CAPÍTULO 2
LA GUERRA DE ANIQUILACIÓN
DE FRANCO
Durante toda su vida, y aun después de su muerte, el general Francisco Franco fue vilipendiado por sus enemigos de la izquierda y adulado hasta el absurdo por sus admiradores de la derecha. Tal hecho no resulta sorprendente dada su condición de vencedor de una cruenta guerra civil en España que inflamó las pasiones en todo el mundo. Al margen del éxito político personal que supuso permanecer en el poder durante casi cuatro décadas, su victoria en la guerra civil española fue su mayor y más gloriosa hazaña, como reflejan los juicios de sus detractores y hagiógrafos por igual. Para la izquierda, Franco era un general mediocre y torpe, cuyos triunfos en el campo de batalla se debieron enteramente a la constante ayuda militar prestada por Hitler y Mussolini. Para la derecha, Franco era un general que encarnaba en el siglo XX el espíritu de figuras como Alejandro Magno, Napoleón y el Cid Campeador.
Sin embargo, dejando a un lado los excesos propagandísticos de los admiradores del Caudillo, no deja de sorprender que tanto sus aliados durante la guerra como sus jueces más severos dentro de su propio bando hayan coincidido en una visión generalmente crítica de su valor como líder militar y estratega. Así, por ejemplo, la opinión compartida del Führer alemán y del Duce italiano al respecto fue notoriamente adversa. En 1942, en el transcurso de una comida, Hitler declaró: «Franco y compañía pueden considerarse afortunados de haber recibido la ayuda de la Italia fascista y de la Alemania nazi durante su primera guerra civil. […] La intervención del general alemán von Richtofen y las bombas que sus escuadrones descargaron desde el cielo decidieron el asunto»[1]. Durante la guerra, el primer representante diplomático de Hitler, el general Wilhelm Faupel, fue a menudo muy mordaz en sus despachos al referirse a la penosa lentitud de la dirección militar de Franco[2]. Los italianos también fueron bastante críticos. En diciembre de 1937, irritado por la aparente incapacidad de Franco para aprovechar su abrumadora superioridad de fuerzas, el conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores fascista, anotó en su diario: «Franco no tiene ni idea de lo que es la síntesis en la guerra»[3]. Durante la batalla del Ebro, en 1938, el propio Duce se quejó de la «inconsistente dirección de la guerra» de Franco, y confesó a Ciano: «Escribe en tu diario que hoy, 29 de agosto, profetizo la derrota de Franco. O el hombre no sabe cómo hacer la guerra o no quiere. Los rojos son combativos, Franco no»[4].
Los juicios adversos de los aliados alemanes e italianos de Franco podrían considerarse poco fundamentados debido a su distancia y a su falta de familiaridad con las condiciones españolas. Sin embargo, las críticas, aunque más cautelosas en su formulación, también surgieron entre los propios asesores militares del Generalísimo. Dos opiniones críticas de Franco como estratega tuvieron como fuente a destacados miembros del alto mando militar nacionalista: el general Alfredo Kindelán Duany (jefe de las fuerzas aéreas de Franco) y el coronel (luego general) Jorge Vigón Suerodíaz (Jefe del Estado Mayor del Ejército del Norte y posteriormente del Estado Mayor del propio Franco). Durante las primeras etapas de la guerra, Vigón escribió varias cartas a Kindelán solicitando que utilizara su influencia sobre el Generalísimo para lograr un cambio en la estrategia y una aceleración de las operaciones militares. Kindelán escribió sus memorias poco después del final de la contienda, y en ellas aludía a sus reservas y a las de Vigón sobre la dirección general de la guerra por parte de Franco. El permiso para su publicación fue denegado hasta 1945 y aun entonces las críticas a Franco como estratega fueron censuradas y el texto completo no fue editado hasta siete años después de la muerte del Caudillo.
Por ejemplo, Kindelán escribió a propósito del fallo de Franco para lanzar un rápido avance por todo el norte después de la caída de Bilbao en junio de 1937: «El enemigo fue derrotado, pero no perseguido; el éxito no se aprovechó, la retirada no se convirtió en desastre. Esto se debió al hecho de que, aunque la concepción táctica era magistral, como lo fue su ejecución, por otro lado, la concepción estratégica fue mucho más modesta». El pasaje en cursiva fue suprimido por la censura junto con algunos otro[5]. En sus propios diarios, no publicados hasta 1970, se aprecia la frustración de Vigón ante las decisiones militares de Franco, que retrasaron grandes ofensivas[6]. Con posterioridad, los más distinguidos historiadores oficiales del ejército franquista también fueron discretamente críticos respecto al que fuera su comandante en jefe[7].
El denominador común de todas estas críticas, tanto si son alemanas como italianas o españolas, reside en la creencia de que franco hubiera podido acelerar el progreso de su esfuerzo bélico en varios momentos cruciales. Ante todo, critican la lentitud de Franco a la hora de tomar decisiones en general y su disposición (en Brunete y Teruel en 1937 y en el Ebro en 1938) a desviar gran número de tropas para la tarea (muy costosa y sin valor estratégico) de reconquistar el territorio capturado por las fuerzas republicanas en sus ataques de distracción. La aparente tendencia del Generalísimo a perder de vista los objetivos estratégicos supremos en esas ocasiones, así como su tendencia a dejar pasar varias oportunidades para atacar una Cataluña débilmente defendida, han servido para concluir que carecía de capacidad de visión general. Ciertamente, no puede negarse que, como declaró en 1931 su entonces superior, el general José Sanjurjo, Franco «no es que sea un Napoleón»[8]. Sin embargo, probablemente también es errónea la opinión de que carecía de dotes como estratega militar, como sugieren Hitler y Mussolini, Kindelán y Vigón. A nuestro entender, juzgar a Franco por su capacidad para elaborar una estrategia clara e incisiva es equivocarse de asunto. Logró la victoria en la guerra civil del modo y en el tiempo en que quiso y prefirió. Aún más, obtuvo de esa victoria lo que más ansiaba: el poder político para rehacer España a su propia imagen, sin impedimento por parte de sus enemigos de la izquierda y de sus rivales de la derecha.
Tanto en la forma como en el fondo, la estrategia militar de Franco se atuvo a la consecución más de objetivos políticos a largo plazo que de objetivos inmediatos en el campo de batalla. Este hecho derivaba en parte de su propia personalidad, en que la cautela instintiva coexistía con una ambición casi ilimitada. Igualmente cruciales al respecto fueron su educación militar entre 1907 y 1910 en la anticuada Academia de Infantería de Toledo y sus experiencias de campaña en la salvaje guerra colonial librada por España en Marruecos. De hecho, sus vivencias personales y la cosmovisión aprendida en la Academia de Toledo se entretejerían y acabarían por determinar el carácter principal del estilo militar de Franco durante la guerra civil.
