia en la guerra contribuiría a que España se viera «automáticamente involucrada». Sin embargo, incluso Serrano Suñer era pesimista sobre las posibilidades de España de combatir en la guerra, dado el calamitoso estado de sus reservas de combustible y de cereales. No obstante, Franco y él se sintieron fuertemente tentados por la perspectiva de que la beligerancia española propiciara la conquista de Gibraltar y Tánger[17]. Lo que distinguía a Mussolini de Franco en aquella época era que, por temperamento, el Caudillo carecía de la irresponsable impetuosidad del Duce, tenía un estado mayor menos lisonjero y, como soldado que era él mismo, una idea más realista de las capacidades de su país.

En la primavera de 1940 Franco confiaba en una pronta victoria alemana[18]. Los británicos estaban suficientemente preocupados como para sustituir a su embajador en Madrid, sir Maurice Peterson, por sir Samuel Hoare. La elección para esa «misión especial» de una figura de tal categoría fue una señal de la importancia concedida a la embajada en Madrid. Estando Francia a punto de caer, revestía importancia decisiva impedir que Franco uniera su suerte a la de Hitler y Mussolini. Si así hubiese sido, la caída de Gibraltar y de los puertos atlánticos de España en manos del Eje habría sido un golpe devastador para Gran Bretaña. El primero de junio, cuando los alemanes estaban ya en Ostende y había comenzado la retirada en Dunkerque, Hoare llegó a Madrid, donde se encontró con precios altos, escasez de alimentos, dominio alemán de las comunicaciones, la prensa y la aviación y su embajada virtualmente asediadas por multitudes de falangistas que coreaban la consigna de «Gibraltar español»[19]. Mientras la fuerza expedicionaria británica regresaba renqueando a su país, el Caudillo contemplaba los acontecimientos alborozado. El 10 de junio envió a su Jefe de Estado Mayor, el general Juan Vigón, a Berlín con una efusiva carta de felicitación para Hitler[20]. En realidad Hitler guardó las distancias respecto de España y más o menos desairó a Vigón cuando lo recibió en el castillo de Acoz el 16 de junio de 1940, pues sólo aceptó las ambiciones de España respecto de Marruecos. En aquel momento Hitler no tenía intención de pagar un precio alto por unos servicios que no iban a ser —estaba convencido— necesarios, ya que esperaba que los británicos se rindieran de un momento a otro.

El hecho de que al final España no se incorporara a la guerra en el bando del Eje ha sido la base para las afirmaciones de los apologistas de Franco de que, con inmensa visión de estadista y pura y simple astucia, engañó a Hitler y Mussolini para favorecer a los aliados[21]. Negarlo no es subestimar la importancia de la neutralidad española para el resultado final de la segunda guerra mundial. Churchill escribió después de la guerra que «España tenía la llave de todas la empresas británicas en el Mediterráneo y nunca, en los peores momentos, la utilizó contra nosotros». Gibraltar era decisivo para el control naval británico del Atlántico oriental. Si los aviones alemanes hubieran podido volar desde los aeródromos españoles, podrían haber hecho estragos en los convoyes británicos. Churchill conocía suficientemente el peligro como para mantener lista durante dos años una fuerza expedicionaria (una brigada y cuatro unidades navales de transporte rápido destinadas a apoderarse de las islas Canarias en caso de perder Gibraltar)[22]. En 1947 Serrano Suñer argumentó convincentemente que, si España se hubiera incorporado a la guerra en junio de 1940, el resultado habría sido muy diferente, aunque omitió decir que no lo hizo porque Hitler rechazó su ofrecimiento[23]. De modo que los panegíricos de que fue objeto el Caudillo por su papel en la segunda guerra mundial encuentran justificación en el hecho de que, aunque estaba en condiciones de causar grandes daños a los intereses británicos y de los aliados, al final no lo hizo, pero minimizan oportunamente el fervor de sus ofrecimientos proalemanes de mediados de 1940 y las posteriores reapariciones de la tentación del Eje.

En 1940 la importancia estratégica de España para la causa del Eje hizo a Franco, inevitablemente, objeto del cortejo de ambos bandos: los alemanes para hacerlo entrar en la guerra y los británicos para mantenerlo fuera de ella. Pese a algunas controversias internas sobre lo acertado de aquella política, los británicos se inclinaron por utilizar la táctica del palo y la zanahoria que les brindaba su capacidad para bloquear el comercio español y conceder créditos urgentemente necesarios. Por otra parte, los alemanes dieron por sentado, de forma bastante intimidatoria, basada en parte en la presencia de unidades alemanas en la frontera hispano-francesa, que Franco haría lo que ellos quisieran sin necesidad de dedicarle un cortejo especial. En última instancia esa diferencia, más que habilidad diplomática alguna por parte de Franco, fue la razón de la no beligerancia de España. En noviembre de 1942 la actitud de España para con la operación «Antorcha», nombre en clave de los desembarcos angloamericanos en África septentrional, iba a tener importantes repercusiones en lo que quedaba de guerra. Antes de los desembarcos se concentraron en Gibraltar miles de soldados aliados y toneladas de material, que más adelante fueron transportados, junto con otros y cruzaron el estrecho ante los cañones españoles situados en ambas orillas del Mediterráneo. Se atribuye a Franco el mérito de haber resistido las lisonjas alemanas para que cortara las comunicaciones de los aliados y, por tanto, de no haber obstaculizado la operación «Antorcha». Para sus admiradores, ello constituye una prueba de su «benévola neutralidad» de facto para con los aliados[24]. En realidad, ni Franco ni ninguno de sus ministros sospechaba en modo alguno lo que se estaba preparando. Además, la presión alemana no fue demasiado intensa y se ejerció aposteriori[25]. Churchill, en octubre de 1944, al rechazar un ofrecimiento de Franco para unirse a una alianza anticomunista posbélica, no dejó de comentar «los servicios supremos» que Franco había prestado a la causa de los aliados «al no intervenir en 1940 ni obstaculizar la utilización del aeródromo y de la bahía de Algeciras durante los meses previos a la operación “Antorcha”». En eso se basa en particular la idea, con tanta frecuencia aducida, de un Franco astuto que previó el resultado final y evitó mediante una farsa de retórica en pro del Eje una invasión de España por Hitler para apoderarse de Gibraltar.

Sin embargo, cuando aquella «Antorcha» se perfilaba en el horizonte, Franco tenía ya claro que la guerra iba a prolongarse mucho y que incluso podrían ganarla los aliados. Con todo, en 1940 Franco se había comprometido en serio a entrar en la guerra y sólo lo contuvo su incapacidad para negociar condiciones aceptables con Hitler. A diferencia de Mussolini, Franco no se sintió tentado por un arrebato de fervor ideológico a hacer una precipitada declaración de guerra sin fijar primero el precio. Aunque el Caudillo utilizó la retórica de la camaradería en la guerra civil española, no sentía precisamente un agradecimiento servil por la ayuda alemana durante la guerra civil. Le habían contrariado profundamente, por ejemplo, las ambiciones neocoloniales de los nazis durante dicha guerra. Los alemanes habían aprovechado despiadadamente la dependencia temporal de Franco de su ayuda militar con tácticas depredadoras encaminadas a afianzar su posición en la economía española apoderándose de empresas, en particular las de la industria minera[26]. Franco se sintió indignado ante la insistencia de los alemanes de que les pagara su ayuda en la guerra. Con su estilo vanidoso y pomposamente mesiánico, el Caudillo estaba convencido de que el Eje estaba en deuda con él, pues la guerra civil española había sido una cruzada ideológica de interés común para todos, en la que los alemanes debían haberse sentido honrados de participar.

Desde luego, Franco adoptó una postura más circunspecta que Mussolini respecto de la cuestión de la incorporación al esfuerzo de guerra alemán. No obstante, a comienzos del verano de 1940, el espectacular éxito de la ofensiva de Hitler hacia el oeste movió al Caudillo a adoptar actitudes impetuosas nada propias de él. El 3 de mayo de 1940 había enviado un «mensaje anodino» a Mussolini en el que confirmaba «la absoluta e ineludible neutralidad de una España que se preparaba para vendar sus heridas»[27]. Sabía que una España económicamente postrada no podría sostener un largo esfuerzo de guerra, pero, por otra parte, no podía soportar la idea de que Francia y Gran Bretaña resultaran aniquiladas por un nuevo orden hitleriano y España no consiguiera nada del botín. Así pues, plenamente convencido en 1940 de que la victoria alemana era inevitable, Franco intentó hacer una entrada en el último momento para conseguir una papeleta con vistas a la distribución del botín. Sin embargo, su actitud estaba condicionada por la turbulenta herencia de sus relaciones económicas con Hitler durante la guerra civil. En última instancia, el deseo común de los dos dictadores de cooperación contra Gran Bretaña chocaría con la permanente subestimación por parte de Hitler de la obstinada mezquindad de Franco y la pomposa idea que tenía de su destino. Si el Führer hubiera podido, como Mussolini, hacer una virtud de la obligada generosidad respecto de las deudas de la guerra civil, o si hubiera mentido con mayor atrevimiento sobre su disposición a entregar el África septentrional francesa, el resultado habría sido sin duda diferente. Así las cosas, durante la guerra civil Franco había aprendido sobre la piratería nazi demasiadas cosas como para no abrigar sospechas, y su indignación aumentó cuando en el otoño de 1940 le pareció que Hitler volvía a utilizar sus antiguos ardides.

