CAPÍTULO 3
VENGANZA Y RECONCILIACIÓN:
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Y LA MEMORIA HISTÓRICA
La historiografía española contemporánea se ocupa de tres cuestiones esenciales: los orígenes, el desarrollo y las consecuencias de la guerra civil. En el interior del país, la historia había llegado a ser, bajo la dictadura de Franco, un instrumento directo del Estado escrita por policías, militares y sacerdotes bajo la vigilancia de la todopoderosa maquinaria de la censura. Se trataba de una continuación de la guerra por otros medios, de un esfuerzo por justificar el alzamiento militar, la guerra y la represión subsiguiente[1]. Como contraste, entre los exiliados republicanos, así como en los escritos solapados de quienes escribían desde una especie de exilio interior, había una búsqueda intensa de una explicación —más que de una justificación— de la tragedia nacional. Se examinaba el «espíritu» español para explicar la plétora de guerras civiles. No resultaba difícil descubrir una continuidad aparente. La afirmación de que los problemas políticos se resuelven más eficazmente por la violencia es un lugar común en la presentación de la historia y la literatura españolas. La aridez del terreno, la austeridad del clima y la rígida división del país por sus diferentes cordilleras eran el acervo de tópicos retenidos en este tipo de Kulturgeschichte. El discurso político previo a la guerra estaba generosamente salpicado de un léxico de luchas sangrientas y de magníficas victorias, herencia común de la reconquista y de la experiencia colonial. La idea de una España rota y de las dos Españas era habitual en el siglo XIX.
Las interpretaciones consiguientes del carácter nacional/cultural proporcionaban implícitamente, y a veces explícitamente, versiones teleológicas de la historia de España que caracterizaban el pasado nacional como propenso al derramamiento despiadado de sangre y a la discordia salvaje. Se nutrían de intentos semejantes, ya hechos por los representantes de la generación del 98, de luchar a brazo partido contra el llamado «problema nacional». La precariedad causada por las frecuentes guerras civiles en el siglo XIX, la revolución de 1868, el caos de la Primera República en 1873 y la pérdida de Cuba en 1898 habían estimulado un hurgar incesante en la entraña nacional. La historia de España se presentaba como una variación de la lucha eterna entre lo ortodoxo y lo heterodoxo, entre España y anti-España, entre la tradición y lo moderno, entre «hispanidad» y «europeísmo», entre valores católicos y liberales. Después de la guerra civil de 1936-1939, las especulaciones se renovaron con más intensidad. Entre los republicanos exiliados dieron pie a la monumental polémica erudita entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz[2]. Las preocupaciones de historiadores y filósofos eran un reflejo de las preocupaciones de la nación. La escala del trauma causado por la guerra hacía muy comprensibles estas últimas obsesiones. Dieron fruto incluso entre intelectuales falangistas arrepentidos[3].
Menos serios, pero mucho más penetrantes, fueron los productos de los propagandistas del régimen, que saqueaban los escritos de 1898 estableciendo su propia selección partidista de los componentes culturales y raciales de la «españolidad». Encontraron su forma más extrema en dos interpretaciones franquistas de la historia de España que brotaban de la Falange y de la Iglesia. Según los falangistas, el pasado daba clara prueba de «el modo de ser español que siempre, a lo largo de su mejor historia, ha sido lucha»[4]. La idea de que en lo hondo del carácter nacional se encontraba una propensión a la exaltación, al paroxismo, a la impetuosidad, a la violencia y a la agresión era repetida con delectación por los propagandistas franquistas. El Caudillo y la Falange se aprovecharon de estas ideas durante la guerra civil e inmediatamente después, cuando parecía aprestarse un orden mundial bajo los auspicios del Eje. Se puso de moda proclamar que el espíritu que había hecho posible la guerra civil y había asegurado la victoria de los nacionales era el mismo espíritu de la conquista imperialista, que devolvía a los días de la mayor gloria de la historia de España[5]. Esto se relacionaba con la visión del clero más militante, para quien la guerra civil había sido una guerra religiosa, visión apoyada en una interpretación muy estrecha del pasado como una serie de cruzadas[6].
Ésta era también la visión compartida, en 1939, por el Vaticano. El telegrama de felicitación que el recién elegido Pío XII mandó a Franco con ocasión de su victoria expresaba una presunción histórica idéntica: «Levantando nuestro corazón al Señor agradecemos sinceramente Vuestra Excelencia deseada victoria católica España, hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas cristianas tradiciones que tan grande lo hicieron». En un mensaje efusivo al pueblo español transmitido por la radio el 16 de abril de 1939, el Papa declaraba: «Los designios de la Providencia, amadísimos hijos, se han vuelto a manifestar, una vez más, sobre la heroica España. La nación elegida por Dios como principal instrumento de la evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu»[7]. Aunque en realidad las relaciones diplomáticas entre Madrid y el Vaticano eran decididamente tibias a estas alturas, estos mensajes se interpretaron como el sello de aprobación de la bárbara represión que se presentaba como un esfuerzo de recristianizar España. Los capellanes de las prisiones cosechaban los éxitos más obvios en tal recristianización. Conseguían confesiones y a veces conversiones de hombres sentenciados, de los cuales podían decir luego que habían muerto en estado de gracia[8].