Siendo niño, traumatizado por las infidelidades de un padre hedonista y librepensador, Franco se identificó con su piadosa y conservadora madre. A lo largo de toda su vida rechazaría todas las cosas que asociaba con su progenitor, desde las diversiones sexuales y el consumo de alcohol hasta las ideas de la izquierda. Su infancia coincidió con el momento de mayor decadencia de la fortuna política de España y, con el tiempo, llegaría a asociar sus dificultades personales a las del país. En 1898 España sufrió una humillante derrota frente a Estados Unidos y perdió los restos de su imperio en América y el Pacífico. En 1907, cuando Franco entró en la Academia militar con catorce años, encontró una atmósfera de ciega hostilidad hacia los políticos liberales, a los que se achacaba la responsabilidad por el desastre del 98. Durante toda su vida Franco culparía de las tragedias nacionales a hombres que eran sorprendentemente similares a su propio padre[9]. En la guerra civil, su objetivo sería lograr no una rápida victoria sino la erradicación definitiva de tales hombres y tales maneras de ser de España.
La Academia de Infantería de Toledo enseñó a Franco pocas cosas sobre el pensamiento estratégico contemporáneo o los avances de la tecnología bélica desde la guerra francoprusiana de 1870. Tampoco se extrajeron lecciones de la guerra de guerrillas empleada en Cuba. La educación acentuaba una disciplina rígida, una historia militar idealizada sobre las glorias pretéritas de España y un conjunto de virtudes morales, entre las cuales destacaban la obediencia incondicional y el coraje temerario. Las dificultades internacionales de la España del momento se atribuían al veneno del liberalismo y del izquierdismo. A modo de compensación de los fracasos en el campo de batalla, se remarcaba la función del ejército como guardián político y espiritual de la nación, Era un axioma indiscutido que el ejército tenía derecho a rebelarse contra cualquier gobierno civil que tolerase el desorden social o las actividades de movimientos regionalistas que pusiesen en peligro la unidad de la patria. Franco abandonó la Academia con pocos conocimientos de las artes de la guerra pero plenamente imbuido de esas ideas y concepciones[10].
En el plano práctico, la primera experiencia de Franco como soldado se registró en el protectorado español de Marruecos. Llegado al mismo en 1912, pasaría allí diez años y medio de los siguientes catorce aprendiendo cómo combatir contra civiles indígenas y hostiles. A finales de 1938 declararía al periodista Manuel Aznar: «Mis años de África viven en mí con indecible fuerza. Allí nació la posibilidad de rescate de la España grande. Allí se formó el ideal que hoy nos redime. Sin África, yo apenas puedo explicarme a mí mismo, ni me explico a mis compañeros de armas»[11]. Por su frío coraje y su meticulosa atención a los temas logísticos y cartográficos, comenzó una meteórica carrera de ascensos que lo llevaría desde su condición de alférez en 1912 a la de general de brigada en 1926. Las operaciones bélicas en Marruecos eran sumamente brutales, dado que consistían en labores de pacificación de unas tribus radicalmente hostiles a la colonización. El salvajismo de las fuerzas de ocupación llegó al máximo nivel en agosto de 1920, con la formación de la Legión o Tercio de Extranjeros, una fuerza de choque en la que Franco serviría como segundo comandante. Como regla general, la Legión sería responsable de atrocidades contra las poblaciones indígenas a las que atacaba. La decapitación de prisioneros y la exhibición de sus cabezas como trofeos eran prácticas habituales[12]. Franco estimuló la violencia brutal de sus hombres convencido de que su nefasta reputación era en sí misma un arma para aterrorizar a la población colonial.
Cuando Franco regresó a la Península en 1926, había desarrollado totalmente dos de los rasgos característicos de su esfuerzo bélico durante los tres años de guerra civil: la implacable disposición a usar el terror contra la población civil y la férrea convicción del derecho del ejército a imponer sus opiniones políticas. A la altura de 1936, también había asumido que él era la persona más adecuada para definir esas opiniones. La creciente confianza en su propia misión patriótica quedó confirmada durante el período en que dirigió la Academia General Militar de Zaragoza (diciembre de 1927 a junio de 1931). En ella, ayudado por un cuerpo de profesores elegido entre sus compañeros africanistas, Franco educó a una generación de oficiales que combatirían a su lado durante la guerra civil bajo el modelo de la arrogancia brutal de la Legión y convencidos del derecho del ejército a determinar el destino político de la nación[13].
La proclamación de la Segunda República como régimen democrático en 1931 fue un serio revés para Franco. La Academia de Zaragoza fue clausurada y él quedó sin destino durante ocho meses, hasta que en febrero de 1932 fue nombrado gobernador militar de La Coruña. Ni ese destino ni el nombramiento un año después como comandante de las islas Baleares pudieron aminorar su resentida hostilidad hacia la democracia republicana. No obstante, su fortuna cambió con la llegada al poder del cada vez más conservador Partido Radical apoyado por el partido autoritario católico, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). El ministro radical de la Guerra, Diego Hidalgo, no sólo lo ascendió a general de división, sino que también lo escogió como asesor personal para asuntos militares. En octubre de 1934 los mineros de Asturias se sublevaron contra la entrada de ministros de la CEDA en el gobierno, creyendo que tal hecho significaría la imposición del fascismo en España. Diego Hidalgo encargó oficiosamente a Franco que se ocupase de todas las tareas de aplastamiento de la sublevación. La declaración del estado de guerra transfirió al Ministerio de la Guerra toda la responsabilidad de mantener el orden y la ley (normalmente competencia del Ministerio de Gobernación). De este modo, la delegación de poderes por parte del ministro dio a Franco de facto todo el control de ambos ministerios, que ejerció con notable dureza[14]. El hecho fue para Franco la primera experiencia de poder real y omnímodo, confirmándole en las ideas sobre el papel del ejército que había asumido como cadete en Toledo. Además, acrecentó su convicción mesiánica de que estaba destinado a dirigir el ejército español en su lucha contra las perniciosas ideologías del liberalismo y la izquierda.
A pesar de esa pomposa concepción de su propia importancia, Tranco fue muy prudente a la hora de comprometerse en la conjura militar que fue extendiéndose durante la primavera y verano de 1936. Cuando finalmente se comprometió (sólo cinco días antes del estallido de la guerra civil el 17 de julio), tomó a su cargo la dirección de las tropas más eficaces del bando de los insurgentes: el Ejército de África en Marruecos. Cuando llegó a Marruecos procedente de las islas Canarias (era comandante militar de las mismas desde marzo), se encontró con una situación incierta y peligrosa. El ejército marroquí estaba paralizado en el protectorado debido al bloqueo naval impuesto en el estrecho por la flota española, cuya marinería se había declarado en favor de la República después de arrestar a los oficiales conjurados. Respondiendo a ese grave problema, Franco hizo gala de lo que probablemente eran sus más valiosas cualidades como líder militar: una sangre fría notable junto con una voluntad decidida y un optimismo contagioso. En discursos, arengas y proclamas radiofónicas, repitió su consigna de «fe ciega en la victoria» y su mera presencia entre los rebeldes estimuló la moral[15].