Hasta que chocó con la arrogancia y la intransigencia alemanas, el primer momento elegido por Franco para la entrada de España en la guerra fue poco después de la caída de Francia, cuando Gran Bretaña parecía también a punto de rendirse. El segundo fue en el otoño de 1940, cuando creía que los alemanes estaban a punto de lanzar la operación «León marino» y que el hundimiento de Inglaterra era inminente. En la primera de aquellas dos ocasiones, los alemanes desecharon el ofrecimiento español con displicente desdén, convencidos de que no lo necesitaban. En la segunda, cuando sí lo necesitaban, se mostraron indiferentes a las susceptibilidades de Franco y en particular a sus ambiciones africanas. A comienzos de junio de 1940 las embajadas británica y francesa en Madrid fueron asaltadas por falangistas y la prensa franquista, rigurosamente controlada, comunicó con regocijo el apoyo alemán e italiano a la devolución de Gibraltar. Tras un consejo de ministros el 12 de junio, Franco cambió la neutralidad oficial de España por la posición, mucho más en pro del Eje, de no beligerancia. Franco dijo al encargado italiano de negocios en Madrid que «el estado actual del ejército español impedía la adopción de una posición más resuelta, pero que aun así, estaba acelerando en la medida de lo posible la preparación del ejército para cualquier eventualidad»[28]. El fanático Serrano Suñer se mostró entusiasmado ante los triunfos alemanes y deseoso de tomar las riendas de la política exterior española. Ya estaba intrigando contra el ministro de Asuntos Exteriores, Beigbeder[29]. Los submarinos alemanes se aprovisionaban en los puertos españoles; Franco permitió que aviones alemanes de reconocimiento volaran con distintivos españoles y en La Coruña había una emisora de radio al servicio de la Luftwaffe. En otoño se atendieron positivamente las solicitudes de que los destructores alemanes repostaran de noche y en secreto en bahías de la costa septentrional de España[30].

Con Francia de rodillas y Gran Bretaña contra la pared, Franco sintió todas las tentaciones de un buitre cobarde y rapaz. Pese a la profesada amistad de Franco con Pétain, el 14 de junio, mientras los alemanes invadían París, España ocupó Tánger, tras asegurar a los franceses que aquella acción era necesaria para garantizar su seguridad. Hitler se sintió encantado y tanto más cuanto que Franco «había actuado sin hablar»[31]. El día siguiente a aquel en que los franceses pidieron un armisticio, Franco afirmó que la continuidad del imperio francés en el África septentrional resultaba entonces imposible, por lo que España pidió el Marruecos francés, la región argelina de Orán y la ampliación del Sáhara y la Guinea españoles. En el caso de que Inglaterra continuara con las hostilidades después de la rendición de Francia, el Caudillo se ofreció a entrar en la guerra al lado del Eje a cambio de «material de guerra, artillería pesada, aviones para el ataque a Gibraltar y tal vez la cooperación de submarinos alemanes para la defensa de las islas Canarias». También pidió alimentos, munición, combustible y material procedentes de las reservas de guerra francesas[32].

Después de hacer esperar a los españoles casi una semana, el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores rechazó su ofrecimiento con un simple reconocimiento de los deseos territoriales de España en África septentrional[33]. Hitler había respondido con frialdad a Vigón tres días antes, receloso, después del precipitado ataque de Mussolini a Francia, de otros voluntarios indeseados y de última hora para una guerra que ya estaba —no le cabía la menor duda— ganada. No estaba dispuesto a perjudicar las negociaciones del armisticio con Francia para dar una satisfacción gratuita a España. Franco, Serrano Suñer y Beigbeder se mostraban, cada cual a su modo, excesivamente obsequiosos para con el Tercer Reich, tratando constantemente de ganarse el favor de Berlín. El 23 de junio, por ejemplo, Beigbeder se ofreció a detener al duque y a la duquesa de Windsor, que estaban de paso en Madrid camino de Lisboa, por si los alemanes querían ponerse en contacto con ellos. Durante todo el verano de 1940, Serrano Suñer y Franco fueron colaboradores solícitos de maquinaciones alemanas para impedir que el duque de Windsor ocupara el puesto de gobernador de las Bahamas a fin de poder utilizarlo contra «la camarilla de Churchill» en las negociaciones de paz con Inglaterra. Con la esperanza de convencer al duque para que actuara como un Rudolf Hess inglés, Ángel Alcázar de Velasco, estrecho colaborador de Serrano Suñer, le dijo que el servicio secreto británico tenía planes para asesinarlo[34]. El propio Serrano Suñer pedía con insistencia una invitación para visitar Alemania con vistas a negociar la entrada de España en la guerra[35].

En contraste con los intentos españoles de congraciarse con el tercer Reich, los alemanes de todos los niveles se mostraron arrogantes y desdeñosos con los españoles. Se limitaron a rechazar de plano las urgentes peticiones de alimentos por parte de Franco alegando las mayores necesidades de Alemania e Italia. En cambio, los alemanes dieron por sentado que España seguiría exportando al Tercer Reich materias primas esenciales para éste[36]. Aunque la brusca respuesta del Führer a su ofrecimiento contrarió a Franco, éste siguió deseoso de negociar la entrada de España en la guerra. Franco declaró el 18 de julio de 1940 que España tenía dos millones de hombres en armas dispuestos a combatir para resucitar sus pasadas glorias imperiales y perseguir la misión de recuperar Gibraltar y ampliar el África española[37]. El Estado Mayor estaba preparando planes para un ataque al África septentrional francesa y a Gibraltar. Además, durante aquel período Hitler se estaba viendo forzado gradualmente a conceder mayor prioridad a la entrada de España en la guerra. La inesperada obstinación de la resistencia británica y la derrota de la Luftwaffe en la batalla de Inglaterra echaron por tierra sus planes de invasión, la operación «León marino». Los alemanes decidieron reducir a Gran Bretaña por medios distintos de un ataque frontal. El 15 de agosto el general Jodl había propuesto la intensificación de los ataques mediante submarinos y la toma de los centros neurálgicos de su imperio —Gibraltar y Suez— con vistas a brindar al Eje el control del Mediterráneo y de Oriente Medio. Ya el 2 de agosto Ribbentrop había informado al embajador en Madrid de que «lo que queremos lograr ahora es la pronta entrada de España en la guerra»[38]. Los oficiales alemanes iniciaron el proceso para determinar cuáles eran exactamente las necesidades españolas, militares y civiles, en materia de combustible, cereales y otras mercancías vitales. Las cifras resultantes tan sólo para fines civiles eran descomunales[39].

En Madrid pasaron por alto los difíciles problemas que planteaba el suministro de todo lo necesario para la guerra, porque en los círculos oficiales estaba generalizado el convencimiento de que el conflicto sería corto y el Tercer Reich vencería rápidamente. Beigbeder estaba convencido de que Gran Bretaña caería al cabo de unas semanas. Se había presionado a los portugueses para que garantizaran que dejarían las manos libres a España con vistas a un ataque a Gibraltar. Franco dijo a Vigón que consideraba útil una pronta entrada en la guerra, porque, como consecuencia del bloqueo británico, «España tenía ya un pie en la guerra». También le dijo que estaba dispuesto a aceptar una guerra de mayor duración[40]. Serrano Suñer estaba preparando a la opinión pública para la guerra mediante ataques, cuidadosamente orquestados, a Inglaterra en la prensa controlada por el Estado. Franco, preocupado porque el silencio con que Berlín había respondido a su intento de acercamiento significara que España no sería invitada a compartir el botín, había escrito desde Madrid apenas una semana antes, el 15 de agosto, una carta optimista a Mussolini, en la que recordaba al Duce las aspiraciones y reivindicaciones españolas en África septentrional y declaraba que España estaba «preparándose para ocupar su lugar en la lucha contra nuestros enemigos comunes»[41].

A comienzos del verano de 1940, el entusiasmo con vistas a la entrada de España en la guerra se había producido exclusivamente en Madrid. Como resultaba más que evidente que Franco y Serrano Suñer preparaban la entrada de España en la guerra cuando hubieran concluido los combates más duros, pero antes del reparto del botín, los alemanes habían desechado, descorteses, sus ofrecimientos. En el otoño y el invierno la situación iba a cambiar lentamente, a medida que Franco iba dándose cuenta gradualmente de la fuerza de la resistencia británica y la situación económica de España iba deteriorándose. Aunque nunca lo reconocería y siempre guardaría rencor al respecto, a partir del otoño de 1940 Franco se vería cada vez más vulnerable a las presiones y lisonjas angloamericanas. Como escribió David Eccles, emisario del Ministerio británico de Economía de Guerra, a su esposa el primero de noviembre de 1940, «los españoles están en venta y nuestra misión consiste en procurar que el subastador los adjudique a nuestra oferta»[42]. Otro factor importante de la disminución del ardor guerrero del Caudillo fue su resentimiento por las exigencias de Hitler en relación con la beligerancia española. Sin embargo, al final del verano Franco siguió esperanzado sobre la posible contribución de España al esfuerzo de guerra del Eje. Los alemanes siguieron sin compartir su optimismo[43].

Esto quedaría absolutamente claro cuando el embajador Stohrer compuso un anteproyecto de protocolo hispanoalemán sobre la entrada de España en la guerra. El borrador de Stohrer, con algunas modificaciones hechas por el Oberkommando der Wehrmacht, constituyó la base de las instrucciones de Ribbentrop para las conversaciones con Serrano Suñer, que debía llegar a Berlín a mediados de septiembre para reiterar los anteriores ofrecimientos de Franco. Con arreglo a ellos, España determinaría, de acuerdo con las potencias del Eje, el momento de su entrada en la guerra. A cambio del suministro por el Reich del equipo militar y los alimentos necesarios, España se comprometería a reconocer sus deudas de la guerra civil con Alemania y a saldarlas mediante futuras entregas de materias primas. Se concederían a Alemania las propiedades mineras francesas y británicas en España y en el Marruecos español. Se cedería a Alemania territorio español del golfo de Guinea. La economía española se integraría en una economía europea dominada por los alemanes. España desempeñaría tan sólo un papel subordinado, pues sus actividades quedarían limitadas a la agricultura, la producción de materias primas y las industrias «autóctonas de España»[44].