La visión más o menos racista que ligaba la guerra civil con el espíritu de cruzada propio de la reconquista y con el imperialismo evangelizante de la conquista de América, iba a ser impuesta a la sociedad española con intensidad variable durante más de veinte años bajo la bandera de la «hispanidad». Las estructuras corporativistas de la Falange, la obsesión militar por la unidad nacional, el catolicismo militante del régimen se envolvían en liturgias antiguas y se justificaban a través de la idea de la hispanidad como enlazados a un destino nacional eterno[9]. Con el tiempo, y como consecuencia secundaria de la renovación y expansión de las universidades que había traído la modernización económica de España, un acercamiento al pasado más tangible y menos filosófico empezó a desafiar a la historiografía «oficial», aun manteniéndose dentro de los límites de la censura. Pero aun así, la mayoría de las obras históricas y filosóficas se centraban en la guerra civil o existían a su sombra[10]. La inquietud subyacente hacía pensar en la obsesión alemana por los orígenes remotos del Tercer Reich. Había sin embargo una diferencia notable. La destructividad española se detenía en la frontera nacional y se aplicaba sólo a los propios españoles, a diferencia de la variante alemana, más amplia. El trauma resultante era, entonces, más de dolor que de culpa. Por esta razón es difícil imaginar, dentro de la profesión histórica española, una desgarradura tan tremenda como la Historikerstreit, que tanta controversia ha causado en Alemania Federal[11].
Para los españoles a quienes se les negó la liberación en 1945 el problema de encararse con el pasado se agravó por el hecho de que el pasado continuara vigente unos cuarenta años después de la conclusión de la guerra e incluso después. La dictadura lo había dispuesto así a propósito. Uno de los primeros y más sagaces historiadores de la vida cultural, José Castillejo, lo había previsto al escribir que «la guerra, el pánico, la miseria y la memoria de los crímenes horribles seguramente van a impedir la libertad por mucho tiempo»[12]. El miedo a una nueva guerra civil pugnaba con deseos insatisfechos le ajustar viejas cuentas. Al fin, después de la muerte de Franco, el deseo de contribuir en lo que fuera posible al restablecimiento y luego a la consolidación de la democracia tuvo su efecto tanto sobre los historiadores como sobre la población en general. La renuncia a la venganza vino como un acuerdo tácito que atravesó la totalidad leí espectro político, con la excepción de algunos idealistas marginados. Esto se reflejó entre los historiadores mediante una determinación cautelosa de evitar juicios que pudieran sugerir razones para proceder al ajuste de cuentas[13]. Los fantasmas de la guerra civil y de a represión franquista pesaban sobre España, pero sin el carácter amenazante que ha asumido en Alemania Federal. En la España posfranquista la tendencia historiográfica se dirigía hacia la acumulación le datos empíricos, excluyendo todo lo demás. La guerra civil siguió siendo el tema predominante, pero se procedía con mucho tiento a la hora de sacar conclusiones para evitar que se abrieran viejas heñías. Esta situación se vio reflejada en el hecho de que el gobierno socialista se negó a financiar conmemoración oficial alguna del cincuentenario de la guerra civil española en 1986[14].
El propósito de este capítulo es examinar dos cuestiones interrelacionadas y, al parecer, contradictorias: ¿por qué sigue siendo la guerra civil un tema que motiva grandes ventas de libros y llena a rebosar salas de conferencias? ¿Por qué la decisión de la dictadura de mantener la guerra civil como problema abierto no pudo impedir el restablecimiento de la democracia en 1977? El interés por la guerra civil no ha disminuido; es vívidamente recordada por los que participaron en ella y se estudia con gran dedicación por los jóvenes en España y en otras partes. Y sin embargo, tiene poco sentido en España —ni parece tenerlo en Alemania— lo que Ernst Nolte ha llamado «el pasado que no pasará». El régimen de Franco usó una memoria histórica distorsionada como arma principal de su arsenal de propaganda. Su propósito era intimidar a los republicanos derrotados y premiar a sus propios partidarios, así como recordarles que debían adherirse a la dictadura para impedir un resurgimiento de la izquierda. En realidad, esta política sólo tuvo un éxito parcial: fue rechazada totalmente por los derrotados, aceptada por algunos partidarios del régimen y desdeñada por las generaciones más jóvenes, a pesar del constante esfuerzo de modernizarla[15]. A la muerte del Caudillo, los frutos de tal propaganda se podían observar sólo entre oficiales del ejército nostálgicos, que se esforzaban en reafirmar la victoria nacional de la guerra civil destruyendo la nueva democracia. A pesar de la políticamente motivada reescritura del pasado por el régimen, por fin se relegó la guerra a la historia, por lo menos hasta el punto de que se hizo posible establecer el proceso de diálogo y consenso, gracias a los cuales España resurgió de la larga pesadilla autoritaria.