El optimismo de Franco y su implacable determinación de vencer quedaron reflejados en una notable entrevista que concedió al periodista norteamericano Jay Alien en Tetuán el 27 de julio de 1936. Cuando Alien le preguntó cuánto tiempo duraría la matanza, ahora que el golpe había fracasado, Franco le respondió: «No puede haber acuerdo ni tregua. Seguiré preparando mi avance hacia Madrid. Avanzaré. Tomaré la capital. Salvaré a España del marxismo a cualquier precio. […] Pronto, muy pronto, mis tropas habrán pacificado el país y todo esto parecerá una pesadilla». Cuando Alien le replicó: «¿Significa eso que tendrá que matar a media España?», un Franco sonriente declaró: «Le repito, a cualquier precio»[16].
Mientras tanto, Franco tuvo que afrontar el problema creado por el bloqueo naval republicano. Acarició la idea, entonces revolucionaria, de transportar sus tropas por aire al otro lado del estrecho y también examinó la posibilidad de enviar un convoy marítimo que rompiese el bloqueo, contra el parecer de su Estado Mayor[17]. Consideraba, despectivamente, que la marinería republicana, sin oficiales para navegar, vigilar las máquinas o dirigir los cañones, sólo plantearía un peligro pequeño. El convoy, que finalmente cruzó el estrecho el 5 de agosto, supuso un audaz riesgo que cimentó el prestigio de Franco en el bando nacionalista. Al mismo tiempo, los pocos aviones disponibles se emplearon en un puente aéreo constante a través del estrecho. La envergadura de ese puente aéreo creció enormemente una vez que Hitler y Mussolini decidieron, por separado, ayudar militarmente a los insurgentes españoles. Ambas decisiones estuvieron determinadas por motivos de interés propio germano e italiano. Sin embargo, el hecho de que dirigieran su ayuda hacia Franco reflejaba no sólo su manifiesta eficacia, sino también la fuerza de convicción con que persuadió a los representantes nazis y fascistas de que él era el líder rebelde que merecía su apoyo. Sus rivales, el general Emilio Mola, en el norte, y el general Gonzalo Queipo de Llano, en el sur, no pudieron competir con Franco en su habilidad para lograr la ayuda extranjera[18].
Una vez que hubo transportado sus tropas al sur de España, las primeras operaciones militares de Franco reflejaron sus experiencias en Marruecos. La naturaleza del territorio (las áridas colinas de Andalucía) y el hecho de que sus oponentes fueran civiles mal armados recordaban la guerra de tipo colonial de África. Franco ya había mostrado su disposición a utilizar a las tropas marroquíes en España durante la represión del octubre de 1934 en Asturias. A primeros de agosto de 1936 sus columnas africanas emprendieron una marcha inicialmente muy veloz y dura desde Sevilla y en dirección a Madrid. Con el conocimiento y la autorización de Franco, la Legión y los mercenarios marroquíes del cuerpo de Regulares indígenas tuvieron una eficacia extraordinaria en dicho avance. Franco dirigió las primeras etapas de su campaña bélica contra la izquierda española como si fuera una guerra colonial contra un enemigo racialmente inferior. Los moros y los legionarios implantaban el terror allí donde llegaban, saqueando los pueblos capturados, violando a las mujeres, matando a sus prisioneros y mutilando sexualmente sus cuerpos[19]. El uso del terror, como inversión tanto a corto como a largo plazo, fue un demento esencial de la estrategia de Franco en su condición de general y de dictador. Durante la guerra y mucho después de la misma, sus enemigos que no habían sido eliminados físicamente quedarían paralizados por el terror y forzados a buscar su supervivencia en la inacción.
Bajo la dirección de campaña efectiva del teniente coronel Juan Yagüe, las columnas de Franco avanzaron desde la provincia de Sevilla hacia Extremadura. Tomaron pueblo tras pueblo, recorriendo doscientos kilómetros en poco más de una semana. El terror acumulado después de cada pequeña victoria, junto con la habilidad del ejercito de África en campo abierto, explican el éxito de las operaciones proyectadas por Franco. Las improvisadas milicias republicanas luchaban desesperadamente siempre que tenían el abrigo de edificios o de árboles. Pero el mero rumor de que los moros podrían estar avanzando por los flancos servía para ponerlas en fuga, abandonando todo su magro equipo en la huida. Franco planificó sus ofensivas en consecuencia. La intimidación y el uso del terror, denominados eufemísticamente castigo, estaban especificados en sus órdenes escritas[20]. La mayor carnicería tuvo lugar en los días posteriores a la toma de Badajoz el 14 de agosto de 1936, cuando en torno a dos mil prisioneros fueron masacrados. La decisión de Franco de enviar sus tropas hacia Badajoz, lo que implicaba un desvío de sesenta kilómetros en la ruta a Madrid, ejemplificaba su obsesión por el aniquilamiento de toda oposición, con independencia del coste humano o temporal implícitos. Si sus fuerzas hubieran continuado en dirección a Madrid, la guarnición asediada en Badajoz de ningún modo hubiera podido amenazarlas desde la retaguardia. Esa medida contribuyó a la dilación que hizo posible que la República preparara sus defensas en la capital.
Tres días antes de la toma de Badajoz, el 11 de agosto, Franco había escrito a Mola una carta en la que revelaba su voluntad obsesiva de purgar de enemigos todo el territorio capturado. Era una perspectiva estratégica que no cambiaría sustancialmente durante toda la guerra y que reflejaba profundamente una mentalidad bélica «colonial». En la misiva dejaba claro que, para él, la conquista gradual de territorio y la consecuente eliminación de toda resistencia en las «zonas ocupadas» eran más importantes que una victoria rápida. A pesar de ello, se mostraba de acuerdo en que el objetivo supremo había de ser la conquista de Madrid. Refiriéndose al hecho de que el Alcázar de Toledo estuviera sitiado por milicias republicanas, afirmaba significativamente que el avance de sus tropas hacia la capital «descongestionará y aliviará Toledo sin distraerse fuerzas que puedan necesitarse»[21].