Serrano Suñer llegó a Berlín el 16 de septiembre de 1940, acompañado de gran número de falangistas, para examinar la contribución de España al golpe decisivo contra Inglaterra. El 14 de septiembre se había aplazado temporalmente la operación «León marino» para la invasión de Inglaterra y el 17 de septiembre se aplazaría indefinidamente por culpa de las condiciones climáticas y del éxito de la RAF en la batalla de Inglaterra. Los alemanes no fueron precisamente sinceros con los españoles a ese respecto, pues Ribbentrop dijo a Serrano Suñer que pronto «no quedaría nada de Londres, excepto escombros y cenizas». Según Serrano Suñer, el objetivo de su visita, como miembro del gobierno y «agente personal de España», era celebrar conversaciones sobre la entrada de España en la guerra después del anterior «tanteo del terreno». Expresó su sorpresa porque aún no hubiera llegado de Alemania el material necesario para el esfuerzo de guerra de España. Reiteró la lista de artículos que España necesitaba y también recordó a Ribbentrop su determinación de apoderarse de todo el Marruecos francés que «pertenecía al Lebensraum español» y de la zona en torno a Orán habitada por españoles. Serrano Suñer y Ribbentrop no congeniaban, lo que iba a tener mucha importancia para la neutralidad final de España. La aspereza y la afectación del ministro alemán contribuyeron a enfriar la impetuosidad y el fervor naturales del español en pro del Eje. Stohrer dijo a Walter Schellenberg, del Reichsicherheitshauptamt, que en su opinión las exigencias de Ribbentrop estaban haciendo que los españoles se echaran atrás[45]

Ribbentrop puso objeciones a las cantidades de material pedidas por España, pero al final accedió a entregar absolutamente lo que este país necesitaba. Expuso sin ambages lo que Alemania quería a cambio. Sabiendo que los británicos responderían a la toma de Gibraltar con la ocupación de las islas Canarias, las Azores o las islas de Cabo Verde, el Führer quería una de las islas Canarias para que fuera una base alemana y otras bases en Agadir y Mogador con «el apropiado hinterland». También hizo importantes peticiones económicas respecto de una liquidación más rápida de la deuda de la guerra civil y de la participación alemana en los intereses mineros en Marruecos. Serrano Suñer lo consideró una impertinencia intolerable[46]. El día siguiente, Serrano Suñer fue recibido por Hitler para una conversación de una hora y le dijo en términos inequívocos que España estaba dispuesta a entrar en la guerra tan pronto como tuviera garantizado su abastecimiento de alimentos y material de guerra. Hitler declaró con entusiasmo lo importante y fácil que sería la toma de Gibraltar, que, según dijo, ya había sido objeto de estudio detallado por expertos alemanes. El Führer repitió también su deseo de disponer de una base en las Canarias y propuso que Franco y él se reunieran en la frontera francoespañola. Poco después Serrano volvió a reunirse con Ribbentrop, que lo apremió con insistencia sobre la cesión por parte de España de una de las islas Canarias y añadió que Alemania quería la Guinea española y las pequeñas islas españolas situadas frente a las costas del África central a cambio de permitir a España apoderarse del Marruecos francés. Serrano Suñer subrayó que España no iba a poder acceder a aquella propuesta, que calificó de criminal y monstruosa. Propuso en su lugar que Alemania utilizara la isla portuguesa de Madeira[47].

Como consecuencia de su reunión con Serrano Suñer, Hitler escribió a Franco el 18 de septiembre para exponerle en líneas generales sus ideas sobre las cuestiones planteadas. Entre líneas se podían leer los problemas que planteaba la operación «León marino», en particular cuando el Führer insistió en que sólo se podía romper el bloqueo británico de España con la expulsión de los británicos del Mediterráneo, cosa que, según afirmaba, se «conseguiría rápidamente y con seguridad mediante la entrada de España en la guerra»[48]. La petición por parte de Hitler de una base en las islas Canarias, junto con sus importantes aspiraciones económicas en la España continental y en el Marruecos español, enfriaron un poco el entusiasmo de Franco y Serrano Suñer por la causa del Eje. Fueron comprendiendo poco a poco que el lugar de España en el nuevo orden sería «el de un satélite insignificante y explotado». Las ambiciones coloniales de Hitler con vistas a un gran imperio en África central y bases en las islas Canarias y el Marruecos español como etapas inmediatas, eran más importantes para él que las buenas relaciones con Franco. Así pues, trató a Franco de tal modo, que sacrificó la cooperación del Caudillo en un ataque a Gibraltar. De hecho, en una carta a Serrano Suñer del 21 de septiembre el Caudillo se refirió a «lo que provocó justificadamente tu indignación y que resulta inconcebible» y comentó que las aspiraciones alemanas eran más apropiadas para el trato con un enemigo derrotado e «incompatibles con la grandeza y la independencia de una nación»[49]. El 24 de septiembre Ribbentrop y Serrano Suñer volvieron a celebrar en Berlín una reunión extraordinariamente dura. Ribbentrop, que adoptó un tono condescendiente durante toda la entrevista, apremió a Serrano Suñer a que diera una respuesta a las peticiones territoriales de Hitler. Tras algunas evasivas, Serrano Suñer respondió negativamente en todos los casos. Entonces Ribbentrop planteó la cuestión de las deudas de España con Alemania contraídas durante la guerra civil y pidió que se transfirieran a Alemania los activos empresariales británicos y franceses en España con vistas a saldar la deuda pendiente[50].

La política de Franco se basaba en la decisión de entrar en la guerra lo más cerca posible de su fin. Sin embargo, la capacidad británica para resistir dificultaba la predicción de ese momento. No quería emular la precipitación de Mussolini, pero tampoco quería perder el tren. Entre los altos mandos del ejército español aumentaba la oposición a la entrada en la guerra. El Estado Mayor comunicó que la armada no tenía combustible, que no había una fuerza aérea digna de ese nombre ni unidades mecanizadas eficaces y que, después de la guerra civil, la población no toleraría más sacrificios. Como se estaban incubando tensiones entre los monárquicos y los falangistas, Franco, como solución de compromiso, se aferró a la idea del protocolo secreto con el Eje, que garantizaría —esperaba— sus ambiciones territoriales pero dejaría a su arbitrio la fecha exacta de entrada de España en la guerra. Sin embargo, Hitler no estaba dispuesto a pagar —ni tampoco podía— el precio pedido por el Caudillo. Las duras exigencias formuladas por Hitler y Ribbentrop en sus reuniones con Serrano Suñer en Berlín los días 16, 17 y 24 de septiembre contribuyeron a reafirmar la decisión de Franco de entrar en la guerra sólo si recibía el pago por adelantado[51].

Pese a las decepciones de su viaje a Berlín, Serrano Suñer entregó al embajador Stohrer un memorándum en el que se anunciaba la «disposición de España a concluir una alianza militar en forma de pacto tripartito de diez años con Alemania e Italia»[52]. Estando en Berlín, Serrano Suñer invitó a Heinrich Himmler a visitar Madrid y prestar asesoramiento para la modernización de la policía secreta española[53]. El 28 de septiembre Hitler habló con Ciano en Berlín y no ocultó que estaba harto de los españoles. Resumió exactamente el acuerdo propuesto por Franco y Serrano Suñer como la promesa alemana de suministrar cereales, combustible, equipo militar, todas las tropas y armas necesarias para la conquista de Gibraltar y todo Marruecos y Orán a cambio de promesas de amistad española. En realidad, la preocupación principal del Führer era que cualquier acuerdo sobre Marruecos pudiese filtrarse, llegar a conocimiento de los franceses y provocar un entendimiento que permitiera a los británicos establecerse en África septentrional. Si se permitía a los españoles apoderarse de Marruecos, probablemente necesitaran ayuda alemana para conservarlo en su poder. Prefería dejar allí a los franceses para que defendieran Marruecos contra los británicos. En cuanto a la liquidación de las deudas de la guerra civil, que los españoles consideraban una confusión de consideraciones económicas y políticas que demostraba falta de tacto, Hitler dijo que «como alemán, se siente uno respecto de los españoles casi como un judío, que quiere hacer negocios con las posesiones más sagradas de la humanidad». No es de extrañar que Hitler dijera a Ciano que se oponía a la intervención española «porque costaría más de lo que valdría»[54].

El primero de octubre de 1940, en una visita a Roma, Serrano Suñer habló apasionadamente a Ciano de la «absoluta falta de tacto [de los alemanes] en su trato con España». El propio Hitler estaba intentando equilibrar las exigencias opuestas de Franco, Pétain y Mussolini, cosa que, según reconocía, sólo era posible mediante «un grandioso fraude»[55]. El propio Franco no hacía ascos a una actitud algo fraudulenta y ya estaba empezando a hacer sus apuestas. Por su parte, los británicos estaban acariciando la idea de hacer importantes concesiones a España. El Gobierno de Estados Unidos estaba examinando la posibilidad de enviar trigo a España por mediación de la Cruz Roja. El 7 de octubre el general Franco envió a Roosevelt un telegrama en que le decía que Estados Unidos podía adoptar medidas decisivas que afectarían al entero rumbo de la guerra. Sólo si Estados Unidos le enviaba trigo permanecería España neutral. Los británicos accedieron a los envíos «con la condición de que la distribución del trigo corriera a cargo de instancias estadounidenses, que no se reexportara nada, que se diera publicidad a toda la operación y que los barcos con trigo llegaran de uno en uno y pudieran ser detenidos por nosotros en caso de que surgiera algún problema»[56].

El 18 de octubre de 1940 Beigbeder fue sustituido oficialmente como ministro de Asuntos Exteriores por Serrano Suñer. Mussolini escribió a Hitler el día siguiente que el cambio ministerial de Franco «nos brinda la seguridad de que las tendencias hostiles al Eje quedan eliminadas o al menos neutralizadas»[57]. Sin embargo, en la histórica reunión de Hitler y Franco en Hendaya, celebrada el 23 de octubre de 1940, no hubo conciliación. Hitler estaba cometiendo su «grandioso fraude» al verse con Laval el 22 de octubre en Montoire-sur-Loire, remota estación ferroviaria de pueblo cerca de Tours, de camino para su reunión con Franco y después con Pétain el 24 de octubre otra vez en Montoire, a la vuelta. Al Führer le preocupaba que Mussolini se viera implicado en una prolongada e inconveniente guerra en los Balcanes al atacar a Grecia. Así pues, se inclinaba a pensar que la entrega del Marruecos francés a los españoles equivalía a colocarlos en una posición vulnerable a un ataque británico.