Un síntoma que indica hasta qué punto se habían agotado las pasiones a pesar de los esfuerzos del régimen es el hecho de que hoy los historiadores españoles eviten interpretaciones del carácter cultual y nacional. Esto refleja, sobre todo, la inanidad de la historiografía oficial. Por otra parte, indica el alcance de la influencia sobre la profesión de Jaime Vicens Vives, el erudito barcelonés que había enarbolado y llevado casi a solas la bandera de la historiografía contemporánea en España en los años cincuenta. Hoy, los historiadores tratan de definir la españolidad de la guerra civil basándose en estructuras socioeconómicas cuya rentabilidad se preveía de largo plazo, más que en una propensión nacional a la violencia. Es curioso que no se hayan dedicado a calcular «lo europeo» de la guerra. Es precisamente en su dimensión más amplia donde hay que buscar algunas de las causas principales del interés siempre vivo por la guerra civil. Es verdad que hasta el alzamiento militar del 18 de julio de 1936 los conflictos que estaban fermentando eran españoles, aun habiéndose contagiado del lenguaje contemporáneo del fascismo y del comunismo. Pero los conflictos locales palidecieron después de que la intervención de Hitler y Mussolini transformara lo que iba a ser un rápido golpe militar en una larga guerra.
La negativa por parte de Francia y de Inglaterra a intervenir para salvar el gobierno legalmente elegido, la disponibilidad de las potencias del Eje para pescar en río revuelto y la intervención bizantina de la Unión Soviética no hicieron más que convertir a España en el punto nodal de Europa. La reacción de estos poderes situó a España en un continuum que se remontaba a la revolución de los bolcheviques. España se convirtió en el último campo de batalla de una guerra europea continuada, cuyas batallas anteriores se habían librado en Viena en 1934, en Berlín en 1933, en Lisboa en 1926 y en Roma en 1922. No es ése, sin embargo, el enfoque que suelen adoptar los historiadores españoles, que tienden a la introspección. Tampoco lo han usado los historiadores más influyentes que han escrito sobre la segunda guerra mundial. La falta de atención que dedicaron a la guerra española es lamentable. Es sorprendente que los libros más respetables sobre los orígenes de la segunda guerra mundial hagan caso omiso de la guerra civil española o que la describan en términos que hacen parecer que los acontecimientos del conflicto español tuvieron lugar al margen del flujo central de las relaciones internacionales. La única explicación de esta actitud podría encontrarse en la tendencia entre los historiadores no españoles o hispanistas a considerar España como el furgón de cola de Europa.
Los extranjeros versados en política veían muy claro en aquel entonces lo que estaba en juego. Los voluntarios dejaban sus casas y sus familias para ir a luchar en España. Muchos de los que no podían partir participaban en manifestaciones políticas y en campañas de «Ayuda para España». Lo hacían porque se daban cuenta de que España era el campo de batalla en el que había que desafiar el peligro creciente del fascismo[16]. Por tanto, los eficaces esfuerzos posteriores del régimen de Franco por mantener vivos los recuerdos de la guerra civil funcionaban a su favor dentro de España pero en su contra en un contexto internacional más amplio. El consiguiente desprecio internacional hacia Franco se desvaneció durante la guerra fría gracias al anticomunismo del Caudillo. Con todo, la ulterior vigencia hasta los años sesenta del interés por la guerra civil y de la simpatía por la República derrotada deben mucho a los innegables lazos de los nacionales y su Caudillo con el Eje.
La asociación de Franco con el Eje fue anunciada con orgullo el 19 de mayo de 1939, cuando ciento veinte mil soldados participaron en el desfile de la victoria de Franco por las calles de Madrid. El desfile estaba encabezado por un batallón de camisas negras italianos, seguidos por las filas de falangistas, carlistas, tropas españolas regulares y mercenarios marroquíes, y se cerraba con la Legión Cóndor de Hitler[17]. El primero de junio de 1939, un convoy naval transportó a Italia al colaborador íntimo de Franco, su ministro de Gobernación y cuñado Ramón Serrano Suñer, acompañado de varios generales y de una escolta de tres mil soldados que desfilaron por las calles de Roma. Seis semanas más tarde, una flotilla italiana trajo a Barcelona al yerno de Mussolini, conde Galeazzo Ciano, para devolver la visita[18]. Franco se ganó la hostilidad de muchos demócratas occidentales —no sólo la de los de izquierdas— debido a su simpatía por la causa del Eje durante la segunda guerra mundial, aunque nunca llegase a declarar su beligerancia contra los aliados. Al final, Franco acabó por no unirse a Hitler porque el Führer no pudo pagar el precio exigido. No obstante, el paso del Caudillo de la neutralidad a la «no beligerancia» y luego a la «beligerancia moral» difícilmente permitía evitar que al terminar la guerra se le asociara con la causa perdida. Durante la guerra, España había permitido a las marinas alemana e italiana aprovisionarse de combustible y otras ayudas, les había ofrecido ayuda en el campo de la información secreta y, hasta mediados de 1944, había exportado a Alemania inestimables cantidades de wolframio[19]. Teniendo en cuenta la íntima implicación de España en la causa del Eje, no sorprende ver que el posterior mantenimiento del interés por la guerra civil española quedara estrechamente ligado a las actividades y a la longevidad del vencedor. El hecho de que Franco continuara gozando durante casi cuarenta años del poder dictatorial conseguido con la ayuda de Hitler y Mussolini, a quienes ofreció estruendosamente hacer de España parte del orden mundial que sería establecido por el Eje victorioso, siguió siendo interpretado como una afrenta a los enemigos del fascismo hasta su muerte en 1975.