Tras la captura de Badajoz, las columnas africanas avanzaron rápidamente por las carreteras en dirección noreste hacia la capital española. El 27 de agosto habían llegado a la última ciudad de importancia en la ruta hacia Madrid, Talavera de la Reina, que cayó en su poder una semana más tarde[22]. La conquista fue seguida de otra masacre sistemática. Sin embargo, es plausible afirmar que Franco no tuvo interés especial en conseguir una rápida captura de Madrid, sobre todo en vista de una subsecuente decisión clave, de la que hablaremos más adelante. Con una resistencia miliciana cada vez más intensa, las tropas de Franco tardaron más de quince días en llegar a la villa de Maqueda, a partir de la cual la carretera se dividía en dos tramos: uno en dirección noreste, hacia Madrid, y otro en dirección sureste, hacia Toledo[23].
Yagüe tomó Maqueda el 21 de septiembre y, a partir de ese momento, el carácter de la dirección bélica de Franco experimentó un cambio sustancial. A principios de aquel mes la República se había reorganizado mediante la formación de un gobierno de coalición presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Ese esfuerzo de reafirmación de una autoridad central en el enemigo acentuó mire los dirigentes nacionalistas la convicción de que también en sus filas era necesario unificar y reforzar el mando central. Franco había «apresado hacía tiempo sus ambiciones sobre el particular, declarando a sus interlocutores alemanes en Marruecos que deseaba ser visto no sólo como el salvador de España, sino también como el salvador de Europa frente a la expansión del comunismo»[24]. Ese objetivo no podría lograrse mediante una rápida victoria militar sobre la República y la consiguiente desmovilización. Las ambiciones políticas de Franco y la necesidad de tomar decisiones militares claves se conjugaron críticamente después de la captura de Maqueda por Yagüe. Aquel mismo día, en una reunión de los generales nacionalistas celebrada en un aeródromo cercano a Salamanca, Franco fue elegido Generalísimo de los ejércitos por sus compañeros de armas. Sin embargo, detrás de la elección casi por unanimidad y de la retórica de apoyo, se podía discernir una resistencia ante el paso dado. Tres días pasaron después de la reunión sin que se publicara o ejecutara la decisión de nombrar a Franco como Generalísimo. En esas condiciones, el propio Franco buscó una fórmula para precipitar la medida.
Franco decidió personalmente una operación estratégica desconcertante: desvió a sus tropas de la ruta hacia Madrid para dirigirse hada Toledo. De ese modo perdió una oportunidad única e irrepetible para llegar a la capital antes de que se hubieran terminado las obras de defensa y se hubiera levantado su moral de resistencia. Yagüe, Kindelán y el jefe de operaciones de Franco, teniente coronel Antonio Barroso, le advirtieron de que esa maniobra de diversión para liberar el Alcázar podría costarle la pérdida de Madrid. Con posterioridad, Franco reconoció a un periodista portugués que «cometimos un error militar y lo cometimos deliberadamente»[25]. Había optado por dar prioridad al encumbramiento político de su persona mediante una victoria simbólica y un golpe de efecto propagandístico como fue la liberación del Alcázar de Toledo el 27 de septiembre. Al día siguiente, el alto mando nacionalista volvió a reunirse en el aeródromo salmantino y confirmó a Franco en su condición de Generalísimo y le confirió el cargo de «Jefe del Gobierno del Estado». Desde ese momento se arrogó clara y directamente la categoría y las atribuciones del «Jefe del Estado»[26]. Como resultado de su decisión se produjo un retraso en la marcha de las operaciones bélicas desde el 21 de septiembre (caída de Maqueda) hasta el 7 de octubre (reinicio de la marcha sobre Madrid).
A partir de su encumbramiento político, el ritmo y estilo de la dirección estratégica de Franco sufrieron un cambio perceptible. La guerra rápida practicada por las columnas dejó paso a un esfuerzo bélico más moroso, en el que la destrucción gradual del enemigo precedió a los grandes objetivos estratégicos. A tono con sus grandiosos planes para erradicar permanentemente a la izquierda de España, Franco comenzó a dilatar la guerra para aplastar a sus enemigos republicanos y para eliminar a sus rivales de la derecha. Visitando las minas del Alcázar después del final de la guerra, Franco declaró a Manuel Aznar, el cronista oficial de sus triunfos militares: «Al entrar en el Alcázar tuve la convicción de que había ganado la guerra. A partir de aquel momento era sólo cuestión de tiempo. No me interesaba ya una victoria fulminante, sino que la victoria total en todos los terrenos viniese por la consunción del enemigo»[27].
El 7 de octubre las tropas nacionales habían reemprendido las operaciones de avance sobre Madrid. Después de consultar con Franco, Mola había diseñado una estrategia final en dos etapas para tomar la capital, que ya estaba siendo rodeada en el sector occidental desde el norte hacia el sur. La idea consistía en que, primero, las tropas nacionales reducirían el semicírculo de asedio a la capital por todo el sector oeste y, en un segundo momento, el Ejército de África, bajo la dirección ahora del impetuoso general Varela, realizaría un asalto frontal a través de los barrios noroccidentales. Las defensas exteriores de la ciudad estaban siendo desmoralizadas por los bombardeos de la aviación nacional y barridas por los avances de columnas provistas de tanques ligeros italianos[28]. Sin embargo, no hubo urgencia real para comenzar la operación prevista y el propio Franco estuvo sorprendentemente ausente del frente madrileño hasta el día 23 de noviembre, cuando se presentó para ordenar su cese. Por entonces estaba mucho más interesado en la mucho menos importante operación de liberar del cerco a Oviedo, capital asturiana, para lo cual envió valiosas tropas desde Madrid. Cuando Barroso le advirtió que las fuerzas nacionalistas no eran suficientes para justificar el riesgo de un ataque frontal a una ciudad que se defendería casa por casa, Franco le replicó: «Dejemos que Varela lo intente. Siempre ha tenido mucha suerte». Tal frivolidad sugiere que Franco estaba distanciándose del asalto a Madrid. El plan de Varela de atacar por el noroeste, donde existe una especie de muralla natural forjada por el río Manzanares, era casi suicida. Hubo debates intensos dentro del alto mando nacionalista sobre la conveniencia e idoneidad de un ataque desde posiciones inferiores y a través de calles estrechas. Sin embargo, Franco no hizo nada para evitar el ataque de Varela. El Generalísimo no iba a cancelar el asalto en un momento en que existía la convicción en círculos nacionales de que la capital iba a caer de un momento a otro. Sin embargo, una vez que Varela hubiera cosechado su fracaso, no habría oposición a su preferencia por una guerra larga[29].