Aunque el Caudillo no conocía la importancia de los problemas de Hitler relacionados con Gran Bretaña y Grecia, no se sentía inclinado a facilitarle las cosas. En aquel momento Franco consideraba que podría estar perfilándose una lucha larga, idea que, naturalmente, no contribuía precisamente a inclinarlo a entrar en la guerra en un futuro inmediato. Por otra parte, seguía deseoso de estar presente en el momento final. Franco, siempre interesado en aprovechar los éxitos de Hitler pero decidido a no tener que pagar por ese privilegio, comenzó la reunión de Hendaya con garantías retóricas: «España combatiría de buen grado al lado de Alemania», pero en vista de que Estados Unidos y Gran Bretaña estaban creando dificultades, «España debía marcar el paso y con frecuencia poner buena cara ante cosas que desaprobaba totalmente». Más que de una conversación, se trataba de monólogos enfrentados. Resultó curioso que, en vista del equilibrio de fuerzas entre los dos interlocutores, Hitler no pudiera dominar la reunión. Se fue por las ramas y se abandonó a una desesperada justificación de las dificultades alemanas de aquel momento en la guerra, haciendo hincapié en el papel de las condiciones climáticas en la batalla de Inglaterra.

Más decisiva desde el punto de vista del resultado final fue la laboriosa y bastante ambigua explicación por parte de Hitler de por qué las ambiciones de España respecto de Marruecos eran problemáticas, dada su necesidad de cooperación con los franceses. A ese respecto, se refirió a su conversación del día anterior con Laval y a su próxima entrevista con Pétain; su argumento era que, si Francia se aliaba con Alemania, se podrían compensar las pérdidas territoriales francesas con las colonias británicas. La píldora difícil de tragar para Franco fue la afirmación de Hitler de que «si la cooperación con Francia resultara posible, los resultados territoriales de la guerra podrían no ser tan grandes. Sin embargo, el riesgo era menor y el éxito más fácil de conseguir. Personalmente consideraba mejor, en una lucha tan dura, poner la mira en un éxito rápido y en un lapso corto, aun cuando lo obtenido fuera menor que cuando se riñen guerras prolongadas. Si con la ayuda de Francia Alemania podía vencer más rápidamente, estaba dispuesta a conceder a cambio a Francia mejores condiciones de paz».

Franco no pudo dejar de advertir que sus esperanzas de obtener grandes ganancias territoriales casi sin costo alguno estaban siendo trituradas flagrantemente. Así pues, no es de extrañar que respondiera, para disgusto manifiesto de Hitler, con una relación de las atroces condiciones existentes en España, una lista de los suministros necesarios para facilitar sus preparativos militares y la pomposa afirmación de que España podía tomar Gibraltar por sí sola. Ya sólo quedaba a los dos ministros de Asuntos Exteriores redactar un protocolo[58]. Sin embargo, después de permanecer junto a Franco casi nueve horas, Hitler dijo posteriormente a Mussolini que «antes que pasar por eso de nuevo, preferiría que me sacaran tres o cuatro muelas»[59]. En realidad, Hitler había pensado engañar a los españoles en lo referente al Marruecos francés admitiendo con aparente franqueza que no podía dar lo que todavía no era suyo, con lo que daba a entender que lo daría efectivamente cuando estuviera en condiciones de hacerlo. Desde luego, confiaba en poder disponer a su gusto del imperio colonial francés, pero no tenía intención de dárselo a Franco. En eso consistía su «grandioso fraude». Serrano Suñer dio a entender años después que no había contado una mentira suficientemente convincente. Según el «cuñadísimo», la obsesión africanista de Franco respecto de Marruecos era tal que, si Hitler se lo hubiera ofrecido, habría entrado en la guerra[60].

Fue una suerte para Franco que Hitler siguiera sin querer y, de hecho, sin poder pagar el precio que pedía. Al fin y al cabo, una de las razones del Führer para desear la participación de España era la posibilidad de controlar África septentrional y así impedir allí una intensificación de la resistencia francesa. Ahora bien, el precio de Franco, la cesión de las colonias francesas, habría precipitado casi con toda seguridad un movimiento antialemán encabezado por De Gaulle que habría preparado el camino para desembarcos de los aliados. La reunión de Hendaya llegó a un punto muerto precisamente a causa de ese problema. Se firmó el protocolo, en el que España se comprometía a unirse a la causa del Eje en una fecha que se decidiría por «mutuo acuerdo de las tres potencias», pero después de que hubieran concluido los preparativos militares. Con ello la decisión quedaba, en realidad, al arbitrio de Franco. Hitler formuló promesas firmes sólo sobre Gibraltar y se mostró impreciso sobre un futuro control por España de las colonias francesas de África. Los españoles no se cerraban a ninguna opción. Es de suponer que tal fue la razón de que Serrano Suñer informara al embajador de Estados Unidos el 31 de octubre de 1940 —y lo repitió tres veces— de que «no había habido presiones, ni siquiera una insinuación por parte de Hitler ni de Mussolini para que España entrara en la guerra»[61].

Hitler había rechazado los ofrecimientos de Franco de incorporarse a la guerra a comienzos del verano de 1940 por considerarlos inútiles. Los intentos del Führer de hacer que Franco se incorporara al Eje en el otoño de 1940 fracasaron porque Hitler no consideraba que debiera pagar más de lo normal por los servicios del Caudillo. Posteriormente, durante todo el transcurso de la segunda guerra mundial, España no estuvo más cerca de incorporarse al Eje de lo que había estado en 1940. Lo que no quiere decir que Franco estuviera esforzándose denodadamente por liberarse de las garras de Hitler, como han dado a entender algunos de sus admiradores. No cabe duda de que el Caudillo seguía simpatizando con Alemania e Italia. Si Hitler hubiera satisfecho el precio requerido, Franco se le habría unido casi con toda seguridad. No obstante, la ambición primordial de Franco fue siempre su propia supervivencia; además de que Hitler parecía buscar la ayuda española en condiciones inaceptables, la posibilidad, después del abandono de la operación «León marino», de una derrota del Eje hizo que el Caudillo adoptara una actitud incluso más circunspecta. Además, las tensiones entre el ejército y la Falange precisamente sobre si se debía o no entrar en la guerra dieron que pensar a Franco. El ejemplo más evidente de dicha circunspección y su vinculación con las cuestiones interiores fue su no injerencia durante la operación «Antorcha», que se produjo menos de dos meses después de la destitución de Serrano Suñer. Sin embargo, entre la reunión de Hendaya y la operación «Antorcha» hubo muchas pruebas de que Franco seguía anhelando formar parte de una victoriosa coalición del Eje.

A principios de noviembre de 1940, por ejemplo, parecía que las decepciones de Hendaya se hubieran superado. Franco adoptó varias iniciativas que sólo se pueden interpretar como una disposición a combatir. El primero de noviembre escribió a Hitler para prometerle que cumpliría su promesa de entrar en la guerra[62]. El 9 de noviembre llegaron a Madrid tres copias del protocolo secreto germano-italo-español, que Serrano Suñer firmó debidamente y devolvió por mediación de un mensajero especial[63]. Sin embargo, las circunstancias estaban cambiando rápidamente hasta el punto de enfriar el entusiasmo de Franco. La crisis económica interior de España se estaba ahondando dramáticamente y cada vez eran más frecuentes las señales de que la correa de transmisión de los triunfos del Eje iba acortándose. En cambio, Hitler, conmocionado por la victoria naval británica sobre los italianos en Taranto, estaba cada vez más deseoso de acelerar el ritmo. Para ello, el 11 de noviembre Ribbentrop invitó a Serrano Suñer a una reunión con Ciano y con él en el Berghof una semana después.

Por entonces los alemanes estaban cada vez más convencidos de la urgente necesidad de lanzar un ataque contra Gibraltar. El 4 de noviembre Hitler dijo a los generales Brauchitsch, Halder, Keitel y Jodl que, contando con la seguridad dada por Franco de que estaba a punto de unirse a Alemania, sería posible tomar Gibraltar. A mediados de noviembre se prepararon planes detallados para la que se llamaría operación «Félix», según la cual tropas alemanas entrarían en España el 10 de enero de 1941 antes de comenzar un ataque contra Gibraltar el 4 de febrero[64]. Las tropas alemanas empezaron a ensayar el ataque cerca de Besançon. El problema era —como no tardaron en descubrir los principales planificadores de la intendencia de Hitler— que Franco no había exagerado al hablar de la situación de postración de la economía española. Las diferencias de ancho de la vía del tren a uno y otro lado de la frontera hispano-francesa, el mal estado general de la vía férrea y del material móvil y la limitada capacidad del sistema español eran cosa conocida. Además, una cosecha desastrosa había hecho que España necesitara muchos más cereales de lo que había comunicado en sus anteriores solicitudes a los alemanes. Con la extensión del hambre a muchas partes del país, Franco no tenía otra opción que intentar comprar alimentos en Estados Unidos, lo que entrañaba necesariamente el aplazamiento de una declaración de guerra[65]. Al mismo tiempo, el gobierno británico abogaba por la ayuda alimentaria estadounidense a España precisamente a fin de privar a Franco de la excusa para echarse en brazos del Eje[66].

La reunión entre Hitler y Serrano Suñer se celebró en Berchtesgaden el 19 de noviembre de 1940. Ahora había más urgencia por parte de Hitler y cierto grado de engaño por parte de Serrano Suñer. Aunque intentó minimizar las consecuencias del «error» de Mussolini en Grecia, Hitler expuso con toda claridad la urgente necesidad de cerrar el Mediterráneo en Gibraltar y en Suez. Serrano Suñer recordó a Hitler lo defraudados que se sentían el Caudillo y él por la vaguedad de las promesas hechas en el protocolo secreto respecto de las peticiones imperiales de España, ante lo cual Hitler insistió en que se daría satisfacción a España en Marruecos. En aquella reunión no se decidió nada. Hitler tal vez apreciara mejor que Ribbentrop las dificultades para la entrada española, y cuando vio a Ciano, inmediatamente después de hablar con Serrano Suñer, le propuso que Mussolini utilizara su influencia sobre Franco para lograr la intervención de España[67].