A pesar de toda la propaganda elaborada por el régimen acerca de los «largos años de paz», la guerra civil continuó traumatizando la vida española muchos años después de que se terminasen las hostilidades formales. Lo que se vio en abril de 1939 no fueron unos comienzos de paz o de reconciliación; más bien se anunció la institucionalización de la venganza a gran escala contra la izquierda derrotada. Por varias razones, Franco se empeñaba más que nadie en mantener abierta la herida de la guerra. En el lenguaje oficial sólo existían «vencedores» y «derrotados», «buenos españoles» y «malos españoles», «patriotas» y «traidores». Al primado de España, el cardenal Gomá, se le censuró por haber usado en su carta pastoral del 9 de agosto de 1939 la palabra «reconciliación» en vez de la oficialmente aprobada «recuperación»[20]. Esta voz significaba redención, tras el castigo merecido, de los que se retractaban de sus herejías liberales y aceptaban en su conjunto el sistema de valores políticos y morales establecido por los vencedores.
El año 1939, antes llamado «tercer año triunfal» en el calendario de Franco, se elevó a «año de la victoria». Aún en 1975, año de la muerte de Franco, el himno falangista «Cara al sol» se oía regularmente en actos públicos y cerraba a diario los programas de la radio española. En España todas las iglesias tenían pintado o labrado en sus muros el nombre del jefe falangista, José Antonio Primo de Rivera, el «ausente». Los edificios públicos españoles ostentaban —y algunos aún las tienen— inscripciones con largas listas de nombres para honrar a los caídos, pero sólo a los caídos de un lado, los «caídos por Dios y por España». Las fiestas nacionales en España, aparte de las religiosas, eran festivales de la victoria: el primero de abril, «día de la victoria»; el 17 de abril, «día de la unificación» (para celebrar la incorporación forzada de todos los partidos políticos al partido único dominado por los falangistas, el Movimiento); el primero de octubre, «día del Caudillo»; el 29 de octubre, «día de los caídos». Sólo en los años ochenta se empezaron a erigir monumentos a «los caídos por la libertad».
Se cultivaron cuidadosamente los recuerdos de la guerra y de la posterior represión sangrienta para mantener unida la incómoda coalición franquista. Se dedicaban a los que pertenecían a la alianza que apoyaba al régimen una literatura escalofriante y alabanzas exageradas de las hazañas militares de los nacionales. La alianza estaba compuesta por militares y prelados, terratenientes, industriales y banqueros, por lo que se podría denominar «el sector de servicios» del régimen de Franco, por miembros de la clase media u obreros que por cualquier razón —oportunismo, convicción o lealtad geográfica impuesta por los avatares de la guerra— habían decidido hacer causa común con el régimen, y también por católicos españoles que apoyaban a los nacionales como defensores de la religión, la ley y el orden[21]. Recordar la guerra era útil para reforzar la lealtad vacilante de algunos o de todos estos grupos. También servía, para gratificación de los vencedores, a fin de intensificar los sufrimientos de los vencidos, cuyas propias hazañas, actos de heroísmo y abnegación fueron presentados como actos inhumanos de irrelevantes comunistas. Algunos meses después de terminar las hostilidades se empezó a publicar una monumental Historia de la cruzada por entregas que glorificaba el heroísmo de los victoriosos y retrataba a los derrotados como tontos al servicio de Moscú, como egoístas mezquinos o como perpetradores sangrientos de atrocidades sádicas. Incluso después de la derrota del Eje, y hasta bien entrada la década de los sesenta, un alud de publicaciones, algunas dirigidas a los niños, presentaba la guerra de España como una cruzada religiosa contra la barbarie comunista.
Este proceso se continuó en los manuales escolares de varias disciplinas. Eran obligatorios los cursos de adoctrinamiento político llamados «formación del espíritu nacional». Se proponían inculcar la idea del «verdadero» carácter nacional asociado con la victoria nacional, agresiva, violenta, imperialista. A las niñas se les obligaba a recibir clases de «enseñanza del hogar», asignatura que inculcaba a las mujeres un papel de sumisión como esposas y madres dedicadas a Hender el hogar para los viriles guerreros falangistas. Hasta mediados de los años sesenta, todas las aulas tenían un crucifijo colgado al lado de un retrato de Franco. Al comienzo de la jornada escolar, todos los niños de los colegios, organizados en filas militares, presenciaban el alzamiento de la bandera nacional, rezaban juntos y cantaban el himno falangista, el «Cara al sol», y después pasaban en fila a sus aulas (rígidamente divididas en aulas de hembras y de varones) cantando algún otro himno del Frente de Juventudes[22].