El 22 de noviembre, el asalto nacional sobre Madrid había sido rechazado por una población que se defendía ardorosamente en el medio urbano y que contaba con el apoyo de la primera de las brigadas Internacionales[30]. Al día siguiente Franco viajó desde Salamanca hasta Leganés e informó a sus generales y oficiales de que no cabía otra opción que abandonar el ataque frontal. Tuvo la fortuna de que las tropas republicanas de la capital también estuvieran agoladas y fueran incapaces de lanzar una contraofensiva. Si lo hubieran hecho, quizá hubieran podido cambiar la suerte de las armas en su favor. Pero antes de que la República pudiera recuperar sus fuerzas, las exhaustas tropas de Franco recibirían masivos refuerzos enviados desde la Italia fascista. Mussolini tenía crecientes dudas sobre la planificación estratégica del Generalísimo. Sin embargo, se había comprometido demasiado con la causa nacional como para permitir la derrota de Franco[31]. Los alemanes también se enfrentaban «con la decisión de salir de España o enviar más fuerzas allí»[32]. Era un dilema que Franco había de explotar a su favor con habilidad.
El fracaso del asalto de Madrid dejó a Franco bastante indeciso frente a lo que empezaba a ser una compleja guerra de maniobras. A juicio del general Faupel, por aquellas fechas «su formación y experiencia militar no le hacen adecuado para la dirección de las operaciones en la escala actual»[33]. Al final, tras considerable vacilación, Franco decidió adoptar una estrategia de cerco indirecto, utilizando como vía de ataque a la capital la carretera de La Coruña, en el noroeste[34]. En medio de un clima adverso se libraron sangrientas batallas por pequeñas poblaciones del área. El comandante italiano en España, general Mario Roatta, también se quejó entonces a Roma de que el Estado Mayor del Generalísimo era incapaz de planificar una operación apropiada para una guerra en gran escala[35]. Una vez que el frente se hubo estabilizado el 15 de enero de 1937, cada bando había perdido en torno a 15 000 hombres[36]. Los reiterados esfuerzos por tomar Madrid habían diezmado severamente a las fuerzas de Franco. Los republicanos se habían atrincherado sólidamente en la zona. Franco tuvo la fortuna de que careciesen de fuerzas para pasar a la ofensiva contra unas líneas excesivamente dilatadas y de que pronto llegaran los refuerzos italianos.
En parte por despreciar la dirección estratégica de Franco, y en parte por monopolizar el previsto triunfo del fascismo, Mussolini insistió en que las tropas italianas deberían usarse como fuerza independiente, bajo el mando de un general italiano y sólo nominalmente responsable ante Franco. Éste, tras rechazar un ambicioso plan militar del Duce para dividir a Cataluña del resto de la República, aceptó un ataque a Málaga con vistas a proseguir la ofensiva contra Valencia por el suroeste[37]. Mussolini creía que podía enviar instrucciones a Franco como a un subordinado y todo indica que el ataque a Málaga fue una idea personal suya[38]. Franco no tenía mucho interés en la táctica italiana de la guerra celere (guerra relámpago), ni tampoco en la posibilidad de una victoria de Mussolini que acabara con la guerra civil antes de que él hubiera consolidado su propia posición política. Visitó el frente del sur sólo una vez y recibió con disgusto la noticia de que las tropas italianas habían entrado en primer lugar en Málaga y el telegrama de Roatta, que decía: «Tropas bajo mi mando tienen el honor de entregar a Su Excelencia la ciudad de Málaga»[39]. De hecho, en vista de la masiva superioridad numérica y logística, la victoria obtenida era mucho menos impresionante de lo que pareció en aquel momento.
Al mismo tiempo que los italianos atacaban por el sur, y animado por la disponibilidad de la potente Legión Cóndor alemana, Franco había reanudado sus esfuerzos para tomar Madrid. El 6 de febrero de 1937 había lanzado una fuerte ofensiva a través del valle del Jarama, en el sur, con la intención de llegar a cortar la carretera que unía Madrid con Valencia. Todavía convencido de que era posible conquistar la capital, Franco manifestó un interés especial por esta batalla[40]. Sin embargo, cuando el coronel Emilio Faldella, Jefe de Estado Mayor de Roatta, le ofreció la oportunidad de utilizar las tropas italianas para cerrar el cerco sobre Madrid, Franco respondió negativamente: «Éste es un tipo especial de guerra que se tiene que luchar con métodos excepcionales, de modo que no se puede emplear de una vez una fuerza tan numerosa, sino que sería más útil dispersarla en varios frentes»[41]. Ese comentario revelaba no sólo el resentimiento de Naneo por la victoria italiana en Málaga, sino también las limitaciones de su visión estratégica. Su preferencia por acciones graduales sobre una amplia zona ponía en evidencia tanto sus propias experiencias militares en una guerra colonial a pequeña escala como su deseo de conquistar España lentamente y consolidar así su supremacía política[42]. Ante la insistencia de Faldella, Franco reiteró su voluntad de llevar a cabo una ocupación gradual y completa del territorio de la Ni publica: «En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje el país infestado de adversarios»[43].
Sin embargo, una vez que el ataque nacionalista en el Jarama quedó frenado por la firme resistencia de las tropas republicanas, reforzadas por las Brigadas Internacionales, Franco tuvo que retractarse y solicitar a Faldella que iniciara una ofensiva de diversión para aliviar a sus cansadas tropas. El Generalísimo creía que un ataque italiano sobre la ciudad de Guadalajara representaría la ocasión ideal para forzar una retirada de tropas republicanas del frente del Jarama. Pero los italianos no estaban interesados en una operación secundaria de diversión, sino que deseaban tomar parte en una acción principal y decisoria. El modo en que Franco resolvió la contradicción entre sus propios planes estratégicos y los abrigados por los italianos revelaría su implacable tenacidad política. Además, su actuación con ese motivo iba a demostrar su creciente autoconfianza y su firme convicción sobre el modo en que había de librarse la guerra después del fracaso en Madrid, acremente criticado por Faupel y Roatta.