Sorprendentemente, los alemanes estaban convencidos, al menos lo estuvieron por un corto período, de que España estaba a punto de unírseles. Así pues, Hitler envió al almirante Canaris a España para examinar los detalles. Como indicación de la inclinación de Franco hacia el Eje, Serrano Suñer informó a Stohrer de que el gobierno español había accedido a que fondearan buques cisterna alemanes en bahías recónditas de la costa septentrional para que los destructores alemanes pudieran repostar[68]. Sin embargo, pronto resultó evidente que las reuniones de Hitler y los españoles habían sido un diálogo de sordos. El 5 de diciembre Hitler reunió a su alto mando y decidió pedir a Franco que se permitiera a tropas alemanas cruzar la frontera española el 10 de enero de 1941. Se proyectó que tan pronto como Canaris obtuviera el asentimiento de Franco en cuanto a la fecha fijada, el general Jodl fuera a España para adoptar las disposiciones necesarias con vistas al ataque de Gibraltar. Canaris llegó el 7 de diciembre a un Madrid gélido y cubierto de nieve. A las 7,30 de la tarde expresó a Franco, delante del general Vigón, la necesidad de la pronta entrada de España en la guerra, a lo que el Caudillo respondió que el país no estaba, sencillamente, lo bastante preparado, en particular en lo referente a los suministros de alimentos, para poder cumplir el plazo de Hitler. Por entonces Franco calculaba que el déficit de alimentos era de un millón de toneladas. La escasez de alimentos resultaba agravada por dificultades atroces en las carreteras y en los ferrocarriles. Franco expresó también su miedo a que la toma de Gibraltar entrañara para España la pérdida de las islas Canarias y del resto de sus posesiones de ultramar, lo que constituía un significativo reconocimiento de sus dudas sobre las perspectivas de un pronto triunfo del Eje en la guerra. El general Franco dijo con toda claridad que España sólo podría entrar en la guerra cuando Inglaterra estuviera casi a punto de desplomarse. Al recibir el deprimente informe de Canaris, Hitler decidió suspender la operación «Félix». Su profunda decepción se reflejó en una carta de fin de año a Mussolini en que declaraba: «Temo que Franco esté cometiendo en este caso el mayor error de su vida»[69].

Durante todo el mes de noviembre se habían llevado a cabo detalladas operaciones de reconocimiento, preparativos y ensayos. Sin embargo, ni siquiera se planteó la posibilidad de que Hitler se limitara a atacar Gibraltar sin la aquiescencia de Franco. Había que descartar un ataque frontal por mar porque la armada alemana ya estaba atareada con la protección de Noruega y la continuación de la guerra en el Atlántico. Así pues, el ataque tenía que ser por tierra. Para ello las tropas alemanas deberían recorrer 1200 kilómetros con todos sus pertrechos por carreteras deficientes y en muchos casos sin asfaltar y por estrechos y tortuosos puertos de montaña con frecuencia cubiertos de niebla y hielo. Además, España padecía una escasez de alimentos tan grave que no se podía esperar que las tropas vivieran de los cultivos ni comprando alimentos y combustible a medida que avanzaran. El 9 de diciembre Stohrer informó de que la intensificación de las condiciones de hambre se había puesto por delante de cualquier otra cuestión, incluida la entrada en la guerra. El 11 de diciembre contó por carta a la Wilhelmstrasse que la gente se desmayaba en las calles de Madrid por la falta de alimentos. También afirmaba que «las protestas de varios generales influyentes han despertado en Franco el miedo a que el conflicto de personalidades y los desacuerdos sobre diversas cuestiones entre S. Suñer y el ejército lleguen a ser un problema grave para el régimen, si no se presta atención a los profundos recelos de dichos generales sobre la entrada en la guerra, por razones principalmente económicas pero también militares». Stohrer estaba convencido de que el cambio de idea de Franco sobre la entrada en la guerra era consecuencia enteramente de la crisis de alimentos y de su consiguiente temor por la seguridad de su régimen. También consideraba que la superación de los problemas de Franco supondría un apoyo económico de «proporciones tremendas». Atacar sin el consentimiento de Franco entrañaría la enorme dificultad de ocupar un país hostil. Ello infundió a Churchill la esperanza de que Hitler no intentaría abrirse paso por España a la fuerza. Como escribió al general Ismay el 6 de enero de 1941, una invasión en invierno era «una empresa de lo más peligrosa y objetable para Alemania, y no es de extrañar que Hitler, ante la necesidad de contener a tanta población presa del resentimiento, no se haya lanzado a ella hasta ahora»[70].

Fue el hambre, junto con la preocupación por la permanente hostilidad entre la Falange y sus generales, lo que hizo que Franco se echara atrás en el momento decisivo. Su pesar resultó aliviado sin duda por la evidencia de que la victoria del Eje iba a resultar, en el mejor de los casos, retrasada, y en el peor, si bien se trataba de una posibilidad remota, en modo alguno segura. No obstante, dicho pesar parecía auténtico. Cuando Stohrer dijo a Franco el 20 de enero de 1941 que en Berlín opinaban que el gobierno español y él ya no estaban del todo convencidos de que el Reich fuera a ganar la guerra, el Caudillo declaró vehementemente que su política no había cambiado, que su «fe en la victoria de Alemania seguía siendo la misma». Franco insistió en que «la cuestión no era en absoluto si España entraría en la guerra; eso ya se había decidido en Hendaya. Era simplemente cuándo lo haría»[71]. Profundamente herido por un mensaje duro y arrogante de Ribbentrop entregado el 23 de enero, Franco se quejó amargamente a Stohrer de esa acusación de vacilación por su parte. Con aparente sinceridad, afirmó que su posición estaba totalmente del lado del Eje, por gratitud y porque era un hombre de palabra, e insistió en que no se había desviado «ni un milímetro de su rumbo germanófilo» ni había hecho concesión política alguna a los aliados occidentales[726]. Sin embargo, cuando Ribbentrop pidió, furioso, una respuesta definitiva, Franco siguió respondiendo con evasivas. El 3 de febrero de 1941 Hitler escribió a Mussolini para lamentarse de que, por culpa de la falta de resolución de Franco, se hubiera perdido una gran oportunidad de cerrar el extremo occidental del Mediterráneo. El Führer pidió por segunda vez al Duce que intentara persuadir a Franco de que cambiase de opinión[73]. En realidad, dado el deterioro creciente día tras día de la situación económica en España, no había demasiadas posibilidades de que tal cosa sucediera. Los cónsules alemanes comunicaban que en parte del país no había nada de pan y que había casos de asaltos en las carreteras y de bandidaje.

Hitler hizo un nuevo esfuerzo personal, aunque ya poco entusiasta, en su carta a Franco fechada el 6 de febrero de 1941. Tras reiterar las razones por las que España debía ir del brazo con Alemania e Italia, el Führer echaba por tierra con tono de cortesía las excusas de Franco para aplazarlo. En la carta el único intento concreto de conseguir que Franco se comprometiese era una invitación general a incorporarse a un conflicto ideológico y un ofrecimiento de suministros tan pronto como España declarara la guerra. Franco respondió acusando recibo y con la solicitud de un «pago por anticipado», como lo llamó Stohrer. La había preparado el Estado Mayor y equivalía a un petición de suministros en tal escala, que el director del Departamento de Política Económica de Berlín hubo de concluir que las peticiones eran «tan evidentemente irrealizables, que sólo se podían considerar como la expresión de un intento de eludir la entrada en la guerra». Resulta significativo que la misma mañana en que recibió la carta de Hitler, Franco hubiera recibido noticias del aniquilamiento final del ejército del mariscal Graziani por los británicos en Bengasi[74]. Como Mussolini había accedido a interceder ante Franco, se concertó una entrevista entre ambos los días 12 y 13 de febrero en Bordighera[75]. En el momento en que Franco se reunió con Mussolini, la opinión pública en España empezaba a inclinarse por una rotunda oposición a cualquier intervención en la guerra. La aplastante derrota sufrida en Cirenaica por el ejército italiano ante una fuerza británica mucho menor y el bombardeo naval británico de Génova el 8 de febrero tuvieron importantes repercusiones en España en general, donde causaron cierto malicioso júbilo antiitaliano[76].

En Bordighera, Franco habló a Mussolini de su permanente convencimiento de una victoria final del Eje. Reconoció con toda sinceridad que «España desea entrar en la guerra, y lo que teme es hacerlo demasiado tarde». Se quejó de los obstáculos que le ponían los alemanes y dijo con claridad que deseaba garantías explícitas de que se satisfarían todas las ambiciones territoriales de España en África. A ese respecto, dio a entender que la reunión de Hendaya no había dado los resultados esperados debido al interés de Hitler por atraer a Francia a la órbita del Eje. Franco estaba claramente furioso por ello. También declaró que el ataque a Gibraltar debía ser una operación exclusivamente española. Mussolini se mostró extraordinariamente comprensivo con las dificultades de Franco con la enorme responsabilidad que representaba la entrada en la guerra. Convino en que la beligerancia española sería en «aquel momento menos onerosa para España y más útil para la causa común» y tuvo la amabilidad de declarar que «la fecha y la forma de la participación de España en la guerra era asunto de España». El Duce preguntó a Franco si, en caso de que se le entregaran los suministros suficientes y promesas fehacientes sobre sus exigencias coloniales, declararía la guerra. El Caudillo respondió que, aun cuando se le entregaran todos los suministros pedidos, cosa imposible, dados los otros compromisos de Hitler, la falta de preparación militar de España y la situación de hambre existente en ella harían que aún hubieran de transcurrir varios meses antes de que pudiese incorporarse a la guerra. Franco resumió la cuestión cuando declaró secamente que «la entrada de España en la guerra depende de Alemania más que de la propia España; cuanto antes envíe Alemania la ayuda, antes hará España su contribución a la causa fascista mundial». En consecuencia, Mussolini optó por dejar de intentar convencer a Franco para que se uniera a corto plazo al esfuerzo de guerra del Eje. En cambio, consideraba que Alemania e Italia debían limitarse, en relación con España, a procurar mantener al vacilante Caudillo en la esfera política del Eje[77]. El Duce informó a Hitler sobre la reunión de Bordighera por las mismas fechas más o menos en que el Departamento de Planificación Económica de Alemania comunicaba que no se podían satisfacer las peticiones españolas sin poner en peligro la capacidad militar del Reich. Ribbentrop interpretó la reunión de Bordighera como la negativa definitiva de Franco a unirse al esfuerzo de guerra. Suponiendo que Franco debía de saber, pese a sus deficientes dotes de estratega, que las tropas españolas por sí solas nunca podrían apoderarse de Gibraltar, Ribbentrop dio orden a Stohrer de que no adoptara ninguna otra medida para conseguir la beligerancia de España[78].