Quienes más directamente estaban implicados en la red de corrupción y represión del régimen, los beneficiarios de las matanzas y de los robos, se daban cuenta de modo particularmente agudo de que entre ellos y la venganza de sus víctimas sólo se interponía la figura de Franco. Fueron ellos quienes formaron lo que en los años setenta llegó a llamarse el «búnker»: agrupación de franquistas acérrimos dispuestos a luchar por los valores de la guerra civil desde las ruinas de la cancillería[23]. Había un compromiso semejante, y aún más peligroso, de parte de los defensores pretorianos de la herencia «del 18 de julio» (la fecha del alzamiento militar). Los oficiales del ejército se educaban desde 1939 en academias donde se les enseñaba que la función principal de los militares era defender a España contra el comunismo, el anarquismo, el socialismo y la democracia constitucional, así como contra los regionalistas que querían destruir la unidad nacional. Franco usaba el ejército no como un instrumento de defensa nacional, sino como un mecanismo para garantizar la supervivencia de su régimen. Los ascensos, los privilegios y las condecoraciones se utilizaban como herramientas para asegurar la lealtad de posibles rivales. Los bajos niveles profesionales, en comparación con otros ejércitos occidentales, importaban poco, dado que la función principal del ejército era impedir el crecimiento de cualquier oposición política.
Las tres academias militares, la Academia General Militar, restablecida el 27 de septiembre de 1940, la Escuela Naval Militar, fundada el 15 de agosto de 1943, y la Academia General del Aire, fundada el 15 de septiembre de 1945, suministraban una formación militar en que la ideología tenía más importancia que la estrategia y la tecnología. Una interpretación muy generalizada y muy partidista de la historia de España, y sobre todo de los años inmediatamente anteriores a la guerra civil, ocupaba un porcentaje tan alto de la enseñanza que dejaba poco tiempo para el entrenamiento técnico. La Academia General Militar se ocupaba, según su reglamento, de educar a los cadetes no sólo militarmente, sino también en términos religiosos, morales y sociales, canalizando y dirigiendo todos los actos de sus vidas hacia el objetivo de convertirse en perfectos caballeros cristianos. Apenas había cadetes de las regiones con aspiraciones históricas independentistas, es decir Galicia, Cataluña y el País Vasco, y por tanto nadie para contrarrestar la idea de que el enemigo interno de España se encontraba en las regiones. Por consiguiente, después de la muerte de Franco, con una constitución no confesional que devolvía competencias a las autonomías, el búnker y sus partidarios militares intentarían con monótona frecuencia destruir la democracia en España en nombre de la victoria nacional en la guerra civil. Lo hicieron en 1978, en 1979, en 1980, muy particularmente el 23 de febrero de 1981 y otra vez la víspera de las elecciones de octubre de 1982. Para estos representantes de la extrema derecha, los esfuerzos de la propaganda nacional por mantener vivos los odios de la guerra civil eran probablemente inútiles[24].
A la larga, los esfuerzos propagandistas por eternizar los «valores del 18 de julio de 1936» quedaron truncados. En la España de los años sesenta, en pleno desarrollo y cada vez más europeizada y americanizada, el intento de mantener la idea de que la guerra civil española había sido una cruzada religiosa medieval era un anacronismo. Esto se experimentó brutalmente cuando la Iglesia cambió de bando y retiró su apoyo al régimen. Muchos sacerdotes habían criticado al régimen desde comienzos de los años cincuenta y las hermandades de obreros católicos habían formado parte de la oposición a la dictadura. Después del concilio Vaticano Segundo y como respuesta a las encíclicas del papa Juan XXIII, hasta la jerarquía eclesiástica empezó a disociarse gradualmente del régimen de Franco[25]. Esto se vio con una claridad alarmante en septiembre de 1971, cuando una asamblea general de obispos y sacerdotes españoles emitió una declaración de rechazo de la ideología de la guerra civil impuesta por la dictadura e imploración al pueblo español para que perdonara al clero por haber hilado en su función de «verdaderos ministros de la reconciliación»[26].