El 1 de marzo de 1937, ansioso por lograr que los italianos aliviaran la presión republicana sobre sus fuerzas en el Jarama, Franco aceptó el plan de campaña propuesto por Faldella. Se trataría de completar el cerco sobre Madrid mediante una maniobra envolvente con dos brazos de tenaza: un ataque italiano por el noreste, partiendo de Sigüenza sobre Guadalajara, combinado por un ataque simultáneo por el sur de tropas nacionales desde el Jarama hacia Alcalá de Henares. El 8 de marzo las tropas italianas, mandadas por el general Amerigo Coppi, iniciaron la operación, rompiendo las defensas republicanas. Sin embargo, aquella misma tarde se puso de manifiesto que las tropas de Franco no habían iniciado el movimiento previsto en el frente del Jarama. Ese hecho permitió a los republicanos retirar fuerzas del sector del sur para concentrar refuerzos en el frente situado al norte de Guadalajara. Los italianos tropezaron también con el inconveniente del mal tiempo. Equipados para operaciones en el África colonial, no estaban preparados para combatir en medio de la nieve y la ventisca. Sus aviones no pudieron despegar, mientras que la fuerza aérea republicana pudo operar desde sus bases en el sur sin impedimento. Por último, sus tanques ligeros, con torretas fijas, resultaron muy vulnerables ante los nuevos tanques republicanos, el modelo T26 soviético con torreta móvil. Roatta se dirigió a Franco solicitando el inicio urgente de la prometida ofensiva en el sur, mientras éste aparentaba franca impotencia para actuar. En esas condiciones, con Franco dando evasivas ante un Roatta desesperado, las fuerzas italianas sufrieron una derrota abrumadora. La derrota de Guadalajara tuvo muchas causas: el mal tiempo, la escasa moral y el inadecuado equipo de los italianos y la habilidad táctica de los republicanos. No obstante, si Franco hubiera desencadenado el ataque previsto por el sur, el resultado de la batalla hubiera podido ser muy diferente. La negativa del Generalísimo a poner en acción sus propias hopas y su disposición a dejar que los italianos se enzarzaran en un baño de sangre contra los republicanos hace difícil evitar la conclusión de que había decidido usar a los italianos como carne de cañón dentro de su estrategia de derrotar a la República en una guerra de desgaste gradual. Por eso permitió que las fuerzas italianas soportaran el peso del combate mientras sus propias tropas se reagrupaban y recuperaban[44]
Franco pudo, al menos, congratularse de que la República tuviera que pagar un alto precio por su costosa victoria en Guadalajara. Sin embargo, el resultado de la batalla le obligó a reconsiderar sus opciones estratégicas. La conclusión inevitable de la fácil victoria en Málaga y de los baños de sangre en el Jarama y Guadalajara era evidente: la República había concentrado sus mejores tropas y medios en torno a la capital, en perjuicio de otros frentes secundarios. Por tanto, aunque con bastante renuencia, Franco asumió la posibilidad de destruir a la República en varios plazos y lejos del frente madrileño. A lo largo de marzo de 1937, Franco fue presionado por el coronel Vigón (jefe del Estado Mayor de Mola) a través de Kindelán, y por el general Hugo Sperrle, comandante de la Legión Cóndor, para que intensificara la guerra en el frente del norte peninsular a fin de hacerse con los grandes recursos industriales de las provincias vascas. Tras el desastre de Guadalajara, Franco resolvió con inusitada celeridad aceptar los consejos previos[45]. Dicha decisión se basó también en los comentarios de Sperrle y su jefe de Estado Mayor, el coronel Wolfram von Richtofen, sobre el potencial efecto que el «estrecho apoyo aéreo» habría de tener en la destrucción de la moral del enemigo[46]. En teoría, la Legión Cóndor era responsable directamente ante Franco. Sin embargo, debido a las dificultades de contacto permanente y cotidiano, Franco dio a Sperrle autorización para tratar directamente con Mola y Vigón[47]. Por tanto, con el permiso de Franco, los alemanes tuvieron la voz cantante en la campaña. Mientras se planificaba la ofensiva, Von Richtofen anotó en su diario: «Prácticamente estamos a cargo de todo el asunto sin ninguna responsabilidad»[48].
Aunque Franco estaba encantado de tener bajo sus órdenes a la Legión Cóndor, el novedoso empleo de tecnología y tácticas modernas realizado por esa fuerza aérea alemana estaba muy lejos de su cosmovisión estratégica. De hecho, para consternación de Sperrle, Franco debilitó la ofensiva en Vizcaya (Bilbao no cayó hasta el 19 de junio) al retener fuerzas sustanciales en el frente de Madrid y al exigir, sin éxito, que las unidades de la Legión Cóndor fueran diseminadas entre las fuerzas aéreas nacionales del área central. A pesar de ello, los métodos de ataque aéreo germanos (materializados en el bombardeo de objetivos civiles indefensos como Durango y Guernica, el 31 de marzo y el 26 de abril) se ajustaban perfectamente a la idea de Franco de utilizar el terror contra el enemigo para lograr su rendición.
El 4 de abril de 1937, el Generalísimo explicó su pensamiento sobre el particular al embajador italiano, Roberto Cantalupo. Desestimó la noción de ejecutar golpes estratégicos rápidos por ser apropiados sólo para una guerra contra un enemigo extranjero. Hablando de «las ciudades y el campo que ya han sido ocupados, pero que aún no han sido redimidos», declaró de manera inquietante: «Debemos realizar la tarea, necesariamente lenta, de redención y pacificación, sin la cual la ocupación militar sería totalmente inútil. La redención moral de las zonas ocupadas será larga y difícil, porque en España las raíces del anarquismo son antiguas y profundas». La redención aludida significaba una purga política como la que había tenido lugar tras la captura de Badajoz y Málaga: «Ocuparé España ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, ferrocarril a ferrocarril. […] Nada me hará abandonar este programa gradual. Me dará menos gloria, pero mayor paz en el interior. Llegado el caso, esta guerra civil podría continuar aún otro año o dos, quizá tres. Querido embajador, puedo asegurarle que no tengo interés en el territorio, sino en los habitantes. La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes, el fin». Con un tono de queja impotente prosiguió: «No puedo acortar la guerra ni siquiera un día. […] Podría incluso ser peligroso para mí llegar a Madrid mediante una compleja operación militar. No tomaré la capital ni siquiera una hora antes de lo necesario: primero debo tener la certeza de poder fundar un nuevo régimen»[49].
No hay duda alguna de que Franco otorgaba la máxima importa 11 da a la consolidación de su propio poder político omnímodo. Así se había puesto de manifiesto durante los meses de septiembre y octubre de 1936. A lo largo de la campaña vasca, volvería a dedicar tiempo considerable y astutos esfuerzos a la tarea de crear un partido único que estuviera bajo su liderazgo indiscutido[50].
A mediados del verano de 1937, finalizada la ofensiva vasca y a punto de comenzar la campaña sobre Santander, Franco estaba seguro de su victoria final, aun cuando la cifrase en un plazo de años más que de meses. Sin embargo, sus aliados del Eje italo-germano encontraban muy difícil aceptar su visión de los beneficios políticos de una lenta guerra de desgaste. Esa circunstancia dio origen a rumores en favor de una paz negociada, siempre rechazados por el Caudillo, absoluto partidario de una guerra a muerte contra sus enemigos. De todos modos, la lentitud de sus preparativos bélicos permitió que el general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor republicano, intentase frenar el previsto ataque en el norte mediante el lanzamiento (6 de julio) de una ofensiva de diversión y por sorpresa en la villa de Brunete, en el oeste del árido frente madrileño. Como se demostraría posteriormente en Teruel y en el Ebro, la idea de una guerra de redención moral mediante el terror no iba a dejar que Franco cediese un centímetro de territorio propio al enemigo sin aprovechar la ocasión para demostrarle la invencibilidad de su ejército, al precio y coste que fuera. En consecuencia, Franco respondió cumplidamente al reto de Brunete y aceptó un retraso de la más importante campaña del norte porque creía que así podría destrozar más tropas republicanas en el frente de Madrid[51].