Cuando por fin Hitler examinó la posibilidad de imponer un desenlace por la fuerza, ya había comprometido su máquina militar para rescatar a Italia de su desastrosa aventura en los Balcanes[79]. En realidad, la reunión de Bordighera demostró que de momento Franco era inmune a la tentación del Eje. No la desecharía totalmente hasta finales de 1944, pero tampoco la volvería a sentir nunca de modo inequívoco. Hitler no tenía suficientes reinos que ofrecer, sencillamente. No obstante, durante un breve período a mediados de 1941, en vista de que parecía posible una rápida victoria sobre la Unión Soviética, el Caudillo volvió a sentirse profundamente tentado. Cuando Franco respondió por fin, el 26 de febrero, a la carta de Hitler, recibida tres semanas antes, expresó su apoyo efusivo a la causa del Eje, pero en realidad pedía un precio demasiado alto por la ayuda española. Resulta curioso que Hitler aceptara la negativa de Franco con tanta calma. Churchill conjeturó que «Hitler se sintió escandalizado, pero, como entonces ya se había lanzado a la invasión de Rusia, tal vez no le gustara la idea de intentar al mismo tiempo la otra empresa fracasada de Napoleón: la invasión de España»[80]. Para Churchill, «el exasperante retraso y las exorbitantes peticiones» de Franco eran estratagemas, «sutilezas y artimañas» mediante las cuales mantuvo a España fuera de la guerra[81]. En el momento en que escribió estas opiniones, a finales del decenio de 1940, tal vez Churchill concediera mayor importancia al anticomunismo de Franco que durante la guerra. No cabe duda de que olvidaba el inmenso papel desempeñado por la guerra económica británica para imponerse a Franco.

El cambio de tono de las relaciones hispano-alemanas se reflejó a finales de febrero en la insistencia alemana en la liquidación de las deudas españolas de la guerra civil, fijadas de común acuerdo en 372 millones de Reichsmarks[82], lo que suponía un acentuado contraste con la actitud de las potencias anglosajonas. El 20 de marzo de 1941, lord Halifax, embajador británico en Washington, entregó un mensaje de su gobierno al secretario de Estado en funciones, Sumner Welles. Proponía que Estados Unidos, Gran Bretaña y Portugal colaboraran en la entrega de ayuda económica a España para aislar a Serrano Suñer y, además, crear un bloque mediterráneo independiente del sistema continental alemán. Dicha propuesta recibió una acogida favorable. El 7 de abril de 1941 Gran Bretaña concedió a España créditos por valor de dos millones y medio de libras esterlinas[83]. Sin embargo, los éxitos alemanes de la primavera de 1941 disiparon una vez más la cautela de Franco.

Las victorias alemanas en África septentrional y en Grecia convencieron a Franco de que su fe subyacente en una victoria del Eje no iba mal encaminada. En un discurso del 19 de abril de 1941, en el que conmemoraba la unificación, declaró que la paz era una simple preparación para la guerra y que ésta era la condición normal de la humanidad. Después de la caída de Creta, Franco confiaba en que Suez no tardaría en estar en poder del Eje[84]. Así como el enfriamiento del entusiasmo en pro del Eje a finales de 1940 había sido, al menos en parte, una reacción a las tensiones políticas internas de la coalición franquista, así también el resurgir de su fervor en 1941 reflejaba la permanente preocupación de Franco por su situación política interior. A lo largo de la primavera de 1941, los informes de la Auslandorganization y los enviados a Berlín por la embajada de Madrid subrayaban el continuo deterioro de la situación económica de España y la intensificación del descontento con el gobierno de Franco. Ello había propiciado una intensificación de la impopularidad de Serrano Suñer, en particular entre los militares[859]. En pos del apoyo alemán en la lucha interna por el poder que se había entablado Serrano Suñer compitió con Franco por el puesto de dirigente de la camarilla proalemana. A comienzos de mayo de 1941 dijo a Stohrer: «Queremos entrar y entraremos en la guerra». Sin embargo, en aquel momento Franco había debilitado profundamente la posición de Serrano Suñer al nombrar al coronel Valentín Galarza ministro de Gobernación. Hubo choques entre la policía y miembros de la Falange y la hostilidad entre ésta y el ejército estaba llegando al punto de ebullición.

Puede que el Caudillo no estuviera en condiciones de entrar en una guerra que daba muestras de poder prolongarse durante mucho tiempo. Sin embargo, su fe en la victoria final del Eje seguía siendo intensa. El entusiasmo de Franco en pro del Eje se avivó de nuevo con la invasión nazi de la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Al ser informado oficialmente del ataque a Rusia, Serrano Suñer manifestó gran entusiasmo e informó a Stohrer de que, después de celebrar consultas, Franco y él deseaban enviar unidades de voluntarios falangistas a combatir, «independientemente de la entrada plena de España en la guerra junto al Eje, que se producirá en el momento oportuno»[86]. A instancias de Serrano Suñer concretamente, la prensa controlada expresó su júbilo y publicó crónicas exageradas de un intercambio de fuego antiaéreo cerca de la frontera con Gibraltar y del bloqueo naval británico. El 24 de junio la embajada británica fue asaltada por falangistas, después de que Serrano Suñer les hubiera arengado en la sede de la Falange de la calle de Alcalá y hubiese declarado que «la Historia pedía el exterminio de Rusia». El asalto a la embajada británica fue facilitado por un camión cargado de piedras y oportunamente suministrado por las autoridades.

Tres días después España pasó de la no beligerancia a lo que Serrano Suñer llamó «beligerancia moral» y comenzaron los preparativos para la creación de la División Azul de voluntarios falangistas que irían a combatir en el frente ruso. A ello se sumó el acuerdo concertado el 21 de agosto de 1941 entre el Deutsche Arbeitsfront y la Delegación Nacional de Sindicatos para mandar a Alemania a 100 000 trabajadores españoles. Entre 15 000 y 20 000 fueron enviados: en teoría eran «voluntarios», pero en la mayoría de los casos se trataba de reclutados seleccionados por la Falange para atender las necesidades industriales de Alemania[87]. Ahora resulta claro que el episodio de la División Azul no fue el preludio de una declaración de guerra a Gran Bretaña. De hecho, cuando Ribbentrop agradeció a Franco el gesto y le invitó a efectuar dicha declaración, Franco se negó con el argumento, totalmente verosímil, de que su régimen no podría sobrevivir a un bloqueo de los aliados en gran escala. Para él, la cuestión era no abandonar todas sus bazas y mostrar suficiente compromiso con la causa del Eje como para tener voz en el futuro reparto del botín, pero haciéndolo en un rincón de la guerra suficientemente remoto como para no enemistarse totalmente con los aliados.

Según describió Serrano Suñer el envío de la División Azul, «su sacrificio nos daría un poco de legitimidad para participar un día en la soñada victoria y eximirnos de los terribles sacrificios generales de la guerra». Con frecuencia se oía decir a Franco que los aliados habían perdido la guerra. El 17 de julio de 1941, quinto aniversario del estallido de la guerra civil española, pronunció un discurso ante el Consejo Nacional de Falange y expresó su entusiasmo por la empresa de Hitler en Rusia en «este momento en que los ejércitos alemanes encabezan la batalla que durante tantos años han anhelado Europa y la cristiandad y en la que la sangre de nuestra juventud se mezclará con la de nuestros camaradas del Eje». «No me cabe la menor duda sobre el resultado de la guerra. La suerte está echada y la primera batalla se ganó aquí, en España. La guerra está perdida para los aliados». Habló de su desprecio por las «democracias plutocráticas», de su convencimiento de que Alemania ya había ganado la guerra y de que la intervención estadounidense sería una «locura criminal» que sólo serviría para prolongar inútilmente el conflicto y una catástrofe para Estados Unidos. Hizo la afirmación, totalmente mendaz, de que Estados Unidos estaba reteniendo cereales ya adquiridos por España y declaró en tono de provocación que sus ofrecimientos de ayuda económica eran un disfraz de la presión política «incompatible con nuestra soberanía y con nuestra dignidad como pueblo libre». Denunció las disposiciones adoptadas en el otoño de 1940 por las que se enviaron buques de guerra estadounidenses a Gran Bretaña a cambio de la concesión a Estados Unidos de bases británicas en el Caribe. «El oro acaba envileciendo a las naciones, además de a las personas. El intercambio de cincuenta destructores por restos diversos de un imperio es elocuente a ese respecto»[88].

La impetuosidad de Franco desconcertó bastante a Serrano Suñer, quien se quejó ante Stohrer de que hubiera abierto los ojos a los ingleses y a los norteamericanos sobre «la verdadera posición de España». Anteriormente, según Serrano Suñer, el gobierno británico en particular seguía creyendo que sólo él, el ministro de Asuntos Exteriores, apremiaba a entrar en la guerra, mientras que el «prudente y precavido» Caudillo preservaba incondicionalmente la neutralidad. «Ahora se les ha disipado esa falsa ilusión». El análisis de Serrano Suñer era absolutamente correcto[89].