La Iglesia respondía así a algo que el régimen no quería ver. La manipulación oficial de la memoria popular de la guerra civil española fue un ejercicio sin sentido para la gran mayoría de los españoles nacidos después de 1939. Una serie de sondeos de opinión pública llevados a cabo en 1983 sugería que, lejos de ver la guerra civil española como una cruzada gloriosa en defensa de la religión única y verdadera contra las hordas sanguinarias de Moscú, un 73% de los españoles la veían como «un período vergonzoso de la historia española que sería mejor olvidar». Sólo un 20% de los españoles vivos a mediados de los años ochenta tenía trece años o menos en 1936. Descontando a las mujeres y a los que tenían menos de dieciséis años, esto quiere decir que menos de un 3% de la población total del momento había podido participar en la guerra. Y sin embargo el impacto de la guerra sigue siendo palpable. Uno de cada cuatro españoles tiene algún pariente que murió en la guerra; uno de cada diez tiene algún pariente que tuvo que marchar al exilio en 1939; dos de cada tres tienen algún pariente que participó en la lucha. No es sorprendente, pues, que casi el 60% considere la guerra civil de 1936-1939 como el acontecimiento más relevante de la historia española moderna. Existe, inevitablemente, un alto nivel de ignorancia: el 35% de los que contestaron eran incapaces de indicar de qué lado habían luchado las Brigadas Internacionales; el 41% no estaba seguro de qué bando había defendido la Legión Cóndor alemana. En cuanto al aspecto internacional de la guerra, el 24% ignoraba qué bando apoyó Hitler y el 37% qué bando apoyó Stalin[27]
El recuerdo de los horrores de la guerra es tan fuerte, sin embargo, que a pesar de haber sobrevivido odios personales, el consenso político posfranquista se estableció sobre un acuerdo colectivo de renunciar a la venganza. Los odios se resolvieron en lo que se ha llamado «un pacifismo militante». Las consecuencias de esto han sido importantísimas para la supervivencia de la nueva democracia en España. Más del 70% de los españoles se definen como pertenecientes a un amplio espectro que va del centro derecha al centro izquierda. En ninguna de las cuatro elecciones convocadas entre 1977 y 1986 los partidos de extrema izquierda o de extrema derecha consiguieron más del 2% de los votos. El Partido Comunista, aun en su forma más moderada y eurocomunista, nunca superó el 10%, y en 1982 sólo llegó al 4%. El balance final de todo esto es que un 40% de los españoles pretende no tener ningún interés en la política, en contraste con el 50% en Italia, el 28% en Gran Bretaña, el 26% en Francia y el 14% en Alemania Federal[28]. Por otra parte, después del fracaso del golpe militar del 23 de febrero de 1981, millones de personas se lanzaron a las calles españolas para manifestar su apoyo a la democracia y su condena de la intentona del teniente coronel Tejero de repetir la experiencia de 1936.
Esta moderación popular fue en gran medida una reacción contra los intentos franquistas de mantener vivos los odios de la guerra civil española y fiel reflejo de un recuerdo horrorizado de lo que el conflicto había significado. Solamente los falangistas más militantes y los militares más franquistas podían seguir vanagloriándose de «los valores del 18 de julio» y de «la cruzada». La mayoría de la población rechazaba lo que había pasado, estaba decidida a evitar su repetición y la rememoración incesante por parte del régimen de aquellos acontecimientos sangrientos les causaba repulsión. Por lo menos 300 000 españoles perecieron durante las hostilidades; 440 000 escogieron el exilio. De éstos, 10 000 morirían en campos de concentración nazis. Otros 400 000 tuvieron que someterse a largas penas de cárcel, de campo de concentración o de batallones de trabajos forzosos. La represión era justificada por la Ley de Responsabilidades Políticas promulgada el 9 de febrero de 1939. Un Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo se creó el 1 de marzo de 1940. Hasta 1964, cuando fue sustituido por el Tribunal de Orden Público, continuaba seleccionando a sus víctimas. Entre ellas se encontraba la flor y nata de la vida cultural del país, así como casi lodo el personal docente universitario y los investigadores más prominentes de la nación. Se encarceló a 7000 maestros de escuelas públicas. A los periodistas de la República se les depuró sistemáticamente, muchos sufrieron la pena de muerte y casi todos perdieron cualquier posibilidad de ejercer su profesión[29].
Hasta la muerte de Franco España fue gobernada como si fuera un país ocupado por un ejército vencedor extranjero. El entrenamiento, despliegue y disposición del ejército español bajo Franco se llevó a cabo con el fin de prepararlo más contra la población nacional que contra un enemigo exterior, lo cual estaba perfectamente de acuerdo con la idea del Caudillo, expresada en 1937, de que él había combatido en una «guerra fronteriza». Desde 1937 se procedía a juicios colectivos que duraban sólo un par de minutos y en los que apenas se observaban procedimientos legales. A raíz de esto, el asesor jurídico del ejército, coronel Lorenzo Martínez Fuset, presentaba a Franco los expedientes con sentencias de muerte. En contra del mito de que un Franco incansable pasaba horas dolorosas hasta la madrugada buscando angustiado razones para la clemencia, la realidad fue mucho más brutal. El Caudillo firmaba las sentencias en la sobremesa, especificando frecuentemente el modo más salvaje de ejecución al añadir la palabra «garrote». Ocasionalmente incrementaba el dolor y la humillación de las familias de las víctimas indicando «garrote y prensa»[30].
Las matanzas continuaron durante algunos años después de terminada la guerra. Además de la rutina de las ejecuciones, había ocasionalmente ritos de venganza bien concertados. En noviembre de 1940, durante diez días con sus noches un desfile de antorchas acompañó a los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera de Alicante a El Escorial. Era el más espectacular de los muchos intentos deliberados de enlazar el franquismo y el falangismo con las glorias históricas de Felipe II. Participaban todas las secciones de la Falange, el Frente de Juventudes, la Sección Femenina y los sindicatos, además del ejército. En el camino se celebraban misas y se encendían hogueras. Falangistas de todas las provincias se turnaban para llevar el ataúd. A cada relevo las campanas repicaban y resonaban salvas de cañonazos en los pueblos de España. En colegios y universidades las clases se interrumpían para que los profesores levantasen el brazo en alto y gritasen: «José Antonio. ¡Presente!». Cuando el cortejo llegó a Madrid fue recibido por los altos mandos de las fuerzas armadas y por representantes de la Alemania nazi y de la Italia fascista. En el monasterio de San Lorenzo de El Escorial hubo coronas monumentales de Hitler y de Mussolini. A lo largo del camino se asaltaban las prisiones y se arremetía contra los prisioneros republicanos[31].