La decisión de Franco de entablar una batalla para reconquistar Brunete fue considerada por muchos como un error estratégico. De hecho, consiguió lo que consideraba un objetivo del mayor interés: que la República, en una de las más sangrientas batallas de la guerra, perdiera a veinte mil de sus mejores hombres a cambio de retrasar la caída de Santander sólo unas cinco semanas[52]. Más significativa que la decisión de abandonar temporalmente la campaña del norte para luchar en Brunete fue la reacción de Franco ante el éxito cosechado por sus tropas. El general Varela estaba convencido de que, con las fuerzas republicanas en retirada, sería posible lanzar un ataque para tomar Madrid. Franco, que ya no estaba interesado en la pronta captura de Madrid y tampoco en el retraso de la ofensiva santanderina, ordenó a Varela fijar las posiciones y atrincherarse[53]. Muy probablemente la caída de Madrid entonces hubiera significado el final de la guerra. Sin embargo, el Caudillo no quería lograr la victoria hasta que cada palmo de tierra de España hubiera sido limpiado de liberales e izquierdistas.
La campaña del norte se convirtió en una especie de paseo militar. El 24 de agosto, dos días antes de la caída de Santander, el general Rojo lanzó otra ofensiva de diversión y por sorpresa en el hasta entonces tranquilo frente de Aragón, que tenía como objetivo máximo llegar hasta Zaragoza. Como resultado, cayó en manos de los republicanos el pequeño pueblecito de Belchite. Franco meditó seriamente su respuesta al desafío. Sin embargo, dado el mínimo valor estratégico del pueblecito y el previsible impacto de un retraso en la inminente ofensiva sobre Asturias, esta vez decidió no aceptar el reto[54]. De este modo, Belchite no retrasó ni evitó la conquista nacional de Asturias durante los meses de septiembre y octubre de 1937. Con la eliminación de la presencia republicana en el norte y la adquisición de sus recursos humanos e industriales, el equilibrio de fuerzas se decantó claramente del lado de los nacionales. Acortadas sustancialmente las líneas de frente y desaparecidos muchos compromisos bélicos, Franco disponía ahora de un ejército potente y bien equipado para emplearlo en el área del centro y del este peninsulares.
Después de un descanso de dos meses para reorganizar sus fuerais en seis cuerpos de ejército, Franco dudó sobre el lugar exacto de la siguiente gran ofensiva. Tras considerar un ataque en Aragón, un naque sobre Valencia u otro sobre el norte de Cataluña para aislarla de Francia, a principios de diciembre decidió que su próxima ofensiva tendría lugar en Madrid[55]. Había previsto lanzar una operación de cerco mediante un ataque en dirección a Alcalá de Henares. Sin embargo, Rojo se anticipó a sus planes mediante otra inesperada ofensiva de diversión iniciada el 15 de diciembre contra la ciudad aragonesa de Teruel. Las tropas republicanas conquistaron rápidamente mil kilómetros cuadrados y, por primera vez en todo el conflicto, se apoderaron de una capital de provincia en manos enemigas[56]. Franco decidió abandonar su prevista ofensiva en Madrid a pesar del reiterado consejo de sus asesores militares, tanto españoles como italianos y alemanes, para que no lo hiciera y desestimara el desafío republicano de Teruel. Su objetivo de aniquilación total y humillante de la República no admitía conceder tal éxito al enemigo. Como Rojo había utilizado casi todas las reservas republicanas en la operación de Teruel, la captura de Madrid era una posibilidad muy realista. Sin embargo, Franco no pretendía terminar la guerra hasta que hubiera «redimido» totalmente más territorio. En ese sentido, la expectativa de enfrentarse a Rojo en Teruel significaba una grandiosa oportunidad para destruir una gran masa de las mejores tropas republicanas[57].
Mientras Franco concentraba sus tropas en el frente de Teruel, un irritado Ciano anotaba en su diario: «Nuestros generales [en España] están inquietos, y con mucha razón. Franco no tiene idea de lo que es la síntesis en la guerra. Sus operaciones son tan sólo las de un magnífico comandante de batallón. Su objetivo es siempre el territorio, nunca el enemigo. Y no se da cuenta de que es mediante la destrucción del enemigo como se gana una guerra»[58] Ciano se equivocaba. La obsesión de Franco por el «territorio» era una búsqueda deliberada de grandes batallas de desgaste y agotamiento en las que se destruyeran grandes masas de tropas enemigas.
Teruel sería precisamente ese tipo de batalla. Librada bajo temperaturas invernales mínimas y con un coste enorme por ambos bandos, la batalla sería ganada por las fuerzas de Franco el 22 de febrero de 1938[59]. El ejército republicano quedó destrozado tras el esfuerzo y el ejército franquista se vio en condiciones de iniciar una ofensiva general en todo el frente de Aragón sin graves riesgos. Franco gozaba entonces de una superioridad del 20% en fuerza numérica sobre el enemigo y de una abrumadora ventaja en equipo bélico, artillería y aviación[60]. La destrucción de las mejores tropas republicanas en la batalla de Teruel hizo de la misma un punto de inflexión en la marcha de la guerra civil. También coincidió con un momento decisivo de la institucionalización del poder político de Franco, que formó su primer gobierno el 30 de enero de 1938[61].
La victoria de Teruel abrió la vía a una serie ininterrumpida de triunfos sobre una República agotada y desmoralizada. Durante los cinco meses siguientes, Franco sacó provecho de la oportunidad creada. Su interés por el aniquilamiento físico del enemigo vetaría la ejecución de grandes y elaboradas operaciones estratégicas para acabar con la República rápidamente. Sin embargo, iba a demostrar cierta habilidad a la hora de dirigir un ejército de varios cientos de miles de hombres en un frente muy extenso, lo que permite descartar que fuera sólo un pequeño comandante de batallón, como despectivamente le consideraban Hitler, Mussolini o Ciano. A primeros de marzo de 1938, seis cuerpos de ejército, integrados por unos 200 000 hombres, emprendieron un avance en dirección al valle del Ebro en un frente de 260 kilómetros. Su objetivo era destruir más fuerzas republicanas y alcanzar el punto de confluencia entre el río Segre y el río Ebro. El éxito logrado fue tan espectacular que el 15 de marzo Franco decidió proseguir el avance hasta el mar para separar a Cataluña de Valencia y del resto de la zona central republicana.