Durante el verano de 1941 el gobierno de Franco siguió exhibiendo una actitud cada vez más proalemana. La prensa controlada atacaba con frecuencia a Inglaterra y a Estados Unidos y glorificaba las hazañas de las armas alemanas. El personal de las embajadas británica y estadounidense recibía un trato de frialdad. En consecuencia, las importaciones de mercancías esenciales empezaron a escasear a medida que a España le resultaba cada vez más difícil obtener licencias de exportación estadounidenses y pasavantes británicos. El secretario Hull reflejó la reacción de Estados Unidos al decir el 13 de septiembre al embajador español Juan Francisco de Cárdenas que «en todas las relaciones de este gobierno con los gobiernos más atrasados e ignorantes del mundo no ha experimentado una falta de cortesía o consideración como la que le ha infligido el gobierno español. Su proceder ha sido de una descortesía y un desprecio cada vez más graves ante nuestros intentos de prestar ayuda»[90].

La escasez de carbón, cobre, estaño, caucho y fibras textiles presagiaba una paralización de la industria española al cabo de unos meses. En un último intento desesperado de evitar ser objeto de la presión económica angloamericana, el ministro español de Comercio, Demetrio Carceller, fue enviado por Franco a Berlín a principios de septiembre. Carceller transmitió a sus anfitriones la declaración, claramente inspirada por Franco, de que «el Estado Mayor alemán tuvo que decidir si se ajustaba a sus planes que España entrase en la guerra o no y Alemania debía tener plena confianza en que España estaba y se mantenía de su lado. España estaba dispuesta a todo, independientemente de lo que proyectaba el bando alemán. España se adaptaría, sin más discusiones, al marco de la política paneuropea encabezada por Alemania, pero para ello no debía ser tratada como una Cenicienta y dejada de lado, sino que había de ser incluida en la planificación económica global alemana»[91]. La visita dio pocos resultados y el 6 de octubre Franco explicaba al embajador de Estados Unidos, Alexander Weddell, las dificultades de España para conseguir trigo, algodón y gasolina y expresaba con claridad su deseo de que hubiera una mejora en las relaciones económicas con Estados Unidos[92]. Ello reflejaba en parte el hecho de que un sector importante del ejército había empezado a considerar que Gran Bretaña y Estados Unidos iban a ganar la guerra y ya estaban vengándose económicamente de España. Además, los generales más veteranos e incluso el propio Franco no podían evitar la alarmante conclusión de que Hitler había ido a buscarse problemas muy graves en Rusia.

Incluso el aparente entusiasmo de Serrano Suñer por el Eje empezaba a hacer agua. En la última semana de noviembre de 1941 se celebró en Berlín una reunión de las potencias del Pacto Anti-Comintern. El 29 de noviembre Serrano Suñer, Ciano, Ribbentrop, Stohrer y Hitler se reunieron para examinar la situación militar. Serrano Suñer jugó con mucha insistencia la baza de la actitud de la prensa española para con el Eje y afirmó que España «prestaba todo posible servicio al Reich en la modesta medida de sus posibilidades». A ese respecto mencionó la convicción española de que la guerra sería larga y difícil, lo que constituía un cambio significativo respecto de declaraciones anteriores de fe en una victoria rápida[93]. Franco se sintió muy alentado por el ataque japonés a Pearl Harbour del 7 de diciembre de 1941, pero su alegría duró poco, entre otras cosas por los considerables temores que le inspiró la invasión japonesa de Filipinas[94]. Además, el segundo resurgir del entusiasmo de Franco por el Eje se disipó en el invierno de 1941, junto con la fortuna de los ejércitos alemanes en Rusia. Con la entrada de Estados Unidos en la guerra y las victorias británicas en África septentrional, el Caudillo parecía haber aceptado por fin que no había compensaciones territoriales que pudieran justificar los riesgos que entonces entrañaba la entrada en la guerra.

De hecho, la inevitable aceptación de que la participación estadounidense significaba que la guerra sería una lucha larga y titánica obligó a Franco a aplazar indefinidamente la entrada de España en la guerra. El momento preciso de su cambio de chaqueta es difícil de determinar por la sencilla razón de que nunca fue definitivo. En febrero de 1942, Franco, dirigiéndose a oficiales de alta graduación en el Alcázar de Sevilla, declaró: «Si el camino a Berlín estuviera despejado, no sólo participaría en la lucha una división de españoles, sino que además ofreceríamos la ayuda de un millón de españoles»[95]. Como la propia disposición de Franco a declarar la guerra seguía dependiendo de las garantías de que el poder británico estuviera irrevocablemente acabado y de que Hitler concediera recompensas, España siguió en paz. De modo que la neutralidad, lejos de ser el resultado de unas brillantes dotes de estadista o de la previsión, fue el fruto de un estrecho pragmatismo y de la «buena suerte», como dijo Serrano Suñer, de que Alemania no quisiera o no pudiese pagar el precio pedido por la entrada en la guerra.

La situación política interna de España también había desempeñado su papel. La hostilidad del ejército para con Serrano Suñer estaba alcanzando su punto culminante[96]. Sus días estaban contados. La amplitud de la tensión entre la derecha tradicional, representada por los generales, y la nueva derecha de la Falange, se reflejó en los disturbios provocados por estudiantes falangistas en Madrid en mayo de 1942. Además, después de su entusiasmo inicial por el ataque japonés a Estados Unidos, el realismo económico y político había prevalecido en el ánimo del Caudillo y las relaciones con Washington habían mejorado. En la prensa cada vez aparecía menos material de propaganda antiamericana. En lo sucesivo Franco siguió deseoso de mantener buenas relaciones con Estados Unidos. No obstante, de vez en cuando sus verdaderas simpatías se traslucían por entre la niebla de su retórica. El 29 de mayo de 1942 pronunció un discurso ante la Sección Femenina de la Falange. Comparó su régimen con el de Isabel la Católica, refiriéndose a su expulsión de los judíos, a su política racial totalitaria y a su conciencia de la necesidad de levensraum («espacio vital») que tenía España[97].

A lo largo del verano de 1942 Franco empezó a distanciarse de Serrano Suñer. Como no tenía casi nada que hacer y, desde luego, ya no ocupaba el centro de la situación, del 15 al 25 junio de 1942 el cuñadísimo hizo una visita injustificada de diez días a Italia y salió de Madrid justo cuando las maquinaciones de sus enemigos estaban a punto de triunfar. Estando en Roma, Serrano Suñer habló de Franco, según Ciano, «como quien habla de un criado estúpido. Y lo hizo sin cautela, delante de todo el mundo»[98]. La posibilidad de que sus comentarios no se comunicaran a Franco resulta extraordinariamente remota. La afirmación de que la frialdad de Franco con su cuñado entrañara un cambio respecto de los aliados no tiene en cuenta las muchas razones personales y referentes a España de orden interno a que se debió el proceso de enfriamiento. Una era su rencor y —cosa tal vez más importante— el de su esposa por el hecho de que Serrano Suñer acaparara toda la atención, agravado por la irritación de la señora de Franco ante los rumores que corrían por Madrid de que Serrano Suñer engañaba a su hermana con la esposa de un teniente coronel aristócrata. Tal vez fuera más importante la intensificación de la hostilidad militar contra Serrano Suñer justo después del choque entre falangistas y carlistas en Begoña a mediados de agosto, que al final hizo pensar a Franco que era neceado un cambio y que por entonces era posible.

El gran talento político del Caudillo y, de hecho, aquel del que dependía la supervivencia de su régimen, fue su capacidad para equilibrar las fuerzas internas de la coalición nacional. Con Serrano Suñer la Falange parecía estar cobrando demasiado poder, aunque también estaba dividida por rivalidades y envidias internas. Franco nunca pudo permitirse el lujo de perder la lealtad del ejército. Así pues, el 3 de septiembre de 1942 sustituyó a Serrano Suñer por Jordana como ministro de Asuntos Exteriores[99]. Ni los alemanes ni los italianos expresaron demasiado pesar por su marcha, ya que la dirección de la política española en líneas generales no cambió apreciablemente, afirmación hecha por Franco en una carta que envió a Mussolini el 18 de septiembre de 1943. En ella el Caudillo subrayaba la dimensión interior de los recientes cambios políticos, que «en nada afectan a nuestra posición en los asuntos exteriores, sino que van encaminados a fortalecer nuestra posición en la política interior, al darle mayor energía y unidad y eliminar del partido dualismos y personalismos intolerables»[100].

Sin embargo, en vísperas de la operación «Antorcha» la marcha de Serrano Suñer favoreció sin duda la causa de los aliados, aun cuando no fuera ésa la intención de Franco. En el otoño de 1942, cuando los preparativos de la operación «Antorcha» revelaron que no estaba garantizada precisamente una victoria final del Eje, Franco no reaccionó con una comprensión profética de la victoria final de los aliados, sino con una cautela a corto plazo totalmente razonable. Aquel momento en que se estaban acumulando fuerzas en sus fronteras no era precisamente el mejor para batirse con la pérfida Albión, en particular después del intento fallido por parte de Rommel de conquistar Egipto. Franco era profundamente consciente de la capacidad de represalia de los aliados. En cualquier caso, los éxitos de los aliados en África septentrional fueron tan espectaculares que inmediatamente inhibieron cualquier idea española de llevar a cabo acciones hostiles. Cuando las fuerzas angloamericanas entraron precisamente en los territorios franceses de Marruecos y de Argelia que él codiciaba, Franco fue lo bastante realista como para dar la orden a su embajador en Londres de que iniciara un rapprochement a los aliados occidentales. Eso no significaba que hubiera perdido la fe en la victoria final del Eje. El cambio de chaqueta sería gradual y no descartaría ninguna opción.