La última víctima oficial de la venganza franquista contra el bando republicano fue el comunista Julián Grimau, ejecutado el 20 de abril de 1963 por crímenes que, se decía, había cometido durante la guerra civil. Su proceso y ejecución fueron vistos dentro y fuera de España como un gesto deliberado por parte del régimen para resucitar recuerdos de guerra. Hubo grandes manifestaciones ante las embajadas españolas en Londres, Roma, Moscú, Copenhague y París. En Bruselas la embajada fue apedreada, y la de México, saqueada por una multitud de personas. El régimen enseguida echó la culpa al comunismo mundial, estableciendo paralelos con la devastación de la guerra civil, también presentada como engendro de comunistas[32]. Grimau no fue, sin embargo, el último prisionero político ejecutado por la dictadura. Los anarquistas Francisco Granados Gata y Joaquín Delgado Martínez fueron ejecutados a garrote vil el 2 de marzo de 1974. Dos militantes de ETA y tres del grupúsculo marxista-leninista Frente Revolucionario Antifascista y Patriota fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento el 27 de septiembre de 1975.
Los presos republicanos que se libraron de la ejecución tenían que soportar las espantosas condiciones de las cárceles atiborradas. Tenían que «redimir por el trabajo» sus sentencias. En los años cuarenta solían formarse «destacamentos penales» y «batallones de trabajo» con republicanos cautivos, para usarlos como mano de obra forzada para la construcción de diques, puentes y canales de riego. Eran alquilados por empresas privadas para trabajos de construcción y de minería. Se empleó a veinte mil en la construcción del Valle de los Caídos, mausoleo gigante para Franco y monumento a los que habían muerto defendiendo su causa[33]. Entre otros esfuerzos por perpetuar la memoria de la victoria franquista se cuenta la conservación de las minas del pueblo de Belchite como monumento nacional. Se reconstruyó el Alcázar de Toledo como símbolo del heroísmo nacional. En Madrid, se destacó la entrada a la Ciudad Universitaria con un gigantesco Arco de la Victoria. Sin embargo, todos se empequeñecían a la sombra del Valle de los Caídos.
Franco esperaba que el Valle de los Caídos estableciera una arquitectura imperial franquista que enlazaría eternamente su régimen y su victoria con los triunfos de Carlos I y de Felipe II. Se tardó casi veinte años en excavar la basílica subterránea, que mide cerca de trescientos metros, en construir el monasterio en una ladera del Valle de Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama, al noreste de Madrid, y en erigir la inmensa cruz que se eleva unos ciento sesenta metros sobre él. El coste para España fue casi igual al del Escorial erigido por Felipe II en una época más próspera. La idea inicial fue que sirviera de lugar de descanso para los que murieron luchando del lado de los nacionales o como víctimas del «terror rojo» en la zona republicana. En 1958 el régimen había evolucionado lo suficientemente como para que los panteones se abrieran a los que lucharon en ambos bandos, siempre que fueran españoles y católicos. Este último requisito, junto con otros obstáculos, impedía que allí se enterrara a muchos republicanos[34].
El estilo arquitectónico del Valle de los Caídos acentuaba hasta qué punto Franco, y con él muchos activistas de la derecha española, estaba obsesionado por la caída de la grandeza imperial. Veían la guerra civil española como el primer paso de una vuelta a las pasadas glorias conseguidas antes de que España fuera corrompida por las ideas de Erasmo, Voltaire y Montesquieu. Franco perdía pocas veces la oportunidad de eliminar la herencia del siglo de la Ilustración, de la Revolución francesa u otros símbolos del progreso. El florecimiento de los valores liberales en España era para el Caudillo una mera señal de lo que él llamaba «la gran invasión del mal». La historia española desde Felipe II consistía sólo en tres «siglos calamitosos» que habían traído la decadencia, la corrupción y la masonería. Su eterno aplazamiento de la restauración de la monarquía tenía como excusa que la dinastía de los Borbones ya no era capaz de emular la viril monarquía «totalitaria» que había expulsado de España a los judíos y a los moriscos y había conquistado América. Los monárquicos del momento estaban lastrados por prejuicios liberales heredados del siglo XIX, período que Franco deseaba con todo ardor «borrar de nuestra historia»[35]. Saltarse los tres siglos incómodos de la decadencia significaba la creación de un modelo político que unía el despotismo medieval y el totalitarismo del Eje. Del mismo modo, cuando sus acólitos se referían a Temando el Católico como el primer caudillo daban a entender que I Vaneo formaba parte de un linaje de grandes líderes que se había interrumpido después de Felipe II[36].