El 14 de abril Lérida cayó en manos de las tropas de Yagüe. Éste, junto con Kindelán, Vigón y el nuevo comandante de la Legión Cóndor, general Hellmuth Volkmann, recomendaron entonces la ocupación de una Cataluña débilmente defendida. Parecía que había llegado el momento de acabar definitivamente con la República[62]. Si Franco hubiera aceptado esos consejos, probablemente habría podido concluir la guerra con celeridad. Entre Lérida y Barcelona no había suficientes fuerzas militares de la República. La pérdida de Cataluña, sede del gobierno y de la pequeña industria de guerra disponible, habría sido un golpe mortal para la moral de la República. Pero Franco rechazó la posibilidad de atacar Cataluña. Una de las razones de su decisión derivaba de su temor a que tal ataque pudiera precipitar una intervención por parte de Francia en favor de la República[63]. Sin embargo, parece haber influido también su creencia de que un súbito colapso de la República como resultado de la toma de Barcelona habría dejado en el centro y sur de España a un número muy considerable de republicanos armados. Su objetivo seguía siendo la aniquilación total de la República y de sus partidarios. Por tanto, para sorpresa de Rojo y también de Yagüe, Kindelán y Vigón, el Generalísimo decidió enviar sus tropas hacia el sur para atacar Valencia. Había apostado por una mayor cota de destrucción y desmoralización de los recursos humanos republicanos antes de que finalizara la guerra[64].
Tras alcanzar el Mediterráneo el 15 de abril de 1938, las fuerzas de Franco emprendieron un avance lento y muy sangriento hacia Valencia a través del difícil territorio del Maestrazgo. Kindelán rogó a Franco que abandonara una campaña que estaba provocando altísimas bajas en las filas nacionales y no sólo en las republicanas. Pero el Caudillo se negó[65]. A la altura del 23 de julio, las tropas franquistas se hallaban a menos de cuarenta kilómetros de Valencia. Entonces, el 24 de julio, el general Rojo emprendió otro desesperado ataque de diversión cruzando el tramo final del río Ebro, con el objetivo último de restablecer la comunicación directa entre Cataluña y el resto del territorio republicano. Gracias al factor sorpresa, el primero de agosto las fuerzas de la República habían avanzado unos cuarenta kilómetros hasta la localidad de Gandesa. A pesar de que sus asesores militares quedaron consternados por el cruce del Ebro, Franco recibió de buen grado la oportunidad de cercar a las tropas republicanas en una bolsa contra el río. Concentró todas las fuerzas disponibles en el área y comenzó una batalla de desgaste implacable, que duraría cuatro meses, a fin de destrozar los efectivos republicanos y sin parar mientes en el coste humano para sus propias tropas. El objetivo de Valencia fue abandonado en beneficio de una batalla en principio sin importancia estratégica pero que se convertiría en un verdadero baño de sangre, como lo habían sido Jarama, Brunete y Teruel. Franco entendió que las bajas en sus propias filas eran un precio razonable a pagar por la destrucción del ejército republicano[66].
Nuevamente, el propio Estado Mayor de Franco y sus asesores italianos y alemanes se sintieron muy decepcionados. Le advirtieron que sería fácil contener el avance republicano y atacar, en cambio, una Barcelona prácticamente sin defensas[67]. Pero el Generalísimo prefería convertir a Gandesa en el cementerio del ejército de la República mucho más que alcanzar una victoria rápida y bien sopesada[68]. El coste de esta opción fue horrible para ambos bandos. Sólo a fines de octubre de 1938, después de haber recibido sustanciales suministros bélicos alemanes a cambio de concesiones mineras, pudo Franco comenzar su contraofensiva definitiva. A mediados de noviembre había recuperado todo el territorio perdido en julio. Por entonces también había logrado su objetivo más preciado (el aniquilamiento de las fuerzas republicanas) a costa de desestimar la ocasión de alcanzar una victoria rápida. Se había asegurado de que no podría haber armisticios negociados, condiciones ni paz con honor. Efectivamente, la República se enfrentaba a sus últimas horas. El ataque final contra Cataluña comenzó el 23 de diciembre. Barcelona caería en poder de las tropas franquistas el 26 de enero de 1939. El 4 de marzo, en Madrid, el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, se sublevó contra el gobierno de la República con la esperanza de poner fin a un derramamiento de sangre ya sin sentido. Pero sus esperanzas de negociar la paz fueron totalmente defraudadas por franco. En esas condiciones, después de una breve guerra civil dentro de las filas republicanas, las tropas comenzaron a rendirse a lo largo de todo el frente. El 27 de marzo de 1939 las fuerzas militares nacionales entraron en Madrid en medio de un silencio sepulcral. El Generalísimo emitió su último parte, el de la victoria, el primero de abril.
Franco había librado una guerra política. No había pretendido emular a Napoleón. De hecho, repetidamente había afirmado su convicción de que las «operaciones militares muy brillantes» no servían para sus fines. Casi con seguridad carecía de la capacidad y visión para concebir tal tipo de operaciones. Su talento radicaba en otros aspectos. Gozaba de notoria capacidad para elevar la moral de quienes le rodeaban mediante su simple sangre fría y su imperturbabilidad en los momentos de tensión. Ningún revés alteró su voluntad. Como general rebelde, su habilidad para conseguir el apoyo vital de Italia y de Alemania fue un elemento crucial para el éxito de su esfuerzo bélico. Tampoco puede minusvalorarse su éxito político al lograr domesticar y unificar a las diversas fuerzas políticas presentes en la coalición antirrepublicana. Todos estos logros compensaban sus limitaciones como estratega brillante. En último término, su preocupación primordial como líder militar había sido garantizar su largo futuro como dictador. Y su esfuerzo de guerra consiguió que los vencidos, traumatizados, vivieran durante muchos años en la apatía.
Muchas de sus discutidas decisiones estratégicas (Toledo, Brunete, Teruel, Maestrazgo, Ebro) confirman que no era un preclaro pensador militar. Pero cada una de ellas le acercó más a su objetivo final. Por eso no puede considerarse un fracasado como militar. Su estrategia se basaba en la primacía de los intereses políticos. Su esfuerzo bélico era la primera y más sangrienta etapa en una represión política que mantendría su mortal intensidad hasta 1943 y que nunca sería totalmente relajada. En los años posteriores a la victoria rechazó todo pensamiento de amnistía o reconciliación con los vencidos. Casi cuatrocientos mil republicanos tuvieron que partir al exilio. Un número ligeramente inferior fueron sentenciados a penas de prisión, recluidos en campos de concentración o forzados a trabajar en batallones de penados. Hasta su propia muerte, el régimen de Franco mantuvo viva la memoria de la guerra civil y preservó la división entre vencedores y vencidos como instrumento político[69]. Su larga guerra había sido la columna vertebral sobre la que se asentó su larga dictadura.