No obstante, se pudieron discernir los comienzos de una lenta vuelta a la neutralidad, visible, por ejemplo, en la firma en diciembre de 1942 del acuerdo del Bloque Ibérico con Portugal. En la primavera de 1943 resultó ya evidente que el panorama internacional en que Franco se movía había cambiado espectacularmente. La operación «Antorcha» había modificado el equilibrio estratégico, pero a lo largo de la mayor parte de 1943, y desde luego hasta la caída de Mussolini en el verano, Franco siguió convencido de que los aliados podían no vencer y de que sus éxitos en África eran de importancia marginal. Sin embargo, sí que empezó a examinar la posibilidad de que Alemania no pudiera obtener una clara victoria y acabase, de hecho, superada por la simple superioridad numérica de los soviéticos. Con «impenetrable autosatisfacción», como la calificó Hoare, el Caudillo estaba convencido de que en su momento, después de una larga guerra, podría ofrecerse como intermediario entre los dos bandos[101]. Además, como parte de sus precauciones contra una posible derrota del Eje, empezó a presentarse como el pacificador cuya intervención podía salvar a Occidente de las consecuencias de la destrucción del baluarte alemán contra el comunismo. En marzo de 1943 Franco pronunció un discurso ante las Cortes en el que atacó, como de costumbre, al bolchevismo, pero también declaró su convencimiento de que no era probable un pronto final de la guerra y predijo otros seis años de hostilidades sin vencedores ni vencidos al final. A principios de mayo emprendió una gira por Andalucía y pronunció discursos en este sentido en Córdoba, Huelva, Sevilla y Málaga. El momento culminante se alcanzó el 9 de mayo en un discurso ante la Falange de Almería, en el que Franco dijo lo siguiente: «Ninguno de los beligerantes tiene la fuerza necesaria para destruir al otro». Pidió negociaciones de paz y una distribución mundial más equitativa de las colonias[102]. Aun así, hasta junio de 1944 no retiró Franco los retratos de Hitler y Mussolini de su escritorio.

A raíz del hundimiento del régimen de Mussolini a comienzos de septiembre y ante los ecos del descontento de su alto mando, Franco adoptó iniciativas muy significativas. El 26 de septiembre se anunció la retirada de la División Azul, que resultó ligeramente compensada por la propuesta de permitir a los voluntarios que permanecieran en unidades alemanas. El primero de octubre de 1943 Franco se dirigió al Consejo Nacional de Falange y calificó la posición de España de «neutralidad vigilante». Ello no contribuyó precisamente a impedir incidentes como los ataques falangistas al viceconsulado británico en Zaragoza y al consulado estadounidense en Valencia[103]. Tampoco impidió las exportaciones españolas de wolframio al Tercer Reich, que tan decisiva importancia revestían.

El wolframio era un elemento decisivo para la fabricación de acero de alta calidad para el armamento en general y en particular para las máquinas-herramienta y los proyectiles de mortero capaces de perforar los vehículos blindados. La política norteamericana había estado encaminada a intentar convencer a España de que limitara las exportaciones a Alemania a cambio de suministro de petróleo y la compra de todo el wolframio español. El 3 de diciembre de 1943 Franco habló con el nuevo embajador alemán, Hans Heinrich Dieckhoff, que había llegado a finales de abril de 1943, tras la repentina muerte del primer sucesor de Stohrer, Von Moltke. Como respuesta a las quejas de Dieckhoff de que España estaba respondiendo a las presiones de los aliados, en particular con la retirada de la División Azul de Rusia, Franco le expresó su convencimiento de que su propia supervivencia dependía de una victoria del Eje y de que un triunfo de los aliados «significaría su propia anulación». Así pues, esperaba de todo corazón la victoria alemana lo antes posible Resulta significativo que nunca hiciera una declaración semejante de simpatía hacia la causa de los aliados a ningún diplomático británico o estadounidense. Explicó que había retirado la División Azul antes de que los aliados se lo pidieran en vista de las dificultades cada vez mayores para reclutar voluntarios y a fin de evitar la humillación de aceptar un ultimátum de los aliados. La cuestión decisiva era que «una España neutral que suministraba a Alemania wolframio y otros productos era en aquel momento de mayor valor para Alemania que una España que se viera arrastrada a la guerra. En aquel momento los alemanes tenían alguna razón para sentirse satisfechos de su política para con España, pues Franco estaba pagando con wolframio sus deudas de la guerra civil[104].

Al comienzo de 1944, con el cambio claro del rumbo de la guerra, África septentrional conquistada e Italia fuera de la guerra, Estados Unidos estaba menos dispuesto a mostrarse paciente con Franco. El Estado Mayor estadounidense estaba furioso por las continuas exportaciones españolas de wolframio a Alemania. Se había producido una crisis en octubre de 1943, cuando Jordana, con la aprobación de Franco, envió una carta de felicitación a José P. Laurel por su nombramiento por los japoneses como gobernador de Filipinas. Se habían visto impulsados a este grave sinsentido por falangistas proalemanes. En Estados Unidos hubo una conmoción. El 27 de enero de 1944 el embajador británico visitó al Caudillo en el Pardo. Hoare expresó, indignado, tres quejas. Primero, el gobierno español estaba dando nuevas y amplias facilidades al Tercer Reich para la adquisición de wolframio. En segundo lugar, pese a la retirada oficial de la División Azul, la Falange seguía reclutando voluntarios para la pequeña legión española que permanecía en Rusia, y junto a ella actuaba una unidad del ejército del aire español. Por último, los agentes alemanes seguían llevando a cabo amplias actividades de espionaje y sabotaje con la activa complicidad de personal militar español[105]. Entonces Estados Unidos redujo precipitadamente las exportaciones de petróleo a España. Comenzó un proceso complejo en el curso del cual los españoles hicieron esfuerzos desesperados por conseguir la anulación de la prohibición. Había diferencias entre las posiciones de Gran Bretaña y Estados Unidos, pues este último país se inclinaba por adoptar una actitud hacia Franco mucho más dura[106]. Al final, a los españoles no les quedó más remedio que aceptar una espectacular restricción de sus exportaciones mensuales, que quedaron reducidas a una cantidad casi simbólica. Al final, como los alemanes ofrecieron petróleo a cambio de wolframio, Churchill convenció a Roosevelt para que aceptara una avenencia con el argumento de que, de lo contrario, se frenaría la erradicación de las redes de espías alemanes en España y también resultarían amenazadas las compras británicas de mineral de hierro y de potasa. El posterior acuerdo con Franco, firmado el 2 de mayo de 1944, entrañó el cierre del consulado alemán en Tánger, la retirada de todas las unidades españolas de Rusia y la expulsión de España de los espías y saboteadores alemanes. No hace falta decir que los españoles no cumplieron del todo sus promesas y durante el resto de 1944 Hoare protestó casi a diario por la continua presencia en España de agentes alemanes. Hasta el final de la guerra se mantuvieron en España puestos de observación y estaciones de interceptación de radio alemanes[107].

Además, Franco desatendió totalmente una inesperada oportunidad —surgida al final del verano de 1944— de disminuir la hostilidad que se sentía por él en los círculos de los aliados. La muerte de Jordana el 3 de agosto y la necesidad de nombrar a un nuevo ministro de Asuntos Exteriores hacían posible una ruptura radical con el pasado pro Eje. En lugar de aprovechar la oportunidad de deshacerse de sus embarazosas simpatías por el Eje, sustituyó a Jordana por el ultraderechista José Félix Lequerica, embajador ante Vichy y colaboracionista ferviente. Franco destituyó también al subsecretario pro Eje del Ministerio de Asuntos Exteriores, Pan de Soraluce. Después, a partir de octubre de 1944, se emprendió una iniciativa diplomática poco entusiasta para convencer a los aliados de que Franco nunca les había deseado ningún daño y de que sus vínculos con el Eje sólo estaban encaminados a atacar a la Unión Soviética. El 18 de octubre de 1944 escribió una carta al duque de Alba cuyo contenido debía éste transmitir a Churchill. En ella proponía una futura alianza anglo-española antibolchevique. Según el análisis hitleriano de Franco, después de la terrible prueba por la que ha pasado Europa, las que han demostrado ser fuertes y viriles de entre las naciones grandes en población y recursos han sido Inglaterra, España y Alemania». Sin embargo, Alemania, junto con Francia e Italia, ya no podía hacer frente a Rusia. La dominación norteamericana de Europa sería desastrosa. En consecuencia, Gran Bretaña y España debían trabajar juntas para destruir el comunismo. Quitaba importancia a sus propias actividades en pro del Eje como «una serie de pequeños incidentes». El único obstáculo —afirmaba con asombrosa demostración de tenaz miopía— para unas mejores relaciones angloespañolas durante los años anteriores había sido la injerencia británica en los asuntos internos de España, en particular las actividades del Servicio Secreto británico[108].

Después de algunas conversaciones con Edén y Hoare, partidarios de una respuesta dura a la carta de Franco, Churchill acabó aprobando una versión algo atenuada que se envió el 20 de diciembre de 1944 y no se entregó hasta enero de 1945. En ella, si bien reconocía que España había permanecido fuera de la guerra en enero de 1940 y durante la operación «Antorcha» en 1942, Churchill recordaba a Franco la amplitud de la influencia alemana en España y sus numerosos discursos en el sentido de que la derrota de los aliados era a un tiempo «deseable e inevitable». Declaraba inequívocamente que «no hay ni que pensar en que el gobierno de Su Majestad apoye las aspiraciones españolas a participar en los futuros acuerdos de paz. Tampoco me parece probable que se invite a España a ingresar en las futuras organizaciones mundiales»[109].

El Caudillo eludió en última instancia la guerra no por su inmensa habilidad o visión, sino gracias a una fortuita combinación de circunstancias de las que fue en gran medida espectador pasivo: la habilidad de la diplomacia británica; la grosería con que Hitler reveló su desprecio por Franco y el precio de la ayuda alemana; el desastre, totalmente inesperado, de la entrada de Mussolini en la guerra, que hizo al Führer adoptar una actitud precavida ante otro aliado indigente y comprometió enormes recursos alemanes para una operación de socorro; y sobre todo gracias a la pura buena suerte, si podemos llamarla así, de que España estuviera económica y militarmente destrozada como consecuencia de la guerra civil. Después de la guerra, Serrano Suñer escribió: «Franco y yo, y tras nosotros la España nacional, no sólo apostamos por una victoria nazi, sino que además la deseamos de todo corazón. Mi plan era entrar en la guerra en el momento de la victoria de Alemania». Las cartas del general Franco publicadas después de su muerte en nada contradicen esta opinión[110]. En la medida en que Franco contribuyó a su propia supervivencia, su cautela y su mezquindad instintivas contuvieron su verdadero intento —así podemos considerarlo ahora— de entrar en la guerra.