Lo que en realidad supuso este borrar los signos evidentes de la modernidad se pudo observar a lo largo de los años cuarenta. En cuanto a los daños materiales causados durante la guerra civil española, el sistema económico nacido de la extraña fusión de ideas medievales con la autarquía fascista garantizaba el estancamiento y las privaciones. La guerra había destruido el 60% del material móvil ferroviario. La proporción de la población activa empleada en la agricultura volvió al nivel de 1910. En términos globales la renta nacional llegó a los niveles de 1914, pero debido al incremento de la población, las cifras per capita eran equiparables a las del siglo XIX. Los salarios reales apenas representaban un 50% de los niveles de 1936 incluso toda una década después de terminar la guerra. Hubo racionamiento de víveres hasta 1952, y las raciones no eran suficientes para permitir una existencia humana normal. Surgió entonces un inmenso sistema de estraperlo a través del cual se podía conseguir cualquier cosa. Se pagaba por la comida diez veces más que los precios establecidos oficialmente. Como consecuencia, la sima existente entre los niveles de vida en sectores diferentes fue creciendo. Abundaban la difteria, el tifus y la tuberculosis y la mortalidad infantil aumentó tanto que en 1942, en la provincia de Jaén, morían 347 niños de cada mil. Hubo un gran incremento de la prostitución. En 1950 la leche que se llevaba a Madrid estaba aguada hasta un 50%. Ti nivel de consumo de carne por persona anterior a la guerra no se alcanzó hasta 1971[37].
Los salarios se recortaban y se procedía contra las huelgas imponiendo largas sentencias de cárcel. Se destruyeron los sindicatos; el Estado y la Falange se apoderaron de sus fondos, de su maquinaria de imprenta y demás bienes. Se controlaban los desplazamientos y la búsqueda de trabajo por medio de un sistema de salvoconducto y certificados de confianza política y religiosa. Esto convirtió automáticamente a los republicanos derrotados que se habían librado del encarcelamiento en ciudadanos de segunda categoría. El régimen de Franco se empeñó con especial interés en conservar la estructura social rural que había sido amenazada por la República. Se obligó a los braceros a labrar la tierra bajo condiciones que eran incluso más inhumanas que las que habían conocido antes de 1931. Sin un sistema de seguridad social, no trabajar significaba pasar hambre. La Guardia Civil y los secuaces armados de los grandes terratenientes —los latifundistas— mantenían una vigilancia brutal de las propiedades contra los campesinos hambrientos, que sisaban lo que podían.
Las relaciones laborales represivas de los años cuarenta y cincuenta contribuyeron a un incremento de los beneficios y a la acumulación de capital indígena. También representaban una contribución, junto con el acérrimo anticomunismo franquista, al proceso de atraer inversores extranjeros a España. Empezó una verdadera inundación de capital extranjero. Durante los años del crecimiento rápido del capitalismo europeo los turistas invadían el sur mientras los trabajadores inmigrantes se desplazaban hacia el norte, desde donde irían enviando a España lo que ganaban. Poco a poco, incluso en el seno del anticuado sistema de la España franquista, empezó a crecer una sociedad nueva, dinámica, moderna. El «Estado nuevo» profascista de los años cuarenta cedió al despotismo autoritario de los cincuenta, pero también éste se vio superado por las circunstancias[38]. Rodeado de cortesanos aduladores que compartían su obsesión por la perpetuación de la victoria de 1939, el cada vez más senil Franco se aisló todavía más en su palacio de El Pardo[39]. Al sobrevenir la crisis del petróleo de los setenta, muchos franquistas empezaban a preguntarse si su propia supervivencia no dependería de alguna manera de un acuerdo con las fuerzas de la oposición democrática.
Las ejecuciones de prisioneros políticos autorizadas por Franco en marzo de 1974 y septiembre de 1975 obligaron a sus partidarios más progresistas a abrir los ojos. La pasión sanguinaria de Franco provocó miedo y disgusto entre los que vacilaban frente al oprobio internacional. En 1977, sólo dos años después de su muerte, las peores pesadillas de Franco empezaron a realizarse. El rey Juan Carlos nombró presidente del gobierno a Adolfo Suárez, un apparatchik del partido único franquista, el Movimiento. Su tarea consistía en explotar las complejidades de la seudoconstitución franquista para permitir una transición a la democracia sin derramar sangre[40]. La operación de unir a los elementos progresistas del régimen con la mayoría moderada de la oposición democrática sería apoyada por un consenso abrumador por parte tanto de la derecha como de la izquierda. La herencia de Franco era la memoria de la guerra civil y el espíritu de la venganza. Fue rechazada por la gran mayoría de los españoles y muy decididamente por el sucesor de Franco, Juan Carlos, quien se convirtió en el símbolo nacional de la reconciliación. El 23 de febrero de 1981, al enfrentarse a una voluble minoría de conspiradores nostálgicos, el rey arriesgaría su vida por la causa de una democracia para todos los españoles[41]. Se reveló por fin el sinsentido de las tan queridas divisiones franquistas entre los vencedores y los derrotados, entre España y la anti-España.